Authors: Albert Sánchez Piñol
—No, no me voy —dije, y añadí—: tengo demasiado miedo.
Las latas que colgaban de los muros resonaron. Es el viento, el viento, es sólo el viento, me calmó él con una mano pausada. Yo necesitaba disparar contra alguna forma, que no se presentaba. Batís movió la cabeza como un camaleón y proyectó una bengala. La luz roja voló hacia arriba, dibujó un arco y cayó lentamente. Una amplia superficie se iluminó de color granate. Pero no estaban. Una segunda bengala, esta vez verde. Nada. La fosforescencia moría y sólo reflejaba piedras y árboles sacudidos por el viento.
—Mein Gott, mein Gott... —murmuró de repente Batís—. Los carasapo son más numerosos que nunca.
—¿Dónde están? Yo no veo nada.
Pero Batís no respondía. Estaba muy lejos de mí, a pesar de estar allí, a mi lado. Tenía los labios separados y húmedos del idiota, como si mirara hacia el interior de su espíritu en vez de vigilar los exteriores del faro.
—No veo nada. ¡Caffó! No veo nada. ¿Por qué asegura que son muchos?
—Porque canta mucho —respondió en un tono mecánico.
La mascota había iniciado una tonada de ascendencia remotamente balinesa, una melodía que sería inútil describir, una música que rehuiría cualquier pentagrama. ¿Cuántos humanos habrían escuchado aquella canción? ¿Cuántos seres humanos, desde los inicios de los tiempos, desde que el hombre es hombre, habrían tenido el privilegio de escuchar esa música? ¿Solamente Batís Caffó y yo? ¿Todos aquellos que en algún momento se han enfrentado a la última batalla? Era un himno espantoso y era un salmo bárbaro, y era bello en su malicia ingenua, muy bello. Tocaba todo el espectro de nuestros sentimientos, con la precisión de un bisturí; los mezclaba, los alteraba y los negaba tres veces. La música se emancipaba de la intérprete. Cantaban cuerdas vocales que la naturaleza había creado para expresarse en profundidades abismales, la mascota sentada con las piernas cruzadas, tan ausente de la escena como Batís, como los monstruos, que no aparecían. Sólo un hombre que nace o un hombre que muere puede estar tan solo como lo estuve yo aquella noche, en el faro.
—Ahí están —anunció Batís.
La invasión del islote se había producido por algún punto distante. Salían del bosque. Rebaños enteros de monstruos, a ambos lados del camino. Más que verlos los intuía. Oía sus voces, un ruido de gárgaras multiplicadas por cien, por doscientos o quizá por quinientos. Se acercaron poco a poco, un ejército sin forma. Veía sombras y escuchaba las gárgaras cada vez más cerca. Dios mío, aquel ruido de gargantas, imaginemos a alguien que vomitara ácidos. Detrás de nosotros la mascota interrumpió los cánticos. Y por un instante se diría que las bestias también renunciaban al faro. Se detuvieron justo en el límite que marcaba el foco. Pero de repente cargaron con un brío unánime. Corrían y saltaban, las cabezas a distintas alturas. El tropel avanzaba e, inevitablemente, muchos de los monstruos fueron retratados por el foco. Disparé frenéticamente en todas las direcciones. Algunos caían, muchos reculaban, pero había tantos que la mayoría seguía adelante. Habría necesitado una ametralladora. Disparé, enloquecido, hasta que Batís me cogió el fusil por el cañón. Quemaba, pero la piel de su manaza no se resentía.
—Pero ¿qué diablos hace? ¿Ha perdido el juicio? ¿Cuántas noches de resistencia nos quedarán si gasta la munición con tanta alegría? No quiero fuegos artificiales. ¡No dispare hasta que yo lo haga!
Lo que siguió fue una lección macabra. El enjambre de monstruos se arremolinaba contra la puerta. No podían forzarla y no podían escalar la pared. Pero eran suficientes para improvisar torres de cuerpos. Aquello era un magma de brazos, de piernas y de torsos desnudos. Sin ningún orden, empujándose caóticamente, unos subían encima de los otros y la montaña ganaba metros. Batís aún se contuvo un poco, con una sangre fría que aterrorizaba. Cuando el más elevado casi rozaba las primeras estacas con las garras, Batís sacó los dos cañones de su escopeta por la barandilla. El disparo hizo que el cerebro del monstruo explotase, fragmentos de cráneo volaron como metralla. La bestia cayó y con ella rodó la torre.
—¡Así, así se hace! —bramó Batís—. ¡A su izquierda!
Una torre similar ascendía por mi lado. Yo tuve que abatir a un par de ellos para derrumbarla. Caían relinchando como hienas heridas, rodaban y pequeñas multitudes se llevaban los cadáveres.
—No dispare contra los que huyen, ahorre balas —me avisó Batís—. Si les damos bastante carroña se devorarán entre ellos.
Y, en efecto, tenía razón. Cuando una torre se desmoronaba los monstruos hacían pensar en un hormiguero pisoteado. Entre cinco, seis, siete u ocho se apoderaban de los cadáveres y se iban. No tenían la virtud de la constancia y pronto se disgregaron. Se reintegraban a sus oscuridades con la estridencia de una bandada de patos silvestres. Cua, cua, cua, los imitaba Batís con desprecio, cua, cua cua...
—Siempre igual —dijo más para sí mismo que para mí—. Quieren zamparse al bueno de Batís Caffó y acaban tragándose a sus propios muertos. Escoria, escoria marina... Pero ¿con quién creen que están tratando? ¡Cua, cua, cua! ¡Cua, cua, cua!
En ese momento Batís me pareció un ser extraordinariamente poderoso. Para mí la isla era un paisaje espantoso. Y él, con las manos en las axilas, aleteando los brazos, era capaz, incluso, de hallar espacios para la rechifla.
Aquella victoria marcó un punto de inflexión en los ataques. La noche siguiente tan sólo divisamos a un par de ellos, que ni siquiera se acercaron. La posterior, ruidos sin volumen. Mi tercera noche en el faro fue la primera en que no hizo acto de presencia ni un solo monstruo. Curiosamente no fue la más tranquila, porque no descansamos hasta el alba. Batís sabía por experiencia que los monstruos no seguían ninguna regularidad y podían atacarnos en cualquier instante. Esto no es un horario de ferrocarriles prusianos, me advertía.
Definitivamente había establecido mi residencia en la planta baja del faro. Al atardecer subía las escaleras y ocupaba mi lugar de combate, en el balconcito. Se sucedieron las noches y los días, y con el paso del tiempo se impuso algo parecido a una convivencia. ¿Quién era aquel hombre? Del antiguo oficial atmosférico no quedaban más vestigios que los que podríamos encontrar en cualquier náufrago veterano. Egoísta y huraño como un gato salvaje, su insociabilidad no era tanto una adaptación al medio cuanto una vía que sublimaba tendencias naturales. Pero pese a las pinceladas de barbarie, pese a los innegables defectos tabernarios, a menudo revelaba el carácter de un aristócrata despojado de sus propiedades. Brusco pero a su manera leal; y también de viva inteligencia, sí, aunque la palabra suene extraña. El Caffó más perspicaz se mostraba cuando llenaba la pipa de tabaco; comprimía la cazoleta con un ojo salvaje, siempre atento al exterior. En aquellos momentos recordaba a uno de esos volterianos que hacen esfuerzos de imaginación y nacen barricadas. Era el modelo de hombre circunscrito a una verdad solitaria y sólo una, pero fundamental. Tenía la virtud de simplificar. Se podría decir que simplificaba tanto, y tan bien, que incluso él era capaz de entender la base del problema. Cuando abordaba aspectos técnicos, por ejemplo, tenía una mente serena y clara. En aquel campo era insuperable, y a eso debía su supervivencia. En otros momentos, en cambio, caía y decaía hasta una estética de cosaco desertor. Filósofo de la musculatura, de principios higiénicos más que ordinarios, cuando comía parecía un auténtico rumiante. Su respiración era abrupta y estridente, se podía oír a metros de distancia. También se reservaba espacios para el iluminado que vive de mitos propios. Con cada gesto, cada desprecio, anunciaba que él no estaba hecho para el mundo, sino el mundo para él. Como un césar loco, personaje que escucha el galope de caballos invisibles y decapita a millares.
Pero no sentía temor, ni siquiera desconfianza. Pronto entendí que de él podía esperarse la solidaridad de los cuervos. Fuese por una nobleza intrínseca o por la capa de primitivismo que el islote imprimía, lo notaba muy lejos de la tentación traidora. Batís vivía de cara al futuro —aunque en su caso «futuro» era una palabra que sólo incluía el mañana—, nunca de cara al pasado, y una vez estuve dentro del faro lo acepté como un hecho consumado. Mi presencia abolía nuestra historia común, mezquindades, animadversión y chantajes.
Y yo vivía una época de excepción, estaba dispuesto a aceptar todos los inconvenientes en nombre de la supervivencia. No eran las grandes diferencias de personalidad lo que me molestaba; las asumía. Pero al igual que en los matrimonios, los dramas más insufribles los causaban las pequeñas cosas. Por ejemplo: su falta casi absoluta de sentido del humor. Batís sólo se reía en solitario, nunca en complicidad. Cuando bromeaba, cuando le explicaba chistes fáciles, me miraba con aire desconcertado, como si él mismo fuese consciente de esa debilidad interior suya que le impedía percibir la gracia.
Recuerdo una mañana. Lloviznaba y al mismo tiempo hacía un sol espléndido. Yo estaba leyendo el libro de Frazer, que, según me había dicho Batís, no le pertenecía a él, sino al faro. Es decir, que alguno de los constructores lo había olvidado. Leía sin demasiado interés, aletargado, y Batís pasó por delante. Reía y reía con la cabeza gacha, conteniéndose a medias. Nunca sabré si con ello quería expresarme algo o simplemente pasaba por allí. Reía y reía, con el final de una especie de chiste en la boca:
— ... no era sodomita, era italiano.
Una risa de caverna que se autoalimentaba. No era sodomita, era italiano, repetía. Subió las escaleras, riéndose y repitiendo el final de aquel relato incógnito.
La segunda vez que lo vi reír tiene más historia. Después de un ataque bastante violento yo me retiré a mi colchón. Clareaba y el peligro se desvanecía. Me preparaba para dormir cuando unos ruidos me arrancaron de la cama. Primero fueron unos gemidos de la mascota. ¿Azotes? A los sonidos de la mascota pronto se les sobrepusieron los de un Batís íntimo. No me podía creer lo que me decían mis oídos, hasta pensé en una alucinación auditiva. No, no lo era. Eran gemidos, sí, pero de placer. Allá arriba la cama hacía que el piso retemblara rítmicamente. Pequeñas virutas de madera se desprendían del techo y caían sobre mí, como si nevara dentro del faro. Pronto me vi con los hombros y los cabellos manchados de serrín. La constitución esférica del faro difundía los sonidos, con ecos, y mi imaginación difundía la imagen, con incredulidad. La cópula duró una hora, o dos, hasta que un in crescendo de ruidos y movimientos la cortó en seco.
¿Cómo podía fornicar con uno de aquellos mismos monstruos que nos asediaban cada noche? ¿Qué ruta mental había seguido para salvar los obstáculos de la civilización y la naturaleza? Aquello era peor que el canibalismo, que puede llegar a entenderse en situaciones desesperadas. La incontinencia sexual de Batís requería un estudio clínico.
Naturalmente, la discreción y los buenos modales no me permitían comentar la zoofilia de sus genitales. Sin embargo, era obvio que yo lo sabía, y si él no hablaba de ello era más por desidia que por pudor. Un día fue el propio Batís quien hizo una referencia fugaz a la cuestión. Sin que me interesase ni mucho ni poco, mi comentario fue de orden clínico:
—¿Y no sufre dispareunia?
—¿Dispaqué?
—Dispareunia, coito doloroso.
Comíamos juntos, en la mesa de su piso. Se quedó con la cuchara a medio camino de la boca, abierta. No pudo acabarse el plato. Reía tanto que pensé que se le iba a desencajar la mandíbula inferior. Reía haciendo fuerza con el estómago, el pecho y el cuello. Se daba golpecitos en los muslos y parecía que iba a perder el equilibrio. Soltaba lagrimones, hacía una pausa para enjugárselos y volvía a reír. Rió y rió; se dedicó a pulir un fusil pero no podía dejar de reír. Estuvo riendo hasta que oscureció y la noche exigió todas nuestras atenciones.
En cambio, otro día, cuando casualmente salió el tema de la mascota y pregunté por la razón de aquella absurda vestimenta de espantapájaros, de aquel jersey sucio, dado de sí y deshilachado, la respuesta fue tan rotunda como tajante:
—Por decencia.
Así era aquel hombre.
11 de enero
Según el filósofo japonés, son pocos los que aprecian el arte de la guerra. Batís Caffó es uno de ellos. Durante la noche hace la guerra, durante el día hace el amor. Es difícil saber cuál de las dos actividades le apasiona más. Ha descubierto que en mi equipaje había un par de cepos para lobos. Unos hierros crueles como mandíbulas de tiburón. Con entusiasmo, ha puesto las trampas a distancia de blanco seguro. Moderado ataque nocturno. Un par de monstruos han quedado atrapados, los ha matado a tiros —un hecho innecesario si seguimos al pie de la letra su doctrina de economizar recursos. Por la mañana se ha llegado hasta los cepos. Lo guiaba un deseo inconfesado de obtener trofeos. Sin embargo, los monstruos, en su vehemencia carnívora, se han llevado los cadáveres, y con ellos los cepos. Esto lo ha frustrado.
13 de enero
Ampliando a Musashi: el buen combatiente no se define por la causa que defiende, sino por el sentido que sabe extraer de la lucha. Por desgracia, el aforismo no tiene ninguna validez en el faro.
14 de enero
Por la noche, a primera hora: cielo inhabitualmente limpio de nubes. Fantástico espectáculo de estrellas y estrellas fugaces. Esto me conmueve hasta las lágrimas. Reflexión sobre la latitud y el orden estelar. Estoy tan lejos de Europa que las constelaciones alteran su ubicación en el firmamento y no las reconozco. Pero no hay ningún desorden, aceptémoslo; el desorden sólo existe en la medida en que somos incapaces de reconocer órdenes y posiciones diferentes. El universo no es susceptible de desorden; nosotros sí.
16 de enero
Nada. Ningún ataque.
17 de enero
Nada.
18 de enero
Nada. ¿Dónde están?
19 de enero—25 de enero
El verano austral se extingue con timidez, pero con timidez apoteósica. Hoy he visto una mariposa. Aquí, en el faro. Se ha paseado con vuelo errático, indiferente a nuestro calvario. Caffó ha intentado aplastarla de un manotazo, aunque sin demasiado interés. Habría sido un crimen, el frío avanza y sé que no volveremos a ver otra. Pero sería imposible discutir esto con alguien como él. A este sentimiento podríamos añadirle una reflexión menos filosófica y más inquietante. En verano las noches eran muy cortas. Ahora avanzan inexorablemente hacia el invierno, es decir, hacia la oscuridad. Puesto que los ataques siempre son nocturnos, y la oscuridad se dilata más y más cada jornada, ¿qué ocurrirá cuando las noches duren veinte o más horas?