Authors: Albert Sánchez Piñol
—Si se acerca dispararé.
Mi experiencia era que cuando un hombre pretende matar a otro no lo amenaza, y que cuando lo amenaza es que no pretende matarlo.
—Sea razonable, Batís —insistí—; una palabra cordial...
No contestó, sólo me apuntaba fijamente desde su balcón.
—¿Hasta cuándo tiene contrato? —dije, por decir algo—. ¿Espera pronto a su relevo?
—Lárguese o le mataré.
También tenía la convicción de que cuando un hombre no quiere hablar sólo puede obligarlo a ello la tortura. Y yo no era un torturador. Me encogí de hombros y me marché, sin prisa. Cuando volvía a entrar en el bosque me giré: aún estaba en el balcón, las piernas separadas y manteniendo la postura de tirador alpino. Incluso cerraba el ojo izquierdo.
El resto de la jornada apenas tiene importancia. Acabé de arreglar la casa. Me invadió una emoción extraña. Me mordí el labio inferior hasta que sangró, sin conciencia de lo que hacía. Medio borracho medio sobrio, medio triste medio alegre, encendí la chimenea. Fumaba y tiraba las colillas al fuego. Infinidad de poetas hablan de la añoranza de la patria. Yo nunca he sabido apreciar el arte poético. Pienso que el dolor es un estado previo al lenguaje, y que por tanto cualquier esfuerzo en esta dirección es inútil. Y ya no tenía patria.
Alimentaba las reflexiones de la melancolía cuando llegaron las tinieblas. En aquellas regiones del mundo la noche no se anunciaba, conquistaba por asalto. Un sobresalto: las semioscuridades de mi residencia se iluminaron, de golpe, con un resplandor de luz blanca, que acto seguido desapareció. Era el faro. Batís lo había encendido, el foco iniciaba sus giros y con cada intermitencia entraba por mis ventanas. No acababa de entenderlo. El faro me enfocaba directamente. Eso quería decir que su ángulo era muy bajo, y que de poco habría de servir a los barcos más lejanos. Qué hombre más huraño, pensé. Podía asumir, por ejemplo, que hubiera llegado a la isla en busca de soledad. Pero en ese caso su ejercicio de la soledad era muy diferente. Desde mi punto de vista la auténtica soledad era interna y no excluía el contacto amable con los vecinos ocasionales. Él, en cambio, optaba por tratar a todos los hombres como leprosos. Fuese como fuese, en aquellos momentos las rarezas de Batís me interesaban muy poco.
Recuerdo que encendí un quinqué de petróleo. Me senté a la mesa y planifiqué mi horario. Así estaba. Al fondo, la chimenea; yo y la mesa en la parte opuesta de la habitación. A mi derecha la puerta de la casa y mi cama, muy similar a la del camarote de la nave. En la otra pared, cajas y baúles, todo muy sencillo. Poco después oí un ruido gracioso y remoto. Más o menos como si escucháramos el trote de un pequeño rebaño de cabras en la lejanía. Al principio lo confundí con rumor de lluvia, un ruido de gotas gruesas y solitarias. Me levanté y miré por la ventana más cercana. No llovía. La luna llena manchaba de purpurina la superficie del mar. La luz caía sobre los troncos clavados en la playa. Fácilmente podía imaginar miembros humanos, estáticos; el conjunto recordaba un bosque de piedra. Pero no llovía. Me desentendí del asunto y me senté de nuevo. Y entonces vi aquello. Lo vi. La locura me ha robado los ojos, recuerdo que pensé.
En la parte inferior de la puerta había una especie de gatera. Un agujero redondo sobre el cual descansaba una pequeña trampilla móvil. El brazo entraba por allá dentro. Un brazo entero, desnudo, larguísimo. Con movimientos de epiléptico, buscaba algo por el interior. ¿Tal vez el pomo? No era un brazo humano. A pesar de que el quinqué y el fuego no me ofrecían una luz demasiado intensa, en el codo podían apreciarse tres huesos, muy pequeños y más puntiagudos que los nuestros. Ni un gramo de grasa, musculatura pura, piel de tiburón. Pero lo peor de todo era la mano. Los dedos estaban unidos por una membrana que casi llegaba hasta las uñas.
Al desconcierto le sucedió una ola de pánico. Grité de espanto al mismo tiempo que saltaba de la silla. Al oírme, un conjunto de voces me replicaron. Estaban por todas partes. Rodeaban la casa y gritaban con tonos insólitos, una mezcla de bramidos de hipopótamos y chillidos de hiena. Tenía tanto miedo que mi propio terror no me resultaba creíble. Miré por otra ventana con la mente en blanco.
Más que verlos podía intuirlos. Eran un palmo más altos que yo y más delgados. Corrían por los alrededores de la casa. Tenían una agilidad de gacela. La luna llena recortaba sus perfiles. Tan pronto como mis ojos los detectaban, huían del limitado ángulo visual que me ofrecía la ventana. Uno de ellos se detiene, mueve la cabeza con vivacidad de colibrí, chilla, corre, regresa, se le suman un par más y cambian de dirección, quién sabe por qué, y todo ello a una velocidad de relámpago. Detrás de mí oí un estallido: habían roto los cristales de la ventana opuesta. ¡Por san Patricio, entraban en la casa! Sólo me salvaron sus descontrolados instintos. La ventana era un rectángulo pequeño, pero toleraría el paso de un cuerpo mínimamente hábil. No obstante, la ansiedad los llevaba a precipitarse, todos querían saltar hacia dentro y multiplicaban el atasco. El faro iluminó la escena. Un lapso mínimo, un horror absoluto. Seis, siete brazos moviéndose como tentáculos, detrás de los cuales ululaban caras de un inframundo de batracios, ojos como huevos, pupilas como agujas, agujeros en lugar de ventanillas, sin cejas, sin labios, la boca grande.
Actué más con el instinto que con la razón. De la chimenea cogí un leño grande, me dirigí a la ventana y, con un grito, golpeé aquellos brazos que se sacudían. Saltaron chispas, sangre azul, aullidos de dolor y trozos de madera quemada. Al retirarse el último brazo, lancé el leño afuera. Las ventanas tenían puertas interiores. Quería cerrarla y atrancarla, pero la última garra aprovechó para atraparme el cuello. A mí mismo me sorprende la presencia de ánimo que tuve. En lugar de combatir las muñecas del monstruo, mi reacción fue cogerle un dedo. Se lo doblé hasta romperle el hueso.
Doy un salto hacia atrás. Con un saco vacío recojo las brasas de la chimenea y las lanzo contra la ventana. Esa lluvia provoca unas maldiciones invisibles, y en la pausa que sigue cierro la puerta interior de madera tan deprisa como me es posible.
Aún quedaban tres ventanas, todas con las puertas interiores abiertas. En este punto se produjo otra carrera mortal. Yo saltaba de una ventana a otra, cerrando las puertecitas y poniendo la tranca. Ellos, de alguna forma, comprendían la situación e iban rodeando la casa por fuera, hasta la siguiente ventana. Podía seguir su trayectoria por las voces, más excitadas que nunca. Por fortuna yo llegaba antes. Cuando cerré la última, la decepción se hizo tangible con un lamento largo y estremecedor, un aullido simultáneo de diez, once, doce gargantas, no lo sé, el miedo afecta al cálculo.
Seguían allí fuera. Desesperado, intentando decidir qué había que hacer, busqué algún arma. El hacha, el hacha, el hacha, me indicaba mi cerebro. Pero no la veía, no tenía tiempo para buscarla y me conformé con una pala. Ahora los monstruos golpeaban en tropel una ventana. La madera temblaba pero la tranca era sólida. Y no les guiaba ninguna táctica en especial, atacaban sin orden ni concierto. En aquellas condiciones ni siquiera podía defenderme, sólo podía esperar quién sabe qué. Me acordé del brazo de la gatera: seguía allí. Una visión que me llevó al borde del colapso nervioso. Con toda la tensión acumulada, con una furia de la que nunca me hubiera creído capaz, me precipité contra aquel miembro horrible. Lo agredí como si la pala fuese una porra, después lo ataqué con el filo, para cortarlo, pero incluso así se resistía. Al final debí de seccionarle una vena gruesa, porque la sangre salió a presión y el brazo se retiró con la presteza de un lagarto.
Oí los lamentos del monstruo medio mutilado. Sus compañeros también lloraban. Los golpes contra la ventana cesaron. Un silencio. El peor de los silencios que he escuchado nunca. Yo sabía, me constaba, que estaban allí fuera. De repente, todos juntos, empezaron a emitir unos gañidos en sintonía. Maullaban, exactamente igual que gatitos reclamando la presencia de la madre. Unos maullidos cortos y dulces, tristes, desamparados. Era como si me dijesen sal, sal, todo ha sido un malentendido, no queremos hacerte ningún daño. No les importaba ser creíbles, tan sólo fomentar el espanto. No podía haber mayor contraste entre las voces y sus pretensiones. Hacían los miau, tan lánguidos, y acompañaban la falacia con alborotos esporádicos contra la puerta, o las ventanas atrancadas. No les escuches, por el amor de Dios, no les escuches, me dije. Reforcé la puerta con baúles. Eché más troncos al fuego, por si se les ocurría forzar la chimenea. Yo miraba con inquietud el techo. Estaba recubierto con placas de pizarra. Si se lo proponían, podrían destruirlo e infiltrarse. Pero no hicieron ni lo uno ni lo otro. Durante toda la noche estuvo la luz del faro, monótono, filtrándose por las grietas de la casa con cada giro. Unos rayos delgados y largos, que iban y venían con precisión de relojería. Durante toda la noche estuvieron atacando, ahora una ventana, ahora la puerta, y con cada nuevo ataque creía que algún acceso iba a ceder. Después, un largo silencio.
El faro se había apagado. Con mil precauciones abrí una ventana. No estaban. Por el horizonte se extendía una delicada franja violeta y naranja. Me dejé caer al suelo como un saco, aunque con la pala en las manos. Dentro de mí pugnaban dos o tres sentimientos nuevos y desconocidos. Un rato después se hacía visible un pequeño sol que flotaba sobre las aguas. Una vela en la oscuridad calentaría más que aquel astro sometido al velo de las nubes. Pero era el sol. En aquellas latitudes australes el verano tenía unas noches extraordinariamente cortas. Había sido, sin duda, la más corta de mi vida. A mí me había parecido la más larga.
De mis días de activista había aprendido un método: la mejor manera de combatir el sentimentalismo y la desesperanza consiste, sin duda ninguna, en enfocar el problema desde sus aspectos técnicos. Me hice el siguiente razonamiento: estás muerto. Te encuentras en un islote frío y solitario, a distancias inconcebibles de cualquier auxilio. Estás muerto, estás muerto, me repetí en voz alta mientras liaba un cigarrillo. Ésta es tu situación actual: estás muerto. Por tanto, si no sales de ésta, no habrás perdido nada. Pero si consigues salvarte lo habrás ganado todo: tu vida.
No deberíamos despreciar la fortaleza de los pensamientos solitarios. El cigarrillo que me fumaba se convirtió, por arte de magia, en el mejor tabaco del mundo. Y aquel humo que salía de mis pulmones era la firma de quien se resigna a combatir en unas Termópilas. Estaba agotado, sí, pero el cansancio se había desvanecido. Ya no sufría cansancio, el cansancio me sufría a mí. Mientras estuviese cansado, mientras los párpados me cayeran con peso de plomo, estaría vivo. Ya no me importaban los móviles que me habían llevado hasta aquel rincón remoto. No tenía pasado, no tenía futuro. Estaba en el fin del mundo, estaba en medio de la nada, estaba lejos de todo. Después de fumarme aquel cigarrillo estaba infinitamente lejos de mí mismo.
Respecto a la situación objetiva, no me hacía ilusiones. Para empezar yo no sabía nada de los monstruos. Así que, tal como sugerían los manuales militares, tenía que prever la campaña desde las peores expectativas. ¿Atacarían de día y de noche? ¿Siempre? ¿Organizados en manada? ¿Con perseverancia anárquica? ¿Cuánto tiempo podría resistir con mis limitados recursos, solo y contra una turba? Evidentemente, muy poco. Batís había logrado sobrevivir, cierto. Pero él contaba con una experiencia que yo no tenía. Y con el faro, una fortificación natural: cuanto más me miraba la casita, más miserable me parecía. Sólo se me imponía una conclusión segura: no hacía falta preguntar por el destino de mi predecesor.
Fuese como fuese, no me quedaba más remedio que establecer algún tipo de defensa organizada. Si Batís disponía de un fortín vertical, yo rodearía la casa con una trinchera. Aquello impediría que se acercaran a los accesos. Pero mi problema era de tiempo y de energías: para un hombre solo, cavar aquella superficie requería grandes esfuerzos de zapa. Por otra parte, los monstruos tenían una agilidad de pantera —lo había visto—, el foso tendría que ser ancho y profundo. Y yo estaba agotado, desde mi llegada a la isla no había disfrutado ni de una hora de sueño. Además, si constantemente trabajaba y me defendía, no tendría tiempo ni para un reposo minúsculo. Me enfrentaba a un dilema simplísimo: o morir a manos de los monstruos o morir enloquecido por la fatiga, física y mental. No había que ser un genio para comprender que los dos destinos convergían. Decidí simplificar al máximo los trabajos. De momento me limitaría a crear grandes agujeros bajo las ventanas y la puerta. Tenía que confiar en que aquello fuese suficiente. Excavé unos semicírculos, y después clavé en el fondo estacas afiladas con el cuchillo. Muchos de aquellos troncos los había sacado de la playa. Mientras los recogía, muy cerca del agua, tuve una idea lógica. Por sus formas, por sus manos membranosas, todo indicaba que los monstruos provenían de las profundidades oceánicas. En ese caso, me dije, el fuego será un arma primitiva pero muy útil. La teoría de los elementos opuestos, en efecto. Y si es sabido el rechazo instintivo que las fieras experimentan hacia el fuego, ¿cómo no iba a obtener buenos resultados con animales anfibios?
Para reforzar mis defensas hice pilas de leña, también con mis libros. La llama del papel dura menos pero es más intensa. Tal vez así, me dije, lograría una sorpresa fulminante. ¡Adiós Chateaubriand! ¡Adiós Goethe, adiós Aristóteles, Rilke y Stevenson! ¡Adiós Marx, Laforgue y Saint—Simon! ¡Adiós Milton, Voltaire, Rousseau, Góngora y Cervantes! Apreciados amigos, se os venera, pero que la admiración no se mezcle con la necesidad: sois contingentes. Sonreí por primera vez desde que se había iniciado el drama, porque mientras formaba las pilas, mientras las rociaba con petróleo y hacía un reguero para unirlas a la futura pira, mientras efectuaba estas operaciones, descubrí que una sola vida, justamente la mía, valía más que las obras de todos los genios, filósofos y literatos de la humanidad entera.
Finalmente, la puerta. Si excavaba la entrada y la empalaba me encontraría con un problema obvio, es decir, que me cerraría el paso a mí mismo. Por tanto, y antes de nada, me dediqué a construir una plancha de madera, que me serviría para tenderla como un puente sobre el agujero. Pero a esas alturas ya no podía más, llegaba al límite. Había perforado la superficie que se extendía al pie de las ventanas, había recogido maderos, los había convertido en lanzas y los había clavado. En una segunda línea de defensa, más alejada, había hecho las pilas de madera y libros, las había unido con una mecha de petróleo. El sol declinaba. Podrá juzgarse mi criterio, pero en ningún caso mi instinto: llegaba la noche y yo sabía, por alguna fuente atávica, que la oscuridad es el imperio de los carniceros. Despierta, despierta, me decía en voz alta, no te duermas. Como no tenía demasiada agua me salpiqué la cara con ginebra fría. Después, un tiempo muerto. No pasaba nada y me curé las ampollas de las manos, que me habían salido cuando cogía brasas, y los arañazos del cuello, obra de las garras asesinas. El hoyo de la puerta no estaba acabado. Era lo que menos me preocupaba. Con los baúles del equipaje construí una sólida barricada.