La piel fría (3 page)

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Authors: Albert Sánchez Piñol

BOOK: La piel fría
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Aprovechando mi estancia en un paraje tan inhóspito, los rusos de la universidad de Kiev me pedían que hiciera un experimento biológico. Por razones que no acabé de entender, la isla ocupaba unas coordenadas ideales para la proliferación de los roedores menores. Lo que me proponían era que criase una raza enana y lanuda de conejos siberianos, muy apta para el clima. Si tenía éxito, los barcos que recalasen allí podrían encontrar carne fresca. Me habían dejado un par de libros al respecto, donde con un gran despliegue gráfico se instruía a los peritos sobre las atenciones que requerían los conejitos peludos. Pero yo no llevaba ninguna jaula ni ningún conejo, ni peludo ni pelado. Recordé, eso sí, la risita del cocinero del barco cada vez que el capitán y yo lo felicitábamos por aquellos estofados, que en el menú figuraban bajo el epígrafe «Conejo ruso con salsa de Kiev».

La sociedad geográfica de Berlín me proporcionaba quince botes llenos de formol. En las instrucciones adjuntas se me encargaba que, por favor, los llenara «con insectos autóctonos de interés, siempre y cuando pertenezcan a la categoría de los Hidrométridos halobates y de los Quironómidos pontomyia, que no huyen del agua». Con eficiencia típicamente germánica, el bloc de notas venía protegido por una seda impermeable. Por si mi cultura políglota no era lo bastante extensa, las instrucciones estaban redactadas en ocho idiomas, incluidos el finlandés y el turco. Se me advertía, con graves letras góticas, que los botes de formol eran propiedad del Estado alemán y que «los desperfectos parciales o rupturas totales de uno o más envases» serían motivo de la correspondiente sanción administrativa. Para mi tranquilidad, un añadido de última hora me indicaba que, en calidad de colaborador científico, quedaba exento de las sanciones. Por desgracia, en ningún apartado se me especificaba qué aspecto ofrecían los Hidrométridos halobates y los Quironómidos pontomyia, si eran mariposas o escarabajos, ni cuáles se suponía que debían tener algún interés y por qué.

Una empresa comercial de Lyon, asociada a la compañía naviera, solicitaba mis servicios en el apartado de mineralogenia. Su petición iba acompañada de un pequeño instrumental de análisis e investigación, así como del manual de instrucciones. Si descubría yacimientos de oro con una pureza superior al sesenta y cinco por ciento, y sólo en ese caso, me agradecerían que se lo comunicara «con la máxima urgencia y celeridad». Naturalmente. Si encontraba una mina de oro no hace falta decir que mi primer reflejo sería desplazarme hasta unas oficinas de Lyon para que levantaran el registro de propiedad. Para acabar, un misionero católico me solicitaba, con caligrafía versallesca, que rellenara con «mucha cautela y paciencia de santo» unos cuestionarios que debían contestar los indígenas locales. «Si los príncipes bantúes de la isla son muy tímidos no se desanime —me aconsejaba—. Predique con el ejemplo y rece un rosario de rodillas. Esto les motivará a seguir la ruta de la fe.» Indudablemente el misionero padecía una grave falta de información respecto a mi destino, donde difícilmente podría localizar monarquías o repúblicas bantúes. Y cuando sólo me quedaban dos cajas por abrir, apareció aquel sobre imprevisto, la carta.

Me gustaría decir que la rompí sin leerla. No pude. Días después recordaría el orden de los hechos. ¿Y por qué? Porque aquella estúpida carta me crispó tanto que me olvidé de las dos cajas cerradas. No examiné su contenido y, poco después, ello estuvo a punto de provocar mi asesinato.

Era de mis antiguos correligionarios. Lo que me sulfuró fue que la carta no decía nada. Los autores habían procurado que no apareciera ningún resquicio para la verdad, tampoco ninguna impertinencia añadida. No querían darme razones para el odio, sin darse cuenta de que esta postura era la más odiosa. Pero lo peor era la insistencia y sutileza con que me pedían silencio.

Sólo les preocupaba que continuase haciendo, contra ellos y en el futuro, lo que siempre había hecho, con ellos y en el pasado. Insistían en la postura de siempre, que lamentaban mi actitud desertora. Incluso me ofrecían rehabilitarme si decidía volver a casa. ¡Verdaderamente creían que mi despecho era una cuestión de ambiciones personales! Más que una carta, leía un catálogo de mezquindades. Los insulté a nueve mil kilómetros de distancia, sí. Pero yo no era idiota. A pesar de mi efervescencia no maldecía a una gente, sólo los sentimientos que todavía me unían al pasado. No era un recluso de mi islote, tan sólo de mi memoria. Si me encontraba en la isla era a causa de la militancia política, que curiosamente había comenzado con una carta, y ahora, por fin, acababa con otra.

A los huérfanos irlandeses más afortunados se les ingresaba en la Institución Blacktorne. Inglaterra considera a los huérfanos de Irlanda como un peligro en potencia, carne de cañón de los insurgentes. Blacktorne tenía la misión de convertirnos en proletarios inofensivos y sumisos. Marineros, sobre todo. Oficio sintomático, porque así se expulsaba a los sospechosos de nacimiento, mar adentro, y al mismo tiempo se les recluía en la flota inglesa, presidio flotante. A los alumnos de Blacktorne que manifestábamos más dotes nos permitían cursar estudios de grado medio. Fue mi caso, y me convertí en Técnico de Logística Marítima, un TLM perfectamente mediocre. Eso sí, first class, según constaba en el diploma que concedía Su Graciosa Majestad. Para ser sinceros hay que reconocer que los pedagogos de Blacktorne no eran nefastos. Nos enseñaron nociones de oceanografía y de meteorología. Comunicaciones, también. Ésta fue la única ventaja de la ocupación inglesa: por muy católico que me declarase, prefería el morse al latín. Sucedía, sin embargo, que la arrogancia inglesa rompía todos los límites. Cree Inglaterra que puede tratar a los habitantes de sus colonias como si fuesen perros. Con perfidia añadida, exige lealtad a los perros que comen las migas de su mesa. Querían embarcarnos como marineros, mientras Irlanda entera naufragaba. Querían que miráramos el cielo como hombres del tiempo, mientras nos robaban nuestro tiempo y nuestra tierra.

Dos veces por semana me desplazaba de Blacktorne a la ciudad, donde me había inscrito en un cursillo de gaélico. En realidad, las clases no me interesaban demasiado. Eran un subterfugio que me permitía servir de enlace para los republicanos y nunca pasé de las primeras letras. Conmigo venía un chico que se llamaba Tom. Sufría una enfermedad incurable que no le impedía ser el propietario del carácter más alegre del orfanato.

—Soy el tuberculoso más patriota de toda Irlanda —le gustaba decir. Y se reía.

Llevábamos consignas encima. Íbamos en bicicleta y parecíamos lo que éramos, jóvenes estudiantes huérfanos de Blacktorne que se dirigían a las reuniones de un círculo folclórico. A veces nos paraba un control de soldados, que con sus uniformes color caca de oca rompían el verdor del paisaje. Recuerdo muy bien a un sargento con mirada de buey.

—¡Alto! ¡Que el tránsito se enumere! ¿Cuántos malditos irlandeses sois? —se anunciaba, como si no supiera contar hasta dos.

—Nosotros solos —contestaba invariablemente Tom.

Nos revolvían las mochilas de estudiantes y los cuadernos de gaélico, los gorros de lana, incluso los zapatos y los calcetines, tan largos. Nunca encontraban nada. Pero alguien debió de delatarnos. Un día nos presentamos ante el control, y enseguida me olí aires diferentes. Aparte de los soldados y el sargento con cara de buey había un oficial inglés. Más tieso que un palo, con aquellos ojos de un gris transparente y aquella crueldad bajo una voz de seda. Un oficial inglés como todos los oficiales ingleses, vaya.

—¡Alto! ¡Que el tránsito se enumere! ¿Cuántos malditos irlandeses sois? —dijo el sargento de siempre.

—Nosotros solos —dijo Tom.

—No —dijo el oficial—. Vosotros dos y las bicicletas.

Las desguazaron allí mismo. En el interior de una barra de hierro de mi bicicleta encontraron la carta. Sólo era una nota interna de los republicanos, que anunciaba la suspensión de una reunión clandestina. Eso les bastaba.

El juicio fue un espectáculo. Las pelucas, los terciopelos granates del juez, el estrado de caoba, y todo aquello por dos críos. Un barroquismo que tenía la función de exculpar al propio tribunal de las sentencias que emitía. Yo tuve mucha suerte, una suerte injusta. El abogado, a sueldo de Blacktorne, alegó que había dos bicicletas y una sola nota. Por tanto, uno de los dos acusados a la fuerza tenía que ser inocente. Más que una línea de defensa era una súplica, una brecha abierta a la benevolencia del juez. Pero tuvo cierto efecto. En aquella época Blacktorne aún era vista como una institución colaboracionista modélica. No querían desprestigiarla sentenciando a sus chiquillos. Al final, y en lo que a mí respecta, el juez sólo quería una humillación pública: me preguntó qué tenía que decir sobre la cuestión irlandesa. Con eso me empujaba a la apostasía.

—Tengo la firme convicción de que Irlanda e Inglaterra estarán unidas hasta el fin de los tiempos por las mismas líneas isobáricas.

—¿Lo ve, señoría? —improvisó el abogado—. Un magnífico estudiante de Blacktorne, futuro Técnico de Logística Marítima.

No deberíamos permitir que una arrogancia de juventud trunque su carrera.

Tom aún fue más contundente:

—Yo creo, señoría, que ni las líneas isobáricas podrán mantener a Irlanda unida a Inglaterra.

Y el abogado no tuvo más remedio que alegar, vacuamente, que Tom estaba enfermo. A mí me condenaron a una multa, pura represalia. A Tom lo condenaron a dos años en el presidio de Deburgh, donde moriría de una complicación pulmonar. Esto es típico de las tiranías civilizadas. Primero se amenaza a dos hombres justos con la hoguera, acto seguido se libera a uno, y así puede simularse una indulgencia que no existe. Pero lo que siempre recordaré de aquel juicio es la actitud de Tom. Se declaró propietario de la bicicleta. O sea, culpable. Aunque sabía que el presidio lo mataría, después de la audiencia estaba furioso conmigo. ¿Y por qué? Porque con mi respuesta de papanatas me había arriesgado a provocar la intemperancia del juez y a hacer inútil su sacrificio.

—Soy el patriota más tuberculoso de toda Irlanda —proclamó el día antes del juicio, alterando su frase habitual.

El era un enfermo crónico y yo sería más útil a la causa. Este razonamiento empírico no admitía discusiones. Su cuerpo sólo era la vanguardia de una causa y, por tanto, sacrificable. Tom, como tantos otros, consideraba su destino personal como un arma: sólo hacía falta apuntarlo bien. Y en nuestra época la generosidad era una bala más. Miro con perspectiva y veo dos polluelos con los ojos todavía velados. Pero los buenos activistas han de tener el defecto de la puerilidad. Teníamos diecinueve años.

Cuando salí del Blacktorne aún no era mayor de edad y me adjudicaron un tutor civil. Generalmente, los tutores eran de familias pobres, cuyo único interés era el subsidio que proporcionaba la administración a cambio de alojar al chico hasta que se emancipara. De nuevo me sonrió la suerte. Podía afrontar la vida con el título de TLM, sí, pero sin aquel tutor nunca habría pasado de ser un chico de Blacktorne.

Era un individuo bastante curioso; francmasón, astrónomo, buen traductor del ruso y poeta malísimo. Desde el primer día se dio cuenta del carácter rebelde que anidaba en mí. Y todos sus esfuerzos fueron dirigidos, sutilmente, a impedir que un día me enrolara en el ejército republicano. ¿Por colaboracionismo? No. Era uno de esos patriotas silenciosos, también uno de esos hombres para quienes la violencia es una especie de sacrilegio civil.

Se negó a que buscara trabajo hasta que acabase un programa de estudios elaborado por él mismo. Entre los ejercicios que me imponía había algunos curiosos y otros muy curiosos. En las redacciones de tema político eran frecuentes títulos como «Bases de la estupidez humana que justifican el poder político de los césares, de los zares, de los káiseres y del parlamentarismo británico» o «Dé seis motivos por los cuales los belgas no se merecen un Estado y seis motivos por los cuales los quebequeses se merecen un Estado, y a la inversa» o «Contraste la historia del imperio del Monomotapa con una castaña». Pero nunca hablaba directamente de Irlanda.

No todas las pruebas se resolvían por escrito, la mayoría eran prácticas solitarias. Había una, por ejemplo, que consistía en sentarme en medio de un prado durante seis minutos y treinta segundos exactos. Durante este lapso de tiempo mi único deber era anotar todas las formas de vida que existiesen en un pequeño rectángulo, cuidadosamente delimitado por cintas e hilos. Al principio sólo veía hierba, pero poco a poco apareció una gama increíble de insectos trepadores, voladores y subterráneos. Todo vivía, el viento también, y todo manifestaba una unidad poco descriptible con palabras. Las de mi tutor aquel día: «Han sido seis minutos y treinta segundos, imagínese el segundo treinta y uno por escrito». Título de la redacción: «Elementos contingentes del rectángulo observado». Nunca suspendía, si no lo superaba tan sólo me obligaba a repetir el ejercicio. Eso sí, hasta el infinito, si era necesario. Aquella redacción me costó tres meses. La repetí, y la volví a repetir, hasta que un buen día me limité a escribir: «El único elemento contingente del rectángulo es el rectángulo».

Después, las malas hierbas del rectángulo. Tenía que limpiarlo cuidadosamente. Me mandó que separase las malas hierbas de las plantas beneficiosas. Como yo no conocía ninguna, me veía obligado a consultárselo antes de arrancarlas. Ésta no es una mala hierba, decía de algunas, se pueden hervir las hojas y hacer infusiones. Esta tampoco, decía de otras, son espárragos silvestres y, por tanto, comestibles, es más, exquisitos. Esta tampoco, ¿cómo va a ser una mala hierba si en mayo saca unas flores bellísimas?

Al final sólo quedaba una planta. No tenía ninguna utilidad, no escondía ningún secreto. Unas hojas oscuras, puntiagudas y tóxicas, un tallo duro y feo. El suspiró: de acuerdo, planta pésima, pero si la arrancamos, ¿qué sentido tendrían las demás? Ninguno, dije yo. Y pues, ¿a qué conclusión llegamos? Que las malas hierbas no existen. Considere aprobado el ejercicio.

Otras pruebas: seguir a un individuo cualquiera, escogido por el alumno, durante dos días enteros y anotar todas y cada una de sus palabras, opiniones, posturas, actitudes, intimidades, etcétera. Con malicia infantil, lo escogí a él, que no protestó, y al final me exigió que hiciera una valoración crítica del individuo. Yo dije que cuando conocías a alguien con profundidad era imposible ejercer de juez. «Considere superado el ejercicio», fue la respuesta.

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