La plaza (16 page)

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Authors: Luis Spota

Tags: #Drama

BOOK: La plaza
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—¿Qué pruebas exige?

—Fotografías que, de algún modo, demuestren que fueron tomadas hoy…

—¿Las quiere en color o en blanco y negro?

Lo escucho, por primera vez, reír:

… fotografías que no dejen dudas de su autenticidad.

—¿Le parece bien que lo retratemos con la primera plana de su diario de hoy en la mañana?

—Sería perfecto…

—Si le entrego las fotos, digamos dentro de una hora, ¿publicará al mediodía lo que deseamos?

—La edición ya está en prensa. Si el material nos llega a tiempo entrará en la
Extra
de la noche.

—Bueno.

—¿Cómo recibiremos las fotos?

—Volveré a llamarlo

—No a este teléfono.

—¿A cuál?

—A mi directo.

Anoto en una tarjeta el número que me dicta. Veo que una mujer pasea su impaciencia frente a la puerta de la caseta. Le doy la espalda. La mujer, ahora, ha dejado de existir.

—Oiga: nada de trampas ni de avisarle a la policía, ¿eh?

—¿Nos cree hijos de puta?

—No me gustaría comprobar que lo son.

Cuando vuelvo a casa encuentro a mitad de una pelea a la viuda Hoffer y a Félix. Como es su costumbre, Frau Emma busca meter la nariz en lo que no le importa. Ella debe atender sus deberes, pero no inmiscuirse en asuntos de la exclusiva competencia del jardinero. Frau Emma insiste en que los rosales sufren innecesariamente con el insecticida que Félix les aplica. Félix, sin alzar la voz y apenas la vista, opina lo contrario. La bruja Hoffer pretende que yo intervenga, que tome partido.

—Dígale, ingeniero, que va a acabar con las pobres plantas si les pone ese veneno…

—Fran Emma: creo que Félix sabe lo que debe hacerse…

—Permítame, ingeniero…

—Por favor, Frau Emma, no quiero peleas.

Me aparto de ellos y me encamino, con mi atado de periódicos, a lo que Mina llamaba La Cueva del Ogro. Detrás de mí, las viejísimas sandalias de la viuda Hoffer pisan la gravilla:

—Otra cosa, ingeniero…

He colocado la llave en la cerradura:

—¿Qué, Frau Emma?

—Hay una gotera encima, precisamente, de esta puerta. Será necesario que venga hoy mismo el hombre que hizo la impermeabilización el mes pasado para que vea lo pésimo de su trabajo…

—No creo que la gotera, por grande que sea, nos haga mucho daño. En cuanto al hombre ese, llámelo la semana próxima…

He abierto y la señora Emma parece decidida a seguirme:

—Si llueve como anoche, ingeniero, la azotea.

—Tráigalo el lunes…

—Si me permite, quisiera ver si el agua manchó el yeso… De ser así tendría que venir también el pintor.

De no detenerla ahora, la mujer invadirá el lugar; verá la cama revuelta y pretenderá tenderla; encontrará tazas con restos de café y se pondrá a lavarlas; hallará cerradas las ventanas y exigirá abrirlas para que el aire de afuera limpie el aire de adentro, que huele a sueño, a encierro y, quizá ella lo note, a diarrea.

—Señora Hoffer: ¿quiere usted ser tan amable de dejarme ir en paz al excusado?

Comprende, porque no es tonta, que he sido deliberadamente majadero. La boca se le borra de la cara. En lo profundo de las cuencas, sus ojos, apenas separados por la nariz, arden, ¿ofendidos, resentidos?, un segundo.

—Si le digo esas cosas, es porque creo que usted, como dueño de la casa, está obligado a saberlas… A mí me da lo mismo que el techo se caiga o no…

Le doy unas palmaditas en el hombro huesudo. Se calma, creo:

—Gracias, Frau Emma. El lunes puede mandar traer al que arreglará la azotea… Guten Morgen.

—Guten Morgen.

Cierro, pero no me retiro de la puerta hasta que a mis oídos les consta que la viuda Hoffer ha vuelto a donde la encontré discutiendo con Félix. Detengo la grabadora. Quizá el silencio alerta al prisionero, porque inmediatamente en la Telefunken Dos el carrete comienza a moverse. Gotas, caen en la cinta sonidos y palabras:

—¿Quién? ¿hay alguien…? ¿están ahí? Háblenme, ¿están ahí? Ustedes, por favor, óiganme… Saquen este bote. No se puede respirar ya… Tráiganme leche, o las pastillas para mi estómago…

No me distrae lo que dice. Me ocupo de montar un rollo Polaroid en el chasis que acoplaré a la cámara Linhof que don Guillermo utilizaba para sus retratos de estudio. No la he usado en años, pero sus mecanismos funcionan como si estuviesen nuevos. Tomo los periódicos y el aparato. Conecto el switch que opera uno de los bancos de luces. La mitad de la celda queda en sombras; la otra, brillantemente iluminada corno la luna. En base a mi experiencia calculo la exposición que daré a cada foto.

Me siente entrar, aunque no puede verme. Las luces lo rechazan, lo desarman. Los barrotes lo detienen. ¡Cómo lo ha disminuido el encierro! Ya no es ni la mitad del hombre que era hace ¿cuántas horas? El hedor, como dice, es intolerable.

—¿Qué quieren ahora? ¿qué van a hacer conmigo?

Me he puesto un pañuelo a manera de antifaz para protegerme de la hediondez.

El lienzo encubre el tono de mi voz:

—Vamos a tomarle unas fotos.

—¿Fotos? ¿Para qué carajos quieren tomarme fotos?

—Ellos las piden.

—¿Quiénes?

—Debernos probar que lo tenemos, que está usted vivo, hoy. ¿Entiende? Sólo probándolo a satisfacción de ellos, iniciaremos los trámites para negociar su rescate…

—¿Con quién habló? ¿con quién se puso en contacto?

A través de los barrotes hago pasar el abultado paquete con los periódicos del día. Lo instruyo: debe mostrar a la cámara, a medida que se lo vaya ordenando, la primera plana de cada uno. Luego, como si se tratara de barajas, debe desplegarlos en abanico todos juntos.

—¿Comprendido?

—Sí.

—Y deje de estar hablando, por favor.

Es dócil. Calla. Hace exactamente lo que le digo. Sostiene la pose, sin moverse ni variarla, hasta que le ordeno que tome otro periódico. Las púas de la barba, lo veo en el visor, sombrean sus mejillas enflaquecidas. Hay en su rostro, ya, una inconfundible muestra de sufrimiento. Yo, que he padecido úlcera, comprendo su irritabilidad. Destino las dos últimas porciones vírgenes del rollo Polaroid a fotografiar, en su conjunto, con la jaula en el centro y el prisionero dentro de ella, la celda, el recinto del tribunal.

—¿Cuándo me van a dejar salir?

Ya no le respondo. Le he dejado los diarios, pero lo privo de la luz para que no pueda leerlos. Me aplico en seguida a redactar, en una Olympia, el recado que acompañará a las fotografías (el retrato, la vista general) prometidas al periódico:

Escribo:

«Se le ha detenido para pedirle explicaciones sobre los sucesos que ocurrieron en la ciudad de México D. F., entre el 26 de julio y el 2 de octubre de 1968, y que tan profundamente afectaron la vida de muchísimas personas y del país. Aunque sabemos que él no es el único responsable de los asesinatos, lo hemos secuestrado por considerar que pocos están mejor capacitados que él para responder a las preguntas que le formule el Tribunal que formarnos los parientes de algunos que murieron en Tlatelolco. No somos un grupo político, no estamos al servicio de ninguna ideología, no obedecemos las órdenes de nadie. Buscamos solamente hacer justicia. Las preguntas que se le hagan, las respuestas que él les dé, serán grabadas y entregadas a todos los medios de difusión para que el pueblo las conozca»
.

Con un paño borro las huellas que he debido dejar, mientras las manejaba, en las fotos y en las hojas de papel (original y copias) en que he mecanografiado la nota.

Rotulo, en seguida, dos sobres: uno, para el diario. Otro, para el noticiero, pues he resuelto no confiar solamente en la prensa para difundir la noticia del secuestro, sino también en la televisión, efímera, sí, pero de largo, instantáneo alcance.

—Dénme agua… Una poca de agua. Me estoy deshidratando. Sean considerados, cabrones… Estoy enfermo…

Pienso en oscuras celdas de tormento, en suplicios con picanas, en golpizas con manoplas de hierro al amanecer; pienso en el hermano de Jueves, penetrado por los soldados lujuriosos; pienso en el dolor del hijo de Sábado cuando, quizá con una bayoneta, le trozan el miembro y los testículos con los que habrán de llenarle la boca; pienso en Mina… y dejo de oír la súplica que hace una fracción de segundo casi logró convencerme.

…el 26 de julio se inició el cambio. Todos, ahora, somos distintos. Después de aquello es imposible seguir siendo el que era uno… Tarde o temprano, como ya había ocurrido a los compañeros de la provincia, nos reprimirían también a nosotros. Y creo que cada uno de nosotros estaba consciente de ello. Era, nada más, cuestión de tiempo, cuestión de esperar a que sucediera… El error del Gobierno fue, me parece, haber recurrido a la violencia para aplacar a los jóvenes estudiantes. Olvidó que al joven se le educa, no se le doma; quiso domarlo a golpes, con tanques y bazukazos, y sólo consiguió otorgarle fuerza y razón. Eso explica lo numerosas que fueron nuestras manifestaciones… Pero, por más que quiero, no puedo olvidar esos días. A veces padezco la pesadilla de sentirme amenazado por millones de fusiles. Despierto temblando… Hechos que serian graves en una sociedad civilizada, nosotros los miramos con indiferencia y hasta como normales. No hay barras, sindicatos o colegios de abogados que discutan el asunto. Tal vez sus miembros sean empleados de bancos, burócratas o litigantes que temen sufrir represalias en su ejercicio profesional… Decimos que las cosas se olvidan, pero no es, así… Noche que termina, mañana que es igual y distinta porque es la mañana-de-anoche, tan campante y sin embargo tan en mi vida: tengo que poner en orden mi vida. No quiero que nadie me quiera. No quiero oler a sangre. No quiero seguir viviendo con esto como una manía, como una comezón, quiero dejar atrás a Nonoalco-Tlatelolco, atrás, atrás, atrás, rechupando su
sangre
por segunda vez al estilo Tlatelolco allá, allá, en la región en que me tocó vivir.

(Llorad, amigos míos,

tened entendido que con estos hechos

hemos perdido la nación mexicana.

El agua se ha acedado, se acedó la comida.

Esto es lo que ha hecho el Dador de la vida en Tlatelolco…)
.

… hay que conocer a este país para poder siquiera en parte, comprenderlo. Y sobre todo, hay que comportarse conforme a las reglas del juego…

(Y todo esto pasó con nosotros.

Nosotros lo vimos,

nosotros lo admiramos.

Con esta lamentosa y triste noche

nos vimos angustiados…)


Virginia Woolf lo dice: «La señal secreta de que una generación pasa a la otra es, bajo disfraz, el disgusto, el odio, la desesperación»
.

…Después de Tlatelolco, los muchachos descubrieron el temor… La gente, ahora, sabe que todos los problemas del país habrán de arreglarse, lo quiera el Gobierno o no, en el terreno de los hechos; un terreno que podría ser el de la montaña… Por mí, que México y quienes en él viven, se vayan a la mierda. Todo me da igual… ¿Para qué insistes en querer cambiar las cosas que no cambiarán…? Si han ocurrido cambios, pero ha sido en el Gobierno. Ya no es lo que fue en el pasado reciente. Sus métodos son más rigurosos ahora…

(¿Con coágulos de sangre escribiremos México?

Yo,
el residuo, el superviviente, hablo:

los comienzos de los caminos

están llenos de gente.

No haremos diálogo con la Casa de la Niebla)
.

La entrega del material debe realizarse en un lugar que me ofrezca la máxima seguridad; un lugar público, concurrido, en el que mi presencia no sea notada. Un café reúne esas condiciones. Elijo uno, situado en el centro de la zona donde los diarios tienen sus oficinas. Cafetería-almacén, promete variadas ventajas: teléfonos en abundancia, salidas a calles distintas, una barra siempre llena de parroquianos y la sección destinada a las revistas extranjeras (norteamericanas casi todas) que uno puede hojear tanto tiempo como lo desee Entre las páginas de
Mecánica Ilustrada
del mes, dejo el sobre que contiene las pruebas que se me exigen Para evitar que otro curioso tome ese ejemplar, lo coloco detrás de todos. Después aguardo a que uno de los teléfonos se desocupe.

—Somos nosotros nuevamente.

—Lo escucho.

—Las fotos y lo que deseamos que se publique pueden ser encontrados, a partir de este momento, en —menciono el nombre del café desde el que estoy llamando—. Búsquenlo en la sección de revistas y, precisamente, dentro de un ejemplar de
Mecánica Ilustrada.
Estaremos vigilando.

En la barra me coloco entre una mujer de espaldas anchas y un individuo muy pálido, seguramente turista, que lee en el
Wall Street Journal
las vicisitudes que el dólar conoció la víspera.

—Café.

Desde el sitio que ocupo puedo vigilar todas las vías de acceso a la sección de revistas. ¿Cuánto tiempo les tomará a los del periódico recorrer los, a lo sumo, doscientos metros que separan sus oficinas de esta cafetería? ¿Vendrá en persona el director o enviará a un reportero y, tal vez, a un fotógrafo? ¿se harán acompañar, no obstante la promesa de no informarla, de la policía?

—¿Algo más?

—Es todo.

El café, que no espero tan caliente, me quema los labios. Quizá no ha pasado ni un minuto desde que llamé al periódico y ya estoy, sin embargo, impaciente. Inesperada, otra arritmia desarticula mi respiración. Siento que el aire escasea, que mis pulmones, secos, se han pegado y no pueden expandirse. Inhalo profundamente; tanto, que el lector del
Wall Street
voltea y me mira por encima de los arillos de sus lentes reprobando mis ruidosas expresiones.

Un hombre joven, vestido con esa informalidad casi deportiva que ahora significa ir impecablemente a la moda, ha entrado por la puerta de cristales de la izquierda. En realidad, han entrado dos, pero uno, fingiendo que le interesan los artículos de la tabaquería, se rezaga. Su compañero, el de la chaqueta de grandes cuadros rojos y amarillos y la camisa malva, escudriña sin prisa, casi diría con prudencia, a los que beben café, fuman, comen pasteles o acaso sólo dejan correr el tiempo sentados en torno a la barra; a los que hablan por teléfono; a los que entran en/o salen del restorán, y quizá se pregunte cuál, cuáles de estos individuos (turistas, empleados que disfrutan del coffee-break, hombres y mujeres de rostro indistinguible como el mío) es, son, el/los que ofrecieron aportar pruebas que ahora él va a buscar sin titubeos, al sitio exacto donde se le dijo que las hallaría. Encuentra la revista y toma el sobre, que guarda en seguida en su bolsillo. Hace una señal y se marcha con el que llegó. Para no arriesgarme (el periódico pudo haber enviado a otros a seguir a los que siguieron a los primeros) pido una segunda taza de café; al cabo de ella, seguro ya de no correr peligro, alzo el ticket, dejo una propina que codicia la mujer gorda que tengo al lado, pago y voy a los teléfonos.

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