La plaza (18 page)

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Authors: Luis Spota

Tags: #Drama

BOOK: La plaza
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—¿Dónde están las viejas, hermosas, suntuosas cantinas de otros tiempos, ésas en las que de muy joven no entraba porque no podía pagar lo que costaban los tragos? ¿qué ha sido de esos sitios de buen beber y buen comer que nada tenían que envidiar a los pubs ingleses con sus barras de lustrosa caoba, sus bronces relucientes, sus escupideras que parecían de oro o de sol, sus mesas de mármol sobre las que resonaban las fichas del dominó, los choques de las copas, de las botellas, de los tarros? ¿qué ha sido —en qué cementerio habrán ido a enterrarlos— de los hombres que atendían a la clientela en las tabernas de los 20s, de los 30s y aún de los 40s: bartenders que no olvidaban un nombre, un apellido o un alias; que sabían usar, de ser necesario, el convencimiento de los puños; que lo llevaban a uno, si estaba ya ahogándose en la alta marea de la bebida, a entregar a casa? (Me doy cuenta de que ya tengo edad de sobra para padecer nostalgia). Al parecer ni unas ni otros existen. La gente ya no bebe como antes; más bien, la gente ya no sabe beber corno antes. La cantina era, entonces, lugar sagrado, lugar de señores, espacio negado a los que no fueran amigos, compañeros, camaradas. Recuerdo algunas direcciones. Acudo a ellas y encuentro el desencanto de, por ejemplo, una librería donde hubo un bar; una casa de cambio, donde sobrevivió medio siglo una cervecería alemana; una tienda de ropa fabricada en serie en el sitio que afamó la taberna de aquel andaluz, notable por la paella que sus manos inventaban los jueves y por su marcada afición a la amistad de los efebos.

Buscando dónde beber el trago que mi estómago exige, el que aplacaría el temblor de mis manos, he perdido, además del rumbo, la idea del tiempo. Han cambiado tanto el paisaje de la ciudad, han destruido tantas cosas para construir otras, que me siento ajeno, hombre que no pertenece al lugar donde nació, en el que ha vivido siempre, y que supone conocer de memoria hasta que descubre que la ciudad se funda y aniquila constantemente, simultáneamente, porque está viva;

y

como un extranjero, debo detenerme y mirar la placa de esmalte azul que nombra, en la esquina, esta calle en la que me encuentro; y la veo y no la reconozco, y sé que se trata de esta calle en particular porque la placa lo dice, pero si no estuviera la placa dudaría de… La descubro entonces. Epejismo: es pequeña de aspecto triste, ha de oler mal. Deprime su aspecto. No importa. Encima de la puerta un letrero avisa:

CANTINA

LEIDIS VAR Y GRILL

Sí Huele mal. Está sucia. Es pequeña. Esta piquera que ocupa la planta baja de un edificio viejísimo que está desmoronándose, se adorna con una sinfonola gigantesca: un mueble descomunal que invade el espacio de, por lo menos, media docena de clientes. Uno que abre surcos con sus pasos vacilantes en el aserrín color verde que encubre el piso, la activa y mientras bebo de un trago la escasa copa de coñac nacional que me han servido (el francés no lo
trabajan:
no lo pagaría nadie) pienso en Jueves porque de la caja de música, que ahora resplandece con todas sus tornadizas luces, sale la ronca voz que tararea:

los problemas de mi mente, lala lalalalá

y este brandy un poco dulzón que estoy bebiendo, no apaga mi memoria: la pone a funcionar y recuerdo cosas, y recupero rostros, y encuentro los ojos azules de don Guillermo tristes de lágrimas la noche de la derrota; los ojos avellana de Hildegard ofreciéndome un llanto que se llamaría Mina; o los ojos de Mina que ya conocen la muerte, que es la más sabia de las mujeres porque ha descifra el misterio, y como autómata firmo lo que me dicen que firme, el documento mediante el cual cancelo toda posibilidad de reclamación contra el Gobierno por el asesinato de mi hija; y he de tener una cara extraña, porque el borracho que ha pagado una moneda de plata por oír la balada, me mira de largo, apoya su mano en mi hombro y ofrece su indecisa solidaridad;

—Llórale, mi viejo; llórale, porque eso alivia…

Sólo entonces comprendo que no es saliva lo que me deja su persistente humedad en los labios. No, no es posible que pertenezcan a la canción los dos versos

Se llevaron los muertos a quién sabe dónde Llenaron de estudiantes las cárceles de la ciudad.

No es posible, tampoco, que la melodía sea la adecuada para estos otros:

No busques lo que no hay: huellas, cadáveres, que todo se le ha dado como ofrenda a una diosa;

a la Devoradora de Excrementos.

Le muestro la copa vacía al cantinero. Profesional, comprende el lenguaje del silencio. La llena. De un sorbo la agoto:

—¿Cuánto se debe?

Seguramente el periódico ha apresurado su edición. No pueden ser más de las cinco de la tarde y ya por las calles sube el tropel de los muchachos:


Extra…
La
Extra…

—… sensacional…

—… secuestrooooooo…

y la gente se detiene, se arremolina en torno a ellos para adquirir, como lo hago yo, un ejemplar del diario cuya primera pana ocupan, vistosamente, a todo lo ancho, las gruesas letras de la palabra

SECUESTRADO

y a todo lo alto, uno de los retratos que le tomé: el que lo muestra detrás de las rejas, vencido y dócil, exhibiendo el periódico del que esta
Extra
es la edición vespertina; y siento una alegría extraordinaria no tanto de ver que la noticia es ya de dominio público precisamente en los términos exigidos, sino de que una fotografía tomada por mi sea reproducida a tan considerable escala;

y un poco más adelante, casi sin darme cuenta, o, más bien, dándome cuenta apenas entonces de lo que estoy haciendo, adquiero no sé, diez, quizá veinte ejemplares del diario en el que dan a conocer, en un grabado pequeño, la celda con la jaula en el centro y un facsímil de la nota que escribí a máquina.

No del todo sobrio, aunque tampoco borracho, con mi bulto de periódicos bajo el brazo, camino en dirección a las tres altas torres que señalan el complejo donde concentran sus estudios y oficinas varias de las televisoras de la ciudad. He resuelto utilizar el teléfono para ponerme en contacto con el o los que hacen los noticieros. Si la prensa obtuvo la primicia de la información, corresponderá a la TV difundirla hoy mismo por todo el país.

He explorado la estación del Metro adyacente al centro de televisión. He localizado un sitio donde colocar el sobre y el segundo juego de fotografías. He marcado y he pedido:

—Con el director de noticieros…

He esperado ese «Un momentito», que en ocasiones, y ésta es una de ellas, resulta interminable, hasta que una voz de mujer inquiere:

—Dirección general de Noticieros. ¿Qué desea?

—Hablar con el director…

—El licenciado está en una junta y no se le puede interrumpir.

—Dígale, en junta o no, que hablo en relación con el secuestro. Supongo, señorita, que ya sabe a qué secuestro me refiero.

—Lo sabemos, sí señor.

—Bien. Dígale que tome el teléfono si desea tener información exclusiva. Si no, llamo a otro canal… Y no se trata de ninguna broma…

—Espere.

El «momentito» es, ahora, brevísimo. Habla el que se identifica como Director General de Noticieros:

—Diga.

—Soy tino de los secuestradores, el que proporcionó el material que publica la
Extra.
¿Lo ha visto?

—Lo estamos viendo.

—¿Le interesaría tener fotos originales del secuestrado?

—Sí.

—¿Las exhibirían si las proporciono?

—Naturalmente. Estamos trabajando en reportajes especiales sobre el caso… Y, ¿sabe? nos gustaría, garantizándole las seguridades que pida, hacerle a usted una entrevista…

—Eso no será posible.

—¿Quiénes son ustedes? Cuál es su ideología, su filiación política.

—Somos el pueblo, y no tenemos color, si eso es lo que quiere saber.

—El material, ¿cómo, dónde, a qué hora nos será entregado?

—Está esperándolos en la estación del Metro, en la esquina.

—Ah… Oiga… oiga…

Se ve hermosa, impecable, nuevecita la estación del Metro. Bastante gente entra en y sale de ella. Como otros hombres y como algunas mujeres que lo hacen de verdad, finjo que leo el periódico, que examino el rostro del prisionero, que me conmueve, me indigna o me deja indiferente saber que en México, ¡en México!, se comete el secuestro de personajes.

Cuando, al cabo de un cuarto de hora, llegan los de la televisión, su arribo causa revuelo. No han llegado, como los dos periodistas al café por la mañana, tratando de que su presencia pase inadvertida; éstos, por el contrario, aparecen en grupo (son seis o siete). El que gobierna a los que cargan cámara y micros, cables y reflectores, es un hombre rubio, atildado y de gafas, que procede, con el auxilio de ayudantes, a buscar el mensaje que los secuestradores dicen haber dejado aquí. Mucha gente se ha puesto a mirar la maniobra, a estorbar a los que la realizan, a impedir el paso a quienes se dirigen a los andenes o vienen de ellos. Un policía deja ver su uniforme azul. Ha de pertenecer al equipo que dirige el rubio, pues de él recibe la orden de apartar a los mirones.

—Atrás, señores… Por favor, atrás… Más atrás…

El locutor descubre, al fin, el sobre. Del bolsillo derecho de su impecable chaqueta color marrón extrae una pinza de filatelista y aprisiona con ella el rectángulo de papel. Luego de examinarlo largamente vuelve a dejarlo donde estaba.

—OK, muchachos… ¿Listos?

—Listos, licenciado.

Como los que estábamos aquí desde el principio, como los que han ido llegando en flujo de curiosidad, asisto al proceso, pocas veces atestiguado por los profanos, de ver organizar, montar, fabricar una noticia para la televisión. Un área, que comprende la puerta de entrada a la estación, es iluminada. El locutor desaparece: ha salido a la calle. Uno de los auxiliares habla al micrófono que los auriculares le ponen frente a la boca:

—Corre videotape… Programa especial secuestro. —E inicia, a partir del número diez, una cuenta regresiva; del cinco al uno, el conteo se hace en silencio escondiendo ante el lente de la cámara, uno a uno, los dedos de la mano derecha. El cero coincide con la reaparición del locutor. Busca con el aplomo que concede el profesionalismo. En ningún momento da la impresión de que sabe ya dónde está el sobre; que ya, incluso, lo ha visto y tomado. Con innegable sentido del suspenso cruza un par de veces frente al lugar en el que, al cabo, habrá de hallarlo… Se vuelve a la cámara:

—Señores, señoras. Amable auditorio —un fugaz vistazo a su reloj de pulso—: A las seis con 48 minutos de la tarde, hemos encontrado el mensaje que los secuestradores prometieron dejar en exclusiva para este noticiero en una de las estaciones del Metro. Procederemos, ahora, a recobrarlo…

Me parece innecesaria la explicación, puesto que todos vemos igual que millones lo verán cuando el programa sea proyectado, cómo el locutor toma con la pinza el sobre de papel manila y lo guarda dentro de una plástico transparente, antes de decir:

—En el interior de este sobre, idéntico en apariencia al que se entregó a los periódicos, está el mensaje de los secuestradores del personaje al que ya buscan todas las policías del país. . . ¿Qué condiciones contendrá el mensaje? ¿qué exigencias plantearán los extremistas que llevaron a cabo este atentado contra la seguridad de un ciudadano retirado ya a la vida privada? Lo sabremos dentro de un minuto, después de escuchar los mensajes de nuestros patrocinadores…

Las luces son apagadas y por un momento parece que la estación del Metro queda totalmente a oscuras. El equipo de televisión ha concluido su trabajo. Los que trajeron los cables, los reflectores, las baterías, la cámara y los micrófonos, proceden a recogerlos, ordenarlos y llevárselos. El locutor entrega la bolsa de plástico que contiene el sobre a dos sujetos, seguramente policías, en cuya compañía se marcha. Cuando pasan junto a mí, me asquea el olor del malísimo puro que uno de ellos, el más bajo de estatura y más redondo de cuerpo, está fumando;

y más tarde, cuando vuelvo a casa cansado por la caminata, maltrecho del estómago por el mal brandy que bebí, ansioso de enfrentarme a la televisión, sintonizo con la banda de la policía, y la calma que durante horas ocupó los canales, se ha convertido, ahora, en un griterío, en un agitado ir y venir de voces y de órdenes, de consignas y exigencias, y así me entero de que han sido allanados, como de costumbre, el local del Partido Comunista y el de los ultras de derecha; que en una batida fueron capturados varios socios del MAR, grupo de agitadores a los que la Universidad Patricio Lumumba en Moscú becó para que siguieran curso de especialización guerrillera urbana y rural en Corea del Norte; oigo que se le puso la mano encima al sospechoso de haber dirigido el sabotaje (ocho locomotoras destruidas, Dios-sabe-cuántos-millones-de-pesos-perdidos) con el que los ferrocarrileros más radicales «probaron», hace unos meses, al nuevo gobierno; me admira escuchar que igualmente fue apresado un miembro del MURO y que su captura permitió conocer la existencia de una red de vendedores de mariguana que opera en los recintos universitarios; sufro un calosfrío al oír, refiriéndose a uno de los «escandalosos del 68», cuyo apellido no alcanzo a captar, la respuesta al:

—¿Qué se hace con él?

—Denle una
calentadita
y guárdenmelo para que platiquemos con más calma… —e imagino

los golpes en los testículos

los toques eléctricos en el ano

las quemaduras en las uñas

las inmersiones en el tanque de agua helada

el simulacro de fusilamiento

o de ley de fuga

a que lo someterán para que diga, ¿qué?; para que comprometa o traicione ¿a quién?; para que admita que existe relación entre el secuestro de ayer y lo que aconteció aquel 2 de octubre;

y

apenas ahora, aunque ya antes haya pensado en ello, me doy cuenta de que nuestra acción, organizada para vengar a los que murieron, va a acarrear nuevos sufrimientos a no pocos de los que participaron en el Movimiento. Es probable, es seguro (basta recordar lo que la voz del jefe ha dicho en el radio de la policía) que ya se les esté atrapando, que ya se les tenga en la prisiones del gobierno, que ya se les esté interrogando con la saña con que se interroga en esos lugares. (El último recorte que he añadido al álbum donde acumulo cuanto se refiere a lo que no debe ser olvidado, consigna: «Después de la experiencia de Tlatelolco/2 de octubre, la policía y demás cuerpos represivos del Gobierno han modernizado sus sistemas de trabajo y sus equipos. En la Fábrica Nacional de Carros de Ferrocarril se producen ya jeeps, transportes y tanques antimotines, calcados de los eficientes modelos franceses»). Recuperarán dolores atenuados por el tiempo y se preguntarán al vez, si ya todo estaba en paz, si Tlatelolco y los muertos y la sangre eran historia, anécdota, olvido, ¿para qué revivirlo con este secuestro, con esta venganza que, a fin de cuentas, a nada positivo conduce?; y, mientras guardo el auto en el garaje y recibo los ladridos que los perros me conceden, me pregunto si tengo derecho a exponer a otros y a sus familias (a otros que quizá sean felices porque ya no recuerdan, porque no quieren recordar ya) a las torturas que los aguardan, a la angustia de la incomunicación, a la agonía del terror. Algunos, es posible, más generosos que yo, estarán dispuestos a dejar-las-cosas-como-estaban; yo pienso que, muerta Mina, las-cosas-no-pueden-ser-como-eran. Su sangre que tantos pisaron y que tantos más se llevaron en la suela de los zapatos confundida con la lluvia y con las lágrimas, exige un pago, tiene un precio:

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