—Perdón a todos por lo que dije… —Martes, tan ponderado, ha de estar quemándose de vergüenza.
—Sigamos. ¿Miércoles?
—Yo, ¿qué puedo decir? ¿libertad… muerte? Y, digo… libertad. Eso digo, libertad. Sé que no la merece, pero creo que el verdadero castigo que padecerá ese hombre serán los remordimientos que le mande Dios.
—¿Jueves?
—Muerte. Y no voy a razonar más mi voto: a hierro mandó matar, a hierro debe morir.
—¿Viernes?
—Muerte… Hacerlo morir equivale, creo yo, a un aviso para que los del Gobierno vayan sabiendo que de hoy en adelante el pueblo sabrá tomarse la justicia que le niegan.
De pronto me doy cuenta de que estoy angustiado. De los seis miembros del grupo, tres solicitan el sacrificio del prisionero; dos, su libertad. Corresponderá a Sábado, a la envejecida maestra que es Sábado, tomar la decisión final. Sospecho cuál puede ser la que proponga, y por eso me he puesto a temblar quizá con mayor zozobra que el hombre cautivo dentro de la jaula.
—¿Sábado?
—Dios sabe, Él mejor que nadie, cuánto dolor me causó este señor, cuántas lágrimas lloraron mis ojos por su culpa, cuántos años de mi vida se perdieron en una noche… Pero Dios sabe también que en mi corazón no hay lugar para el odio. Podría pedir que muriera, pero no por eso voy a recuperar a mi hijo. Pido en cambio que viva, a modo de penitencia, disfrutando del amor de los suyos y que cada vez que vea a sus hijos recuerde lo que debe sufrir esta madre a la que él privó de lo último que le quedaba…
Se congela el silencio. Lo siento aplastarme sofocarme, de igual modo que siento las miradas con que ahora los miembros del grupo me presionan. El perdón tan enredadamente razonado por Sábado empata el número de votos. Mi palabra, la que el silencio de los seis aguarda, la que se atasca en mi garganta, la que no creía verme obligado a pronunciar, será la palabra que determine para el prisionero vivir o morir. Quisiera evitar el compromiso; quisiera no hallarme en este lugar; quisiera no haber organizado la cacería que culminó con la captura que debe concluir con la sentencia; la sentencia que me exigen; la que Jueves, ahora, precipita:
—Falta usted, Domingo. De usted depende.
Otra voz, la de Martes:
—El suyo, Domingo, será el voto de calidad.
No quiero ver, tocada por los relámpagos del estroboscopio, la rígida máscara, blanca, de hielo o yeso, expectante, del rehén, y cierro los ojos; pero al hacerlo, otro rostro se enciende en mi memoria con relámpagos iguales, y es Mina tocando a Mozart en la Sala Chopin; y es Mina muerta en aquel horrible patio de la morgue; y es Mina bailando frente a mí, transfigurada en su casi desnudez; y es Mina, no vista, sólo imaginada, en el cuarto negro, revolcándose en aquella cama que no es cama y repitiendo los versos del poema
ya no más falsas vírgenes
ni mártires que esperan en la cama
el salivazo ocasional del macho
y es Mina que marcha, con la mente extraviada, por la Plaza, y que no habla, sólo gruñe cosas secretas que el terror le dicta y va derecho como en un sueño hacia los rifles, al encuentro de la bala que la mata, y es Mina… es Mina, perdida en la vida; recuperada, ya sólo mía, incompartida, en la muerte; en una muerte igual a la que me oigo exigir para el responsable de la sangre.
Y el hombre al que acabo de condenar a la misma experiencia por tantos compartida la noche del octubre que no ha de ser olvidado, no grita al oír la sentencia; no protesta, no demanda perdón.
Dice:
—Está bien…
A partir de ese instante caigo en una especie de sonambulismo, no muy distinto al que conozco algunas noches de borrachera solitaria. Soy, así, mi propio olvido; soy, si lo prefieres, Mina, el otro desconocido, el lado de sombra, con quien comparto esta prisión que llamo cuerpo.
El hombre ha vuelto a decir:
—Está bien… —y sigo sin comprender la clave que seguramente encubren sus palabras.
En vano espero el lógico estallido de su ira o de su miedo. Se sabe ya destinado a la muerte y no levanta ninguna alegata en favor de su vida. ¿Será acaso un alivio para él morir? ¿o se desprecia tanto que agradece que lo matemos? De ser yo el sentenciado, estaría gritando, aullando, humillándome. Él permanece silencioso, quizá un poco más sombrío, casi tranquilo. Se aparta de los barrotes y con algo de esfuerzo se pone de rodillas y luego se sienta, imitando la postura del loto yoga, en el centro de la jaula. Le ofrece la espalda a la zona de tiniebla de la que han estado saliendo las voces; de la que sale, dirigida a mí, la de Jueves «este Jueves implacable y ansioso; feroz:»
—¿Cuándo vamos a matarlo, Domingo?
Domingo es, para mí, una persona extraña, la tercera del singular; alguien al que no he visto, pero que de algún modo represento; un individuo que se cubre con mi piel, que escucha con mis oídos, que te recuerda con mi memoria: que se llama como yo cuando no se ampara en el alias; el que se oye, al cabo, responder:
—Lo mataré yo solo… —y que oye a Jueves, airado, colérico:
—Eso no es justo, Domingo… Todos lo hemos juzgado, todos tenemos derecho a matarlo… —y que a su vez se escucha rebatir:
—Sólo yo lo mataré… Permitan que sólo yo asuma esa responsabilidad. Dejen que todos los remordimientos sean míos…
Alguna vez, mientras proyectaba el secuestro, llegué a preguntarme
cuál sería
la mejor forma de ejecutar al prisionero en caso de que el grupo autorizara su muerte. Supuse que la ejecución debía ser, como todos los trabajos, el miedo y los peligros, obra común; tarea de equipo. No sólo se daría a cada uno de los socios la oportunidad de cumplir personalmente una parte de la justicia decidida, sino que, realizada así, se establecerían entre nosotros, cómplices, obligatorios, irrompibles vínculos de lealtad. La culpa de cada uno equivalía a la seguridad de los demás. Ahora, Mina, la posibilidad de ajusticiamiento ya no es una especulación. Una sentencia ha sido dicha; una sentencia debe ser perfeccionada con los disparos de la Parabellum. Si el remordimiento es un castigo, una de sus formas más agotadoras, ¿por qué obligar a seis personas, tres de ellas jóvenes, a que lo compartan? Ninguno de mis compañeros se encuentra tan irremediablemente solo como yo. La más desamparada, la viuda sin hijo, tiene siquiera el consuelo de su fe. Lunes, su familia. Martes y Jueves la esperanza de su juventud. Miércoles, el próspero ejercicio de su profesión. Viernes dispone de esposa e hijos. Para mí quedan, nada más, los recuerdos (consuelo triste para algunos) que lo son todo.
Jueves sigue protestando. Ha dejado la silla que ocupaba y ha venido a pararse junto a mí:
—Usted había dicho, Domingo, me había prometido…
El otro que soy yo, el que ha resuelto relevarlos del compromiso del remordimiento, alza lentamente el brazo derecho, y veo que su mano empuña una pistola. Veo que apoya el cañón del arma en uno de los barrotes transversales. Lo oigo decir, con el ojo atento a la mira que ha centrado en la espalda del prisionero:
—¿Para qué quieres mancharte las manos con sangre? ¿para qué?
Al primer disparo, el hombre se sacude como si el estruendo lo hubiese asustado; al segundo, se retuerce; al tercero, se va un poco de bruces. . . No tengo prisa. Podría, pero no quiero obligar a la Parabellum a soltar en ráfagas sus balas. Me complace más aplastar el gatillo del modo que lo hago; dejar que se agote el ruido de una explosión antes de producir la siguiente. . . Al quinto, se inclina hacia la izquierda… y de pronto, una mano ansiosa, una mano ruda, mano-garra, se apodera de la mía y sus dedos, tomando por sorpresa mis dedos, los oprimen, los obligan a… Las otras cuatro detonaciones en rapidísima sucesión, ensordecen.
…Sombra sin peso ni razón, Mina deambula por la Plaza, y los veo allí, blancos de tiro al blanco asustados, con los ojos muy redondos, frente a los rifles, y los doce muchachos, casi niños, las manos en la pared, los pantalones en los tobillos, esperando la descarga, porque, ¿sabes, Mina?, nadie vio esa noche la mano que empuñaba el arma, pero tú y otros como tú, tantos que ignoramos cuántos, padecieron su efecto de relámpago.
Queda, como si tuviera frío, con las piernas recogidas, los brazos muy juntos sobre el pecho. La repetida luz irreal y penetrante del estroboscopio muestra y oculta, un par de veces cada segundo, la sangre que le escurre por los nueve agujeros de la espalda.
—Perdóneme, Domingo.
Veo la mano de Jueves dominando todavía mi mano; veo mi mano prolongada en/por una pistola. Veo una mano que aún señala hacia el bulto que hace cinco segundos era vida y que es ahora unos cuantos kilos de muerte.
En nada pienso en este momento. ¿Qué se supone, Mina, que debe uno pensar inmediatamente después de que ha matado a un hombre? ¿Qué pensaría el que lanzó la bala que el 2 de octubre, en Tlatelolco, tropezó con tu vida?
Ahora estoy solo, después de haber ido dispersando a los del grupo en la misma forma y en los mismos sitios donde los reuní al principio de la noche, antes del juicio y de esta lluviecita que encontré al salir de casa. Fue Jueves el último en abandonar la camioneta y no resultó fácil deshacerme de él, persuadirlo de que se fuera. Insistía en permanecer conmigo, en acompañarme hasta el final.
—¿Qué va a hacer con el cuerpo?
—Devolverlo.
—¿A quién?
—Al Gobierno.
—¿Dónde?
—No lo sé, todavía.
—De veras, Domingo, ¿no quiere que siga con usted?
—Es innecesario, y, además, peligroso para ti.
—Eso no me importa.
—La seguridad, sí.
Como varios de los del grupo, incluso los que propusieron la libertad del prisionero, Jueves inquiere:
—¿Volveremos a vernos?
—Supongo que sí.
—Seguro que sí… Todavía quedan otros a quienes juzgar.
—Sí, varios quedan.
—¿Quién sigue en la lista, a quién escogemos?
—Será cuestión de pensarlo. Yo te llamaré a su tiempo…
—Bueno… Oiga, Domingo…
—¿Sí?
—Perdón por lo de la pistola, por disparar yo también.
—¿Por qué lo hiciste?
—No sé. Tuve ganas. Eso es todo.
Aguardo a que monte en el autobús. Ya estoy seguro de que nadie me sigue. Quizá sea ahora cuando necesito ser más precavido. Precaverse, guardar silencio, no presumir, fueron mis recomendaciones concretas al grupo en general y a cada uno de sus componentes en particular. Discreción equivale a seguridad, y si hemos de continuar la tarea purificadora, ejemplificadora, que nos hemos impuesto, debemos ser cuidadosos, medir lo que decimos, aprovechar cuanta oportunidad de guardar silencio se nos ofrezca.
Miércoles, que es perspicaz, comentó:
—¿Qué podríamos decir si lo ignoramos todo?
—¿No le parece que es mejor así?
—Lo es, sí. En lo que a mí respecta, esté tranquilo. Jamás nos hemos visto. Ignoro cómo se llama, dónde vive, etcétera, y no me interesa averiguarlo.
—Muy razonable, Miércoles.
—Algo más, Domingo… Gracias por… ¿entiende, verdad? No hubiera tenido valor para disparar. Me habría puesto a llorar, tal vez…
El vapor de la niebla está suspendido como una nata sobre la ciudad. En cualquier esquina, frente a la luz roja del semáforo, veo una patrulla policial, blanca y azul, nuevecita, que se detiene junto a mi camioneta. El que va al volante me mira con impertinencia, de ese modo estúpido en que a veces mira sin mirar la gente que nos está mirando. A la izquierda se detiene también un automovilito azul. Los ojos encuentran los de una chica de pelo negrísimo. Me sonríe, pero sin coquetería, con algo que podría ser confundido con la inocencia; y recibo la sorpresa de una violenta sacudida y no sé si se debe a que hace meses no me acuesto con nadie o a que me ha parecido ver que el pelo oscuro de la chica, que ahora se muestra de perfil, se va decolorando hasta convertirse en el largo pelo de espigas de una criatura albina, de un ser cuyo rostro carece de rasgos, como si todavía no los adquiriera en la oscuridad de una matriz o como si acabara de perderlos en la tiniebla igualmente cerrada de una sepultura, o en la confusión de un manicomio.
Alrededor de cada una de las altas luces azul verdosas que de noche dibujan la avenida, se ha formado un halo, una mancha como de grasa, que empaña el aire denso de llovizna, y al fondo, donde se anuda la paralela hilera de copos luminosos, se levantan las severas lápidas de los edificios, simétricos y flamantes, de esa ciudad que ha crecido como un tumor en el centro de la otra: antiguo lugar de piedra, cerrado como trampa, que de siglo en siglo la tragedia elige para representarse. Plaza de comercio y sacrificio; campo de juego para niños y también, cuando el ciclo se repite, campo de muerte para niños. Matadero que jamás se sacia de sangre.
Atrás, en el cubo negro de la camioneta, dentro de un traslúcido costal de plástico (feto cautivo en la bolsa que algún día habrá de romperse) está el cadáver. Entre sus ropas he puesto una de las cintas en las que fue inscrito, de la primera a la última palabra, el interrogatorio. Nueve explosiones la culminan. Ojala que esa cinta llegue a ser conocida por el público, aunque es razonable suponer que el Gobierno preferirá no difundirla.
La gente que podría andar por la Plaza si el tiempo fuera apacible y más temprana la hora, está en sus departamentos de muros anémicos y avaras dimensiones; quizá se ocupe de ver la televisión, de hacer el amor sobre camas compradas en abonos, o de curarse con el sueño la frustración que cada noche de sábado disfraza de alegre borrachera. Quizá ya nadie recuerde los gritos, el silbido de las balas, esas quince mil balas de todos calibres, que convirtieron en red de agujeros la noche del 2 de octubre de 1968.
¿para qué recordar si duele
Es mejor, lo sé,
olvidar que estamos muertos;
de ese modo resulta soportable,
lo sé también,
vivir la vida. No olvidemos
la reglas del juego.
La soledad me favorece. La soledad casi a oscuras de la Plaza ampara, protege, oculta al ojo que pudiera estar espiando, el sigilo de la maniobra. Muerto, pesa más, mucho más de lo que supuse. Como si fueran balas, arrecian las gotas. Iba ser el último mitin. Había estudiantes, y padres de familia, y curiosos, y niños que jugaban, y policías que estaban allí atentos a que nadie alterara el orden. La Prensa del Mundo nos observaba. ¿Y a esa luz, breve y lívida, quién? ¿quién es el que mata?, y el ruido, el tracatraca interminable de las ametralladoras que cruza el aire y lo hiende y deja hilvanes colorados al hacerlo, y no para. Luego, ¿fue verdad? Una chica muy joven, cubierta con un gran impermeable oscuro, temblando de miedo; esta muchachita no gritaba, no hablaba, emitía unos sonidos muy raros, como si gruñera; siguió caminando y