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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe (24 page)

BOOK: La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe
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—Ya está —dijo Merino, secándose la mano en el uniforme del muerto—. Hay uno menos. Ha sido fácil. Y, sobre todo silencioso. Donde esté un cuchillo sobran todas las otras armas.

Merino había combatido en la guerra entre Méjico y los Estados Unidos. Habíase hallado en Chapultepec y en otros sangrientos encuentros. No era la primera vez que mataba a un hombre. Por ello sus nervios no sufrieron la menor alteración después de la muerte del centinela. En cambio, Luis Martos se había formado una idea muy distinta de la lucha entre los hombres. Contempló, espantado, el cadáver del centinela. No vio a un adversario feroz, sino a un muchacho de unos veinte años cuyo frágil cuello mostraba la dentellada del cuchillo de Merino. Sintióse vacilar, dominado por unas violentas náuseas, y, más que por avanzar, por huir de aquel espectáculo, lanzóse hacia delante.

En todo encuentro guerrero hay una serie de imponderables que generalmente son los que deciden la batalla. Crisp había tomado algunas precauciones de acuerdo con los consejos del
Coyote
; pero no previo que uno de sus centinelas pudiera ser eliminado tan rápida y silenciosamente. Y por su parte, el azar quiso que muriera el centinela situado entre el final del parapeto que había hecho levantar frente a la casa y el ángulo norte de ésta.

Por la brecha abierta en la línea defensiva se deslizaron, sin sospechar lo que hacían, Luis Martos y sus veinte compañeros. Alcanzaron los muros de adobe de la casa, agrupándose debajo de un cobertizo de gruesos troncos de roble cubiertos de tejas. Encima de ellos, sin verles, en la azotea de la casa, estaban los mejores tiradores de Crisp. Desde allí debían dominar con sus tiros todos los accesos a la improvisada fortaleza. Todos menos aquel que habían alcanzado en pocos minutos los veintiún hombres.

Una larga y suave ráfaga de aire disolvió la niebla, dejando avanzar la cálida luz del sol. Martos y los suyos vieron ante ellos, apostados tras un parapeto hecho con adobes y sacos de trigo llenos de tierra, a unos veinte soldados con los fusiles apuntando hacia donde estaba el grueso de las fuerzas de Artigas. La distancia que les separaba de los más próximos era de unos cinco metros. Los más lejanos se encontraban a unos treinta. Todos miraban hacia donde estaban los de Artigas; pero nadie imaginaba que el enemigo se hallara ya a sus espaldas.

—¡Por fray Eusebio! —gritó Martos, saltando hacia los soldados.

Empezó a disparar y asombróse de lo fácil que era acertar a aquellos cuerpos tan grandes. Sus compañeros también disparaban. La confusión en el parapeto fue terrible. Desde la azotea partieron unos tiros. Luis sintió un roce caliente en el brazo izquierdo; pero ningún dolor. Siguió disparando pausadamente, y cuando se le terminó la carga del revólver recogió el de un sargento que había muerto sin tiempo para desenfundarlo.

Artigas se lanzó con toda su gente, incluso con los que estaban en la acequia, contra la casa. Sólo unos pocos disparos fueron dirigidos contra él. Dos de sus hombres cayeron por el camino. Uno muerto. El otro gritaba demasiado para que su herida fuese muy grave.

Saltaron el parapeto, que nadie defendía, y entraron en tromba en la casa. El teniente Crisp disparó tres veces y acertó una. Luego, un culatazo lo tumbó sin sentido. Los demás soldados se rindieron, a discreción.

El combate había durado cuatro minutos. Artigas tenía cuatro muertos y nueve heridos. Con Mark y Harries dirigióse a la diligencia y se aseguró de que el oro estaba en ella. Los tres se miraron satisfechos. Eran sesenta mil dólares para cada uno y el resto para los demás.

—Quedaos vigilándola —ordenó Artigas—. Voy a ver a los prisioneros.

—No olvides que las bocas más calladas son las de los muertos —recordó Mark.

Artigas se echó a reír.

—Estoy de acuerdo contigo.

Se dirigió hacia el grupo de prisioneros. De los treinta y dos hombres que se encontraban en la casa y en sus defensas, dieciocho habían muerto. Siete estaban heridos; el teniente Crisp empezaba a recobrar el conocimiento y seis estaban indemnes.

—El teniente nos servirá de rehén —dijo Artigas a sus hombres—. Los demás nos estorban.

De momento, Luis Martos no comprendió las palabras de Artigas; pero su significado no tardó ni diez segundos en ser evidente para él. Con sus largos cuchillos
bowie
, los mercenarios de Artigas se lanzaron contra los prisioneros y los heridos. Oyéronse horribles alaridos y carcajadas más horribles. En la casa ya no hubo heridos ni prisioneros. Sólo cadáveres. Y entre ellos el teniente Crisp, más lívido que los que ya habían muerto, se mordía los labios, incapaz de soportar tanto horror.

Luis Martos avanzó hacia Artigas. Su mirada se cruzó con la del teniente. Se habían visto algunas veces en Los Ángeles. Crisp le felicitó en una ocasión por lo bien que disparaba. Fue en el concurso de tiro donde el muchacho ganó cinco dólares. Ahora le miró fijamente. Luis comprendió que Crisp se arrepentía de haberle felicitado, de haber estrechado su mano. Los ojos de Martos expresaron un odio intenso; mas no contra Crisp, sino contra Artigas, el que había dado la orden de matar a los heridos y prisioneros. Pero Crisp no interpretó bien aquella mirada. Era un hombre impetuoso y se quiso abalanzar sobre aquel joven, a quien consideraba tan culpable como a los demás. Un golpe descargado por Artigas sobre su cabeza con el cañón del revólver que el proscrito empuñaba, dio en tierra con el teniente.

—¡Ha sido un crimen odioso, Artigas! —gritó Martos.

—No seas niño. ¿Crees que ellos hubieran tenido piedad de nosotros? ¿La tuvieron acaso de fray Eusebio?

—Pero ha sido un crimen.

—Es la guerra. Si no tienes corazón para hacerla, vuelve a tus ovejas. Nadie te ha obligado.

—Esto no es luchar noblemente.

—Es la única manera de luchar que nos está permitida. Ahora haz lo que te parezca.

Luis Martos comprendió que había calculado mal sus energías, incluso sus ideales. Él pensaba en un ejército brillante, con su bandera, sus jefes, su vistosidad, su heroísmo y su nobleza. No se detuvo a reflexionar que aquello no era posible luchando en los montes, como guerrilleros y, lo que era peor, como bandidos. Inclinó la cabeza y, sintiendo un peso horrible contra su pecho y su espalda, volvióse y se alejó poco a poco del escenario de la batalla. Artigas tenía razón. Debía volver con sus ovejas, a su vida de antes, junto a Esther.

Ninguno de sus amigos le siguió cuando, montado en su caballo, se dirigió hacia las montañas.

Artigas le vio alejarse y rió, despectivo.

—Los cobardes están mejor lejos que entre nosotros —dijo a los que estaban cerca de él.

—Yo ocuparé su puesto —dijo Merino—. Yo fui quien despenó al centinela. Luis siempre ha sido un idealista.

—Los idealistas se han hecho para ser derrotados —comentó Artigas—. Entre los vencedores no se sienten cómodos. ¿Cómo te llamas?

Merino dio su nombre.

—Pues tú serás el jefe. ¿Cuántas bajas habéis tenido?

—Sólo un muerto. Los sorprendimos tan por completo que sólo tuvieron tiempo de dejarse matar.

—La próxima operación será contra unos cuantos ranchos donde hay mucho dinero —siguió Artigas—. Son patriotas tibios a los que hemos de convertir en entusiastas contribuyentes de nuestro ejército. El rancho de los Echagüe nos tendrá de huéspedes por una noche, mientras los soldados nos buscan hacia la frontera, pues creerán que hemos pasado a Méjico. Ahora atad a ese teniente y metedlo en la Misión. Una de las celdas servirá de calabozo. Que se quede uno de centinela.

La orden fue obedecida inmediatamente. Artigas encendió un cigarro y, cogiendo el sable de Crisp, se lo ciñó a la cintura. Ya era un jefe glorioso. Ahora debía anunciar al pueblo de San Gabriel el motivo de la lucha y el porqué de la venganza.

Capítulo XIII: El héroe

Antes de alejarse hacia los montes, Artigas hizo atar los treinta y dos cadáveres, entre los cuales figuraban el del cochero de la diligencia y su ayudante, a otros tantos postes alineados frente a las campanas de San Gabriel. Sobre cada poste hizo colocar un cartel en el cual se leía:

Condenados y ejecutados por el asesinato de fray Eusebio, de la Misión de San Gabriel.

Hecho esto, Artigas y sus gente se alejaron del escenario de su victoria, llevándose en los caballos de la tropa las armas y el botín que habían ganado.

Desde un macizo de álamos,
El Coyote
les vio alejarse. Luego, dando un gran rodeo para no atravesar el sitio donde estaban los cadáveres, rodeados ya de curiosos, siguió, a prudente distancia, los pasos de las huestes del hombre que ya en San Gabriel recibía el calificativo de héroe de California.

****

La noticia del encuentro corrió por toda California como corre el fuego por un reguero de pólvora. Y aquella noche llegó al Rancho de San Antonio.

El anciano don César de Echagüe la escuchó de labios de uno de los que lo presenciaron.

—¡Les ha dado su merecido! —exclamó—. Quizá ha sido un poco demasiado duro al matar a los prisioneros; pero ellos hubiesen hecho lo mismo con él.

Dio unos pesos al que le facilitaba noticia y subió al cuarto donde fray Eusebio luchaba entre la vida y la muerte. Aquella mañana, a las once, lo dejaron allí los Lugones.

—Mi hermano y yo fuimos a ver a unas novias que tenemos en San Gabriel —explicó Leocadio—. Pero no nos esperaban y se habían ido con otros chicos. Entonces entramos en la Misión para pasar allí la noche y encontramos a fray Eusebio con un cuchillo hundido en el pecho. No sabíamos qué hacer, pero no hubiera sido cosa de cristianos dejarlo que se muriera como un perro. Como allí el único médico era fray Eusebio, y Capistrano o Bernardino estaban más lejos que Los Ángeles, lo trajimos hacia aquí. Por camino ha estado varias veces a punto de morirse. Y no sé si llegaría vivo al pueblo. Si usted lo quiere tener en su casa… Fray Eusebio era amigo suyo…

Don César les hizo callar, y con ayuda de Julián y Lupe llevaron al herido a uno de los cuartos. Leocadio fue luego en busca del doctor García Oviedo, que desde aquella tarde había permanecido junto al herido, extrayendo primero el cuchillo y conteniendo, después la hemorragia.

—Sólo un milagro le salvará —dijo al señor de Echagüe—; pero ya se ha producido el milagro al conseguir que llegue vivo hasta aquí.

—Haga todo lo posible porque viva, doctor —pidió el dueño de la casa, llevando al médico hacia el salón—. Ya me han dicho quién intentó matarle.

—¿Algún vagabundo que quiso robar los candelabros de plata? —preguntó el doctor.

—No. Los yanquis. En ellos nada resulta sorprendente; pero se han llevado su merecido. Heriberto ha vengado al pobre hombre, aunque él le cree ya muerto.

El señor de Echagüe explicó al médico lo que sabía de la batalla y, contra lo que esperaba, García Oviedo movió dubitativamente la cabeza.

—Estas violencias no beneficiarán a nadie —dijo—. Los norteamericanos tratarán de vengar a los suyos. Dirán que ellos no mataron al fraile, y la verdad es que hasta ahora nunca habían intentado hacer el menor daño a los franciscanos de las misiones.

—No defienda usted a los yanquis delante de mí —prohibió el anciano.

—Don César: yo me tengo por hombre justo y doy a cada uno lo que es suyo. Tal vez hayan sido los soldados; pero no lo creo hasta que fray Eusebio nos lo pueda decir…, si es que puede.

—Si no le necesitara, le echaría de mi casa, doctor.

—No sea tan vivo de genio y, además, cuide ese corazón suyo, porque sus ojos me indican que si se lleva una emoción demasiado fuerte no la va a resistir.

—Dispense. Estoy nervioso. Mientras hay hombres que exponen su vida por nuestra patria, yo me he de estar aquí sin poderles ayudar.

—Usted ya ha hecho cuanto ha podido. Y ahora, como no creo que se produzca ninguna novedad, marcharé a mi casa a dormir un rato. Aunque la gente parece ignorarlo, los médicos también tenemos derecho al descanso. Creo preferible mantener secreto lo de que fray Eusebio está aquí. Por lo menos hasta que haya pasado el peligro. Las autoridades militares le querrían interrogar, si supieran que lo tiene usted en su casa.

—Ya les dije a los Lugones que se callaran. No me gusta la idea de que mi rancho se llene de uniformes extranjeros.

El doctor sonrió comprensivamente. Estaba acostumbrado al genio de aquel hombre que había pasado toda su vida tratando de mostrarse mucho más duro de lo que en realidad era.

—Tiene usted un corazón demasiado grande —dijo, al marcharse—. Y no en sentido figurado, sino en realidad. Un día le estallará.

—He vivido ya lo suficiente, y para que la vida me pudiera resultar agradable tendrían que cambiar mucho las cosas.

Riendo, el doctor replicó:

—Tendrían que cambiar sólo en un sentido, amigo mío. Ya verá cómo la vida resulta agradable tan pronto como se vea a punto de perderla. Sé de cientos de casos de gente que se estuvo queriendo morir hasta el momento en que se murió de verdad. En cuanto vieron que les llegaba su hora, todos estaban deseando vivir, aunque sólo fuese unos días más.

****

Al día siguiente, todo Los Ángeles comentaba la noticia y, como no podía por menos de ocurrir, los redactores de
El Clamor Público
le dedicaron tanto espacio en su edición española como poco espacio dedicado en la edición inglesa del mismo periódico, que se publicaba con el título de
The Star
.

Capítulo XIV: El regreso

Luis Martos llegó a la majada cuando el sol de mediodía caía de plano en ella. Desmontó frente a la cabaña de Pedro y se sentó en el rústico banco que se hallaba junto a la puerta. Allí le encontró Esther, con el rostro entre las manos, sordo a cuanto ocurría a su alrededor, incluso a su llegada.

—Luis.

No la oyó hasta que Esther repitió por tercera vez su nombre. Al principio con alegría, luego con extrañeza y, por fin, con temor.

—¿Qué te ocurre?

—¡Oh, Esther! ¡Dios mío!

Ocultó su rostro contra el cuerpo de la joven, sin ver que vestía un traje nuevo y más bonito que los anteriores.

—¿Qué te pasa? ¡Contesta, Luis! ¿Qué tienes?

—Fui un loco. No debí marcharme jamás de aquí. Ha sido espantoso. Yo creí que era otra cosa.

Hablaba atropelladamente. La inquietud de Esther aumentaba por momentos.

—¿Estás enfermo?

—No. No. ¡Cuánto te he echado de menos! Deseaba volver a verte y no apartarme jamás de tu lado. ¡Te quiero tanto!

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