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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe (25 page)

BOOK: La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe
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Estas palabras tan esperadas le producían a Esther ahora que las estaba oyendo, una emoción muy distinta de la que ella habíase anticipado. La asustaban, porque algo muy grave debía de haber ocurrido en la vida de Luis para que, de pronto, sintiera la necesidad de amarla.

Se sentó junto a él y le acarició los cabellos y las mejillas.

—Cuéntame lo que ha sucedido.

Luis se lo explicó. Al terminar sentíase más tranquilo, y Esther, en cambio, más asustada que antes.

—¿No corres peligro aquí? ¿Y si saben…, si saben que tú interviniste en esa lucha?

—No lo sabrán. Tú no dirás nada a nadie, ¿verdad?

¿Cómo podía preguntarle semejante cosa? ¿Cómo era posible que temiese su indiscreción?

—No, Luis; ni con un tormento me arrancarían nada que te pudiese perjudicar. ¡Yo también te eché de menos ayer y esta mañana! Cuando te vi aquí pensé que eras un fantasma creado por mis ilusiones. Te pudieron matar…

—Cuando vi aquello lamenté que no me hubieran matado. Al menos no tendría este peso en mi conciencia. Hasta que muera veré ante mis ojos aquel horrible cuadro de cuando aquellos hombres hundían sus cuchillos en…

—¡Calla, por Dios! ¡No pienses más e eso! Olvídalo como si fuera un mal sueño, una pesadilla de las que a veces no asaltan en las noches malas.

—No puedo olvidar. Si cierro los ojos veo a aquel chiquillo, más joven que yo con el cuello ensangrentado, y a Merino secándose en su uniforme una mano tan roja como si la hubiera hundido en un charco de sangre.

—Te traeré algo de comer. Seguramente no has probado bocado desde que te fuiste, ¿verdad?

—Anoche comí algo. Ahora no tengo apetito. Más tarde. Pero si tuvieses algún licor…

—No, Luis. Yo creo que no debes beber. Aunque bebieses no olvidarías. Has de vencerte a ti mismo. Tú no has hecho nada malo. Vuelve a ser como eras.

—No volveré a ser el que fui. Estoy seguro. Algo murió en mí esta mañana.

—Yo haré que resucite, que vuelvas a ser como antes. Y cuando lo consiga no me importará que… que me vuelvas a ver como me veías.

—Nos casaremos. Te necesito a mi lado. Esther. Tengo miedo de estar solo.

—Serénate. No debes hablar así. Yo haré cuanto tú quieras. Te dedicaré mi vida, que en realidad no es mía, porque tú eres el dueño de ella.

Por fin sabía decir lo que deseaba. Las palabras fluían fáciles de entre sus labios. No llegaban con retraso, sino oportunas. Y era tanta su emoción, que ni siquiera lo advertía.

Cuando regresó Pedro a su cabaña y vio a su hija y a Luis, fue a hablar; pero los grandes ojos de la muchacha le pidieron silencio. No le fue fácil contener sus preguntas; pero lo consiguió, e incluso logró hablar con Luis como si no se hubiera enterado de que la noche antes y todo aquel día estuvo ausente de su puesto. Luego él fue quien preparó la cena, oyendo retazos de conversación que comprendía, aunque le alarmaron porque le hicieron ver que había ocurrido lo que su hija anhelaba.

—… ¡Qué hermosa eres! He tenido que alejarme de ti para comprenderlo…

Y Esther:

—¡Cuánto he deseado oírte decir eso…, aunque no es verdad! Yo quisiera ser muy hermosa para que te sintieses orgulloso de mí…

Un nuevo problema entraba en la vida de Pedro. Hasta aquel momento no se había dado cuenta de que su hija ya era una mujer y no la niña que él había seguido viendo hasta unas horas antes.

«¡Mientras esto no la haga sufrir más!», pensó.

Aquella noche Luis durmió en la leñera. Esther le oyó varias veces despertarse gritando, como si le atacaran. Y pidió a Dios que todo aquel dolor que destrozaba a su amado le fuese traspasado a ella, para sufrir por él.

Al día siguiente, Luis volvió a vigilar el rebaño. Esther no bajó al rancho. Por un día no echarían de menos la leche. Tenía miedo de dejar solo al joven. Estaba tan poco habituado a sufrir moralmente… Los hombres físicamente fuertes suelen ser muy débiles cuando les asaltan los dolores que han despreciado tantas veces en los demás.

Durante toda la mañana le estuvo hablando de todo lo ocurrido. Era su gran obsesión.

—Te debo de parecer despreciable, ¿verdad? Otros han ido a la guerra y han vuelto sin que sus conciencias les atormentaran tanto.

—Yo creo que si después del primer combate les hubiesen permitido marcharse, todos sentirían lo que tú sientes —contestó Esther—. Pero luego se deben de ir acostumbrando y la sangre no les debe de parecer sangre. Ni los cadáveres cuerpos que un día estuvieron vivos. Los deben ver como cosas que siempre han estado muertas, como vemos nosotros esas rocas y esos árboles.

—¿Crees que no debí volver?

—No. Lo que creo es que no debiste irte jamás; pero bendito sea Dios por haberte devuelto a mi lado.

Pedro, como padre prudente, llegó a mediodía y, con la excusa de que había que preparar los quesos, se llevó a su hija a la cabaña.

—No está bien que te vean tanto con Luis —la reprendió.

—Es que me necesita, papá. —respondió Esther, con sus límpidos ojos, muy abiertos—. Me necesita.

—Él es quien debe resolver sus propios problemas, hija mía. Ese trabajo es de hombres, no de mujeres. Ayúdame a hacer los quesos. Luego podrás volver junto a él.

Pero cuando Esther regresó al sitio donde había dejado a Luis, no le encontró. Y no supo que había bajado al pueblo, a Los Ángeles, en busca de algo que le hiciese olvidar por unas horas, aunque no fuera más, su delirante obsesión.

Capítulo XV: El fugitivo

Desde la mañana, después del combate, hasta la noche, Artigas y su gente marcharon sin reposo. Tan sólo a los caballos se les permitió que bebieran agua. Los hombres, en todas aquellas horas, permanecieron montados, atentos solamente a interponer la mayor distancia posible entre ellos y San Gabriel.

George Crisp, con las manos atadas a la silla de montar y los pies sujetos uno al otro por una cuerda que pasaba bajo el vientre de su caballo, iba entre Artigas, Mark y Harries. Ninguno hablaba; Crisp, porque estaba demasiado afectado por lo ocurrido a su gente; los otros porque no querían que el teniente averiguara nada acerca de sus secretos.

—Puede llegar un momento en que la vida de ese oficial sirva para comprar la nuestra —había dicho Artigas, y todos estuvieron de acuerdo con él.

Al anochecer llegaron a los montes de Peñas Rojas, y entre los árboles establecieron su campamento. Se prohibió que se encendiesen hogueras, pues se corría el peligro de que las descubrieran desde Los Ángeles, atrayendo así a las patrullas que tal vez rondaban aún por allí, aunque lo más probable era que todas las fuerzas se hubiesen dirigido hacia San Gabriel.

Crisp fue bajado del caballo y, bien custodiado, obtuvo permiso para dar un corto paseo que devolviera la circulación a sus entumecidos miembros. Después fue atado de nuevo y quedó al pie de un árbol, en el centro del campamento, custodiado por Basilio, que durante más de dos horas, insensible, como los demás, al cansancio del viaje, estuvo afilando su cuchillo en una piedra que de cuando en cuando humedecía con saliva.

—Es un buen cuchillo —dijo una vez—. Si tengo que utilizarlo contigo, yanqui, te resultará demasiado bueno. Se hundirá en tu carne como si la tuvieses de manteca.

Crisp se volvió para evitar la mirada del mestizo y, en el mismo instante, tuvo la seguridad de haber visto moverse un cuerpo humano. Debía de ser alguno de los miembros de la banda de Artigas. Pero mientras mantenía la mirada fija en el punto donde había percibido el movimiento, lo advirtió de nuevo. Y esta vez, inconfundible. Alguien se deslizaba hacia él.

El teniente no abrigaba ninguna esperanza de salvación y el temor de que se tratara de alguien que pretendía matarle no le resultó muy descabellado. Entre aquellos asesinos cualquier cosa era de temer. Especialmente después de haber visto cómo trataban a los prisioneros de guerra.

Volvióse y notó que Basilio no había visto nada. ¿No le convendría avisarle? pero ¿no sería la muerte una liberación de aquel tormento? Le habían deshonrado y pretendían deshonrarle más.

Uno de los durmientes se incorporó, muy cerca de donde ellos estaban.

—¡Estoy molido! —gruñó, en español—. He dormido sobre una piedra como un huevo, Basilio.

—Calla y deja dormir a los demás —replicó Basilio, sin volver la cabeza.

La figura del que se había levantado quedaba silueteada contra el fondo vagamente más luminoso del cielo. Crisp le vio acercarse a Basilio y, de súbito, lanzarse sobre él y, mientras con la mano izquierda le tapaba la boca, con la derecha le hundió en el corazón la brillante hoja de un cuchillo que, al salir, ya no brillaba.

El matador de Basilio aún sostuvo un momento el cuerpo del mestizo, siempre tapándole la boca; después, lo dejó caer lentamente al suelo, y en la manta con que se había estado cubriendo secó la sangre que empañaba el brillo del cuchillo.

Inclinándose hacia Crisp, cortó rápidamente las cuerdas que le sujetaban, diciéndole en voz bajísima:

—Otra vez nos encontramos en plena noche, señor teniente.

—¿
El Coyote
? —susurró Crisp.

—Sí. Tuvo usted mala suerte; pero ahora podrá vengarla. Coja el revólver de Basilio y su sombrero. No se oculte. Vale más que crean que pertenece a la banda. Si no le da asco mancharse con la sangre de un canalla, póngase la manta.

Crisp no tuvo valor para exponerse a rozar la ensangrentada manta. Siguió al
Coyote
hacia el lindero del campamento, y cuando un centinela les preguntó adonde iban, ayudó al
Coyote
a derribarlo de un culatazo y dejarlo caer suavemente, evitando el menor ruido.

—Por aquí podremos escapar —explicó
El Coyote
—; pero supongo que deseará usted saldar las cuenta que tiene pendientes con Artigas, ¿no?

—Lo haré prisionero.

—No, no se estila aquí. Me fío poco de su ley. Podrían absolverle. Prefiero enviarlo al tribunal Divino. Allí sabrá mejor que nosotros lo que se debe hacer con él. Sígame. Les vi montar una tienda de campaña para los tres jefes.

Siguieron por entre los árboles hasta alcanzar la tienda indicada por
El Coyote
. A Crisp el corazón le latía furiosamente. ¡Tener que deberle ayuda al
Coyote
!

Éste abrió la entrada de la tienda echó una rápida mirada al interior. Volvióse en seguida, ordenando:

—Vámonos. No hay nadie. Deben de haber ido a esconder el oro.

—¿Les podemos esperar? —preguntó Crisp.

—No. Es preferible que usted se marche. No se presentará otra oportunidad como ésta. Están tan fatigados que duermen como troncos. Y no me esperaban. Les vine siguiendo desde San Gabriel. No se lucieron mucho ustedes.

—Todo falló lamentablemente —suspiró Crisp.

El Coyote
recomendó silencio, y volviendo sobre sus pasos se detuvo un breve instante al lado del inconsciente centinela. Le ató y amordazó con pasmosa rapidez y cogiendo de la mano a Crisp, lo arrastró en pos de él, diciendo:

—Tenemos una hora de tiempo. Es más que suficiente para que usted se salve.

—Artigas se quedó con mi sable.

—Ya lo recuperará otro día.

—¿Por qué me ayuda? —preguntó Crisp cuando estuvieron más lejos.

—Ya se lo dije. Hoy somos amigos. Mañana quizá seamos adversarios; pero yo siempre juego limpio.

—Ha matado a un hombre para salvarme.

—No. Lo he matado porque se lo merecía.

Descendían por entre las altas rocas siguiendo un camino abierto por las aguas. Al fin, después de numerosas caídas por parte del teniente, poco habituado a marchar por tan malos caminos, llegaron a una plazoleta donde estaban atados dos caballos.

—Uno de ellos es robado. El de usted. Devuélvaselo a su amo y dele sus excusas.

—¿Se marcha? —preguntó Crisp.

—Sí. Ya no me necesita. Siga por este camino y llegará dentro de unas horas a la carretera de Los Ángeles. Buena suerte. Recuerde que no debe mencionar a nadie mi nombre. Me perjudicaría.

Crisp tendió la mano al Coyote; pero éste hizo como si no la viese. Crisp inclinó la cabeza y, dando media vuelta, emprendió el camino indicado por
El Coyote
. Este partió en dirección opuesta, y dos horas después, gracias a un camino mucho más corto, entraba en el Rancho de San Antonio, donde, ayudado por Julián, se acostó. Estaba rendido de fatiga.

También el teniente Crisp llegó a su destino; pero ya cuando el sol estaba en el horizonte. Cayéndose de fatiga, presentó un informe verbal a sus superiores, así como las huellas de las ligaduras que le sujetaron. A la pregunta del comandante sobre quién le había liberado, replicó:

—No lo sé. Era un miembro de la banda. Asesinó al guardián y luego me cortó las cuerdas.

—Es un asunto muy grave, teniente Crisp —advirtió el comandante—. Debemos terminar con ese bandido y toda su banda y recuperar el oro. Sólo así conseguiremos una disculpa de Washington. Desde luego, lo más importante es acabar con Artigas.

—Se puede enviar gente al campamento… —empezó Crisp.

—A estas horas han advertido su huida y están lejos —replicó el comandante—. Debemos esperar a que alguien los vea.

Váyase a descansar. De momento quedará usted sin mando y sujeto a proceso. Se le confiaron treinta hombres y una fortuna y vuelve usted sin una cosa ni otra.

Crisp obedeció las órdenes, durmió pésimamente, y a media tarde, no pudiendo aguantar más el frío ambiente del fuerte Moore, descendió a Los Ángeles en busca de un poco de calor en la taberna de Fawcet.

Entró en ella pensando en su mala fortuna, y apenas hubo dado dos pasos vio que la fortuna le volvía a sonreír. Desenfundó con veloz movimiento su revólver y, a grandes zancadas, fue hasta uno de los bebedores. Con voz triunfal y temblorosa de emoción, ordenó:

—Levante las manos, Luis Martos, si no quiere que le mate aquí mismo.

Luis había bebido demasiado licor para olvidar y para intentar la menor defensa. Como un niño se dejó maniatar. Luego, sujetas sus manos a una cuerda cuyo otro extremo sostenía el teniente Crisp, ascendió vacilante la colina en cuya cumbre estaba el fuerte.

—Mi comandante —anunció Crisp—. Aquí le presento a uno de los hombres que nos atacaron en San Gabriel y que asesinó a nuestros soldados.

—Es verdad —tartajeó Martos—. Yo los maté y estoy ya harto de querer olvidar lo que no puedo ni podré olvidar jamás.

Y aquella noche, ya completamente sereno, admitió todos los cargos que se le hacían por parte de Crisp.

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