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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

La princesa de hielo (19 page)

BOOK: La princesa de hielo
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—Soy la madre de Anders Nilsson. ¿Qué es lo que pasa? ¿Adónde se lo llevan?

—Lo siento, pero no puedo darte información. Tendrás que acudir a la comisaría de policía de Tanumshede. Allí lo llevaremos arrestado.

Su corazón se hundía en el abismo según hablaba la agente. En efecto, comprendió que no se trataba, en esta ocasión, de ninguna bronca entre borrachos. Los coches de la policía fueron marchándose uno tras otro. En el último de ellos pudo ver a Anders, sentado entre dos agentes. Su hijo se volvió cuando se alejaron y se quedó mirándola hasta que el vehículo se perdió de vista.

P
atrik vio pasar el coche en el que iba Anders Nilsson en dirección a Tanumshede. La movilización masiva de la policía había sido a su juicio algo exagerada, pero Mellberg quería que hubiera
show
, como así fue. Así, habían reclamado refuerzos de Uddevalla como apoyo en el momento de la detención. Según Patrik, aquello resultó exclusivamente en que, de los seis agentes presentes, cuatro, como mínimo, perdieron el tiempo.

En el aparcamiento había una mujer que seguía la partida de los coches con la mirada.

—Es la madre del autor del delito —aclaró Lena Waltin, ayudante de la policía de Uddevalla, que se había quedado con Patrik para proceder al registro del domicilio de Anders Nilsson.

—Tú deberías saberlo, Lena: no es autor del delito hasta que no se lo haya juzgado y condenado. Hasta ese momento, es tan inocente como todos nosotros.

—Y una mierda. Puedo apostarme el salario de todo un año a que es culpable.

—Sí estás tan segura, bien podrías apostar algo más en lugar de esa miseria.

—Ja, ja, muy gracioso. Bromear con un policía sobre su sueldo denota un humor macabro, mecachis.

Patrik no pudo menos que asentir.

—Cierto, por lo que al salario respecta, no hay grandes esperanzas. ¿Subimos?

Vio que la madre de Anders seguía mirando hacia los coches, pese a que hacía ya un buen rato que los habían perdido de vista. Le daba muchísima pena la mujer y, por un instante, consideró la posibilidad de acercarse a ella y brindarle algunas palabras de consuelo. Pero Lena le dio un tirón del brazo y le señaló el portal con un movimiento de cabeza. Patrik suspiró, se encogió de hombros y la acompañó al interior para ejecutar la orden de registro.

Tantearon la puerta de Anders Nilsson, que no estaba cerrada con llave, de modo que pudieron entrar sin problemas en el vestíbulo. Patrik miró a su alrededor y no pudo ahogar un suspiro, el segundo en tan poco tiempo. El apartamento se encontraba en un estado lamentable y se preguntó cómo conseguirían encontrar algo de valor en aquel desastre. Avanzaron por el vestíbulo pisando botellas vacías e intentando ver desde allí la sala de estar y la cocina.

—¡Joder! —Lena movía la cabeza llena de repugnancia.

Se pusieron unos finos guantes de látex que sacaron del bolsillo. En virtud de un acuerdo tácito, Patrik comenzó por la sala de estar, mientras que Lena se encargaba de la cocina.

La sala de estar de Anders Nilsson le producía una sensación esquizofrénica. Sucia, llena de basura y con una ausencia casi total de muebles y de objetos personales, tenía el aspecto del clásico agujero del drogadicto. Algo que Patrik había visto bastantes veces a lo largo de su vida laboral. No obstante, jamás había estado en ninguna casa de drogadictos cuyas paredes estuviesen recubiertas de obras de arte. Los cuadros estaban colgados tan cerca los unos de los otros que, literalmente, cubrían cada centímetro de pared, desde un metro del suelo hasta el techo. Aquella explosión de color hirió los ojos de Patrik, que tuvo que contener el impulso de cubrírselos con la mano para protegerlos. Eran cuadros de arte abstracto, pintados exclusivamente en colores cálidos. A Patrik le sentó aquella visión como una patada en el estómago. Era una sensación tan física que le costó trabajo mantenerse derecho y tuvo que obligarse a apartar la vista de los cuadros, que parecían querer saltar de las paredes para estrellarse contra él.

Con sumo cuidado, empezó a mirar entre las cosas de Anders. No había mucho. Por un instante, sintió una enorme gratitud por la vida tan privilegiada que él llevaba, en comparación con aquélla. Sus propios problemas se le antojaron de pronto insignificantes. Lo fascinaba que la voluntad de supervivencia del ser humano fuese tan fuerte, pese a que no había allí rastro de la menor calidad de vida; aun así, uno siempre elegía seguir adelante, día tras día, año tras año. ¿Tendría Anders Nilsson algún motivo de alegría en su vida? ¿Experimentaría alguna vez los sentimientos que hacían que mereciese la pena vivir la vida: alegría, esperanza, felicidad, gozo, o serían sus días simples tramos de transporte hasta la próxima parada en el alcohol?

Patrik miró a conciencia todo lo que había en la sala de estar. Tanteó el colchón para comprobar si había algo dentro, sacó los cajones del único mueble que había y miró debajo de cada uno, descolgó los cuadros, uno tras otro, para echar un vistazo por detrás. Nada. Absolutamente nada que despertase su interés. Fue a la cocina para ver si Lena había tenido más suerte.

—¡Menuda pocilga! ¿Cómo coño puede nadie vivir así?

Con una expresión de asco, la colega revisaba el contenido de una bolsa de basura que había vaciado sobre un periódico.

—¿Has encontrado algo interesante? —quiso saber Patrik.

—Sí y no. Unas facturas que había en la basura. El detalle de llamadas de la factura del teléfono puede ser interesante. Por lo demás, sólo parece haber mierda. —Se quitó los guantes de látex, que emitieron un chasquido—. ¿A ti qué te parece? ¿Nos damos por satisfechos por ahora?

Patrik miró el reloj. Llevaban dos horas allí dentro y ya había oscurecido.

—Pues sí, no parece que vayamos a llegar mucho más lejos hoy. ¿Cómo te vas a casa? ¿Necesitas que te lleve?

—No, me traje el coche, así que no hace falta. Pero gracias.

Sintieron un gran alivio cuando abandonaron el apartamento y cerraron la puerta con llave, para no dejarla abierta, como la encontraron.

Cuando salieron al aparcamiento, las farolas estaban encendidas. Mientras estaban dentro, había empezado a nevar levemente, por lo que ambos tuvieron que limpiar la nieve de la luna delantera. Cuando Patrik se dirigía a la estación de servicio OKQ8, sintió de repente que la sensación que lo había estado perturbando todo el día emergía a su conciencia. En la tranquilidad que reinaba mientras conducía, se vio obligado a admitir que había algo anómalo en la detención de Anders Nilsson. No confiaba en que Mellberg hubiese formulado las preguntas adecuadas durante su conversación con los testigos, que había conducido a que detuviesen a Anders para interrogarlo. Quizá fuese conveniente que él mismo revisase el asunto. En medio del cruce, junto a la estación de servicio, tomó una decisión. Giró completamente el volante para cambiar de dirección y, en lugar de doblar hacia Tanumshede siguió recto rumbo al centro de Fjällbacka, con la esperanza de que Dagmar Petrén estuviese en casa.

P
ensaba en las manos de Patrik. Las manos y las muñecas era lo primero en lo que se fijaba en un hombre. En su opinión, las manos podían ser increíblemente sexys. No debían ser pequeñas, pero tampoco de esas manazas grandes como la tapa del retrete. De un tamaño medio y nervudas, sin vello, ágiles y flexibles. Las manos de Patrik eran así, exactamente.

Erica se obligó a dejar de soñar despierta. Era, como mínimo, totalmente infructuoso pensar en algo que, por el momento, no era más que un leve temblor localizado en el estómago. Por otro lado, tampoco estaba segura de cuánto tiempo se quedaría en la región. Si la casa se vendía, nada la retendría allí, mientras que su apartamento de Estocolmo estaría esperándola, al igual que la vida que tenía en la capital con sus amigos. El tiempo que estaba pasando en Fjällbacka no sería más que un breve paréntesis en su vida y, en ese sentido, sería claramente estúpido construir románticos castillos en el aire con un viejo amigo de la infancia.

Contempló el ocaso, que empezaba a extenderse por el horizonte, pese a que no eran más de las tres, y lanzó un profundo suspiro. Se había acurrucado en un amplio jersey de lana que su padre solía ponerse cuando salía al mar y el tiempo estaba frío, y se calentó las manos metiéndolas en las largas mangas que luego enrolló en los extremos. En aquellos momentos, sentía cierta compasión de sí misma. No tenía gran cosa de la que alegrarse estos días. La muerte de Alex, las discusiones por la casa, Lucas, el libro que no avanzaba; todo contribuía al gran peso que sentía en su pecho. Además, era consciente de que aún le quedaban muchas cosas a las que enfrentarse después de la muerte de sus padres, tanto en el plano práctico como en el sentimental. Últimamente no había tenido fuerzas para seguir haciendo limpieza, de modo que la casa estaba llena de cajas de cartón y de bolsas de basura a medio llenar. Y también en su interior quedaban espacios medio vacíos, con cabos sueltos y madejas de sentimientos sin devanar.

Además, se había pasado la tarde reflexionando sobre la escena protagonizada por Dan y Pernilla. Simplemente, no lograba entenderlo. Tantos años hacía que no había ningún tipo de roce entre ella y Pernilla y que todo estaba aclarado entre ellas. O, al menos, eso creía Erica. Pero entonces ¿por qué habría reaccionado Pernilla de aquel modo? Estaba pensando en llamar a Dan, pero no se atrevía, por si era Pernilla quien respondía al teléfono. No se veía capaz de enfrentarse a más conflictos por el momento, así que decidió no seguir pensando en ello, dejarlo por ahora y confiar en que Pernilla se hubiese levantado con el pie equivocado aquella mañana y que todo estuviese resuelto la próxima vez que se vieran. Pese a todo, el asunto seguía atormentándola. No había sido un ataque transitorio por parte de Pernilla, sino algo más profundo. Pero, por más que lo intentaba, le resultaba imposible comprender de qué se trataba.

El retraso con el libro la estresaba muchísimo, de modo que resolvió descargar un poco su conciencia sentándose a escribir un rato. Se sentó, pues, ante el ordenador del despacho y comprendió enseguida que, para poder trabajar, tendría que sacar las manos del calor del jersey. Al principio, iba muy despacio, pero al cabo de un rato, notó que no sólo entraba en calor, sino que iba lanzada. Envidiaba a los escritores que sabían mantener una estricta disciplina en su trabajo. Ella, en cambio, tenía que obligarse a sentarse a escribir cada vez que lo hacía. Y no por pereza, sino por un terror, profundamente arraigado, ante la idea de haber perdido la capacidad creadora desde la vez anterior. El miedo a verse con los dedos sobre el teclado y los ojos clavados en la pantalla y que no sucediese lo más mínimo. Sólo existiría vacío y ausencia de palabras y ella sabría que jamás volvería a poder plasmar una sola frase en el papel. Cada vez que esto no sucedía, sentía un alivio indecible. En esta ocasión, sus dedos volaban sobre el teclado y, en tan sólo una hora, llevaba ya más de dos páginas. Después de haber escrito tres páginas más, consideró que se merecía un premio y que bien podía permitirse dedicarle un tiempo al libro de Alex.

L
a celda le resultaba familiar. No era la primera vez que estaba allí. Noches de borrachera con vomitonas en el suelo de la celda eran el pan de cada día en los peores períodos. Pero esta vez era diferente. Esta vez iba en serio.

Se tumbó de lado en la dura camilla, se acurrucó en posición fetal y apoyó la cabeza en las manos, para evitar la sensación del plástico pegado a la cara. Violentos temblores le sacudían el cuerpo de vez en cuando, como consecuencia de una combinación del frío que hacía en la celda y de la falta de alcohol.

Sólo le habían dicho que era sospechoso del asesinato de Alex. Después, lo metieron a empellones en la celda y le dijeron que esperase allí hasta que fuesen a buscarlo. Pero ¿qué pensaban que podría hacer en aquella sórdida celda, sino esperar? ¿Dar clases de dibujo? Anders sonrió con amargura para sus adentros.

Las ideas iban y venían con dificultad por su cabeza; no había nada en lo que fijar la vista. Las paredes eran de color verde claro y estaban construidas de hormigón, ya desgastado, con grandes manchas grisáceas allí donde la pintura se había descascarillado. Las pintó mentalmente en vivos colores. Una pincelada de rojo por aquí, otra de amarillo por allá. Decididos trazos que no tardaron en engullir el triste y desgastado color verdoso. Para su mirada interior, la habitación no tardó en convertirse en una crujiente cacofonía cromática y, entonces, pudo empezar a centrarse en las ideas.

Alex estaba muerta. No era aquélla una idea de la que pudiese evadirse con un acto de voluntad, sino un hecho insoslayable. Estaba muerta y, con ella, el futuro de Anders.

Pronto vendrían a buscarlo. Tironeando y empujándole con mano dura, burlándose de él, destrozándolo, hasta que tuviesen la verdad desnuda ante sí. No podía detenerlos. Ni siquiera sabía si quería hacerlo. Había tantas cosas de las que ya no estaba seguro. No porque hubiese estado seguro de muchas cosas con anterioridad. Pocas cosas tenían la fuerza suficiente como para atravesar las conciliadoras neblinas del alcohol. Sólo Alex. Sólo la certeza de que ella, en alguna parte, respiraba el mismo aire que él, pensaba los mismos pensamientos, sentía el mismo dolor. Era el único sentimiento con la fuerza suficiente como para pasar inadvertido infiltrándose, reptando, sobrevolando, rodeando las nieblas traidoras que hacían todo lo posible por mantener todos los recuerdos en una misericordiosa oscuridad.

Empezaban a dormírsele las piernas, tumbado como estaba en la camilla, pero decidió obviar las señales que el cuerpo le enviaba y, tozudo, se negó a cambiar de posición. Si se movía, podía perder el control sobre los colores que cubrían las paredes y verse nuevamente mirando aquella fea sordidez.

En contados momentos de claridad, veía todo aquello con cierto humor o, al menos, cierta ironía. El hecho de que él hubiese nacido con una insaciable necesidad de belleza, al tiempo que estaba condenado a una vida de repugnancia y fealdad. Tal vez su destino estuviese ya escrito en las estrellas desde que nació; o tal vez fuese a reescribirse aquel funesto día.

Si tan sólo no hubiera existido ese «si»… Habían sido muchas las ocasiones en que había dirigido su pensamiento en torno a aquel «si». Había jugado con la idea de cómo habría sido su vida, «si…». Quién sabe si no habría tenido una buena vida de hombre honrado, con una familia, un hogar y el arte como fuente de felicidad, en lugar de un manantial de desesperación. Niños jugando en el jardín, ante su estudio, mientras de la cocina le llegaban suculentos aromas. Un idilio a lo Carl Larsson elevado al cuadrado, con irisaciones en rosa en los bordes de la fantasía. Y Alex siempre estaba en medio del cuadro. Siempre en el centro, con él como un satélite en constante movimiento a su alrededor.

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