La princesa de hielo (20 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

BOOK: La princesa de hielo
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Aquellas ensoñaciones le reconfortaban el alma, pero, de repente, la cálida imagen quedaba sustituida por otra más fría, de tonos azulados y gélidos. Conocía bien esta otra imagen. Durante muchas noches, había podido estudiarla con detenimiento, por lo que ahora conocía hasta el más mínimo detalle. La sangre era lo que más lo asustaba. Aquella sustancia roja, en vivo contraste con el azul. La muerte también estaba allí, como siempre. Alerta en los alrededores y frotándose las manos con fruición. La muerte que esperaba que él diese su pincelada, hiciese algo, cualquier cosa. Lo único que él podía hacer era fingir que no la veía, ignorar su presencia, hasta que desapareciera. Y entonces, quizá la imagen recuperase su resplandor rosado. Quizá Alex pudiese volver a sonreírle con aquella sonrisa suya que le destrozaba las entrañas. Pero la muerte era un compañero de demasiados años, como para permitir que lo ignorasen. Hacía ya mucho tiempo que se conocían, aunque su relación no se volvía más agradable con los años. Incluso en los más dulces momentos que él y Alex habían compartido, se había colado la muerte entre ellos, persistente, tenaz.

El silencio de la celda lo tranquilizaba. Oía en la distancia el ruido de la gente en movimiento, pero lo suficientemente lejos como para poder quedar adscritos a otro mundo. Se vio arrancado de sus fantasías al oír cada vez más próximo uno de los ruidos. Eran pasos que avanzaban por el pasillo, directos a su objetivo: la puerta de su celda. Forcejeo con la cerradura antes de que se abriese la puerta y el pequeño y obeso comisario se asomase al interior. Anders bajó las piernas de la camilla, agotado, y puso los pies en el suelo. Hora del interrogatorio. Cuanto antes acabasen, tanto mejor.

L
os moratones habían empezado a palidecer lo suficiente como para poder ocultarlos bajo una buena capa de polvos compactos. Anna observó su rostro en el espejo. Era un rostro estropeado, ajado. Sin el maquillaje, distinguía perfectamente las líneas azuladas bajo la piel. Uno de los ojos estaba aún algo enrojecido. Su rubio cabello había perdido el brillo, parecía sin vida y necesitaba un corte. No había caído en pedir hora en la peluquería, nunca se sentía con la suficiente energía. Invertía todas sus fuerzas en atender las necesidades diarias de los niños y procurar mantenerse en pie ella misma. ¿Cómo había llegado a aquella situación?

Se peinó hacia atrás, con el cabello recogido en una cola de caballo bien tirante, antes de vestirse con esfuerzo, intentando no moverse demasiado para evitar el dolor en las costillas. Él solía poner mucho cuidado en golpearla sólo en aquellos lugares del cuerpo donde las señales quedasen ocultas por la ropa; pero eso era antes. Los últimos seis meses había dejado de ser tan cauto y la había agredido en la cara varias veces.

Pese a todo, lo peor no eran los golpes. Era tener que vivir siempre a la sombra de los azotes, vivir a la espera de la próxima vez, el próximo puñetazo. Su crueldad era terrible, pues él era bien consciente de su miedo y jugaba con él. Alzaba la mano para asestarle un golpe, pero luego la dejaba caer despacio convirtiendo el gesto en una caricia acompañada de una sonrisa. A veces le pegaba sin motivo aparente. Así, sin más. Aunque por lo general, no necesitaba ningún motivo, sino que, en medio de una discusión sobre lo que iban a comprar para la cena o sobre qué programa de televisión iban a ver, el puño de Lucas salía disparado contra su estómago, su cabeza, su espalda, o cualquier otro lugar que se le antojase. Después, sin perder el hilo ni por un instante, seguía con la conversación como si nada hubiese sucedido, mientras ella yacía en el suelo hipando para recuperar la respiración. Era el poder lo que le causaba tanta satisfacción.

La ropa de Lucas estaba esparcida por todos los rincones del dormitorio, así que ella empezó a recogerla despacio, una prenda tras otra, antes de colgarlas en perchas o dejarlas en el cesto de la ropa sucia. Una vez que el dormitorio estuvo de nuevo en perfecto orden, fue a ver qué hacían los niños. Adrian dormía tranquilo, descansando boca arriba con el chupe en la boca. Emma estaba jugando en silencio, sentada en la cama, y Anna se quedó un instante en el umbral, observándola. Se parecía tanto a Lucas. El mismo rostro decidido y duro y los mismos ojos de un azul helado. La misma tozudez.

Emma era una de las razones por las que no podía dejar de amar a Lucas. Dejar de amarlo a él la haría sentirse como si rechazase una parte de Emma. Lucas era una parte de su hija y, por tanto, una parte de ella misma. Además, era un buen padre para sus hijos. Adrian era demasiado pequeño para comprender nada aún, pero Emma adoraba a su padre y Anna no podía robárselo. ¿Cómo podría llevarse a los niños lejos de la mitad de su seguridad en la vida, destruir todo aquello que era familiar e importante para ellos? A cambio procuraba tener la fuerza suficiente por ellos también, para que lograsen salir de aquello. Aunque, al principio no era así. Todo podría volver a ser como antes. Sólo tenía que ser fuerte. Él le había dicho que, en realidad, no quería pegarle, que era por su bien, para que no hiciese lo que, de lo contrario, haría. Si pudiera esforzarse un poco más, ser mejor esposa. Ella no lo comprendía, le decía él. Si lograse dar con aquello que lo hacía feliz, si fuese capaz de hacer las cosas bien, para que él no tuviese que sentirse tan decepcionado a todas horas.

Erica no comprendía nada. Erica, con su independencia y su soledad. Su valor y sus tremendos y agobiantes desvelos por ella. Anna percibía el desprecio en la voz de Erica, lo que la indignaba hasta la locura. ¿Qué sabía ella de la responsabilidad de sacar adelante un matrimonio y una familia? Llevar sobre los hombros una responsabilidad tan inmensa que apenas si le permitía mantenerse en pie. La única persona por la que Erica tenía que preocuparse era ella misma. Su hermana siempre había sido tan sabihonda. Su exagerada preocupación maternal por ella había amenazado con sofocarla en más de una ocasión. Por todas partes la perseguían los ojos inquietos y vigilantes de Erica, cuando ella sólo deseaba que la dejase en paz. ¿Qué más daba que su madre no se hubiese ocupado de ellas? Al menos, habían tenido a su padre. Uno de dos, no era tan mala proporción. La diferencia entre ellas dos era que Anna lo aceptaba, en tanto que Erica se empecinaba en buscar una explicación. Casi siempre, Erica intentaba encontrar la explicación en sí misma. De ahí que siempre se esforzase tanto. Anna, por su parte, había elegido no esforzarse en absoluto. Era más fácil no andar cavilando tanto, seguir la corriente y pasar cada día como se presentase. Por eso abrigaba tanto resentimiento contra Erica. Ella se preocupaba, se implicaba, se deshacía en mimos con ella, y eso hacía mucho más difícil cerrar los ojos a la realidad y a su entorno. Salir de casa de sus padres fue una liberación y después, al conocer a Lucas poco más tarde, creyó que había encontrado al único ser capaz de amarla tal y como era y, ante todo, respetar sus necesidades de libertad.

Sonrió con amargura, mientras retiraba los platos del desayuno de Lucas. A aquellas alturas, apenas si sabía cómo se escribía la palabra libertad. Su vida se reducía a las habitaciones de aquel apartamento. Los niños eran lo único que la animaban a seguir respirando; los niños y la esperanza de que, si encontraba la fórmula adecuada, las palabras mágicas, todo volvería a ser como antes.

Con movimientos morosos, fue poniendo la tapadera al tarro de la mantequilla, puso el queso en una bolsa de plástico, metió los platos en el lavavajillas y limpió la mesa. Cuando todo estaba reluciente, se sentó en una silla de la cocina y miró a su alrededor. Lo único que se oía era el parloteo infantil de Emma que le llegaba desde el dormitorio y, por unos minutos, Anna se permitió el lujo de disfrutar de algo de paz y tranquilidad. La cocina era grande y amplia, en una elegante combinación de madera y acero. No habían escatimado lo más mínimo a la hora de decorar la casa, así que las marcas dominantes eran Philip Starck y Poggenpohl. A Anna le habría gustado una cocina más acogedora, con más muebles, pero cuando se mudaron al precioso piso de cinco habitaciones de Östermalm , tuvo mucho cuidado en no dar su opinión.

Las preocupaciones de Erica con respecto a la casa de Fjällbacka era algo que no tenía fuerzas para afrontar. Anna no podía permitirse el lujo de ser sentimental y el dinero de la casa podría suponer un volver a empezar para Lucas y ella. Sabía que no estaba contento con su trabajo en Suecia y que quería regresar a Londres, donde consideraba que se encontraban el pulso adecuado y las posibilidades de hacer carrera. Estocolmo era para él un remanso, un retroceso en su carrera. Y, aunque ganaba bastante dinero, incluso mucho en su actual puesto, con el que obtuvieran de la casa de Fjällbacka y el que ya tenían ahorrado, podrían adquirir una magnífica vivienda en Londres. Aquello era importante para Lucas y, por tanto, también lo era para ella. Erica se las arreglaría de todos modos. Ella sólo tenía que pensar en sí misma, ella tenía trabajo y un apartamento en Estocolmo y la casa de Fjällbacka sólo sería para ella un lugar de recreo veraniego. El dinero también le vendría bien, los escritores no ganaban mucho y Anna sabía que Erica pasaba temporadas realmente apretadas. En su momento, comprendería que aquello era lo mejor. Para las dos.

Adrian dejó oír su voz chillona en el dormitorio, con lo que el tiempo de descanso tocó a su fin. De todos modos, no tenía sentido pasar el rato lamentándose. Los moratones desaparecerían, como siempre, y mañana sería un nuevo día.

P
atrik se sentía inexplicablemente ágil y subió los peldaños de la escalera de Dagmar Petrén de dos en dos. Aunque, ya en el último piso, se vio obligado a detenerse para respirar un instante, con ambas manos apoyadas en las rodillas. Estaba claro que ya no tenía veinte años. Y desde luego, tampoco los tenía la mujer que le abrió la puerta. No había visto nada tan pequeño y arrugado desde la última vez que abrió una bolsa de ciruelas pasas. Encorvada, con la espalda vencida, la anciana apenas si le llegaba más arriba de la cintura y Patrik temió que se quebrase en pedazos al menor soplo de aire. Sin embargo, los ojos que se alzaban para mirarlo eran claros y despiertos, como los de una jovencita.

—No te quedes ahí resoplando, muchacho. Entra y tómate un café.

Lo sorprendió la potencia de su voz y se sintió de pronto como un escolar, de modo que, obediente, la siguió hacia el interior. Contuvo un fuerte impulso de hacerle una reverencia y avanzó luchando por mantener el paso de caracol necesario para no adelantar a la señora Petrén. Ya al otro lado de la puerta, se paró en seco. En toda su vida había visto tantos enanitos vestidos de Papá Noel. Por todas partes, sobre todas las superficies disponibles, había varias figuras. Enanos grandes, enanos pequeños, enanos jóvenes, enanos viejos, enanos que guiñaban y enanos tristones. Sintió como si el cerebro se acelerase al máximo para procesar todas las impresiones sensoriales que lo impactaban. Se sorprendió a sí mismo con la boca abierta e hizo acopio de toda su voluntad para volver a cerrarla.

—¿Qué le parece, señor? ¿No es hermoso?

Patrik no sabía qué responder y tardó un rato en poder balbucir una respuesta:

—Sin duda. Precioso.

Miró angustiado a la señora Petrén para ver si ella se había percatado de que el tono de su voz no se correspondía exactamente con sus palabras. Ante su asombro, ella dejó escapar una risa traviesa que subrayaba el brillo de sus ojos.

—No se preocupe. Ya entiendo que no es exactamente de su gusto, pero la vejez conlleva sus obligaciones, ¿comprende?

—¿Obligaciones?

—Claro, la gente espera cierta excentricidad para que sigas siendo interesante. De lo contrario, no eres más que una pobre vieja y eso no lo quiere nadie, ¿comprende?

—Pero ¿por qué enanos, precisamente?

Patrik seguía sin comprender mientras la señora Petrén le hablaba como si fuese un niño.

—Pues sí, lo mejor de los enanos vestidos de Papá Noel, ve usted, es que una sólo tiene que sacarlos una vez al año. El resto del año esto está tan despejado como no puede ni imaginar. Además, tiene la ventaja de que, en Navidad, vienen montones de niños a mi casa. Y, para una anciana que no recibe muchas visitas que digamos, es un gozo para el alma que los pequeños vengan deseosos de ver los enanos.

—Pero ¿durante cuánto tiempo los tiene usted expuestos? Después de todo, ahora estamos a mediados de marzo.

—Bueno, empiezo a sacarlos en octubre y luego empiezo a quitarlos hacia el mes de abril. Pero comprenderá usted que me lleva una semana o incluso dos tanto lo uno como lo otro.

A Patrik no le costaba lo más mínimo comprender que le llevase tanto tiempo. Intentó hacer un cálculo aproximado en su cabeza, pero el cerebro no se había recuperado aún de la conmoción del espectáculo y tuvo que dirigirle la pregunta a la señora Petrén.

—¿Y cuántos enanitos tiene usted, señora Petrén?

La anciana no dudó en responder, rápida y pronta:

—Mil cuatrocientos cuarenta y tres. No, perdón, mil cuatrocientos cuarenta y dos. Tuve la mala suerte de romper uno ayer. Y, por cierto, uno de los más bonitos —aseguró apenada la señora Petrén.

Pero no tardó en recobrar el ánimo haciendo que el sol reluciese de nuevo en su mirada. Con una fuerza sorprendente, agarró la manga de la chaqueta de Patrik y prácticamente lo arrastró a la cocina donde, en contraste con la sala de estar, no había un solo enanito. Patrik se alisó discretamente la chaqueta con la sensación de que la mujer lo habría agarrado de la oreja, si hubiese alcanzado.

—Nos sentaremos aquí. Una termina por cansarse de verse siempre rodeada de cientos de enanos. Aquí, en la cocina, están proscritos.

Patrik se sentó en el duro banco de madera, después de que la mujer hubiese rechazado firmemente todos sus ofrecimientos de ayuda con el café. Tras haberse preparado ante la idea de tener que degustar un café aguado, Patrik volvió a quedar boquiabierto por segunda vez en un breve espacio de tiempo, al contemplar la enorme e hipermoderna cafetera de reluciente acero que se alzaba en la encimera de la cocina.

—¿Qué le apetece? ¿Capuchino? ¿Café con leche? ¿Tal vez un expreso doble?… Sí, parece que es lo que necesita.

Patrik no pudo más que asentir mientras que la señora Petrén parecía disfrutar ante su perplejidad.

—¿Qué se esperaba? ¿Una vieja cafetera del 43 y granos de café molidos a mano? Pues no, sólo porque una sea vieja no significa que renuncie a las cosas buenas de la vida. Esto me lo regaló mi hijo por Navidad, hace un par de años, y le aseguro que no para. A veces tengo hasta cola de las mujeres del barrio que vienen a tomarse una taza.

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