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Authors: William Goldman

Tags: #Aventuras

La princesa prometida (23 page)

BOOK: La princesa prometida
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Corrió entonces por el sendero de montaña siguiendo las huellas que sólo él lograba ver. Cuando esas pisadas abandonaron el sendero para internarse en terreno más agreste, las siguió también. Tras él, el conde y todos los soldados hacían lo posible por no perder el ritmo. Los hombres tropezaban, los caballos caían, incluso el conde perdía el equilibrio de vez en cuando. El príncipe Humperdinck no se detuvo ni siquiera una sola vez. Corría con un ritmo mecánico y sostenido; sus piernas como barriles se movían como un metrónomo.

Dos horas después del amanecer, llegó al empinado barranco.

—Qué extraño —le dijo al conde, que lo seguía exhausto.

El conde siguió respirando agitadamente.

—Dos cuerpos cayeron al fondo del barranco y no volvieron a subir.

—Es raro —logró decir el conde.

—No, eso no es lo raro —le corrigió el príncipe—. Está claro que el secuestrador no volvió a ascender porque la subida era demasiado empinada, y por nuestros cañones se enteró de que los estábamos siguiendo de cerca. Tomó la decisión, que yo aplaudo, de sacarnos ventaja huyendo por las estribaciones del barranco.

El conde esperó a que el príncipe continuara.

—Lo raro es que un hombre como el que seguimos, maestro de la esgrima, vencedor de gigantes, experto en el uso del polvo de iocaína, no supiera adonde conduce este barranco.

—¿Y adonde conduce? —inquirió el conde.

—Al Pantano de Fuego —respondió el príncipe Humperdinck.

—Entonces le tenemos —dijo el conde.

—Exactamente.

Uno de los rasgos más conocidos del príncipe era su costumbre de sonreír antes de dar muerte a su presa; en ese momento, su sonrisa resultó bien visible…

En efecto, Westley no tenía la menor idea de que iba directo hacia el Pantano de Fuego. Lo único que supo a ciencia cierta, cuando Buttercup estuvo a su lado, en el fondo del barranco, era que salir de éste tal como había supuesto el príncipe Humperdinck, les habría llevado demasiado tiempo. Lo único que notó Westley fue que las estribaciones del barranco eran de piedra lisa y que se dirigían hacia donde él quería ir. De manera que Buttercup y él huyeron hacia allí, conscientes de que eran seguidos por fuerzas gigantescas que, sin duda, estarían acortando las distancias.

A medida que avanzaban, el barranco se fue haciendo cada vez más escarpado; Westley no tardó en darse cuenta de que si momentos antes hubiera podido ayudarla a ascender, a partir de allí, le sería imposible hacerlo. Había efectuado una elección y no había manera de volverse atrás: adonde fuera que condujese aquel barranco era la meta que se habían impuesto y no había vuelta de hoja.

(En este punto de la historia, mi mujer desea hacer público que se siente tremendamente engañada al habérsele negado la inclusión de la escena de la reconciliación entre los enamorados, que tiene lugar al pie del barranco. Le respondo lo siguiente…):

Soy yo otra vez, y no intento confundir más las cosas, pero debo advertir que el párrafo anterior se debe enteramente a Morgenstern. En la versión no resumida, se refería continuamente a su esposa; comentaba por ejemplo que a ella le encantaba el capítulo que seguía o que consideraba que, en su conjunto, el libro era extraordinariamente brillante. La señora Morgenstern apoyaba siempre a su marido, no como otras esposas que yo conozco (lo siento, Helen), pero la cuestión es la siguiente: eliminé casi todas las intrusiones en las que Morgenstern nos comenta la opinión de su mujer. No me pareció que este recurso añadiera nada al conjunto: además, el hombre no perdía ocasión de alabarse a través de su esposa y, hoy en día, ya sabemos que un exceso de estímulos hace más mal que bien, como podrá corroborar cualquier candidato político derrotado al pagar sus facturas de propaganda electoral. En fin, el motivo por el que he decidido no omitir esta referencia en particular es porque, por primera vez, estoy totalmente de acuerdo con la señora Morgenstern. Considero una injusticia el que no se haya incluido la escena del reencuentro. Por ello decidí escribir una de cosecha propia, para describir lo que, a mi juicio, se dijeron Buttercup y Westley; pero Hiram, mi editor, consideró que con ello me volvía tan injusto como Morgenstern. Si se desea compendiar un libro utilizando el texto escrito por el autor, uno no puede introducir párrafos de cosecha propia. Al menos eso es lo que Hiram opinaba; le dimos muchas vueltas al asunto, y nos pasamos algo así como un mes discutiéndolo, unas veces personalmente, otras por carta y otras por teléfono. Al final, hicimos un pacto: lo que los lectores estáis leyendo en letra redonda es estrictamente lo que Morgenstern escribió. Palabra por palabra. Recortado, sí, pero no cambiado. Aunque logré que Hiram me prometiera que Harcourt imprimiría mi escena —Ballantine acordó lo mismo—, que ocupa tres páginas y es algo genial, y que si algún lector deseaba ver cómo había quedado, podía mandar una carta o una postal a Urban del Rey, de Ballantine Books, 201 East 50th Street, Nueva York, diciendo sencillamente que desea leer la escena del reencuentro. No olvidéis indicar vuestra dirección; os sorprendería comprobar cuánta gente pide cosas y luego se olvida de indicar su dirección. Los editores acordaron hacerse cargo de los gastos de correo, de manera que sólo tendréis que pagar la postal, la carta o lo que fuere. Me sentiría realmente molesto si diese la impresión de que soy el único escritor norteamericano moderno que parece trabajar para una editorial generosa (son todas detestables; lo siento, señor Jovanovich), de modo que permitidme aclarar aquí que el motivo por el que se ofrecieron tan generosamente a pagar esta desmesurada factura de correo es porque están convencidos de que no escribirá ni Dios. De modo que os pido por favor que, si tenéis el más mínimo interés, e incluso si no tenéis interés alguno, escribáis pidiendo la escena del reencuentro. No tenéis que leerla —no os pido eso—, pero me encantaría hacerles gastar unos cuantos dólares a estos genios de la edición, porque he de admitir que en la publicidad de mis libros no invierten demasiado. Permitidme que os repita la dirección, con código postal y todo:

Urban del Rey

Ballantine Books

201 East 50th Street

Nueva York, Nueva York 10022

Sólo tenéis que pedir un ejemplar de la escena del reencuentro. Esto me ha ocupado más de lo previsto, de modo que repetiré el párrafo de Morgenstern que dejé inconcluso, así no perderéis el hilo de la lectura. Cambio y fuera.

(En este punto de la historia, mi mujer desea hacer público que se siente tremendamente engañada al habérsele negado la inclusión de la escena de la reconciliación entre los enamorados, que tiene lugar al pie del barranco. Le respondo lo siguiente): a) Todas las criaturas de Dios, de las inferiores para arriba, tienen derecho a disfrutar de unos momentos de genuina intimidad; b) lo que realmente se dijo, aunque para los interesados fuera bastante conmovedor, igual que la pasta dentífrica, pierde todo sabor al ser trasladado al papel para su posterior lectura: «paloma mía», «amor mío», «dicha, dicha», etcétera; c) desde el punto de vista de la trama, no ocurrió nada importante, porque cada vez que Buttercup decía: «Cuéntame cosas de ti», Westley se apresuraba a interrumpirla diciéndole: «Más tarde, amada mía, ahora no es el momento». No obstante, es justo destacar que: 1) él lloró; 2) los ojos de ella no permanecieron precisamente secos; 3) hubo más de un abrazo; y 4) ambas partes reconocieron que, sin ningún tipo de limitación, se sentían más que contentas de volver a verse. Además, 5) al cabo de un cuarto de hora ya estaban discutiendo. La cosa comenzó de un modo completamente inocente: los dos estaban de rodillas, cara a cara, y Westley sostenía entre sus manos el rostro perfecto de la princesa.

—Cuando te dejé —le susurró él—, eras ya más hermosa de lo que yo osé soñar jamás. En los años que permanecimos separados, mi imaginación hizo lo imposible por mejorar la perfección que recordaba. Por las noches, tu cara aparecía siempre ante mis ojos. Compruebo ahora que aquella visión que me acompañó en mi soledad era la de una vieja fea y arrugada comparada con la belleza que tengo ahora ante mí.

—No hables más de mi belleza —le dijo Buttercup—. Todo el mundo no hace más que comentar lo hermosa que soy. También tengo una mente, Westley. Habla de sus cualidades.

—Lo haré a lo largo de toda la eternidad —repuso—. Pero en estos momentos, no tenemos tiempo.

Se incorporó. La caída por el barranco lo había dejado maltrecho, pero sus huesos sobrevivieron al viaje sin fracturarse. La ayudó a levantarse.

—¿Westley? —dijo entonces Buttercup—. Antes de que me lanzara tras de ti, cuando todavía me encontraba en lo alto del barranco, te oí decir algo, pero no logré distinguir bien tus palabras.

—Lo he olvidado.

—Mentiroso.

Westley le sonrió y le dio un beso en la mejilla.

—No tiene importancia, créeme; a lo ido, olvido.

—No debemos comenzar con secretos.

Lo decía sentidamente. Westley lo adivinó, por eso repuso:

—Confía en mí.

—Confío. Pero repite tus palabras o tendré motivos para no hacerlo.

Westley suspiró.

—Lo que trataba de hacerte entender, dulce amada mía, lo que para ser más exacto te gritaba con todas las fuerzas que me quedaban era: «¡Hagas lo que hagas, quédate allí arriba! ¡No bajes, por favor!».

—No querías verme.

—Claro que quería verte. La cuestión era que no quería verte aquí abajo.

—¿Y por qué no?

—Porque ahora, preciosa mía, nos encontramos más o menos atrapados. No puedo salir de aquí y llevarte conmigo sin emplear casi todo el día. Lo más probable es que pudiera salir yo solo, en cuyo caso no tardaría todo el día, pero si añadimos tu bonito peso, seguramente no será factible.

—Tonterías; escalaste los Acantilados de la Locura, y este barranco no es ni la mitad de empinado.

—Permíteme que te diga que la escalada me dejó un poquitín exhausto. Y después de ese pequeño esfuerzo, me enfrenté con un tipo que sabía algo de esgrima. Y, a continuación, pasé unos momentos felices enzarzado en una lucha con un gigante. A continuación, me enfrenté con un siciliano en una lucha de ingenio que, afortunadamente, acabó con su muerte, pues el más mínimo error habría hundido en tu garganta aquel cuchillo. Y, después, he corrido durante un par de horas hasta quedarme sin aire en los pulmones. Y, después, me empujaron por un barranco de sesenta metros. Estoy cansado, Buttercup. ¿Comprendes lo que significa estar cansado? He estado toda la noche trabajando, a ver si te enteras.

—No soy ninguna tonta.

—Deja ya de alardear.

—Pues deja de ser grosero.

—¿Cuándo fue la última vez que leíste un libro? Di la verdad. No sirven los libros con ilustraciones…, me refiero a los que llevan letra impresa.

Buttercup se alejó de él.

—Hay otras cosas para leer aparte de la letra impresa —repuso—. Además, la princesa de Hammersmith está disgustada contigo y piensa seriamente en marcharse a casa. —Sin añadir una sola palabra más, se lanzó a sus brazos y exclamó—: ¡Oh, Westley! No lo he dicho en serio, te lo juro, no he dicho en serio ni una sola apalabra.

Westley sabía a la perfección que Buttercup había querido decir «ni una sola palabra», pues apalabrar significa convenir de palabra. Pero también sabía reconocer una disculpa cuando la oía. De modo que la estrechó entre sus brazos, cerró los ojos y le susurró:

—Sabía que no era verdad, que no dijiste en serio ni una sola
apalabra
.

Solucionado el altercado, echaron a correr a toda la velocidad que les fue posible por las estribaciones de roca lisa del barranco.

Como era lógico suponer, Westley se dio cuenta mucho antes que Buttercup de que se dirigían hacia el Pantano de Fuego. Quizá fuera por el aroma a azufre que flotaba en la brisa o por el relumbre de una llama amarilla en la lejanía, no logró precisarlo. Pero cuando advirtió lo que iba a ocurrir, comenzó, como quien no quiere la cosa, a buscar la manera de evitarlo. Un rápido vistazo a los empinados costados del barranco hizo que descartara de inmediato la posibilidad de lograr que Buttercup superase la escalada. Se echó al suelo, tal como había hecho cada pocos minutos, para comprobar la velocidad de sus perseguidores. Calculó que se encontrarían a menos de media hora de camino y que les iban sacando más ventaja.

Se puso en pie y corrió con ella, más deprisa, sin malgastar energías en conversaciones. Buttercup no tardaría en enterarse de lo que les esperaba, de modo que Westley decidió combatir el miedo de su amada por todos los medios posibles.

—Me parece que podemos reducir un poco la marcha —le decía, haciéndolo—. Todavía les llevamos bastante ventaja.

Aliviada, Buttercup inspiraba profundamente.

Westley fingía examinar los alrededores y después, le ofrecía su mejor sonrisa.

—Con un poco de suerte —le dijo—, no tardaremos en llegar a salvo al Pantano de Fuego.

Buttercup oyó sus palabras. Pero no le sentaron bien…

Unas cuantas palabras sobre dos temas relacionados: 1) los pantanos de fuego en general, y 2) el Pantano de Fuego de Florin/Guilder, en particular.

1) Está claro que la denominación de pantanos de fuego es completamente incorrecta. Nadie sabe por qué se les ha llamado así, aunque es probable que el efecto pintoresco producido al unir ambos términos sea razón suficiente. En pocas palabras, se trata de unos pantanos con un alto porcentaje de azufre y burbujas de otros gases que estallan continuamente en llamas. Están tapizados de árboles frondosos y gigantescos que proyectan sus sombras sobre el suelo, dándole a los estallidos llameantes un aspecto particularmente espectacular. Dado que están a oscuras, son casi siempre bastante húmedos, por lo que atraen a la típica comunidad de insectos y caimanes, amantes del clima húmedo. En otras palabras, un pantano de fuego no es otra cosa que un pantano, y punto; el resto es filigrana.

2) El Pantano de Fuego de Florin/Guilder tenía y tiene unas características particulares muy extrañas: a) la existencia de Arenas de Nieve, y b) la presencia de RAGS de los que más adelante se aportarán datos. Las Arenas de Nieve se identifican normalmente, de un modo incorrecto, con las arenas relampagueantes. No existe nada más inexacto. Las arenas relampagueantes son húmedas y, en esencia, destruyen ahogando a sus víctimas. Las Arenas de Nieve tienen una consistencia parecidísima a los polvos de talco y destruyen por asfixia.

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