Había tocado al hombre de negro, lo había rozado apenas en la muñeca izquierda. Un arañazo, nada más, pero sangraba.
De inmediato, el hombre de negro se puso en retirada, alejándose de los peñascos, para volver al terreno abierto y llano de la meseta. Íñigo lo siguió, sin molestarse en impedir la retirada de su contrincante; ya tendría tiempo para eso después.
Fue entonces cuando el hombre de negro lanzó su mejor ataque. Lo hizo sin previo aviso, y la velocidad y la fuerza que empleó fueron aterradoras. La hoja de su espada brilló a la luz una y otra vez, y al principio, Íñigo se sentía demasiado encantado como para retroceder. No estaba del todo familiarizado con el estilo del ataque; en gran parte utilizaba el movimiento McBone, aunque con toques de Capo Ferro, y continuó retrocediendo mientras se concentraba en el enemigo, pensando en la mejor manera de parar el ataque.
El hombre de negro siguió avanzando, e Íñigo advirtió que se estaba acercando cada vez más al borde de los Acantilados, pero eso le traía sin cuidado. Lo importante era ser más listo que el enemigo, descubrir sus debilidades, dejar que viviera su momento de júbilo.
De pronto, a medida que se acercaba cada vez más al borde de los Acantilados, Íñigo descubrió el fallo del ataque iniciado por su enemigo; una sencilla maniobra Thibault lo destruiría por completo, pero no quería acabar tan pronto. Dejaría que su contrincante gozara un poco más del triunfo; la vida otorga tan pocos.
Los Acantilados estaban casi a sus espaldas.
Íñigo siguió retrocediendo; el hombre de negro siguió avanzando.
Entonces, Íñigo respondió con el movimiento Thibault.
Y el hombre de negro lo bloqueó.
¡Lo bloqueó!
Íñigo repitió el movimiento Thibault y volvió a fallarle. Pasó a Capo Ferro, probó con el Bonetti y después con el Fabris; desesperado, comenzó un movimiento que sólo había utilizado Sainct dos veces.
¡No funcionaba nada!
El hombre de negro seguía atacando.
Y el borde de los Acantilados estaba ahí cerca.
Íñigo jamás sentía pánico…, pues nunca había estado en situación de sentirlo. Pero tomó rápidamente algunas decisiones ya que no había tiempo para reflexiones profundas, y lo que decidió fue que aunque detrás de los árboles el hombre de negro reaccionaba con lentitud a los embates, y no demasiado bien entre los peñascos, cuando la libertad de movimientos era escasa, en terreno abierto, donde había espacio suficiente, era el terror. Un terror zurdo y con máscara negra.
—Sois excelente —dijo Íñigo.
Uno de sus pies descansaba en el borde del precipicio. Ya no podía seguir retrocediendo.
—Gracias —repuso el hombre de negro—. He trabajado mucho para llegar a esto.
—Sois mejor que yo —reconoció Íñigo.
—Eso parece. Pero si en realidad es así, ¿por qué sonreís?
—Porque sé algo que vos ignoráis —respondió Íñigo.
—¿Qué es? —inquirió el hombre de negro.
—No soy zurdo —respondió Íñigo.
Dicho eso, lanzó la espada para seis dedos hacia la mano derecha y se volvieron las tornas.
El hombre de negro retrocedió ante los embates de la enorme espada. Intentó desplazarse de lado, parar los golpes, huir de alguna manera al destino ya inevitable. Pero no hubo manera. Logró quitar cincuenta golpes; el quincuagésimo primero siguió camino y ahora le sangraba el brazo izquierdo. Logró desviar treinta estocadas de contragolpe, pero la trigésima primera lo venció, y ahora también le sangraba el hombro.
Las heridas todavía no eran graves, pero continuaron produciéndose a medida que se iban moviendo por las piedras, hasta que el hombre de negro se encontró rodeado de árboles, cosa muy mala para él, de manera que huyó ante el ataque furioso de Íñigo, y volvió al espacio abierto. Pero Íñigo siguió avanzando, imparable, y, entonces, el hombre de negro volvió a encontrarse entre los peñascos, cosa que para él era mucho peor que los árboles; lanzó un grito de frustración y prácticamente echó a correr otra vez hacia el espacio abierto.
Pero no había manera de doblegar al fenómeno y, poco a poco, los letales Acantilados volvieron a convertirse en un factor en lucha, sólo que en ese momento era el hombre de negro el que se veía enfrentado a la muerte. Era valiente, fuerte, pero no se doblegó ante las heridas y no suplicó compasión: tras la máscara negra no se adivinaba temor alguno.
—Sois asombroso —gritó, al ver que Íñigo aumentaba la ya cegadora velocidad de sus estocadas.
—Gracias. Mi esfuerzo me ha costado.
Se acercaba el momento de la muerte, Íñigo embistió hacia adelante una y otra vez, y una y otra vez el hombre de negro logró contrarrestar los ataques, pero cada vez le costaba más; la fuerza de las muñecas de Íñigo era inagotable; la furia de sus estocadas fue en aumento y el hombre de negro comenzó a debilitarse.
—No podéis notarlo —le dijo entonces—, porque llevo una capa y una máscara. Pero estoy sonriendo.
—¿Por qué?
—Porque yo tampoco soy zurdo —repuso el hombre de negro.
Y él también cambió la espada de mano; por fin comenzaba la verdadera batalla.
Íñigo comenzó a retroceder.
—¿Quién sois? —gritó.
—Nadie importante. Un amante más de la espada.
—¡Debo saberlo!
—Acostumbraos a la decepción.
Como el rayo, recorrieron la meseta abierta y las dos espadas se tornaron invisibles… ¡Oh, cómo tembló la tierra! ¡Oooh, cómo se estremecieron los cielos! Íñigo estaba perdiendo. Intentó dirigirse hacia los árboles, pero el hombre de negro no se lo permitió. Intentó retroceder hasta los peñascos, pero el hombre de negro le negó ese consuelo.
Por impensable que pareciera, en terreno abierto, el hombre de negro era superior aunque no mucho. Pero en infinidad de pequeños detalles, resultaba de una calidad ligeramente superior. Un poquitín más veloz, mínimamente más fuerte, aunque tampoco mucho.
Pero con eso bastaba.
Se encontraron en el centro de la meseta para el asalto final. Ninguno de los dos hizo concesiones. Aumentó el sonido de metal contra metal. Un estallido final de energía recorrió las venas de Íñigo y realizó los máximos esfuerzos; echó mano de todos los trucos, utilizó cada hora de cada día de todos sus años de experiencia. Pero resultó bloqueado. Por el hombre de negro. Quedó cercado. Por el hombre de negro. Estaba abrumado, sitiado, asediado.
Derrotado.
Por el hombre de negro.
Un golpecito final y la gran espada con empuñadura para seis dedos salió volando de su mano. Íñigo quedó indefenso. Entonces, cayó de rodillas, inclinó la cabeza y cerró los ojos.
—Hacedlo deprisa —dijo.
—Preferiría perder las manos antes que matar a un artista como vos —replicó el hombre de negro—. Sería como destruir a Da Vinci. Sin embargo —y en este punto golpeó a Íñigo en la cabeza con la parte más ancha de su espada—, como tampoco puedo permitir que me sigáis, os ruego que comprendáis que siento por vos el más enorme de los respetos.
Le asestó otro golpe más y el español cayó al suelo desmayado. El hombre de negro se apresuró a atar a Íñigo a un árbol y lo dejó allí, inconsciente e indefenso.
Envainó la espada, buscó el rastro del siciliano, y veloz, se internó en la noche…
—¡Ha derrotado a Íñigo! —exclamó el turco.
Éste no estaba demasiado seguro de si deseaba creérselo o no, pero sí convencido de que se trataba de una triste noticia, porque Íñigo le caía bien. Íñigo era el único que no se reía cuando Fezzik le pedía que jugaran a las rimas.
Avanzaban a toda prisa por el sendero montañoso en dirección a la frontera de Guilder. El sendero era estrecho y estaba sembrado de piedras como bolas de cañón; por lo tanto, al siciliano le costaba sangre, sudor y lágrimas mantener el ritmo. Fezzik transportaba sobre los hombros la ligera carga de Buttercup; la muchacha seguía atada de pies y manos.
—No te he oído, repítemelo —gritó el siciliano.
Fezzik esperó a que el jorobado lo alcanzase.
—¿Lo ves? —inquirió Fezzik señalando a lo lejos. Mucho más abajo, al pie del sendero montañoso, vieron correr al hombre de negro—. Íñigo ha sido derrotado.
—¡Inconcebible! —rugió el siciliano.
Fezzik nunca se atrevía a contrariar al jorobado.
—Soy muy estúpido —dijo Fezzik asintiendo—, Íñigo no ha sido vencido por el hombre de negro, sino todo lo contrario. Y para probarlo, se ha puesto su ropa y también su máscara, sus capuchas y sus botas y, además, ha engordado cuarenta kilos.
El siciliano entrecerró los ojos y observó la silueta que corría.
—Idiota —le espetó al turco—. ¿Después de tantos años eres incapaz de reconocer a Íñigo cuando lo ves? Ése no es Íñigo.
—Es que nunca aprendo —admitió el turco—. Si alguna vez hay algún detalle sobre alguna cosa, puedes estar seguro de que no sabré captarlo.
—Íñigo debe de haber tropezado o le habrá tendido una trampa o lo habrá derrotado de un modo sucio. Es la única explicación concebible.
Concebible, creíble, pensó el gigante. Pero no se atrevió a decirlo en voz alta. Y menos al siciliano. Podría habérselo susurrado a Íñigo, a últimas horas de la noche, pero eso hubiera sido antes de la muerte de Íñigo. También podría haber susurrado: impasible, imposible, infalible. Ésas fueron todas las rimas que acudieron a su mente antes de que el siciliano volviera a hablarle, y eso significaba siempre que él debía prestar la más estricta de las atenciones. No había nada que enfureciera más al jorobado y con tanta rapidez como pescar a Fezzik pensando. Dado que apenas se imaginaba que alguien como Fezzik fuera capaz de pensar, jamás le preguntaba qué tenía en mente, porque le traía sin cuidado. Si se hubiese enterado de que Fezzik hacía rimas, se habría echado a reír y habría encontrado nuevas formas de hacerlo sufrir.
—Desátale los pies —ordenó el siciliano.
Fezzik bajó a la princesa y desató las cuerdas que le ataban las piernas. Luego le frotó los tobillos para que pudiera andar.
El siciliano la agarró de inmediato y tiró de ella.
—Reúnete con nosotros rápidamente —dijo el siciliano.
—¿Alguna orden en especial? —gritó Fezzik, al borde del pánico.
Detestaba que lo dejaran solo de aquel modo.
—Acaba con él, acaba con él. —El siciliano comenzaba a irritarse—. En vista de que Íñigo nos ha fallado, procura tener éxito.
—Pero yo no sé nada de esgrima, no sé cómo utilizar una espada…
—A tu manera.
El siciliano estaba a punto de perder los estribos.
—Ah, sí, bien, a mi manera. Gracias, Vizzini —le dijo Fezzik al jorobado. Y, reuniendo todo su valor, agregó—: Necesito una sugerencia.
—Siempre te jactas de lo bien que entiendes la fuerza, de que ésta te pertenece. Úsala, no me importa cómo. Espéralo ahí detrás —le ordenó señalando hacia una curva pronunciada del sendero montañoso—, y aplástale la cabeza como una cascara de huevo.
Y con un ademán le indicó las piedras del tamaño de bolas de cañón.
—Sí, eso haré —asintió Fezzik. Era fantástico en el lanzamiento de cosas pesadas—. Aunque no me parece un estilo demasiado deportivo, ¿verdad?
El siciliano perdió el control. Era terrible cuando lo hacía. La mayoría de la gente se limita a chillar y a pegar botes. Pero Vizzini era diferente: se quedaba muy, pero muy callado y su voz sonaba como si proviniera de una garganta muerta. Sus ojos se volvían como de fuego.
—Te diré una cosa, y sólo voy a decírtela una sola vez: detén al hombre de negro. Detenlo para siempre. Si fallas, no tendrás excusa; me buscaré otro gigante.
—Por favor, no me abandones —suplicó Fezzik.
—Pues haz lo que te ordeno.
Volvió a coger a Buttercup y, cojeando, subió por el sendero montañoso y se perdió de vista.
Fezzik echó un vistazo hacia abajo y vio la silueta que avanzaba a toda velocidad por el sendero. Todavía quedaba una buena distancia. Contaba con el tiempo suficiente para practicar. Fezzik levantó una piedra del tamaño de una bala de cañón y apuntó hacia una hendidura que había en la montaña, a unos diez metros de donde estaba.
¡Plaf!
Justo en el centro.
Levantó una piedra más grande y la lanzó contra una sombra que había al doble de distancia.
No tan «¡plaf!».
Cuatro centímetros a la derecha.
Fezzik se sintió razonablemente satisfecho. Aunque fallara por cuatro centímetros, la piedra aplastaría igualmente la cabeza si uno apuntaba al centro. Vacilante, buscó a su alrededor y encontró una piedra perfecta para el lanzamiento: le cabía justo en la mano. Luego, se dirigió a la curva pronunciada del sendero y se refugió en la sombra más impenetrable. Inadvertido, y sin decir palabra, esperó pacientemente con su piedra asesina, contando los segundos que faltaban para que el hombre de negro muriera…
Las turcas son famosas por el tamaño de los hijos que paren. El único feliz recién nacido que llegó a pesar más de once kilos al nacer fue fruto de un matrimonio del sur de Turquía. Los registros de los hospitales turcos relacionan un total de once niños que pesaron más de nueve kilos al nacer. Y de otros noventa y cinco más que pesaron entre siete y nueve kilos. Ahora bien, cada uno de estos ciento seis querubines hacía lo que hacen todos los niños al nacer: perder entre doscientos y trescientos gramos, y tardar casi una semana en volver a recuperar peso. Para ser más exactos, ciento cinco de esos niños perdieron peso poco después del nacimiento.
Pero Fezzik, no.
Durante la primera tarde del día de su nacimiento, aumentó casi medio kilo. (Dado que sólo había pesado siete kilos al nacer, y como su madre había dado a luz con dos semanas de anticipación, los médicos no se preocuparon en exceso. «Es porque se te ha adelantado el parto dos semanas», le explicaron a la madre de Fezzik. «Eso lo explica todo». En realidad, no explicaba nada, pero cuando hay algo que despista a los médicos, cosa que ocurre con más frecuencia de la que cualquiera de nosotros pensamos, siempre echan mano de comentarios relacionados con el caso en cuestión y luego agregan: «Eso lo explica todo». O bien: «Pues como en el momento del parto llovía, este sobrepeso no es más que exceso de agua, he aquí la explicación».)
A los seis meses de vida, un bebé sano duplica el peso que tenía al nacer, y al cabo del año, lo triplica. Cuando Fezzik cumplió un año, pesaba treinta y ocho kilos. No era gordo, a ver si me entendéis. Tenía todo el aspecto de un niño fuerte y normal de treinta y ocho kilos. Aunque no tan normal, en realidad. Para contar sólo un año era bastante peludo.