Y, entonces, el turco comenzó a subir. Era una escalada de por lo menos trescientos metros y llevaba a tres personas a cuestas, pero no estaba preocupado. Cuando se trataba de fuerza, nada le preocupaba. Pero cuando se trataba de leer, se le hacía un nudo en el estómago, y si era de escribir, le venían unos sudores fríos, y cuando se mencionaba la palabra suma, o algo peor, una división complicada, cambiaba rápidamente de tema.
Pero la fuerza nunca le había sido enemiga. Podía aguantar la coz de un caballo en pleno pecho sin trastabillar. Podía levantar un saco de harina de cincuenta kilos entre las piernas y abrirlo de un tijeretazo sin ningún problema. En una ocasión había levantado por los aires a un elefante utilizando solamente los músculos de la espalda.
Pero la verdadera fuerza la tenía en los brazos. Jamás, ni en los últimos diez siglos, habían existido brazos iguales a los de Fezzik. (Así se llamaba.) Sus brazos no sólo eran enormes, obedientes y sorprendentemente veloces, sino que además, y es por eso que él nunca se preocupaba, eran incansables. Si alguien le daba un hacha y le pedía que talara un bosque, las piernas le habrían fallado al tener que soportar tanto peso durante un tiempo tan prolongado, o el hacha se hubiera roto debido al castigo que suponía derribar tantos árboles, pero al día siguiente, los brazos de Fezzik estarían tan frescos.
Y así, aunque llevara al siciliano colgado del cuello, a la princesa sobre los hombros y al español en la cintura, Fezzik no sentía de ningún modo que estuvieran abusando de él. En realidad estaba contento, porque sólo cuando se le pedía que empleara sus fuerzas no resultaba una molestia.
Y escaló los Acantilados, hasta encontrarse a doscientos metros por encima del agua; ahora le faltaban otros cien metros.
El siciliano sufría de vértigo a las alturas más que cualquiera de los otros. Todas sus pesadillas, que nunca lo abandonaban cuando dormía, tenían que ver con algún tipo de caída. De modo que aquella tremenda ascensión era para él de lo más difícil, colgado como iba del cuello del gigante. O debió de haber sido de lo más difícil.
Pero él no estaba dispuesto a permitirlo.
Desde el principio, cuando era un crío, al darse cuenta que con su cuerpo deforme jamás habría sido capaz de conquistar el mundo, confió plenamente en su inteligencia. La adiestró, luchó contra ella, la doblegó. De modo que en ese momento, aunque debería haberse puesto a temblar ante aquellos trescientos metros que se adentraban en la noche y parecían aumentar más y más, no lo hizo.
Pensaba en el hombre de negro.
No había manera de que existiera nadie lo bastante veloz como para haberlos seguido. Y, sin embargo, aquella vela negra y henchida había surgido de algún mundo endiablado. ¿Cómo? ¿Cómo? El siciliano azuzó su mente en busca de una respuesta, y sólo logró encontrarse con la derrota. Lleno de frustración, inspiró profundamente y a pesar de sus espantosos temores, miró hacia abajo, hacia la negrura del agua.
El hombre de negro seguía allí, navegando como el rayo hacia los Acantilados. En aquellos momentos, no podía encontrarse a más de quinientos metros de ellos.
—¡Más deprisa! —ordenó el siciliano.
—Lo siento —respondió mansamente el turco—. Creí que ya iba deprisa.
—Holgazán, holgazán —le espoleó el siciliano.
—Jamás mejoraré —repuso el turco, pero sus brazos comenzaron a moverse más deprisa que antes—. No veo muy bien porque tienes los pies aferrados a mi cara —añadió—, ¿podrías decirme, por favor, si ya estamos a mitad de camino?
—Un poco más de la mitad, diría yo —repuso el español desde su posición, agarrado a la cintura del gigante—. Lo estás haciendo muy bien, Fezzik.
—Gracias —respondió el gigante.
—Y él se está acercando a los Acantilados —añadió el español.
No hubo necesidad de preguntar quién era «él».
Ciento ochenta metros. Los brazos continuaron subiendo e izando la carga. Ciento ochenta y seis metros. Ciento noventa y cinco metros. Iba más veloz que nunca. Doscientos diez metros.
—Ha abandonado la barca —anunció el español—. Y está subiendo por nuestra cuerda.
—Ya lo noto —dijo Fezzik—. Siento el peso de su cuerpo en la cuerda.
—¡Jamás nos alcanzará! —gritó el siciliano—. ¡Es inconcebible!
—¡Sigue usando esa palabra! —le espetó el español—. Pero me parece que no significa lo que tú crees.
—¿Cuan deprisa está escalando? —inquirió Fezzik.
—Me tiene asustado —fue la respuesta del español.
El siciliano reunió todo su valor y volvió a mirar hacia abajo.
El hombre de negro parecía volar. Había reducido ya en treinta metros la ventaja que le habían sacado. Quizá más.
—¡Tenía entendido que eras fuerte! —chilló el siciliano—. Creía que eras un gigante poderoso y, sin embargo, él nos está alcanzando.
—Es que yo llevo a tres personas —dijo Fezzik—. Y él no lleva a…
—Las excusas son el refugio de los cobardes —aseveró el siciliano.
Volvió a mirar hacia abajo. El hombre de negro había ascendido otros treinta metros. El siciliano miró hacia arriba. Comenzó a divisar la cima de los Acantilados. Unos cuarenta y cinco metros más y estarían a salvo.
Atada de pies y manos, enferma de terror, Buttercup no estaba segura de qué deseaba que ocurriese. Aunque sí sabía una cosa: que no deseaba volver a vivir nada parecido.
—¡Vuela, Fezzik! —aulló el siciliano—. Faltan treinta metros.
Fezzik voló. Lo apartó todo de su mente, sólo pensó en las cuerdas, los brazos, los dedos. Y sus brazos tiraron y sus dedos se aferraron a la cuerda y ésta se tensó y…
—Ya se encuentra a más de medio camino —anunció el español.
—A medio camino de la muerte —dijo el siciliano—. Nos faltan quince metros para ponernos a salvo, y cuando hayamos alcanzado la cima y desatemos la cuerda…
Soltó una carcajada.
Doce metros.
Fezzik tiraba.
Seis metros.
Tres metros.
Se acabó. Fezzik lo había logrado. Habían alcanzado la cima de los Acantilados; el primero en bajar de un salto fue el siciliano; después el turco bajó a la princesa, y mientras el español se desataba, volvió a mirar hacia abajo.
El hombre de negro se encontraba a menos de noventa metros de la cima.
—Es una pena —dijo el turco, poniéndose al lado del español y mirando hacia abajo—. Un escalador así se merece algo más que… —se interrumpió.
El siciliano había desatado los nudos que sujetaban la cuerda alrededor de un roble. La cuerda pareció adquirir vida propia; era como una colosal serpiente de agua que por fin volvía a casa. Salió serpenteando hacia el borde de los acantilados y con un movimiento en espiral cayó en el canal iluminado por la luna.
El siciliano se desternillaba de risa y no paró hasta que el español dijo:
—Lo ha logrado.
—¿Qué ha logrado? —inquirió el jorobado corriendo a asomarse al borde del acantilado.
—Soltar la cuerda a tiempo —respondió el español—. ¿Lo ves? —dijo señalando hacia abajo.
El hombre de negro colgaba en el aire, aferrado a la pared de roca, a doscientos diez metros por encima del agua.
El siciliano lo contemplaba, fascinado.
—¿Sabes? —dijo—, dado que he realizado un estudio de la muerte y como soy un gran experto en el tema, quizá te interese saber que estará muerto mucho antes de que toque el agua. Lo matará la caída, no el golpe.
El hombre de negro colgaba indefenso en el aire, aferrado a los Acantilados con ambas manos.
—Vaya, somos unos descorteses —dijo entonces el siciliano dirigiéndose a Buttercup—. Estoy seguro de que os gustará ver esto.
Se dirigió hacia ella y la condujo, todavía atada de pies y manos, hasta el borde para que pudiera presenciar la lucha patética del hombre de negro, noventa metros más abajo.
Buttercup cerró los ojos y volvió la cara.
—¿No deberíamos marcharnos? —preguntó el español—. Me pareció que nos dijiste que el tiempo era muy importante.
—Lo es, lo es —asintió el siciliano—. Pero no puedo perderme una muerte como ésa. Podría programar una cada semana y vender entradas. Podría dejar el negocio de los asesinatos y retirarme. Míralo… ¿crees que en estos momentos estará haciendo un balance de toda su vida? Al menos eso dicen los libros.
—Tiene unos brazos muy fuertes —comentó Fezzik—, para poder estar resistiendo tanto tiempo.
—No podrá aguantar mucho más —replicó el siciliano—. No tardará en caer.
En ese preciso instante, el hombre de negro comenzó a escalar. No deprisa, por supuesto. Y no sin un gran esfuerzo. No obstante, no cabía duda de que a pesar de la marcada perpendicularidad de los Acantilados, estaba avanzando hacia arriba.
—¡Inconcebible! —chilló el siciliano.
El español se volvió hacia a él a toda velocidad.
—Deja ya de decir esa palabra. Era inconcebible que nadie nos siguiera, pero cuando nos volvimos para mirar atrás, ahí estaba el hombre negro. Era inconcebible que nadie pudiera navegar tan deprisa como nosotros y, sin embargo, nos dio alcance. Y ahora esto también es inconcebible, pero mira…, mira… —En la oscuridad de la noche, el español señaló hacia abajo—. Fíjate cómo sube.
Efectivamente, el hombre de negro estaba subiendo. De alguna manera, por obra de algún milagro, sus dedos iban encontrando asidero en las grietas, y en esos momentos se hallaba unos cuatro metros más cerca de la cima y más alejado de la muerte.
El siciliano se acercó al español; sus ojos enfurecidos brillaban ante tamaña insubordinación.
—Poseo la mente más aguda que jamás se haya dedicado a propósitos ilegales —dijo—, o sea que cuando yo te digo algo, no es una mera suposición; ¡es un hecho! Y el hecho es que el hombre de negro no nos está siguiendo. Una explicación más lógica sería que es simplemente un marinero con un ligero interés por el alpinismo, y que por pura casualidad se dirige más o menos al mismo sitio que nosotros. En cualquier caso, no podemos arriesgarnos a que nos vea con la princesa; por lo tanto, uno de vosotros deberá eliminarlo.
—¿Lo hago yo? —preguntó el turco.
El siciliano meneó la cabeza.
—No, Fezzik —dijo finalmente—. Necesito tu fuerza para cargar con la muchacha. Levántala ahora mismo y prosigamos nuestro camino. —Se volvió hacia el español y le informó—: Nos dirigiremos directamente hacia la frontera de Guilder. Reúnete con nosotros tan pronto como lo hayas matado.
El español asintió.
El siciliano se alejó cojeando.
El turco levantó a la princesa y se dispuso a seguir al jorobado. Poco antes de perder de vista al español, se volvió y gritó:
—No tardes en reunirte con nosotros.
—¿Acaso he tardado alguna vez? —El español lo saludó con la mano—: Adiós, Fezzik.
—Hasta pronto, Íñigo —respondió el turco, y desapareció de la vista.
Y el español se quedó solo. Se acercó al borde del acantilado y se arrodilló con la gracia veloz que le era característica. Setenta y cinco metros más abajo, el hombre de negro continuaba su doloroso ascenso. Íñigo estaba en el suelo, mirando hacia abajo, e intentaba penetrar la luz de la luna para encontrar el secreto del escalador. El español se pasó un largo rato sin moverse. Era un buen aprendiz, pero no especialmente veloz, de manera que debía aprender. Finalmente advirtió que, de alguna manera, por obra de algún misterio, el hombre de negro cerraba los puños y los metía en la roca utilizándolos de soporte. Después levantaba la mano libre, hasta que encontraba una abertura profunda en la pared del acantilado y, cerrando bien el puño, lo introducía en ella. Cuando encontraba un sitio donde apoyar los pies, lo utilizaba, pero era gracias a los puños bien cerrados que estaba escalando.
Íñigo se quedó maravillado. Aquel hombre de negro era un aventurero realmente extraordinario. Ya se había acercado lo bastante como para que Íñigo lograse ver que el hombre iba enmascarado y que una capucha negra le cubría todo menos las facciones. ¿Otro forajido? Tal vez. Entonces, ¿por qué debían luchar y para qué? Íñigo sacudió la cabeza. Era una pena que un tipo así tuviera que morir, pero él había recibido unas órdenes, y no le quedaba más solución que obedecer. A veces le disgustaban las órdenes del siciliano, pero ¿qué podía hacer? Sin el cerebro del siciliano, él, Íñigo, jamás sería capaz de enfrentarse a trabajos de ese calibre. El siciliano era un maestro de la planificación. Íñigo era un hombre del momento. El siciliano le había dicho que lo matara, o sea que para qué perder el tiempo en compadecerse del hombre de negro. Algún día, alguien mataría a Íñigo, y el mundo no se pararía para lamentarlo.
Se incorporó de un rápido salto; su cuerpo fino como una cuchilla estaba preparado para la acción. Pero, el hombre de negro se encontraba todavía a muchos metros de la cima. No le quedaba otra cosa que esperar, Íñigo detestaba esperar. De manera que para que la espera fuese más agradable, desenvainó su grande y único amor: la espada con empuñadura para seis dedos.
Cómo bailaba bajo la luz de la luna. Qué gloriosa y genuina. Íñigo se la llevó a los labios y con todo el fervor de su gran corazón español, besó el metal…
En las montañas de la España Central, en lo alto de las colinas que se yerguen en los alrededores de Toledo, se encontraba la aldea de Arabella. Era muy pequeña y el aire estaba siempre límpido. Eran las únicas cualidades de Arabella: unos aires estupendos que permitían ver a kilómetros de distancia.
Pero no había trabajo, los perros invadían las calles y nunca había suficiente comida. El aire, aunque limpio, era demasiado caliente durante el día y helado por la noche. En cuanto a la vida personal de Íñigo, siempre estaba un poco hambriento, no tenía hermanos, pues su madre había muerto al dar a luz.
Era fantásticamente feliz.
Por su padre, Domingo Montoya era un hombre excéntrico, impaciente, distraído, de aspecto cómico, que nunca sonreía.
Íñigo lo adoraba profundamente. No preguntéis por qué. En realidad no existía ni una sola razón que pudiera señalarse. Ah, probablemente Domingo correspondía al afecto de su hijo, pero el amor comprende muchas cosas y ninguna de ellas tiene lógica.
Domingo Montoya era espadero. Si alguien quería una espada fabulosa, ¿iba a ver a Domingo Montoya? Si alguien quería una obra de artesanía, genial y equilibrada, ¿iba a las montañas que se alzaban detrás de Toledo? Si alguien quería una obra maestra, una espada que perdurara a través de los tiempos, ¿dirigía sus pasos hacia Arabella?