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Authors: William Goldman

Tags: #Aventuras

La princesa prometida (12 page)

BOOK: La princesa prometida
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—Cierto —reconoció el conde—. Si lo preferís, regresemos sin más demora a la ciudad de Florin.

—Ya que hemos venido hasta tan lejos —dijo el príncipe—, podríamos… —Su voz se apagó—. Me quedo con ella —logró decir finalmente, cuando un poco más abajo vio pasar a Buttercup montada en su caballo.

—Creo que nadie se mofará —dijo el conde.

—Debo cortejarla ahora mismo —sentenció el príncipe—. Dejadnos un momento a solas.

Con mano experta hizo que su caballo blanco descendiera la colina.

Buttercup nunca había visto una bestia tan gigantesca. Ni un jinete como aquél.

—Soy tu príncipe y te casarás conmigo —le dijo Humperdinck.

—Soy vuestra sierva y me niego —susurró Buttercup.

—Soy tu príncipe y no puedes negarte.

—Soy vuestra sierva fiel y acabo de hacerlo.

—Negarte significa la muerte.

—Matadme entonces.

—Soy tu príncipe y no soy tan malvado…, ¿cómo es posible que prefieras morir antes que casarte conmigo?

—Porque el matrimonio supone que se ha de amar, y el amor no es un pasatiempo en el que yo destaque. Lo intenté una vez y acabó mal, y he jurado que jamás amaría a otro.

—¿Amor? —dijo el príncipe Humperdinck—. ¿Quién ha hablado de amor? Yo, no, te lo aseguro. Verás, el trono de Florin debe contar siempre con heredero. Y ése soy yo. Cuando muera mi padre, no habrá heredero, sólo un rey. Ése soy yo otra vez. Cuando eso ocurra, me casaré y tendré descendencia hasta que nazca un varón. O sea que te quedan dos alternativas, casarte conmigo y convertirte en la mujer más rica y más poderosa en miles de kilómetros a la redonda, y regalar pavos para Navidad y darme un hijo varón, o bien, puedes morir de terribles dolores en un futuro muy cercano. Decídete.

—Nunca os amaré.

—Aunque me dieras tu amor, no lo querría.

—Entonces, no faltaba más, casémonos.

4
LOS PREPARATIVOS

No me enteré de la existencia de este capítulo hasta que comencé la versión de las «partes buenas». Llegado a este punto, mi padre se limitaba a decir: «En fin, que entre una cosa y la otra, transcurrieron tres años». Y a continuación me explicaba cómo llegó el día en que Buttercup fue presentada oficialmente al mundo como la futura reina, y cómo la Gran Plaza de la ciudad de Florin estaba llena a rebosar como nunca antes; todos esperaban su presentación, y entonces, pasaba directamente a la terrible descripción del rapto.

¿Me creeréis si os digo que en la versión original de Morgenstern éste es el capítulo más largo de todo el libro?

Quince páginas para explicar por qué Humperdinck no se puede casar con la plebeya, o sea que venga discutir y pelear con los nobles, para acabar convirtiendo a Buttercup en princesa de Hammersmith, que era aquel pequeño puñado de tierra anexo al último confín de las posesiones del rey Lotharon.

Entonces, el taumaturgo comenzó a mejorar la salud del rey Lotharon, y siguen dieciocho páginas en las que se describen las curaciones. (Morgenstern odiaba a los médicos, y dejó testimonio de su amargura cuando proscribieron de Florin a los taumaturgos impidiéndoles ejercer.)

Y setenta y dos páginas —contadlas bien—, setenta y dos páginas para describir la educación de una princesa. Sigue a Buttercup día a día, mes a mes, en su aprendizaje de todas las normas de etiqueta, de cómo se sirve el té, de cómo dirigirse a un nabab y cosas por el estilo. Todo ello narrado en una vena satírica, naturalmente, porque Morgenstern odiaba a la realeza mucho más de la que odiaba a los médicos.

Pero desde el punto de vista narrativo, en estas ciento cinco páginas, no pasa nada. Salvo esto: «En fin, que entre una cosa y la otra, transcurrieron tres años».

5
EL ANUNCIO

La Gran Plaza de la ciudad de Florin estaba llena a rebosar como nunca antes; la gente esperaba la presentación de Buttercup de Hammersmith, futura esposa del príncipe Humperdinck. La multitud había comenzado a reunirse unas cuarenta horas antes, pero hasta veinticuatro horas antes, todavía había menos de mil personas. A medida que el momento de la presentación se fue acercando, la gente comenzó a llegar de todos los confines del país. Ninguno había visto nunca a la princesa, pero los rumores acerca de su belleza eran continuos y cada uno de ellos era menos posible que el anterior.

Hacia mediodía, el príncipe Humperdinck apareció en el balcón del castillo de su padre y levantó los brazos. La multitud, que ya había adquirido unas proporciones peligrosas, se acalló lentamente. Corrían diferentes rumores acerca de la salud del rey; unos decían que se moría, otros que ya había muerto, algunos que llevaba muerto mucho tiempo, y otros que estaba perfectamente.

—Pueblo mío, amados míos, de quienes obtenemos nuestra fuerza, hoy es un día de regocijo. Como habréis oído ya, la salud de mi honorable padre no es lo que era. Aunque claro, con noventa y siete años, ¿qué más se puede pedir? Sabréis también que Florin necesita un heredero varón.

La multitud comenzó a agitarse; tenía que ser aquella dama de la que tanto habían oído hablar.

—Dentro de tres meses, conmemoraremos el quingentésimo aniversario de nuestro país. Para celebrarlo, al caer la noche de ese día, tomaré por esposa a la princesa Buttercup de Hammersmith. Aún no la conocéis. Pero la conoceréis ahora.

Hizo un amplio ademán y las puertas del balcón se abrieron de par en par; Buttercup salió y se colocó a su lado, en el balcón.

Y la multitud se quedó literalmente boquiabierta.

La princesa de veintiún años superaba dos veces a la enlutada niña de dieciocho. Los defectos habían desaparecido de su figura, el codo demasiado huesudo se había rellenado de carne a la perfección, y la muñeca regordeta del otro brazo no podía haber sido más esbelta. Su pelo, que en otras épocas fuera del color del otoño, seguía siendo del mismo color, pero así como antes ella misma se lo arreglaba, ahora tenía permanentemente a su disposición cinco peluqueros que se ocupaban de todo. (Esto ocurrió mucho después de que existieran los peluqueros; en realidad, desde que existen las mujeres existen los peluqueros, el primero de los cuales fue Adán, aunque los estudiosos de la vida del rey Jacobo hagan lo imposible por enturbiar este asunto.) Su piel seguía siendo como la nata helada, pero ahora, con dos doncellas dedicadas a cada apéndice, y cuatro al resto de su cuerpo, en ciertos aspectos, esa piel parecía darle un brillo suave, que se movía al hacerlo ella.

El príncipe Humperdinck tomó la mano de la princesa, la levantó en el aire y la multitud vitoreó.

—Ya basta, no debemos arriesgarnos a un período de exposición excesivo —dijo el príncipe, y se dispuso a entrar en el castillo.

—Algunos han estado esperando durante mucho tiempo —replicó Buttercup—. Me gustaría caminar entre ellos.

—No acostumbramos a caminar entre plebeyos a menos que sea inevitable —le recordó el príncipe.

—En mis tiempos, conocía más de un plebeyo —repuso Buttercup—. Creo que no me harán daño.

Dicho lo cual, abandonó el balcón y un momento más tarde, reapareció en la amplia escalinata del castillo; completamente sola, comenzó a bajar hacia la multitud con los brazos abiertos.

Dondequiera que se dirigiese, la gente le abría paso. Cruzó una y otra vez la Gran Plaza y todo el mundo se apartaba para dejarla pasar. Buttercup continuó avanzando lentamente y sonriendo, sola, como un mesías.

La mayor parte de los allí presentes no olvidarían jamás aquel día. Por supuesto que ninguno de ellos había estado nunca tan cerca de la perfección, y la gran mayoría la adoró al instante. Sin lugar a dudas, había algunos que, aunque admitieran que era muy agradable, se reservaban el juicio respecto de sus cualidades como reina. Y también existían algunos otros que estaban francamente celosos. Muy pocos la odiaban.

Sólo tres planeaban asesinarla.

Buttercup, naturalmente, era ajena a todo esto. Sonreía, y cuando algunos querían tocarle el vestido, pues bien, también los dejaba hacer. Había estudiado mucho para actuar regiamente, y deseaba con fervor tener éxito, de modo que se mantuvo erguida y con una sonrisa gentil en los labios, y si alguien le hubiese dicho que su muerte estaba tan próxima se habría echado a reír.

Pero…

… en la esquina más alejada de la Gran Plaza…

… en el edificio más alto del reino…

… en la oscuridad de la sombra más oscura…

… esperaba el hombre de negro.

Sus botas eran negras y de cuero. Sus pantalones eran negros, y negra su camisa. Su máscara era negra, más negra que el plumaje del cuervo. Pero más negro que todo eso eran sus ojos brillantes.

Brillantes, crueles y letales…

Después de su triunfo, Buttercup se sentía algo más que fatigada. El toqueteo de la multitud la había dejado exhausta, por eso descansó un poco y, después, hacia media tarde, vistió sus ropas de montar y salió en busca de
Caballo
. Aquél era el único aspecto de su vida que no había cambiado en los años precedentes. Le seguía gustando cabalgar y, cada tarde, hiciera o no buen tiempo, cabalgaba sola durante varias horas por los páramos que se extendían más allá del castillo.

Era en esas ocasiones cuando conseguía sus mejores reflexiones.

Aunque estas reflexiones no eran de las que ensanchan horizontes. Aun así, se decía Buttercup, tampoco era tonta, y mientras se reservara sus reflexiones, bueno, ¿qué daño podía causar?

Y mientras cabalgaba por bosques y arroyos y brezales, su cerebro era un torbellino. La caminata entre las multitudes la había conmovido de un modo extraño. Porque aunque llevaba ya tres años sin hacer nada más que adiestrarse para convertirse en princesa y después en reina, aquél era el primer día en que comprendía verdaderamente que aquello se convertiría pronto en una realidad.

«Pero Humperdinck no me gusta —pensó—. No es que lo odie ni nada por el estilo. Es que nunca le veo, porque o no está o está jugando en el Zoo de la Muerte».

Al modo de entender de Buttercup existían dos problemas principales:

1) ¿estaba mal casarse sin gustarse?, y 2) en ese caso, ¿sería demasiado tarde para hacer algo al respecto?

Mientras cabalgaba, y siempre a su modo de ver, las respuestas eran: 1) no, 2) sí.

No estaba mal casarse con alguien que no le gustara, pero tampoco estaba bien. Si todo el mundo lo hacía, la cosa no sería tan estupenda, pues todo el mundo gritaría a todo el mundo a medida que los años pasaran. Pero estaba claro que no todo el mundo lo hacía; o sea que más valía olvidarse de aquello. La respuesta a 2) era incluso más fácil: había dado su palabra de que iba a casarse y eso tenía que bastar. Si bien era cierto que él le había dicho sinceramente que si ella se negaba habría tenido que mandarla matar para mantener el respeto por la corona en su justo nivel; no obstante, si ella lo hubiera querido, habría podido decir que no.

Desde que se había convertido en aprendiza de princesa todos le habían dicho que era, con toda probabilidad, la mujer más hermosa del mundo. Y ahora se iba a convertir además en la más rica y poderosa.

«No esperes demasiado de la vida —se dijo Buttercup mientras seguía cabalgando—. Aprende a conformarte con lo que tienes».

Comenzaba a oscurecer cuando Buttercup alcanzó la cima de la colina. Se encontraba a una media hora de camino del castillo, y ya llevaba cabalgando las tres cuartas partes de su paseo diario. De pronto refrenó a
Caballo
porque, a lo lejos, de pie en la oscuridad, se encontraba el trío más extraño que jamás viera.

El hombre que iba al frente era moreno, siciliano quizá, con un rostro muy dulce, casi angelical. Tenía una pierna algo más corta que la otra y un asomo de joroba, pero avanzó hacia ella con velocidad y agilidad sorprendentes. Los otros dos continuaron inmóviles en su sitio. El segundo, también moreno, probablemente español, iba tan erguido y era tan delgado como la hoja de acero de la espada que llevaba colgada del costado. El tercero, bigotudo, tal vez turco, era con mucho el ser humano más corpulento que había visto en su vida.

—¿Puedo hablaros? —inquirió el siciliano, levantando los brazos.

Su sonrisa era más angelical que su rostro.

—Habla —repuso Buttercup, deteniéndose.

—No somos más que unos pobres artistas circenses —le explicó el siciliano—. Oscurece y nos hemos perdido. Nos han dicho que por aquí cerca hay una aldea que podría gozar quizá de nuestras habilidades.

—Te han informado mal —le dijo Buttercup—. No hay ninguna aldea en varios kilómetros a la redonda.

—Entonces nadie os oirá gritar —replicó el siciliano, y le saltó encima con pasmosa agilidad.

Y eso fue todo lo que Buttercup logró recordar después. Quizá gritó, pero si lo hizo fue más por el pánico que por otra cosa, porque lo cierto es que no sintió dolor alguno. Las manos del siciliano tocaron con pericia ciertas zonas del cuello de Buttercup y en seguida perdió el sentido.

La despertó el chapoteo del agua.

Estaba envuelta en una manta y el turco gigantesco la depositaba en el fondo de una barca. Hubo un momento en que se dispuso a hablar, pero después, cuando ellos comenzaron a conversar, creyó que sería más conveniente escuchar. Después de haber escuchado durante unos instantes, notó que le resultaba cada vez más difícil oír lo que decían debido a los tremendos latidos de su corazón.

—Pienso que deberías matarla ahora —dijo el turco.

—Cuanto menos pienses, más feliz me sentiré —repuso el siciliano.

Se oyó el rasgar de una tela.

—¿Qué es eso? —inquirió el español.

—Lo mismo que dejé atado a la silla de la dama —replicó el siciliano—. Tela del uniforme de un oficial de Guilder.

—Sigo pensando que… —comenzó a decir el turco.

—Deben encontrarla muerta en la frontera guilderiana o no nos pagarán el resto de lo pactado. ¿Te ha quedado claro?

—Es que me siento mejor cuando sé lo que está pasando, es todo —balbuceó el turco—. Todo el mundo se cree que soy estúpido porque soy grande y fuerte y porque a veces babeo un poco cuando me entusiasmo.

—El motivo por el que todo el mundo cree que eres estúpido —le dijo el siciliano— radica en que eres estúpido. No tiene nada que ver con el hecho de que babees.

Se oyó el aletear de una vela.

—Agachad las cabezas —les advirtió el español, y la barca comenzó a moverse—. Tengo la impresión de que al pueblo de Florin no le sentará nada bien su muerte. Se ha hecho querer.

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