Cuando Buttercup cumplió diez años, la mujer más hermosa vivía en Bengala y era hija de un próspero mercader de té. La muchacha se llamaba Aluthra, y su piel era de una morena perfección que hacía ochenta años no se veía en la India. (En toda la India sólo ha habido once cutis perfectos desde que comenzara a llevarse un registro detallado.) Aluthra cumplió diecinueve el año en que la plaga de viruela se abatió sobre Bengala. La muchacha sobrevivió, aunque no su piel.
Cuando Buttercup cumplió los quince, Adela Terrell, de Sussex on the Thames, era, con mucho, la criatura más hermosa. Adela tenía veinte años, y hasta aquel momento le llevaba tanta ventaja al resto del mundo que era casi seguro que sería la más hermosa por muchos, muchos años. Pero un buen día, uno de sus pretendientes (tendría unos ciento cuatro) exclamó que Adela debía de ser sin lugar a dudas el ser más ideal jamás engendrado. Esa noche, a solas en su alcoba, se examinó poro a poro en el espejo. (Esto fue después de que inventaran los espejos.) La inspección le llevó casi hasta el amanecer, pero para entonces ya tenía claro que el joven había emitido una apreciación más que correcta: era perfecta, aunque ella no había tenido nada que ver en eso.
Mientras se paseaba por la rosaleda familiar y contemplaba cómo salía el sol, se sintió más feliz que nunca. «No sólo soy perfecta —se dijo—, sino que probablemente seré la primera persona perfecta de toda la historia del universo. No hay ninguna parte de mí que pueda mejorarse. ¡Qué afortunada soy de ser perfecta y rica y pretendida y sensible y joven y…!».
¿Joven?
La bruma comenzaba a disiparse cuando Adela se puso a meditar. «Está claro que siempre seré sensible —pensó—, y que siempre seré rica, pero no sé qué haré para mantenerme siempre joven. Y cuando no sea joven, ¿cómo podré seguir siendo perfecta? Y si no soy perfecta, pues… ¿qué me quedará? ¿Qué?». Adela frunció el ceño mientras cavilaba desesperadamente. Era la primera vez en la vida que se veía obligada a fruncir el ceño, y cuando cayó en la cuenta de lo que acababa de hacer, Adela se quedó sin aliento, horrorizada ante la idea de haberse estropeado, quizá para siempre, la hermosa frente. Se precipitó otra vez delante del espejo y se pasó la mañana ante él, y aunque logró convencerse de que continuaba siendo casi tan perfecta como de costumbre, no cabía ninguna duda de que ya no era tan feliz como antes.
La preocupación había comenzado.
Al cabo de dos semanas, aparecieron las primeras marcas; las primeras arrugas tardaron un mes, y antes de que promediara el año, las tenía a montones. Se casó al poco tiempo, con el mismo hombre que la tildara de sublime, y durante muchos años le dio una vida infernal.
Obviamente, a los quince años, Buttercup no tenía ni idea de todo esto. Y si la hubiera tenido, le habría resultado completamente insondable. ¿Cómo podía importarle a nadie si era o no la mujer más hermosa del mundo? ¿Qué diferencia podía existir si sólo se era la tercera mujer más hermosa? O la sexta. (Por aquella época, Buttercup no llegaba a ocupar posiciones tan elevadas, y apenas se encontraba entre las veinte principales, y eso si sólo se tenía en cuenta su potencial, y no las atenciones especiales que le dedicaba a su propia persona. Detestaba lavarse la cara, especialmente la zona de detrás de las orejas, estaba harta de peinarse y lo hacía lo menos posible. Lo que le gustaba hacer en realidad, lo que prefería por encima de cualquier otra cosa, era montar su caballo y burlarse del mozo de labranza.)
El caballo se llamaba
Caballo
(Buttercup nunca tuvo una imaginación desbordante) y acudía a su llamada, iba a donde ella lo dirigiese, hacía todo lo que ella le mandaba. El mozo de labranza también hacía lo que ella le mandaba. Era ya un muchacho, pero había comenzado a trabajar para el padre de Buttercup al quedar huérfano a temprana edad, y ella siempre se había dirigido a él del mismo modo. «Muchacho, alcánzame eso»; «Alcánzame aquello, muchacho…, date prisa, holgazán, muévete o se lo diré a mi padre».
«Como desees».
Era lo único que le contestaba. «Como desees». «Alcánzame eso, muchacho». «Como desees». «Sécame esto, muchacho». «Como desees». Vivía en una choza, cerca de los animales y, según la madre de Buttercup, la mantenía limpia. Incluso leía cuando tenía velas.
—En mi testamento, le dejaré un acre a ese muchacho —le gustaba decir al padre de Buttercup. (Por aquella época tenían acres.)
—Lo echarás a perder —le contestaba siempre la madre de Buttercup.
—Hace años que trabaja como un esclavo, y el trabajo esforzado debe recompensarse.
Entonces, en lugar de seguir con la discusión (por aquella época también discutían), los dos se volvían contra su hija.
—No te has bañado —le decía el padre.
—Sí me he bañado —respondía Buttercup.
—Pero no con agua —proseguía el padre—. Hueles como un semental.
—He estado cabalgando todo el día —le explicaba Buttercup.
—Has de bañarte, Buttercup —añadía la madre—. A los muchachos no les gusta que las chicas huelan a establo.
—¡Oh, los muchachos! —exclamaba Buttercup—. ¿Qué me importan a mí los muchachos?
Caballo
me quiere y con esto tengo más que suficiente, gracias.
Lanzaba su discurso en voz alta y con una cierta frecuencia.
Pero, le gustara o no, habían comenzado a ocurrir ciertas cosas.
Poco después de cumplir los dieciséis, Buttercup cayó en la cuenta de que las muchachas de la aldea llevaban más de un mes sin dirigirle la palabra. Nunca había intimado demasiado con las muchachas, de manera que aquel cambio no le resultó demasiado marcado, pero lo cierto era que antes, cuando cabalgaba por la aldea o por los senderos de los carros, la saludaban con inclinaciones de cabeza. Pero ahora, por ninguna razón en particular, nada. Apartaban rápidamente la mirada cuando ella se les aproximaba, y nada más. Una mañana, Buttercup logró abordar a Cornelia en la herrería e indagó acerca del motivo de aquel silencio.
—Después de lo que has hecho, creí que tendrías la cortesía de no preguntarlo —le contestó Cornelia.
—¿Y qué he hecho?
—¿Cómo que qué has hecho? Nos los has robado.
Dicho lo cual, Cornelia echó a correr. Pero Buttercup lo comprendió, comprendió a quiénes se refería.
A los muchachos.
A los muchachos de la aldea.
A esos obtusos esos cabeza de chorlito esos mentecatos esos ligeros de cascos esos aburridos esos simplones esos lelos esos estúpidos de los muchachos.
¿Cómo podían acusarla a ella de robárselos? ¿Por qué iba nadie a quererlos? Para lo único que servían era para incomodar, fastidiar e importunar.
«Buttercup, ¿quieres que te cepille el caballo? «No, gracias, ya lo hace mi mozo de labranza». «Buttercup, ¿puedo salir a cabalgar contigo?». «No, gracias, me divierto más yo sola». «Crees que nadie te llega ni a la punta del zapato, ¿no es así, Buttercup?». «No, no lo creo. Lo único que ocurre es que me gusta cabalgar sola».
A lo largo de su decimosexto año de vida, incluso este tipo de conversaciones provocaban tartamudeos y sonrojos y, con un poco de suerte, algún comentario sobre el tiempo. «Buttercup, ¿crees que lloverá?». «No lo creo, el cielo está despejado». «Pero puede que llueva». «Supongo que sí». «Crees que nadie te llega ni a la punta del zapato, ¿no es así, Buttercup?». «No, lo único que creo es que no va a llover, eso es todo».
Por las noches, en bastantes ocasiones, se congregaban en la oscuridad, no lejos de su ventana, para reírse de ella. Buttercup no les hacía caso. Con frecuencia, las risas daban paso al insulto. Ella no les prestaba atención. Si se excedían en sus pullas, el mozo de labranza se encargaba de ellos; salía sigilosamente de su choza, les propinaba una paliza a unos cuantos, y todos huían despavoridos. Buttercup nunca olvidaba darle las gracias por su ayuda. «Como desees». Eso era todo lo que le contestaba.
Cuando estaba a punto de cumplir los diecisiete, llegó a la aldea un hombre en un carruaje, y la observó pasar en el caballo cuando iba a comprar provisiones. Seguía allí espiando cuando ella regresó. No le prestó atención, y lo cierto era que aquel hombre no tenía ninguna importancia en sí. Pero señaló el momento crucial. Otros hombres se habían desviado mucho de su camino para poder verla; otros hombres habían llegado incluso a cabalgar durante leguas para poder gozar de ese privilegio, igual que había hecho este hombre. Pero lo importante de este acontecimiento radicaba en que éste era el primer hombre rico que se había molestado en hacerlo, el primer noble. Y fue este mismo hombre, cuyo nombre se perdió en la niebla de los tiempos, quien mencionó al conde la existencia de Buttercup.
El reino de Florin se extendía entre lo que es hoy Suecia y Alemania. (Esto ocurrió antes de que se formara Europa.) En teoría, era gobernado por el rey Lotharon y su segunda esposa, la reina. Pero, en realidad, el rey apenas se tenía en pie, rara vez lograba distinguir el día de la noche, y se pasaba prácticamente todo el día balbuceando. Era muy anciano; hacía mucho tiempo que todos los órganos de su cuerpo le habían traicionado, y gran parte de las decisiones importantes que tomaba con respecto a Florin tenían ciertos visos de arbitrariedad que preocupaban a muchos de los más destacados ciudadanos.
De hecho, quien gobernaba era el príncipe Humperdinck. Si hubiera existido Europa, él habría sido el hombre más poderoso de ese continente. Pero a pesar de eso y tal como estaban las cosas, a miles de kilómetros a la redonda no había nadie que deseara meterse con él.
El único confidente del príncipe Humperdinck era el conde. Éste se apellidaba Rugen, pero a nadie le hacía falta utilizarlo, pues era el único conde del reino, y el título se lo había conferido el príncipe hacía un tiempo, como regalo de cumpleaños, hecho que, como era natural, tuvo lugar durante una de las fiestas de la condesa.
La condesa era considerablemente más joven que su esposo. Todos sus trajes venían de París (esto ocurrió después de que existiera París), y tenía un gusto exquisito. (Esto ocurrió después de que se inventara el buen gusto, pero muy poco después. Y como era algo tan nuevo, y dado que la condesa era la única dama en todo Florin que lo poseía, ¿es de extrañar que fuera la primera dama del reino?) Con el tiempo, su pasión por las telas y los afeites la obligó a residir de forma permanente en París, donde dirigió el único salón de belleza de renombre internacional.
Aunque de momento se entretenía con dormir envuelta en sedas, comer en vajilla de oro y ser la única mujer más temida y admirada de la historia florinesa. Si tenía defectos en la figura, sus trajes los ocultaban; si su cara era algo menos que divina, resultaba difícil notarlo una vez que había acabado de aplicarse los afeites. (Esto ocurrió antes de que existiera el encanto, pero de no haber sido por damas como la condesa, jamás habría habido necesidad de inventarlo.)
En suma, que los Rugen eran la pareja de la semana de Florin y lo habían sido durante muchos años…
Éste soy yo. Todos los comentarios de compilación y de otro tipo irán en cursiva, para que lo sepáis. Al principio, cuando dije que nunca había leído este libro, era verdad. Me lo leyó mi padre, y al hacer la compilación, me limité a ojearlo velozmente, taché capítulos enteros y dejé lo demás tal como figuraba en la obra original de Morgenstern.
El presente capítulo ha sido reproducido completamente intacto. Y esta información mía no es más que para comentar la forma en que Morgenstern utilizaba los paréntesis. La revisora de Harcourt no hacía más que llenar los márgenes de las galeradas con preguntas como ésta: «¿Cómo es posible que haya ocurrido antes de que existiera Europa pero después de que existiera París?». Y «¿Cómo es posible que esto ocurra antes del encanto cuando el encanto es un concepto antiguo? Véase el término
glamer
en el Oxford English Dictionary». Y más adelante: «Me estoy volviendo loca. ¿Qué puedo hacer con tantos paréntesis? ¿Cuándo se desarrolla la historia que se cuenta en este libro? No entiendo nada. ¡¡¡Socooooorroooooo!!!». Denise, la revisora, ha corregido todos mis libros desde
Boys and Girls Together y
en sus notas al margen, nunca se había mostrado tan emotiva conmigo
.
No pude ayudarla.
Una de dos, o Morgenstern hacía esos comentarios en serio, o no los hacía en serio. O tal vez algunos los hacía en serio y otros no. Pero nunca dijo cuáles de ellos iban en serio. O tal vez fuera un recurso estilístico que el autor utilizaba para decirle al lector que «esto no es real; jamás ocurrió». Es lo que yo pienso, a pesar del hecho de que si uno rastrea en la historia de Florin, se dará cuenta de que ocurrió realmente. Me refiero a los hechos porque nadie podrá decir nada sobre las motivaciones mismas. Lo único que puedo sugeriros es que no leáis los paréntesis si os molestan.
—Deprisa…, deprisa…, ven.
El padre de Buttercup estaba en su casa, mirando por la ventana.
—¿Por qué?
La que preguntaba era la madre. Cuando se trataba de obedecer, nunca hacía concesiones.
El padre señaló veloz con el dedo y le dijo:
—Mira…
—Pues mira tú, ya sabes cómo hacerlo.
Los padres de Buttercup no eran lo que se dice un matrimonio feliz. Cada uno de ellos no soñaba con otra cosa que abandonar al otro.
El padre de Buttercup se encogió de hombros y se dirigió a la ventana.
—¡Aaaah! —exclamó al cabo de un rato. Y poco después, añadió—: ¡Aaaah!
La madre de Buttercup levantó brevemente la vista del guisado.
—¡Cuánta riqueza! —exclamó el padre de Buttercup—. Es gloriosa.
La madre de Buttercup vaciló, y luego dejó la cuchara del guisado. (Esto fue después de que se inventara la cuchara del guisado, aunque todo se inventó después del guisado. Cuando el primer hombre salió arrastrándose del fango y construyó su primera casa en tierra firme, esa noche, lo primero que cenó fue un guisado.)
—El corazón se sobrecoge ante tanta magnificencia —masculló en voz muy alta el padre de Buttercup.
—¿De qué se trata exactamente, gordito? —exigió saber la madre de Buttercup.
—Pues mira tú, ya sabes cómo hacerlo —fue todo lo que contestó.
(Ésta era la trigésima tercera disputa del día —y ocurrió mucho después de que se inventaran las disputas— y ella le ganaba por veinte a trece, pero el hombre había recuperado mucho terreno desde el almuerzo, cuando el marcador se encontraba en diecisiete a dos.)