—Os he reunido aquí —comenzó a decir el príncipe—, porque es posible que exista otra conjura contra mi amada. Os nombro a cada uno de vosotros su protector personal. Quiero que veinticuatro horas antes de mi boda, el Barrio de los Ladrones quede vacío, y que cada uno de sus habitantes esté en la cárcel. Sólo entonces descansaré tranquilo. Caballeros, os lo ruego: si consideráis esta misión como un asunto del corazón, sé que no fallaréis.
Dicho lo cual, giró en redondo y, seguido del conde, salió del patio dejando a Yellin al mando.
El asedio del Barrio de los Ladrones comenzó de inmediato. Yellin trabajó con ahínco día tras día, pero el Barrio de los Ladrones era bastante extenso; así pues, había mucho por hacer. La mayoría de los criminales ya habían pasado por redadas injustas e ilegales, de modo que ofrecieron poca resistencia. Sabían que las cárceles no contaban con celdas suficientes para todos, así que si aquello representaba unos cuantos días de encierro, ¿qué importancia tenía?
Sin embargo, existía otro grupo de criminales, aquellos que sabían que la captura, debido a sus actuaciones pasadas, significaba la muerte; por lo tanto, éstos, sin excepción, se resistieron. En general, gracias a un diestro manejo de la Brigada Brutal, Yellin logró controlar a tan malvados personajes.
Pero, cuando aún faltaban treinta y seis horas para la boda, en el Barrio de los Ladrones quedaban todavía una media docena de guaridas por controlar. Yellin se levantó al amanecer y, cansado y confundido —ni uno solo de los criminales capturados parecía provenir de Guilder—, reunió a los mejores hombres de la Brigada Brutal y los condujo al Barrio de los Ladrones para llevar a cabo lo que debía ser la incursión final.
Yellin se dirigió directamente a la Taberna de Falkbridge, aunque antes envió a todos los Brutos a realizar diversas tareas, reservándose dos de ellos, uno silencioso y otro ruidoso, para sus propias necesidades. Llamó a la puerta de Falkbridge y esperó. Falkbridge era, con mucho, el hombre más poderoso del Barrio de los Ladrones. Al parecer, era dueño de medio barrio y no existía un solo delito, por grave que fuera, en el que él no tuviese algún tipo de participación. Siempre se salvaba de ser arrestado, y todo el mundo creía que Falkbridge debía estar sobornando a alguien. Yellin también lo sabía, pues cada mes, lloviera o tronase, Falkbridge se presentaba en la casa de Yellin y le entregaba una bolsa llena de dinero.
—¿Quién es? —gritó Falkbridge desde el interior de la taberna.
—El Encargado del Cumplimiento de las Leyes de la ciudad de Florin, acompañado de los Brutos —repuso Yellin.
La exactitud era una de sus virtudes.
—Ah. —Falkbridge abrió la puerta. Para ser un personaje poderoso tenía un aspecto poco imponente, pues era bajito y regordete—. Pasad.
Yellin entró, dejó a los dos Brutos en el portal y les ordenó:
—Preparaos y sed rápidos.
—Eh, Yellin, que soy yo —le dijo Falkbridge en voz baja.
—Ya lo sé, ya lo sé —repuso Yellin también en voz baja—. Te ruego que me hagas un favor, prepárate.
—Finge que ya lo he hecho. Me quedaré en la taberna, te lo juro. Tengo comida suficiente; nadie se enterará jamás.
—El príncipe es despiadado —le dijo Yellin—. Si permito que te quedes y me descubre, será mi fin.
—Me he pasado veinte años pagándote para no ir a la cárcel. Te has hecho rico, de modo que no tengo por qué ir a la cárcel. ¿De qué me sirve pagarte si no obtengo ninguna ventaja a cambio?
—Te compensaré. Te conseguiré la mejor celda de la ciudad de Florin. ¿No confías en mí?
—¿Cómo puedo confiar en un hombre a quien pago durante veinte años para no ser encarcelado y que de la noche a la mañana, ante un poco de presión extra, me dice que debo ir a la cárcel? Pues no voy.
—¡Vosotros! —gritó Yellin señalando al ruidoso.
El Bruto echó a correr hacia él.
—Mete a este hombre en el carro, deprisa —le ordenó Yellin.
Falkbridge quería explicarse cuando el ruidoso le asestó un golpe en el cuello.
—¡No tan fuerte! —le gritó Yellin.
El ruidoso levantó a Falkbridge e intentó sacudirle el polvo de la ropa.
—¿Está vivo? —inquirió Yellin.
—Es que no sabía que queríais que lo llevara vivo al carro; pensé que sólo queríais que estuviera en el carro, respirase o no, de modo que…
—Ya basta —lo interrumpió Yellin. Y, molesto, salió de la taberna mientras el ruidoso cargaba con Falkbridge—. ¿Están todos, pues? —preguntó Yellin cuando vio aparecer carros tirados por diversos Brutos que abandonaban el Barrio de los Ladrones.
—Creo que todavía queda el espadachín del brandy —contestó el ruidoso—. Ayer trataron de sacarlo, pero…
—No puedo perder el tiempo con un borracho; soy un hombre importante. Vosotros dos, sacadlo de aquí ahora mismo; ¡llevaos el carro y daos prisa! Este barrio ha de ser clausurado y debe quedar vacío a la puesta del sol o el príncipe se pondrá furioso conmigo, y no me gusta nada que el príncipe se enfurezca conmigo.
—Ya vamos, ya vamos —dijo el ruidoso, y se alejó a toda prisa, dejando que el silencioso tirase del carro donde iba Falkbridge—. Ayer algunos de los hombres del grupo normal trataron de sacar al espadachín, pero parece que es bastante diestro con el acero y les dio mucho trabajo, aunque creo que tengo un truco que funcionará.
El silencioso lo seguía de cerca, tirando del carro. Doblaron una esquina y desde la esquina siguiente, una especie de balbuceo beodo se fue haciendo cada vez más audible.
—Me estoy aburriendo, Vizzini —se oyó decir desde la esquina—. Tres meses es mucho esperar, sobre todo para un español apasionado. —Y en voz mucho más alta agregó—: Y yo soy muy apasionado, Vizzini, y tú no eres más que un siciliano lerdo. De modo que si dentro de tres meses no estás aquí, no quiero tener nada más que ver contigo. ¿Me has oído? ¡Se acabó! —Y en su voz más baja agregó—: No lo he dicho en serio, Vizzini, adoro mi sucio pórtico, tómate el tiempo que necesites…
El Bruto ruidoso aminoró la marcha.
—Se pasa todo el día hablando así; no le hagas caso y lleva el carro a donde no lo vea. —El silencioso empujó el carro casi hasta la esquina y allí lo detuvo—. Quédate junto al carro —le ordenó el ruidoso, y luego, agregó susurrando—: Ahí va mi truco. —Dicho esto dobló la esquina y miró fijamente al tipo delgaducho aferrado a la botella de brandy y tirado en el pórtico—. ¡Eh, amigo! —llamó el ruidoso.
—No me moveré, o sea que guárdate tu «¡eh, amigo!» —le dijo el bebedor de brandy.
—Escúchame, por favor, me ha enviado el príncipe Humperdinck en persona, pues necesita diversión. Mañana se celebra el quingentésimo aniversario de nuestro país, y los doce mejores saltimbanquis, espadachines y artistas están compitiendo en este mismo instante. Los dos más hábiles se enfrentarán personalmente mañana en presencia de los contrayentes. Y ahora te explicaré por qué estoy aquí. Ayer, algunos de mis amigos intentaron arrestarte y, según me dijeron más tarde, te resististe haciendo gala de un soberbio manejo de la espada. Por eso, si tú quisieras, sería capaz de realizar un gran sacrificio personal y te conduciría a la competición de esgrima donde, si eres tan bueno como me han dicho, podrías tener el honor de entretener a la pareja real. ¿Crees que podrías ganar?
—Con los ojos cerrados.
—Entonces date prisa que aún queda tiempo de inscribirse.
El español logró ponerse de pie. Desenvainó la espada y la blandió haciéndola brillar bajo la luz de la mañana.
El ruidoso retrocedió rápidamente unos cuantos pasos y dijo:
—No hay tiempo que perder; acompáñame ahora mismo.
Fue entonces cuando el borracho se puso a gritar:
—Espero… a… Vizzini…
—Mini.
—No… soy… mini…, sólo… cumplo… con… la regla…
—Arregla.
—Yo no arreglo… nada… ¿No entiendes que…? —Su voz se apagó por un momento mientras procuraba fijar la vista. Luego, en voz baja, preguntó—: ¿Fezzik?
El silencioso, que se encontraba detrás del ruidoso, repuso:
—¿Quién lo dicik?
Íñigo salió de su pórtico intentando desesperadamente luchar contra los sopores del alcohol para poder fijar bien la vista.
—¿Dicik? ¿Se trata de una broma?
—Paloma —repuso el silencioso.
Íñigo lanzó un grito, y avanzó tambaleándose:
—¡Fezzik, eres tú!
—¡Tururú! —exclamó el gigante; tendió la mano, agarró a Íñigo justo antes de que se desplomara, y lo enderezó.
—Aguántalo así —le dijo el Bruto ruidoso, y avanzó veloz con el brazo derecho en alto, como había hecho con Falkbridge.
¡P
A
A
A
F!
Fezzik lanzó al Bruto ruidoso al interior del carro, junto a Falkbridge, los cubrió a ambos con una manta sobada y volvió rápidamente junto a Íñigo, al que había dejado apoyado contra la pared de un edificio.
—No sabes cómo me alegro de verte —le dijo entonces Fezzik.
—Yo también…, yo también…, pero… —la voz de Íñigo fue perdiendo más y más fuerza—. Estoy demasiado débil para sorpresas.
Éstas fueron las últimas palabras que logró pronunciar antes de desmayarse a causa de la fatiga, el brandy, la falta de comida, de sueño y muchas otras cosas más, ninguna de ellas demasiado nutritivas.
Fezzik lo levantó con un brazo, mientras que con el otro agarraba el carro, y regresó a la casa de Falkbridge. Entró a Íñigo y lo llevó al piso de arriba, donde lo depositó sobre el lecho de plumas de Falkbridge; luego, tirando del carro, se dirigió a toda prisa a la entrada del Barrio de los Ladrones. Se aseguró bien de que la manta sobada cubriera a las dos víctimas, y en el momento de llegar a la entrada, la Brigada Brutal efectuaba un recuento de las botas de los detenidos. El total les cuadraba, y a las once de la mañana, el amurallado y extremo Barrio de los Ladrones quedó oficialmente vacío y cerrado a cal y canto.
Relevado del servicio activo, Fezzik bordeó la muralla hasta llegar a un lugar tranquilo donde se puso a esperar. Estaba solo. Para él las murallas nunca habían constituido un problema, no mientras los brazos le respondieran; escaló aquella muralla rápidamente y a toda prisa recorrió las calles silenciosas hasta llegar a la casa de Falkbridge. Preparó un poco de té, lo llevó arriba, y obligó a Íñigo a bebérselo. Al cabo de unos instantes, Íñigo parpadeaba por su propia voluntad.
—Cómo me alegro de verte —le dijo entonces Fezzik.
—Yo también, yo también —admitió Íñigo—. Lamento haberme desmayado, pero durante tres meses no he hecho más que esperar a Vizzini y beber brandy, y la sorpresa de verte fue…, bueno…, fue demasiado para soportarla con el estómago vacío. Pero ya estoy mejor.
—Bien —dijo Fezzik—. Vizzini ha muerto.
—¿Que Vizzini ha qué? ¿Dices que ha muerto…, que Vizz…? —entonces volvió a desmayarse.
Fezzik comenzó a reprenderse a sí mismo.
—Estúpido, si hay un modo correcto y otro incorrecto de hacer las cosas, lo más seguro es que escojas el primero como el más perfecto; bufón, bufón, vuelve al principio sin más dilación.
Fezzik se sintió como un verdadero idiota porque, después de meses de no acordarse, en aquel momento que ya no le servía de nada recordar la regla, se acordaba de ella. Bajó la escalera a toda prisa, preparó más té, buscó unas galletas y miel, volvió a subir y le dio de comer a Íñigo.
Cuando Íñigo parpadeó, Fezzik le dijo:
—Descansa.
—Gracias, amigo mío; no más desmayos.
Cerró los ojos y durmió durante una hora.
Fezzik se puso a trabajar en la cocina de Falkbridge. No sabía cómo hacer un guiso de verdad, pero sabía cómo calentar y enfriar alimentos, y además sabía distinguir por el olor la carne buena de la podrida, de manera que no le resultó demasiado difícil conseguir algo parecido al rosbif y otra cosa que podría haber pasado por una patata.
El inesperado olorcillo a comida caliente reanimó a Íñigo y, mientras seguía tendido en la cama, se fue comiendo hasta el último bocado que Fezzik le metía en la boca.
—No sabía que estuviera en tan mal estado —comentó Íñigo sin dejar de masticar.
—¡Chist!, ya te pondrás bien —le dijo Fezzik mientras cortaba otro trozo de carne y se lo metía en la boca.
Íñigo lo masticó con cuidado y se lo tragó.
—Primero vas y apareces tú, y luego, como broche final, lo de Vizzini. Fue demasiado para mí.
—Habría sido demasiado para cualquiera; descansa.
Fezzik se disponía a cortar otro trozo de carne.
—Me siento como un crío, igual de indefenso —dijo Íñigo mientras aceptaba el siguiente bocado y empezaba a masticar.
—Cuando caiga el sol estarás tan fuerte como siempre —le prometió Fezzik, preparando el siguiente trozo de carne—. El hombre de los seis dedos se llama conde Rugen y está aquí mismo, en la ciudad de Florin.
—Interesante —logró decir Íñigo, esta vez antes de desmayarse.
Fezzik contempló la silueta inerte desde su altura.
—Cómo me alegro de que estés aquí —dijo—. Ha pasado tanto tiempo y tengo tantas noticias.
Íñigo se quedó allí tendido.
Fezzik se dirigió a toda prisa a la bañera de Falkbridge, le puso el tapón y al cabo de un rato logró llenarla con agua humeante. Fue en busca de Íñigo y lo mantuvo bajo el agua con una mano, mientras que con la otra le tapaba la boca. Cuando el español comenzaba a eliminar el brandy a través del sudor, Fezzik vació la bañera y la llenó de nuevo, pero con agua helada, volvió a meter a Íñigo, y cuando el agua comenzó a calentarse un poco, llenó otra vez la bañera con agua humeante e introdujo a Íñigo hasta que el brandy comenzó a salirle por los poros, y así siguió, hora tras hora, pasando del calor al frío helado y al calor humeante, y después preparó té y tostadas y un poco más de agua hirviente y más agua helada, y después siguió una siesta y después más tostadas y menos té, pero el más largo de los baños humeantes y esta vez ya no quedaba mucho brandy por eliminar, y luego siguió un último baño en agua helada y después dos horas de sueño, hasta que, a media tarde, los dos se encontraron sentados en la cocina de Falkbridge, en la planta baja, y entonces, por fin, por primera vez en tres meses, los ojos de Íñigo casi brillaban. Le temblaban las manos, eso sí, pero no de un modo del todo perceptible, y tal vez el Íñigo de antes del brandy habría superado a éste en una hora de esgrima pura. Pero en el mundo no había muchos maestros que hubieran sido capaces de aguantar cinco minutos seguidos.