La princesa prometida (28 page)

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Authors: William Goldman

Tags: #Aventuras

BOOK: La princesa prometida
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La noche siguiente soñó que daba a luz a su primer hijo y que éste era una niña, una niñita hermosa, y Buttercup decía: «Siento que no fuera niño. Sé que necesitabas un heredero». Y Humperdinck le respondía: «Querida mía, no te preocupes por eso; fíjate qué maravillosa criatura nos ha dado Dios». Entonces se marchaba y Buttercup acercaba a la niña a su pecho perfecto, y la niña decía: «Tu leche está agria». Y Buttercup le contestaba: «Lo siento». Y la pequeña le replicaba: «Siempre sabes qué hacer, siempre sabes exactamente qué debes hacer, siempre haces exactamente lo que te conviene a ti, y al resto del mundo que lo parta un rayo». Buttercup le preguntaba entonces: «¿Te refieres a Westley?». Y la niña le contestaba: «Claro que me refiero a Westley». Entonces Buttercup le explicaba pacientemente: «Es que creí que había muerto; y le había dado mi palabra a tu padre». La niña sentenciaba: «Pues ahora me muero; la tuya es una leche sin amor. Tu leche me ha matado». Entonces la niña se ponía rígida, se partía y se convertía en polvo seco entre sus manos, y Buttercup se ponía a gritar sin parar, e incluso cuando volvía a estar despierta y aún faltaban cincuenta y nueve días para la boda, seguía gritando.

La tercera pesadilla llegó rauda a la noche siguiente y en ella aparecía un recién nacido, aunque en esta ocasión era un niño, un niño fuerte y maravilloso. Entonces Humperdinck le decía: «Amada mía, ha sido niño». Y Buttercup replicaba: «Gracias a Dios no te he fallado». Entonces el príncipe se marchaba y Buttercup le gritaba: «¿Puedo ver a mi hijo ahora?». Y todos los médicos corrían de un lado para otro ante la alcoba real, pero nadie le traía al niño. «¿Acaso hay algún problema?» preguntaba Buttercup, y el médico jefe le contestaba: «No logro entenderlo, pero la criatura no quiere veros». Entonces Buttercup decía: «Contadle que soy su madre y que además soy la reina y que ordeno que venga a verme». Entonces su hijo se presentaba ante ella; era un bebé tan precioso como el que más. «Cerradla», ordenó Buttercup, y los médicos cerraron la puerta. El bebé se quedó en un rincón, tan alejado de la cama de su madre como le fue posible. «Acércate, cariño», le dijo Buttercup. «¿Por qué? ¿Es que quieres matarme a mí también?». «Soy tu madre y te quiero, ven aquí; nunca he matado a nadie». «Has matado a Westley, ¿acaso no le viste la cara en el Pantano de Fuego, cuando te marchaste y lo dejaste solo? A eso llamo yo matar». «Cuando crezcas, entenderás las cosas, y ahora no pienso repetírtelo… Ven aquí». «Asesina —le gritaba el bebé—. ¡Asesina!». Para entonces ya había saltado de la cama, lo estrechaba entre sus brazos y le decía: «Cállate ya, cállate ahora mismo: te quiero». Y el crío le decía: «Tu amor es como el veneno: mata». Entonces el bebé moría entre sus brazos, y ella se echaba a llorar. E incluso cuando volvía a estar despierta y aún faltaban cincuenta y ocho días para la boda, seguía llorando.

A la noche siguiente, no quiso dormir. Se dedicó a caminar, a leer, a coser y a beber una taza tras otra de té humeante de las Indias. Estaba enferma de cansancio, por supuesto, pero era tal el pavor que sentía por lo que pudiera llegar a soñar que prefería soportar despierta todo tipo de incomodidades antes que saber lo que le depararían los sueños; al amanecer su madre estaba preñada…, no, algo más que preñada, tenía un hijo, y mientras Buttercup permanecía en un rincón de la habitación, presenciaba su propio nacimiento y cómo su padre se quedaba boquiabierto ante su belleza, igual que su madre; la comadrona era la primera en demostrar su preocupación. La comadrona era una mujer dulce, conocida en toda la aldea por su amor a los niños, y entonces decía: «Veo… problemas…». El padre de Buttercup preguntaba: «¿Qué problemas? ¿Dónde has visto una belleza igual?». Entonces la comadrona le respondía: «¿Es que no comprendes por qué le han dado semejante belleza? Porque no tiene corazón; mira, escucha: la niña está viva, pero el corazón no le late», y entonces acercaba el pecho de la criatura a la oreja del padre y el padre no podía hacer otra cosa que asentir y decir: «Debemos encontrar un taumaturgo que logre meterle un corazón ahí dentro». Pero la comadrona la replicaba: «Creo que no estaría bien; he oído hablar de otras criaturas como ésta, las despiadadas, las sin corazón. A medida que van creciendo se hacen más y más hermosas, y tras de sí no dejan más que un rastro de cuerpos rotos y almas destrozadas. Las criaturas sin corazón son portadoras de angustias, por eso te aconsejo que, dado que todavía sois jóvenes, tengáis otro hijo, un hijo diferente, para poder deshaceros de ésta; aunque claro está, la decisión es vuestra». Entonces el padre le decía a la madre: «¿Y bien?». Y la madre le contestaba: «Dado que la comadrona es la persona más amable de la aldea, no cabe duda de que tiene que saber reconocer un monstruo cuando lo ve; acabemos de una vez». Entonces los padres de Buttercup cogían al bebé por el cuello y éste comenzaba a boquear. Incluso cuando Buttercup volvió a estar despierta, y amanecía, y aún faltaban cincuenta y siete días para la boda, no pudo dejar de boquear.

A partir de aquel momento, las pesadillas se volvieron realmente aterradoras.

Una noche, cuando aún faltaban cincuenta días, Buttercup llamó a la puerta de la alcoba del príncipe Humperdinck. Entró cuando éste así se lo ordenó.

—Veo que hay problemas —le dijo él—. Parecéis muy enferma.

Y era la verdad. Seguía siendo hermosa, pero estaba claro que no se encontraba bien.

Buttercup no sabía exactamente cómo empezar.

Él la hizo sentar en una silla. Le dio agua. Buttercup la bebió a sorbitos, con la mirada perdida. Él dejó el vaso a un lado.

—Cuando vos queráis, princesa —le dijo él.

—Veréis —comenzó a decir Buttercup—. En el Pantano de Fuego he cometido el peor error de mi vida. Amo a Westley. Siempre lo he amado. Y parece que siempre le amaré. Cuando vos vinisteis a buscarme, no lo sabía. Por favor, creed lo que os voy a decir: cuando me dijisteis que debía casarme con vos o enfrentarme a la muerte, os pedí que me matarais. Lo dije en serio. Como en serio os digo que si me pedís que me case con vos dentro de cincuenta días, mañana mismo estaré muerta.

El príncipe se quedó literalmente pasmado.

Al cabo de un largo instante, se arrodilló junto a la silla de Buttercup y con su voz más suave, comenzó a hablar:

—Reconozco que cuando nos comprometimos, no había amor. Fue una decisión tanto mía como vuestra, aunque la idea fuera vuestra. Pero en este último mes de recepciones y festejos debéis de haber notado que mi actitud se ha entibiado un poco.

—Es cierto. Os habéis mostrado dulce y noble a la vez.

—Gracias. Después de lo que os he dicho, espero que apreciéis lo difícil que me resulta confesaros lo que sigue: preferiría morir antes que haceros infeliz impidiendo que os casarais con el hombre que amáis.

Buttercup estuvo a punto de llorar de gratitud.

—Os bendeciré todos los días de mi existencia por vuestra bondad. —Se puso en pie y agregó—: Entonces está decidido. Nuestra boda queda cancelada.

Él también se puso en pie y le dijo:

—Excepto por un pequeño detalle.

—¿Cuál?

—¿Habéis considerado la posibilidad de que él ya no quiera casarse con vos?

Hasta ese momento, no la había considerado.

—Lamento recordaros que en el Pantano de Fuego no os mostrasteis demasiado amable con las emociones de Westley. Perdonadme que os lo recuerde, amada mía, pero fuisteis vos quien lo dejó en la estacada, por decirlo de alguna manera.

Buttercup se dejó caer en la silla: le tocaba ahora a ella quedarse pasmada.

Humperdinck volvió a arrodillarse a su lado.

—Ese Westley vuestro, ese marinero, ¿es orgulloso?

—A veces pienso que más que ningún otro hombre —logró susurrar Buttercup.

—Pues, entonces, amada mía, pensad por un momento. Vuestro Westley se marcha a alguna parte con el temible pirata Roberts; ha tenido un mes para sobrevivir a las cicatrices emocionales que le habéis producido. ¿Qué ocurriría si deseara ahora permanecer soltero? O lo que es peor, ¿qué ocurriría si hubiese encontrado a otra?

Buttercup estaba tan trastornada que ni siquiera atinó a susurrar nada.

—Yo creo, mi dulce criatura, que deberíamos llegar a un acuerdo. Si Westley desea aún haceros su esposa, los dos tendréis mi bendición. Pero, si por motivos desagradables de mencionar su orgullo se lo impidiera, entonces os casaréis conmigo como habíamos planeado y seréis la reina de Florin.

—No puede haberse casado. Estoy segura. Mi Westley, no. —Miró al príncipe—. Pero ¿cómo puedo averiguarlo?

—¿Qué os parece si le escribís una carta y se lo contáis todo? Haremos cuatro copias. Ordenaré a mis cuatro barcos más veloces que las lleven en todas direcciones. El temible pirata Roberts no suele estar a más de un mes de navegación de Florin. Cuando cualquiera de mis buques lo encuentre, izará la bandera blanca de tregua, entregará vuestra carta y Westley podrá decidir. Si decide que no, podrá darle el mensaje a mi capitán. Si decide que sí, mi capitán os lo traerá hasta aquí y yo tendré que conformarme de algún modo con una prometida inferior.

—Creo que…, no estoy segura…, pero definitivamente creo que ésta es la decisión más generosa que he oído en mi vida.

—Entonces hacedme un favor a cambio. Hasta que conozcamos las intenciones de Westley, sean cuales fueren, continuemos como hasta ahora, para que los festejos no se interrumpan. Y si me muestro demasiado afectuoso con vos, recordad que no puedo evitarlo.

—De acuerdo —dijo Buttercup dirigiéndose a la puerta, después de haberle besado en la mejilla.

Él la siguió.

—Y ahora marchaos a escribir la carta —y le devolvió el beso, sonriéndole con los ojos hasta que ella se perdió de vista en una curva del corredor.

En la mente del príncipe no cabía duda de que en los días siguientes se mostraría más que afectuoso con ella. Porque cuando muriera asesinada la noche de bodas, resultaba de crucial importancia que todo Florin conociera la profundidad de su amor, la trascendental magnitud de su pérdida; a partir de entonces nadie dudaría un solo momento en secundarle en la guerra vengativa que iba a lanzar contra Guilder.

Al principio, cuando contrató al siciliano, estaba convencido de que lo mejor era que otra persona acabara con ella, haciendo que pareciera obra de los soldados de Guilder. Pero cuando el hombre de negro había hecho su aparición para echar a perder sus planes, el príncipe estuvo al borde de volverse loco de rabia. Pero ahora, su naturaleza esencialmente optimista había vuelto a afirmarse: no había mal que por bien no viniera. El pueblo estaba embobado con Buttercup como no lo había estado nunca antes de que la secuestraran. Y cuando él anunciara desde el balcón de su castillo que había sido asesinada… era como si ya viese la escena en su mente: él llegaría demasiado tarde para impedir que fuese estrangulada, pero lo bastante a tiempo como para ver a los soldados guilderianos saltar de la ventana de sus aposentos…, cuando lanzara aquel discurso a las masas en el quingentésimo aniversario de su país; pues bien, en la plaza no quedaría un solo ojo seco. Y aunque se encontraba un poquitín perturbado, puesto que jamás había matado a una mujer con sus propias manos, siempre había una primera vez para todo. Además, si uno quería que algo saliera bien, tenía que arreglárselas solo.

Esa noche comenzaron a torturar a Westley. El conde Rugen fue quien se encargó de infligir el dolor; el príncipe se limitó a presenciar la escena, haciendo preguntas en voz alta, admirando para sus adentros la habilidad del conde.

El conde se interesaba de veras en el dolor. El porqué de los gritos le interesaba plenamente, tanto como la angustia misma. Y mientras el príncipe dedicaba su vida a la cacería, el conde Rugen no hacía otra cosa que leer y estudiar todo lo que caía en sus manos y que estuviera relacionado con el tema de la congoja.

—Está bien —le dijo el príncipe a Westley, que yacía en la enorme jaula del quinto nivel—, antes de que comencemos, quiero que contestéis a esta pregunta: ¿tenéis alguna queja sobre cómo habéis sido tratado hasta ahora?

—Ninguna —repuso Westley, y en verdad no la tenía.

Claro que hubiera preferido que le quitaran las cadenas de vez en cuando, pero si uno tenía que ser un cautivo, no podía pedir más de lo que le habían dado. Las atenciones médicas del albino habían sido precisas y el hombro ya se le había curado; la comida que el albino le traía siempre había sido caliente y sustanciosa, el vino y el brandy le habían resultado maravillosamente cálidos en la humedad de la jaula subterránea.

—¿Os encontráis fuerte, entonces? —prosiguió el príncipe.

—Supongo que tengo las piernas un poco entumecidas debido a las cadenas, pero, aparte de eso, sí, me encuentro fuerte.

—Bien. Entonces os prometo una cosa, y pongo a Dios por testigo: si me contestáis la próxima pregunta os liberaré esta misma noche. Pero debéis contestar sinceramente, sin ocultarme nada, porque si mentís, yo lo sabré. Y en ese caso, os dejaré en manos del conde.

—No tengo nada que ocultar —dijo Westley—. Preguntadme.

—¿Quién os contrató para raptar a la princesa? Ha sido alguien de Guilder. En el caballo de la princesa hemos encontrado un trozo de tela que así lo indica. Decidme cómo se llama quien os contrató y seréis libre. Hablad.

—Nadie me contrató —repuso Westley—. Trabajaba por cuenta propia. Y no la rapté; la salvé de otros que estaban haciendo precisamente lo que vos decís.

—Parecéis un hombre razonable, y mi princesa sostiene que os conoce desde hace años, de modo que, en honor a ella, os daré una última oportunidad: ¿cómo se llama el guilderiano que os ha contratado? Decídmelo o tendréis que enfrentaros a la tortura.

—Juro que no me contrató nadie.

El conde le quemó las manos a Westley. Nada que fuera a dejarlo baldado de por vida; simplemente se las untó con aceite y le acercó la llama de una vela lo suficiente como para hacer hervir la cosa. Cuando Westley hubo gritado: «¡Nadie…, nadie…, lo juro por mi vida!», un número suficiente de veces, el conde le metió las manos en agua, y después se marchó en compañía del príncipe por la entrada subterránea, dejando una medicación al albino, que siempre estaba cerca durante las sesiones de tortura, pero nunca visible como para resultar un factor de distracción.

—Me siento bastante animado —comentó el conde cuando él y el príncipe comenzaron a subir la escalera subterránea—. Es una cuestión perfecta. Decía la verdad, de eso no cabe duda; los dos lo sabemos.

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