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Authors: William Goldman

Tags: #Aventuras

La princesa prometida (30 page)

BOOK: La princesa prometida
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—Tiempo más que suficiente, dulce amada mía, no os preocupéis.

—Os dejo, pues —dijo Buttercup.

—Yo también me disponía a marchar —dijo el conde—. ¿Os acompaño hasta vuestros aposentos?

Buttercup asintió y ambos se marcharon pasillo abajo hasta llegar a los aposentos de la princesa.

—Buenas noches —dijo Buttercup brevemente, pues desde el primer día en que el conde se presentara en la granja de su padre, su presencia le había inspirado temor.

—Estoy seguro de que vendrá —dijo el conde; era el confidente de todos los planes del príncipe y Buttercup lo sabía—. No conozco bien a vuestro galán, pero me ha impresionado muchísimo. Un hombre que ha podido hallar el camino para salir del Pantano de Fuego, encontrará el camino para llegar al castillo de Florin antes del día de vuestra boda.

Buttercup asintió.

—Parecía tan fuerte, tan poderoso —prosiguió el conde con voz arrulladora y cálida—. De lo que no estoy seguro es de si posee una verdadera sensibilidad, pues algunos hombres de gran fuerza carecen de ella, como ya sabréis. Me pregunto, por ejemplo, si es capaz de llorar.

—Westley jamás lloraría —repuso Buttercup, al tiempo que abría la puerta de su alcoba—. Salvo por la muerte de un ser amado.

Dicho esto cerró la puerta y dejó al conde allí, de pie; luego se dirigió a su cama y se arrodilló. «Westley —pensó entonces—, ven, por favor; con el pensamiento te he rogado que vinieras durante todas estas semanas, pero aún no he obtenido respuesta. Cuando vivíamos en la granja creía que te amaba, pero aquello no era amor. Cuando vi tu rostro tras la máscara en el fondo del barranco, creí que te amaba, pero insisto, aquello no era nada más que una pretensión. Amado, creo que ahora te quiero, y sólo te ruego que me concedas la oportunidad de probártelo. Podría pasarme el resto de la vida en el Pantano de Fuego cantando de la mañana a la noche si tú estuvieras a mi lado. Podría pasarme una eternidad hundiéndome en las Arenas de Nieve si mi mano estuviese aferrada a la tuya. Preferiría vivir toda una eternidad contigo a mi lado, en una nube, pero el infierno también sería una maravilla si tú, Westley, estuvieras a mi lado…».

Prosiguió así, rezando en silencio hora tras hora; no había hecho otra cosa durante las últimas treinta y ocho noches, y cada vez su ardor era más profundo, sus pensamientos se hacían más y más puros. Westley. Westley. Atravesando los siete mares para ir en su busca.

Por su parte, y sin saberlo, Westley se pasaba las noches haciendo más o menos lo mismo. Concluida la sesión de tortura, cuando el albino terminaba de curarle los cortes, las quemaduras o las fracturas, cuando se quedaba solo en la gigantesca jaula, enviaba su mente junto a Buttercup y allí la dejaba.

La comprendía tan bien. Supo entonces que cuando la dejó en la granja, cuando ella le juró amor eterno, lo había dicho en serio, pero apenas tenía dieciocho años. ¿Qué sabía ella de las profundidades del corazón? Y cuando se había quitado la máscara negra y ella se había postrado ante él, la sorpresa había tenido mucho que ver; el aturdimiento y el asombro habían actuado tanto como la emoción. Pero así como el sol estaba obligado a salir cada mañana por el oeste, por más que para variar le hubiese complacido salir por el este, de ese mismo modo sabía él que Buttercup estaba obligada a depositar en él su amor. Las riquezas resultaban incitantes, igual que la realeza, pero no eran nada comparadas con la fiebre que le ardía en el corazón, y tarde o temprano ella tendría que contagiarse de aquella fiebre. Tenía menos elección que el sol.

De manera que cuando el conde apareció con la Máquina, Westley no se mostró particularmente perturbado. De hecho, no tenía idea de lo que el conde estaba metiendo en la gigantesca jaula. Aunque no era el conde quien estaba metiendo allí la Máquina, sino el albino, que se pasó haciendo un viaje tras otro cargando una cosa después de otra.

Eso era lo que a Westley le parecieron: cosas. Ventosas de bordes delicados y variados tamaños, algo que parecía una rueda, y otro objeto que logró identificar como una palanca o un palo, porque le resultaba muy extraño.

—Buenas noches —le saludó el conde.

Westley no recordaba haberlo visto antes tan entusiasmado. Le contestó asintiendo débilmente. En realidad se sentía mejor que nunca, pero de nada servía que se propagaran semejantes noticias.

—¿Os sentís indispuesto? —inquirió el conde.

Westley volvió a asentir débilmente.

El albino entraba y salía trayendo más cosas: una especie de cables largos y delgados pero fuertes.

—Eso es todo —dijo por fin el conde.

El albino asintió, y se marchó.

—Ésta es la Máquina —dijo el conde cuando estuvieron a solas—. He tardado once años en construirla. Como podréis ver, estoy muy entusiasmado y orgulloso.

Westley logró manifestar su asentimiento con un parpadeo.

—Tardaré un rato en montarla.

Dicho lo cual el conde puso manos a la obra.

Westley observó la construcción con gran interés y una lógica curiosidad.

—¿Habéis oído ese grito de hace un rato?

Otro parpadeo afirmativo.

—Era un perro salvaje. Esta máquina le arrancó ese grito. —El conde estaba realizando un trabajo muy complejo, pero los seis dedos de su mano derecha no dudaron ni por un momento lo que debían hacer—. Estoy muy interesado en el dolor —le dijo el conde—, como tengo la certeza de que habéis podido comprobar en estos últimos meses. Desde un punto de vista intelectual, diría. He escrito para las publicaciones especializadas en el tema. En su mayoría, artículos. En estos momentos estoy preparando un libro. Mi libro. El libro, espero. La obra definitiva sobre el dolor, al menos tal y como lo conocemos ahora.

Todo aquello le resultó fascinante a Westley. Lanzó un pequeño gruñido.

—En mi opinión, el dolor es la emoción más subestimada que poseemos —prosiguió el conde—. A mi modo de ver, la Serpiente era el dolor. El dolor nos ha acompañado siempre, y siempre me molestó que la gente dijese: «Tan importante como la vida y la muerte», pues la frase adecuada es, a mi juicio, «Tan importante como el dolor y la muerte». —El conde guardó silencio, pues en ese momento empezó y concluyó una serie de complejos ajustes—. Una de mis teorías —dijo al cabo de un rato—, es que el dolor implica expectación. Reconozco que no es nada original, pero os demostraré lo que quiero decir: no voy a utilizar, repito, no voy a utilizar, en vos la Máquina esta misma noche. Podría hacerlo. Está lista y la he probado. Pero me limitaré a montarla y dejarla aquí, junto a vos, para que la veáis durante las próximas veinticuatro horas y os preguntéis qué es y cómo funcionará y si puede llegar a ser tan horrenda como os la describo.

Ajustó algunas piezas por aquí, aflojó otras por allá, tiró de aquí y dio unas palmaditas allá.

La Máquina tenía un aspecto tan ridículo que a Westley le dieron ganas de reír. En cambio, volvió a soltar otro gruñido.

—Os dejo con vuestra imaginación, pues —dijo el conde, y mirando a Westley, agregó—: Pero quiero que sepáis una cosa antes de que llegue la noche de mañana, y os aseguro que soy completamente sincero: sois el hombre más fuerte, más brillante y más valiente, la criatura más valiosa que jamás haya tenido el privilegio de conocer, y casi siento pena por tener que destruiros para poder concluir mi libro y para el bien de los futuros expertos en el tema del dolor.

—Gracias… —dijo Westley con un hilo de voz.

El conde se dirigió a la puerta de la jaula y por encima del hombro le dijo:

—Ya podéis dejar de representar que estáis débil y derrotado, no habéis sido capaz de mantenerme engañado ni siquiera durante un mes. Sois prácticamente tan fuerte ahora como el día en que os internasteis en el Pantano de Fuego. Conozco vuestro secreto, si es que eso os sirve de consuelo.

—¿… secreto? —inquirió en tonos apagados y cansinos.

—Habéis mantenido vuestra mente lejos de aquí —le gritó el conde—. En todos estos meses no habéis experimentado la más mínima incomodidad. Miráis al cielo, cerráis los ojos y después ya no estáis aquí; probablemente os marcháis con…, no lo sé…, con ella, tal vez. Expectación, no lo olvidéis.

Lo saludó con la mano y comenzó a subir la escalera subterránea.

Westley logró sentir la repentina presión de su corazón.

El albino no tardó en presentarse, y se arrodilló junto al oído de Westley para susurrarle:

—Os he estado observando durante todos estos días. Os merecéis algo mejor de lo que os espera. A mí me necesitan, no hay nadie más que alimente a las bestias como yo. Estoy a salvo, no me harán daño. Si queréis, puedo mataros, eso los fastidiaría. Dispongo de unos buenos venenos. Os lo ruego. He visto la Máquina; estaba presente cuando el perro salvaje gritó. Por favor, dejad que os mate. Juro que me estaréis agradecido.

—Debo vivir.

—Pero… —susurró el albino.

—No lograrán llegar a mí —lo interrumpió Westley—. Estoy bien. Me encuentro bien. Estoy vivo y seguiré así.

Pronunció estas palabras en voz alta, y lo hizo con pasión. Pero por primera vez en mucho tiempo, tuvo miedo…

—¿Y bien? ¿Habéis podido dormir? —inquirió el conde la noche siguiente al llegar a la jaula.

—Francamente, no —respondió Westley en tono normal.

—Me alegra que seáis sincero conmigo; yo también lo seré con vos: basta de charadas entre nosotros —dijo el conde mientras depositaba un cierto número de cuadernos, plumas y tinteros—. Debo registrar cuidadosamente vuestras reacciones —le explicó.

—¿En nombre de la ciencia?

El conde asintió, y luego le dijo:

—Si mis experimentos son válidos, mi nombre perdurará más que mi cuerpo. He de confesar que persigo la inmortalidad. —Ajustó unos cuantos mandos de la Máquina—. Imagino que sentiréis una curiosidad natural por conocer cómo funciona.

—He pasado la noche reflexionando y no he sacado nada en claro, estoy como al principio. Al parecer, se trata de un conglomerado de ventosas de borde delicado y tamaños infinitamente variados, además de una rueda, unos mandos y una palanca, y lo que hace ese conglomerado es algo que me supera.

—Y cola —añadió el conde señalando hacia un pequeño recipiente con una sustancia espesa—. Para fijar las ventosas. —Dicho esto se puso a trabajar: sacó una ventosa tras otra, untó los bordes delicados con cola y las distribuyó por todo el cuerpo de Westley—. Pronto tendré que colocaros una sobre la lengua —le explicó el conde—, pero lo haré en último término, por si tenéis que formularme alguna pregunta.

—Está claro que no se trata de algo sencillo de montar, ¿verdad?

—En los modelos posteriores podré solucionar ese aspecto —le explicó el conde—, al menos ésas son mis intenciones —y continuó colocando más ventosas sobre el cuerpo de Westley hasta cubrirle cada centímetro que había al descubierto—. Por fuera ya estáis listo —anunció el conde—. Lo que sigue es un poco más delicado, procurad no moveros.

—Tengo los pies, las manos y la cabeza encadenados —dijo Westley—. ¿Creéis que así puedo moverme?

—¿Realmente sois tan valiente como parecéis, o es que estáis un poco asustado? Decidme la verdad, por favor. No olvidéis que es un dato para la posteridad.

—Estoy un poco asustado —repuso Westley.

El conde anotó ese detalle junto con la hora. Después se dispuso a realizar el trabajo fino, y al cabo de poco tiempo unas ventosas muy, muy diminutas y de bordes muy, muy delicados, cubrieron el interior de las fosas nasales, de los oídos, de los párpados de Westley, y la parte superior e inferior de su lengua, y antes de que el conde se incorporara, Westley quedó cubierto por dentro y por fuera con aquellas cosas.

—Y ahora —dijo el conde en voz bien alta con la esperanza de que Westley lo oyera—, lo que haré es hacer girar la rueda a su máxima velocidad para disponer de energía más que suficiente para trabajar. El mando puede ajustarse del uno al veinte; como ésta es la primera vez, usaré el ajuste más suave, es decir, el uno. Después, lo único que debo hacer es empujar hacia adelante la palanca y, si no me equivoco, estaremos operando a pleno ritmo.

Pero cuando la palanca se movió, Westley apartó de allí su mente, y cuando la Máquina comenzó a funcionar, Westley se encontraba acariciando el pelo color del otoño de Buttercup, su piel como la nata helada y… y… y… entonces su mundo se hizo pedazos…, porque las ventosas, las ventosas estaban por todas partes y antes, antes habían torturado su cuerpo sin tocar su mente, pero la Máquina no, la Máquina llegaba a cada rincón…, no lograba controlar sus ojos, y sus oídos no lograban escuchar el dulce y afectuoso susurro de su voz, y su cerebro huía, huía lejos del amor para hundirse en el foso profundo de la desesperación, donde golpeaba con fuerza y volvía a caer y se enterraba en la casa de la agonía para internarse en el país del dolor. El mundo de Westley se rompía en pedazos por dentro y por fuera, y él no podía hacer nada más que romperse también.

El conde apagó la Máquina, y mientras cogía sus libretas de apuntes le dijo:

—Como ya sabréis, sin ninguna duda, el concepto de la bomba de succión data de hace muchos siglos. Básicamente, ese concepto es el que sustenta mi invento, salvo que en lugar de agua, lo que estoy succionando es la vida. Acabo de succionar un año de vuestra vida. Más adelante, pondré el ajuste en un valor más elevado, el dos o el tres, puede que incluso el cinco. En teoría, el cinco debería ser cinco veces más doloroso que lo que acabáis de experimentar, de modo que os ruego que seáis preciso en vuestras respuestas. Decidme con toda sinceridad: ¿cómo os sentís?

Humillado, dolido, frustrado, lleno de rabia, y con una angustia que lo mareaba, Westley se echó a llorar como un crío.

—Interesante —dijo el conde, y cuidadosamente se dispuso a tomar nota.

Yellin tardó una semana en reunir un número suficiente de hombres para formar una Brigada Brutal adecuada. Así, cinco días antes de la boda, se encontró al frente de su compañía esperando el discurso del príncipe. Estaban en el patio del castillo, y cuando el príncipe hizo su aparición iba acompañado del conde, según hacía siempre, aunque, contrariamente a lo acostumbrado, el conde parecía preocupado. En realidad estaba muy preocupado, aunque Yellin no tenía manera de saberlo. En esa última semana, el conde había succionado diez años de la vida de Westley, y teniendo en cuenta que el promedio de vida de un hombre florinés era de sesenta y cinco años, a la víctima le quedaban aproximadamente treinta años, suponiendo que tuviera unos veinticinco al comenzar el experimento. ¿Cuál era la mejor manera de dividir ese período? El conde se encontraba sencillamente sumido en un dilema. Tenía ante sí tantas posibilidades, pero ¿cuál de ellas sería más interesante desde el punto de vista científico? El conde lanzó un suspiro; la vida nunca era fácil.

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