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Authors: William Goldman

Tags: #Aventuras

La princesa prometida (4 page)

BOOK: La princesa prometida
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Todo lo demás era mío.

No hubo historia de aventuras que se salvara de mí.

«Pero vamos —le decía a la señorita Roginski cuando me restablecí—. Sigue recomendándome a Stevenson cuando ya me lo he leído todo. ¿A quién leo ahora?».

«Prueba con Scott —me sugería ella—, y vamos a ver si te gusta».

Y yo probaba con el viejo sir Walter y me gustaba lo suficiente como para tragarme media docena de libros en diciembre (gran parte del mes eran las vacaciones de Navidad, por lo tanto, no tenía que interrumpir la lectura nada más que de vez en cuando para comer algo).

«¿Y ahora quién más?».

«Tal vez Cooper —me decía ella». Y yo venga a leer
El cazador de ciervos y
todo lo demás sobre los rastreadores, y un buen día, por mi cuenta me topé con Dumas y D’Artagnan y esos dos tíos me tuvieron entretenido gran parte de febrero.

«Te has convertido en un adicto a la novela ante mis propios ojos —me dijo la señorita Roginski—. ¿Sabes que ahora te pasas más tiempo leyendo del que solías pasarte jugando? ¿No te das cuenta de que están empeorando tus notas de matemáticas?».

No me importaba cuando me criticaba. Estábamos solos en la clase, y la perseguía para que me sugiriese a alguien interesante que devorar. Meneó la cabeza y me dijo: «Billy, no cabe duda de que estás floreciendo. Delante de mis propios ojos. La cuestión es que no sé en qué te convertirás».

Yo me quedé ahí esperando a que me dijera el nombre de algún autor.

«Eres insoportable, mira que quedarte ahí esperando… —se detuvo un segundo para pensar—. Está bien. Prueba con Hugo.
El jorobado de Notre Dame
».

«Hugo —dije yo—.
El jorobado
. Gracias». —Me volví dispuesto a salir corriendo hacia la biblioteca. Mientras me iba, la oí suspirar lo siguiente:

«Esto no durará. No puede durar».

Pero duró.

Y dura. Soy tan fanático de las aventuras ahora como lo era entonces, y esto nunca tendrá fin. Aquel primer libro mío que mencioné,
El templo del oro
, ¿sabéis de dónde saqué el título? De la película
Gunga Din
; la he visto dieciséis veces y sigo pensando que es la película más estupenda de aventuras que jamás, repito, que jamás se haya filmado. (La verdadera historia de
Gunga Din
: cuando me licencié del ejército, juré que jamás volvería a un puesto militar. Nada grandioso, sólo un juramento vitalicio. Bien, pues al día siguiente de haberme licenciado me encuentro en mi casa. Tengo un amigo en Fort Sheridan, que está cerca, y voy a verlo. Entonces él me dice: «Oye, adivina qué película hacen esta noche.
Gunga Din
». «Iremos, le dije yo». «No está permitido —me contestó—. Vas de civil». Resultado: volví a vestir el uniforme a la noche siguiente de haberme licenciado y entré a hurtadillas en un puesto militar para ver la película. Y salí a hurtadillas. Como un ladrón en plena noche. Con el corazón al galope, sudores fríos y demás.) Soy adicto a la acción/la aventura/llamadlo como queráis, en cualquier forma, color, etcétera. Jamás me perdí una película de Alan Ladd, o de Errol Flynn. Sigo sin perderme las de John Wayne.

Mi vida entera empezó de verdad cuando mi padre me leyó a Morgenstern a la edad de diez años. Un hecho:
Dos hombres y un destino
es, sin lugar a dudas, lo más popular con lo que he tenido relación. Cuando muera, si en el
Times
me llegan a dedicar una nota necrológica, será gracias a
Butch
. De acuerdo, ¿cuál es la escena de la que todo el mundo habla, el momento único que se graba en la memoria de todos, en la tuya, en la mía y en la de las masas? Respuesta: el salto desde el acantilado. Bueno, cuando escribí esa escena, recuerdo que pensé que los acantilados desde los que saltaban eran los Acantilados de la Locura que todo el mundo intenta escalar en
La princesa prometida
. Cuando escribí
Butch
, a mi mente acudían imágenes retrospectivas en las que aparecía mi padre cuando me leía la escena de la escalada con cuerdas de los Acantilados de la Locura, mientras la muerte aguardaba agazapada.

Aquel libro fue la mejor cosa que me ocurrió en la vida (perdóname, Helen; Helen es mi esposa, la famosa psiquiatra infantil), y mucho antes de casarme, sabía que iba a compartirlo con mi hijo. Sabía también que iba a tener un hijo. O sea que cuando nació Jason (si hubiera sido niña, se habría llamado Pamby; ¿os imagináis, una psiquiatra infantil que le ponga a sus hijos semejantes nombres?…). En fin, cuando nació Jason, tomé nota mentalmente de que cuando cumpliera diez años debía comprarle un ejemplar de
La princesa prometida
.

Y después me olvidé de todo aquello.

Otra escena retrospectiva: Hotel Beverly Hills, diciembre pasado. Me traen de cabeza las reuniones sobre
Las poseídas de Stepford
, de Ira Levin, que voy a adaptar para la pantalla grande. Llamo a mi mujer a Nueva York a la hora de la cena, cosa que hago siempre para que se sienta querida, y hablamos. Casi al final de nuestra conversación me dice:

—Por cierto, le regalaremos a Jason una bicicleta de diez marchas. La he comprado hoy. Me pareció adecuado, ¿qué opinas?

—¿Por qué adecuado?

—Vamos, Willy. Diez años, diez marchas.

—¿Mañana cumple diez años? Lo había olvidado por completo.

—Llámanos mañana a la hora de la cena y podrás desearle feliz cumpleaños.

—¿Helen? Oye, hazme un favor. Telefonea a la librería Nine-Nine-Nine y diles que te envíen
La princesa prometida
.

—Espera que cojo un lápiz —y se marcha un ratito—. Vale, dispara. ¿La princesa qué?

—Prometida. De S. Morgenstern. Es un clásico para niños. Dile que la semana que viene, cuando regrese, le haré preguntas sobre el libro y que no tiene por qué gustarle, pero que si no le gusta, me suicido. Díselo tal cual, por favor; no quisiera ejercer más presiones sobre él.

—Bésame, tonto.

—Muuuaa.

—Nada de estrellas jóvenes.

Ésta era la frase que usaba siempre para terminar nuestras conversaciones cuando yo andaba solo y sin compromiso en la soleada California.

—Se han extinguido, tonta.

Ésa era mi frase.

Colgamos.

A la tarde siguiente, ocurrió que de la nada apareció una joven estrella de carne y hueso, bronceada y de respiración profunda. Yo estoy tonteando junto a la piscina y ella pasa en bikini y está estupenda. Tengo la tarde libre, no conozco un alma, o sea que me pongo a jugar el juego de cómo puedo abordar a esa chica sin que ella se eche a reír a carcajadas. Nunca hago nada, pero lo de mirar es un ejercicio fenomenal, y yo tengo el título de campeón de liga en eso de mirar chicas. No se me ocurre ninguna forma de abordarla que conecte con la realidad, o sea que me pongo a hacer largos en la piscina. Nado cuatrocientos metros diarios porque me duelen las lumbares.

Ida y vuelta, ida y vuelta, dieciocho largos, y cuando he terminado, me voy al lado hondo y me quedo jadeando, y la estrellita se me acerca nadando. Se aferra al borde, también del lado hondo, a un palmo de donde yo estoy, con el pelo mojado y brillante y el cuerpo debajo del agua, pero sé que está ahí, y va y me dice (ocurrió de veras):

—Disculpe, pero ¿no es usted William Goldman, el que escribió
Boys and Girls Together
? Es el libro que más me ha gustado de todos los que he leído.

Me agarro del borde de la piscina y afirmo con la cabeza; no recuerdo exactamente lo que le dije. (Mentira. Me acuerdo exactamente de lo que le dije, pero es demasiado estúpido como para reproducirlo; cielos, ya tengo cuarenta años. «Goldman, sí, Goldman, soy Goldman». Me salió todo como una sola palabra; vete a saber el idioma que se creyó que estaría hablando.)

—Soy Sandy Sterling —me dice—. Mucho gusto.

—Hola, Sandy Sterling —logro decir, lo cual es bastante cortés, al menos para mí; volvería a decirlo si me encontrara de nuevo en la misma situación.

Entonces me llaman por los altavoces.

—Los Zanuck no me dejan en paz —comento yo.

La chica se echa a reír y yo me voy volando a contestar la llamada; pienso si lo que le he dicho era realmente tan inteligente, y cuando llego al teléfono tengo decidido que sí, que lo era. Cojo el auricular y digo «inteligente» en lugar de «dígame» o de «Bill Goldman». Voy y digo «inteligente».

—Willy, ¿has dicho «inteligente»?

Es Helen.

—Helen, estoy reunido por lo del guión, y habíamos quedado en llamarnos esta noche a la hora de la cena. ¿Por qué me llamas a la hora del almuerzo?

—Mmm… hostil, hostil.

No se te ocurra jamás hablar con tu mujer sobre la hostilidad cuando es una freudiana declarada.

—Es que en esta reunión de los guiones me están volviendo loco con tonterías. ¿Qué pasa?

—Probablemente nada, salvo que la obra de Morgenstern está agotada. Hoy he preguntado en Doubleday. Por el tono que empleaste me pareció que podía ser importante, o sea que te informo que Jason tendrá que conformarse con su muy adecuada bicicleta de diez marchas.

—No es importante —digo yo. Sandy Sterling me sonríe. Desde el lado hondo de la piscina. Me sonríe a mí—. Gracias de todos modos. —Me disponía a colgar, cuando digo—: Oye, ya que te has tomado tantas molestias, llama a Argosy, de la calle Cincuenta y Nueve. Se especializan en libros agotados.

—Argosy. En la Cincuenta y Nueve. De acuerdo. Ya hablaremos a la hora de la cena.

Cuelga. Sin decirme «nada de estrellas jóvenes». Siempre termina todas las conversaciones telefónicas con esa frase y ahora no lo ha hecho. ¿Acaso algo en mi tono de voz me ha delatado? Helen es muy especial para estas cosas; además, siendo psiquiatra… La culpa, cual si fuera un pudding, comienza a bullir en mi horno interior.

Vuelvo a mi tumbona. Solo.

Sandy Sterling nada unos cuantos largos. Cojo mi
New York Times
. Hay en el aire una cierta tensión sexual.

—¿Ya no nadas más? —me pregunta.

Dejo el periódico. Está junto al borde de la piscina, del lado que queda más cerca de mi tumbona.

Asiento, mirándola fijamente.

—¿Qué Zanuck, Dick o Darryl? —pregunta.

—Era mi mujer —le contesto, poniendo el énfasis en la última palabra.

La chica no se inmuta. Sale de la piscina y se tiende en la tumbona de al lado. Pechugona pero rubia. Si gustan así, Sandy Sterling tiene que gustar. A mí me gustan así.

—Estás aquí por lo de Levin, ¿no? ¿Por
Las poseídas de Stepford
?

—Estoy haciendo el guión.

—Me encantó ese libro. Es el libro que más me ha gustado del mundo. Me encantaría trabajar en una película así. Escrita por ti. Haría cualquier cosa por una oportunidad como ésa.

Ya estaba. Acababa de poner las cartas sobre la mesa.

Naturalmente que en seguida le dejo las cosas en claro.

—Oye —le digo—, no acostumbro a hacer este tipo de cosas. De lo contrario las haría, porque estás estupenda, de eso no cabe duda, y te deseo toda clase de felicidad, pero la vida es ya de por sí bastante complicada como para agregarle cosas de ésas.

Eso es lo que pensé que iba a decirle. Pero entonces me dije: «Eh, un momento, ¿dónde está escrito que tú debas ser el puritano del mundo del cine?». He trabajado con gente que lleva archivos de tarjetas para este tipo de asuntos. (Es la verdad. Preguntadle a Joyce Haber.)

—¿Has actuado en muchas películas? —me oigo preguntar.

Ya sabéis que sentía un verdadero entusiasmo por conocer la respuesta.

—Nada que me ampliara mis horizontes; no sé si me explico.

—¿Señor Goldman?

Levanto la vista. Es el asistente del socorrista.

—Es para usted otra vez —me dice, entregándome el teléfono.

—¿Willy?

El solo sonido de la voz de mi esposa hace que la duda ciega recorra cada fibra de mi ser.

—Dime, Helen.

—Pareces raro.

—¿Qué pasa, Helen?

—Nada, pero…

—Por nada no me habrías llamado.

—Willy, ¿qué te pasa?

—No me pasa nada. Trataba de ser lógico. Al fin y al cabo eres tú la que has llamado. Sólo trataba de determinar por qué.

Cuando me lo propongo, llego a ser bastante distante.

—Me estás ocultando algo.

Lo que más me indigna en este mundo es que Helen se ponga así. Os lo explico. Con su horrible formación de psiquiatra, sólo me acusa de ocultarle cosas, cuando le estoy ocultando cosas.

—Helen, en estos momentos estoy en una reunión, por favor, dime lo que quieres.

Ahí estaba otra vez la cuestión. Le estaba mintiendo a mi esposa en relación con otra mujer, y esa otra mujer lo sabía.

Sandy Sterling, que ocupa la tumbona contigua a la mía, me sonríe mirándome directamente a los ojos.

—En Argosy no tienen el libro. Nadie tiene el libro. Adiós, Willy. —Y cuelga.

—¿Tu mujer otra vez?

Asiento y dejo el teléfono colgado sobre la mesa, junto a mi tumbona.

—Os habláis mucho.

—Ya lo sé —le digo—. Es un suplicio llegar a escribir algo.

Supongo que sonrió.

No tenía manera de lograr que el corazón dejara de latirme con tanta fuerza.

«Capítulo uno. La prometida», dijo mi padre.

Debí de dar un respingo o algo por el estilo porque la chica dice:

—¿Eh?

—Mi pa… —empiezo a decir yo—. Pensaba… —empiezo a decir otra vez y luego añado—: Nada.

—Tranquilo —me dice ella y me lanza una sonrisa verdaderamente dulce.

Durante un segundo posó su mano sobre la mía, de un modo suave y reconfortante. Me pregunté si era acaso posible que además fuera comprensiva. ¿Estupenda y comprensiva? ¿Sería legal? Helen nunca había sido comprensiva. Aunque siempre decía que lo era —«comprendo por qué lo dices, Willy»—, pero en secreto trataba de descubrirme las neurosis. No, supongo que era comprensiva; pero no era compasiva. Además, por supuesto, no era estupenda. Delgaducha, sí. Brillante también.

—Conocí a mi mujer en la escuela universitaria para graduados —le digo a Sandy Sterling—. Ella hacía el doctorado.

A Sandy Sterling le estaba costando un poco captar mi sucesión de ideas.

—Éramos unos críos. ¿Cuántos años tienes?

—¿Te digo mi verdadera edad o la que uso para el béisbol?

Me eché a reír de buena gana. ¿Estupenda, comprensiva y ocurrente?

«Esgrima. Lucha. Torturas —dijo mi padre—. Amor. Odio. Venganzas. Gigantes. Bestias de todas clases y aspectos. Verdades. Pasión. Milagros».

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