La princesa prometida (3 page)

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Authors: William Goldman

Tags: #Aventuras

BOOK: La princesa prometida
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La señorita Roginski se hundió en el asiento.

—Tienes una soberbia imaginación, Billy.

No sé qué le contesté. Probablemente «gracias» o algo por el estilo.

—Aunque no logro sacarle partido —prosiguió—. ¿Por qué será?

—Creo que a lo mejor es porque necesito gafas y no puedo leer, ya que veo las palabras muy borrosas. Eso explica por qué me paso todo el rato pestañeando. A lo mejor, si fuese a un médico de los ojos, podría recetarme gafas y, entonces, sería el mejor lector de la clase y usted no tendría que hacerme quedar tanto después de hora.

Se limitó a señalar detrás de ella y a ordenarme:

—Ponte a borrar las pizarras, Billy.

—Sí, señorita.

Lo de borrar pizarras se me daba de maravilla.

—¿Las ves borrosas? —me preguntó la señorita Roginski al cabo de un rato.

—¡No, qué va! Me inventé la historia.

Tampoco pestañeaba nunca. Pero la señorita Roginski parecía muy mosqueada. Siempre lo parecía. Llevábamos así tres cursos.

—No sé por qué, pero no logro llegarte al fondo.

—Usted no tiene la culpa, señorita Roginski.

(No la tenía. A ella también la adoraba. Era regordeta, pero recuerdo que por aquel entonces deseaba que fuera mi madre. Nunca logré que la cosa funcionara, a menos que hubiera estado casada con mi padre y después se hubieran divorciado y mi padre se hubiera casado con mi madre —que estaba bien—, y como la señorita Roginski tenía que trabajar, yo quedé bajo la custodia de mi padre: todo tenía sentido. Pero la cuestión era que nunca llegaron a intimar, me refiero a papá y a la señorita Roginski. En las ocasiones en las que se veían, cada año para la celebración de Navidad, cuando venían los padres, yo los vigilaba como loco con la esperanza de descubrir alguna mirada furtiva que significara algo así como: «¿Qué tal? ¿Cómo te ha ido desde que nos divorciamos?», pero no había caso. No era mi madre, sino simplemente mi maestra, y yo era en su vida su zona personal de creciente desastre.)

—Ya verás como mejoras, Billy.

—Eso espero, señorita Roginski.

—Eres de los que tardan en florecer, eso es todo. Winston Churchill tardó en florecer, y tú también.

Estuve a punto de preguntarle en qué equipo jugaba, pero hubo algo en su tono de voz que me convenció de que era mejor que no lo hiciese.

—Y Einstein.

A ése tampoco lo conocía. Tampoco sabía lo que quería decir con eso de «tardar en florecer». Pero deseé con fervor ser de los que tardan en hacerlo.

A los veintiséis años, mi primera novela, titulada
The Temple of Gold
(El templo del oro) apareció en Alfred A. Knopf. (Que ahora forma parte de Random House, que a su vez forma parte de la RCA, y que es parte de lo que no funciona en esto de publicar libros en Estados Unidos, cuestión que no forma parte de esta historia.) En fin, antes de que saliera la novela, los del departamento de publicidad de Knopf estaban hablando conmigo, tratando de dilucidar qué hacer para justificar sus sueldos, y me preguntaron a quiénes podían enviar ejemplares del libro para que pudieran erigirse en fuente de opinión. Les contesté que no conocía a nadie que pudiera hacerlo. Entonces ellos me replicaron: «Piensa, todo el mundo conoce a alguien». Me entusiasmé mucho cuando se me ocurrió la idea y les dije: «De acuerdo, enviadle un ejemplar a la señorita Roginski». Cosa que me pareció lógica, porque si alguna vez ha existido una persona que me forjara las opiniones, ésa fue la señorita Roginski. (Por cierto, aparece a lo largo de toda la novela
El templo del oro
, sólo que le puse «señorita Patulski»; entonces también era creativo.)

—¿Quién? —me preguntó aquella chica de publicidad.

—Es una antigua maestra que tuve. Le envías un ejemplar y yo se lo firmaré, y puede que incluso le escriba una…

Estaba realmente entusiasmado hasta que aquel tío de publicidad me interrumpió diciéndome:

—Nos referíamos más bien a alguien del panorama nacional.

—Envíale un ejemplar a la señorita Roginski, por favor. ¿Vale? —insistí en voz muy baja.

—Sí —repuso él—. Claro, faltaría más.

¿Os acordáis que no pregunté en qué equipo jugaba Churchill por el tono de su voz? En aquel momento, creo que a mí también me salió aquel tono. En fin, algo debió de ocurrir, porque el tipo apuntó de inmediato el nombre de mi maestra y me preguntó si se escribía con «i» latina o con «y» griega.

—Con «i» latina —contesté.

De inmediato hice un repaso de aquellos años, tratando de pensar una dedicatoria fantástica para mi maestra. Ya sabéis, algo inteligente, modesto, brillante, perfecto. Algo así.

—¿Y su nombre de pila?

Eso me hizo volver a la realidad. No sabía su nombre de pila. Siempre la había llamado señorita. Tampoco sabía su dirección. Ni siquiera sabía si seguía viva o no. Hacía diez años que no iba a Chicago; era hijo único, mis padres habían fallecido, ¿a quién le hacía falta Chicago?

—Envíalo a la Escuela Primaria de Highland Park —le dije.

Y lo primero que se me ocurrió escribirle fue: «Para la señorita Roginski, una rosa de quien tardó en florecer», pero después me pareció demasiado presuntuoso, o sea que decidí que: «Para la señorita Roginski, una mala hierba de quien tardó en florecer» sería más humilde. Demasiado humilde, decidí luego, y por ese día me dejé de ideas brillantes. No se me ocurrió nada. Después me asaltó la idea de que tal vez no se acordara de mí. Al final, ya al borde de la desesperación, terminé escribiendo: «Para la señorita Roginski de William Goldman. Usted me llamaba Billy y decía que era de los que tardan en florecer. Le envío este libro; espero que le guste. Fue usted mi maestra en tercero, cuarto y quinto cursos. Muy agradecido. William Goldman».

El libro se publicó y fue un fracaso; me encerré en casa y me derrumbé, pero uno acaba adaptándose. El libro no sólo no me erigió en lo más novedoso desde Kit Marlowe, sino que para colmo nadie lo leyó. Bueno, a decir verdad, lo leyó un cierto número de personas a las que yo conocía. Pero me parece que es más prudente señalar que ningún extraño llegó a saborearlo. Fue una experiencia demoledora y reaccioné como ya he dicho. O sea que cuando me llegó la nota de la señorita Roginski —tarde, porque la enviaron a Knopf y ellos la retuvieron durante un tiempo— necesitaba realmente que alguien me subiera la moral.

«Apreciado señor Goldman: Gracias por el libro. Todavía no he tenido tiempo de leerlo, pero estoy segura de que es un bonito esfuerzo. Por supuesto que me acuerdo de usted. Me acuerdo de todos mis alumnos. Atentamente, Antonia Roginski».

Qué desilusión. No se acordaba de mí. Me quedé sentado con la nota en la mano, completamente deshecho. La gente no se acuerda de mí. De verdad. No es paranoia; simplemente tengo la costumbre de pasar por las memorias y no dejar huella. No me importa demasiado, aunque supongo que miento; sí que me importa. No sé por qué motivo, en esto del olvido obtengo una muy alta puntuación.

O sea que cuando la señorita Roginski me envió aquella nota que la igualaba al resto de la gente, me alegré de que nunca se hubiese casado; de todos modos nunca me había caído bien, siempre había sido una pésima maestra, y se tenía más que merecido que su nombre de pila fuera Antonia.

«No iba en serio», dije en voz alta en ese mismo momento. Me encontraba solo en mi despacho de una sola habitación, en el maravilloso West Side de Manhattan, hablando conmigo mismo. «Lo siento, lo siento —proseguí—, tiene que creerme, señorita Roginski».

Lo que ocurrió entonces fue que por fin había leído la posdata. Aparecía en el dorso de la nota de agradecimiento y decía así: «Idiota. Ni siquiera el inmortal S. Morgenstern pudo sentirse más paternal que yo».

¡S. Morgenstern!
La princesa prometida
. ¡Se acordaba de mí!

Escena retrospectiva.

1941. Otoño. Estoy un tanto irritable porque mi radio no capta los partidos de fútbol. El Northwestern se enfrenta al Notre Dame; empezaba a la una, es ya la una y media y no hay manera de sintonizar el partido. Música, noticias, radionovelas, de todo menos el gran acontecimiento. Llamo a mi madre. Viene. Le digo que mi radio está averiada, que no logro sintonizar el Northwestern-Notre Dame. «¿Te refieres al partido de fútbol?», me pregunta. «Sí, sí, sí», le contesto. «Pues hoy es viernes —me dice—. Creí que jugaban el sábado».

¡Si seré idiota!

Me echo en la cama, escucho las radionovelas y al cabo de un rato intento volver a sintonizarlo, y la estúpida de mi radio va y capta todas las emisoras de Chicago menos la que transmite el partido de fútbol. Me pongo a gritar a voz en grito, y mi madre entra otra vez hecha una fiera. «Tiraré la radio por la ventana —digo yo—. ¡No lo coge, no lo coge! ¡No logro sintonizarlo!». «¿Sintonizar qué?», pregunta mi madre. «El partido de fútbol —contesto yo—. Sí que eres borde, el paaaartiiidooo». «Que lo dan el sábado, y cuidadito con lo que dices, niño —me advierte mi madre—. Ya te he dicho que hoy es viernes». Vuelve a marcharse.

¿Alguna vez ha existido un infeliz tan grande?

Humillado, giro la sintonía de mi fiel Zenith, y trato de encontrar el partido de fútbol. Fue tan frustrante que me quedé ahí acostado, sudando y con el estómago raro, aporreando la parte superior de la radio para hacerla funcionar bien. Y así fue como se dieron cuenta de que deliraba a causa de la pulmonía.

Las pulmonías de ahora no son lo que eran antes, sobre todo cuando yo la tuve. Estuve como diez días ingresado en el hospital y después me enviaron a casa para el largo período de convalecencia. Me parece que me pasé otras tres semanas más en cama, un mes quizá. No me quedaban energías, ni siquiera para mis juegos. No era más que un pelmazo en período de recuperación de fuerzas. Punto.

Así es como tenéis que imaginarme cuando me encontré con
La princesa prometida
.

Era la primera noche que pasaba en casa después de salir del hospital. Exhausto; seguía siendo un enfermo. Entró mi padre, supuse que a darme las buenas noches. Se sentó al pie de mi cama.

—Capítulo uno. La prometida —dijo.

Sólo entonces levanté la vista y vi que llevaba un libro. Eso, por sí solo, era sorprendente. Mi padre era casi, casi, analfabeto. En inglés. Venía de Florin (donde se desarrolla
La princesa prometida
) y allí no había sido ningún tonto. En cierta ocasión dijo que habría acabado siendo abogado, y puede que fuera cierto. La cuestión es que a los dieciséis años probó suerte y se vino a América, apostó por la tierra de las oportunidades y perdió. Aquí nunca encontró nada que le viniera bien. No era de aspecto atractivo: muy bajito, calvo desde joven, y le costaba mucho aprender. Una vez que captaba una idea, se le quedaba grabada, pero las horas que tardaba en metérsele en la cabeza eran algo increíble. Su inglés siempre fue ridículamente inmigrante, y eso tampoco le ayudó mucho. Conoció a mi madre durante un viaje en barco; más tarde se casaron y cuando creyó que podían permitirse el lujo, me tuvieron a mí. Trabajó toda la vida como segundo barbero en la barbería de menos éxito de Highland Park, Illinois. Hacia el final, solía dormitar todo el día sentado en su silla. Y así fue como murió. Llevaba muerto una hora cuando el otro barbero se dio cuenta; hasta ese momento, había creído que mi padre estaba echando una buena siesta. Tal vez fuera así. Tal vez todo se reduzca a eso. Cuando me lo dijeron me sentí terriblemente afectado, pero al mismo tiempo pensé que aquella forma de marcharse era casi como una prueba de cómo había sido su existencia.

En fin, que entonces le dije:

—¿Eh? ¿Cómo? No te he oído.

Estaba muy débil y terriblemente cansado.

—Capítulo uno. La prometida. —Entonces levantó el libro—. Te lo voy a leer para que te relajes. —Prácticamente me metió el libro en la cara—. De S. Morgenstern. Un gran escritor florinés.
La princesa prometida
. Él también se vino a América. S. Morgenstern. Murió en Nueva York. Lo escribió en inglés. Hablaba ocho lenguas. —A estas alturas mi padre dejó el libro y me enseñó los dedos—. Ocho. Una vez, en la ciudad de Florin, estuve en su café. —Meneó la cabeza; mi padre siempre meneaba la cabeza cuando decía algo mal—. No era su café. Él estaba en el café, y yo también, al mismo tiempo. Lo vi. A S. Morgenstern. Tenía una cabeza así de grande —y colocó las manos como para formar un globo enorme—. Gran hombre en la ciudad de Florin. No tanto en América.

—¿Trae algo de deportes?

—Esgrima. Lucha. Torturas. Venenos. Amor verdadero. Odio. Venganzas. Gigantes. Cazadores. Hombres malos. Hombres buenos. Las damas más hermosas. Serpientes. Arañas. Bestias de todas clases y aspectos. Dolor. Muerte. Valientes. Cobardes. Forzudos. Persecuciones. Fugas. Mentiras. Verdades. Pasión. Milagros.

—Pinta bien —dije, y medio cerré los ojos—. Haré lo posible por no dormirme…, pero tengo muchísimo sueño, papá…

¿Quién puede saber cuándo su mundo va a cambiar? ¿Quién es capaz de decir antes de que ocurra, que todas las experiencias anteriores, todos los años, fueron una preparación para… nada? Imaginaos lo siguiente: un anciano casi analfabeto que luchó con un idioma enemigo, un niño casi exhausto que lucha contra el sueño. Y entre ambos sólo las palabras de otro extranjero, traducido con dificultad de los sonidos nativos a los extranjeros. ¿Quién podía sospechar que por la mañana ese niño se despertaría siendo distinto? De lo único que me acuerdo es de que traté de vencer la fatiga. Incluso al cabo de una semana no me había dado cuenta de lo que había comenzado aquella noche, de las puertas que se cerraban de golpe mientras otras salían a la luz. Tal vez debí haber presentido algo, o tal vez no; ¿quién puede presentir la revelación en el aire?

Lo que ocurrió fue simplemente esto: la historia me enganchó.

Por primera vez en mi vida, sentía un interés activo por un libro. Yo, el fanático de los deportes; yo, el enloquecido por los partidos; yo, el único niño de diez años de Illinois que odiaba el alfabeto pero que quería saber qué ocurría después.

¿Qué fue de la hermosa Buttercup y del pobre Westley y de Íñigo, el más grande espadachín de la historia mundial? ¿Y cuan fuerte era en realidad Fezzik? ¿Tendría límites la crueldad de Vizzini, el endiablado siciliano?

Cada noche mi padre me leía un capítulo tras otro, luchando siempre para que las palabras sonaran correctamente, para atrapar el sentido. Y yo yacía allí tumbado, con los ojos entrecerrados, mientras mi cuerpo recorría lentamente el largo camino que le devolvería las fuerzas. Como ya he dicho, la convalecencia duró aproximadamente un mes, y en ese tiempo, mi padre me leyó dos veces
La princesa prometida
. Aunque podía leer yo solo, este libro era suyo. Jamás se me habría ocurrido abrirlo. Quería la voz de mi padre, sus sonidos. Más tarde, incluso muchos años más tarde, en ocasiones solía decir: «¿Qué tal si me lees el duelo que Íñigo y el hombre de negro sostienen en el acantilado?». Y mi padre solía gruñir y mascullar, se iba a buscar el libro, se humedecía el pulgar con la lengua, y volvía las páginas hasta que empezaba la fantástica batalla. Me encantaba. Incluso hoy, cuando surge la necesidad, así es como evoco el recuerdo de mi padre. Encorvado, esforzando la vista y deteniéndose ante una palabra difícil, tratando de ofrecerme la obra maestra de Morgenstern lo mejor que podía.
La princesa prometida
le pertenecía a mi padre.

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