—Esta noche no tenías ningún otro compromiso urgente, ¿por qué no aceptas el caso? —añadió Valerie.
—Reconozco que podría hacerlo, pero de ser así ya conoces cómo es la naturaleza humana; seguro que tratarían de marcharse sin pagar. ¿Cómo puedo obligar a un gigante a que me pague si no quiere hacerlo? ¿Para qué quiero ese tipo de penas? Los mandaré a paseo y tú me subirás una buena taza de chocolate. Además, estaba enfrascado en la lectura de un artículo muy bien escrito que habla de las garras de águila.
—Cobra por adelantado. Ve. Exige. Si dicen que no, los echas. Si dicen que sí, me bajas el dinero y se lo haré tragar a la rana; nunca lo encontrarán si cambian de parecer e intentan recuperarlo.
Max comenzó a subir la escalera.
—¿Cuánto les pido? Llevo sin hacer milagros…, déjame pensar, unos tres años, ¿no? Los precios pueden haberse puesto por las nubes. Cincuenta, ¿no crees? Si tienen cincuenta, me lo pensaré. Si no, a la calle.
—Bien —dijo Valerie, y en cuanto Max cerró la puerta trampilla, subió en silencio la escalera y apoyó la oreja al techo.
—Señor, tenemos una prisa horrible, de modo que… —dijo una voz.
—No me vengas con prisas, hijo, si apresuras a un taumaturgo, tendrás unos milagros espantosos, ¿es eso lo que quieres?
—¿Lo harás, entonces?
—No he dicho que lo haría, hijo, no trates de presionar a un taumaturgo, y menos a éste; si intentas presionarme, te vas a la calle. ¿Cuánto dinero llevas?
—Fezzik, dame el dinero —ordenó la misma voz.
—Aquí está todo lo que tengo —retumbó una voz inmensa—. Cuéntalo, Íñigo.
Se produjo una pausa.
—Sesenta y seis. Es todo lo que tenemos —dijo el que se llamaba Íñigo.
Valerie se disponía a aplaudir de alegría cuando Max dijo:
—En mi vida he trabajado por tan poco dinero; tienes que estar de guasa; lo siento, discúlpame otra vez, tengo que hacer eructar a mi bruja, a estas alturas ya ha comido.
Valerie regresó rápidamente junto al fuego y esperó a que Max se reuniera con ella.
—No hay nada que hacer —le dijo él—. Sólo llevan veinte.
Valerie siguió revolviendo lo que tenía en el fuego. Sabía la verdad, pero temía decirla, de modo que puso en práctica otro plan.
—Nos estamos quedando sin cacao en polvo: esos veinte nos vendrían muy bien mañana, en casa del traficante.
—¿Que ya no queda cacao en polvo? —inquirió Max, visiblemente afectado. El chocolate era una de sus golosinas favoritas, después de los caramelos para la tos.
—Quizá, si fuera una buena causa, podrías rebajarte a trabajar por veinte —sugirió Valerie—. Vete a averiguar para qué necesitan el milagro.
—Seguro que me mentirán.
—Si tienes dudas, utiliza el fuelle de los bramidos. Porque verás, no me gustaría nada tener remordimientos de conciencia si el milagro no fuera para gente buena.
—Eres una dama muy insistente —dijo Max, pero volvió a subir—. Está bien —le dijo al tipo flacucho—, ¿qué hay de especial en este tipo para que tenga que resucitarlo a él de entre los cientos de personas que me vienen a fastidiar cada día para rogarme que les haga un milagro? Te advierto que será mejor que valga la pena.
Íñigo estuvo a punto de responderle: «Para que pueda decirme cómo matar al conde Rugen», pero no le pareció que fuese el tipo de cosa que, en opinión de un taumaturgo chiflado, fuera a contribuir a la mejoría general de la humanidad, de modo que le dijo:
—Tiene una esposa y quince hijos, no tienen nada para comer, si sigue siendo cadáver, ellos se morirán de hambre, de modo que…
—Ay, hijo, qué mentiroso eres —dijo Max; se dirigió a un rincón y sacó un enorme fuelle—. Se lo preguntaré a él —gruñó, subiendo el fuelle hacia Westley.
—Es un cadáver, no puede hablar —le recordó Íñigo.
—Nosotros tenemos nuestros métodos —fue todo lo que Max le contestó, e introdujo el enorme fuelle por la garganta de Westley y comenzó a bombear—. Verás —le explicó Max mientras bombeaba—, hay distintas clases de muertos. Están los más bien muertos, los muertos en su mayoría y los totalmente muertos. Este tipo que tenemos aquí sólo está más bien muerto, lo cual significa que en su interior conserva una memoria, sigue teniendo trocitos de cerebro. Si se aplica una pequeña presión aquí y otro poco más allá, a veces se consiguen resultados.
Westley comenzaba a hincharse ligeramente debido al bombeo al que le estaban sometiendo.
—¿Qué haces? —preguntó Fezzik, que empezaba a mostrarse preocupado.
—No te preocupes, le estoy llenando los pulmones; te aseguro que no le duele nada. —Dejó de bombear el fuelle al cabo de unos instantes, y luego comenzó a gritar en la oreja de Westley—: ¿Qué es tan importante? ¿Qué hay aquí por lo que merezca la pena regresar? ¿Qué habrá aquí esperándote? —Max volvió a llevar el fuelle a su rincón y luego cogió papel y lápiz—. La respuesta tardará un rato en encontrar el camino de salida, de modo que podemos aprovechar para que me contestéis algunas preguntas. ¿En qué medida conocéis a este hombre?
Íñigo no tenía muchas ganas de contestar a esa pregunta, puesto que habría resultado raro reconocer que de vivo lo habían visto en una sola ocasión, y para enfrentarse a un duelo a muerte.
—¿A qué te refieres exactamente? —repuso.
—Pues, por ejemplo —dijo Max—, ¿tenía cosquillas o no?
—¿Cosquillas? —rugió Íñigo indignado—. ¡Cosquillas! Estamos hablando de una cuestión de vida o muerte, ¿y tú me hablas de cosquillas?
—A mí no me grites —rugió Max a su vez—, y no te burles de mis métodos…, las cosquillas resultan tremendamente útiles en los casos adecuados. En cierta ocasión tuve un cadáver en peor estado que este tipo, estaba muerto en su mayor parte, y yo venga a hacerle cosquillas, venga a hacerle cosquillas. Se las hice en los dedos de los pies y en los sobacos, y en las costillas, y con una pluma de pavo real, le hice cosquillas en el ombligo; y así estuve todo el día y toda la noche y al amanecer del día siguiente…, fíjate bien lo que te digo, al amanecer del día siguiente… el cadáver dijo: «Lo detesto». Y yo le pregunté: «¿Qué es lo que detestas?». Y él me contestó: «Que me hagan cosquillas; he recorrido todo el camino que nos separa de los muertos para volver y pedirte que pares». Entonces yo le dije: «¿Quieres decir que esto que te hago ahora con la pluma de pavo real te molesta?». Y él me contestó: «No puedes llegar a hacerte una idea de cuánto me fastidia». Por supuesto que yo seguí haciéndole preguntas sobre las cosquillas, para que siguiera hablándome y contestándome, porque supongo que no será preciso que os diga que cuando logras que un cadáver se enrede en una conversación, la batalla ya está medio ganada.
—Veeer… dddro mmoor…
Aterrado, Fezzik se aferró a Íñigo y los dos se dieron la vuelta como impelidos por un resorte y se quedaron mirando al hombre de negro, que volvía a estar callado.
—Ha dicho verdadero amor —gritó Íñigo—. Ya lo has oído…, quiere volver por el verdadero amor. Sin duda es un motivo que merece la pena.
—Hijo, no vengas a decirme a mí qué es lo que merece la pena… el amor verdadero es lo mejor del mundo, después de los caramelos para la tos. Es de público conocimiento.
—Entonces, ¿lo salvarás? —inquirió Fezzik.
—Sin duda, lo salvaría, si hubiese dicho «verdadero amor», pero habéis oído mal, mientras que yo, como soy experto en fuelles de bramidos, os diré lo que cualquier experto en lenguas se sentirá feliz de confirmar; es decir, que el sonido
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es el que a un cadáver le resulta más difícil de dominar; por lo tanto sale como una
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, y lo que tu amigo dijo fue «verdadero barol», queriendo referirse obviamente a un «farol»…, por lo que resulta evidente que está metido en un asunto oscuro o en un juego de cartas y quiere ganar, y es más evidente aún que no constituye motivo suficiente para hacer un milagro. Lo siento, nunca cambio de parecer cuando decido algo, adiós, y llevaos vuestro cadáver.
—¡Mentiroso, mentiroso! —chilló de repente una voz desde la puerta trampilla, ahora abierta.
Max Milagros se volvió.
—Vete para abajo, bruja… —le ordenó.
—No soy una bruja, soy tu esposa… —dijo avanzando hacia él hecha una pequeña furia envejecida—, y después de lo que has hecho, dudo que desee seguir siéndolo… —Max Milagros trató de calmarla, pero no había manera de convencerla—. Ha dicho «verdadero amor», Max…, incluso yo logré oírlo…, «verdadero amor, verdadero amor».
—No sigas —le pidió Max, a lo que se añadió una súplica que provenía de alguna parte.
Valerie se volvió hacia Íñigo y le comentó:
—Te rechaza porque tiene miedo…, tiene miedo de estar acabado, de que los milagros hayan abandonado esos dedos que una vez fueron majestuosos…
—No es verdad —protestó Max.
—Tienes razón —convino Valerie—, no es verdad…, nunca fueron majestuosos, Max…, nunca fuiste bueno.
—La curación por cosquillas…, estabas presente…, tú lo viste…
—Pura chiripa…
—Todos los ahogados que resucité…
—Casualidad…
—Valerie, llevamos ochenta años casados, ¿cómo puedes hacerme esto?
—Porque el amor verdadero se está muriendo y tú no tienes la decencia de decir por qué no quieres ayudar…, pues yo sí, y te diré más, el príncipe Humperdinck hizo bien en despedirte…
—No pronuncies ese nombre en mi choza, Valerie…, prometiste que nunca pronunciarías ese nombre…
—Príncipe Humperdinck, príncipe Humperdinck, príncipe Humperdinck, él sí que sabe reconocer los fraudes cuando los ve…
Max echó a correr hacia la puerta trampilla tapándose las orejas con las manos.
—Éste es el amor verdadero de su prometida —dijo entonces Íñigo—. Si le devuelves la vida, él impedirá la boda del príncipe Humperdinck…
Max se quitó las manos de las orejas.
—¿O sea que si este cadáver de aquí resucita, el príncipe Humperdinck sufrirá?
—Humillaciones a granel —repuso Íñigo.
—Pues ése sí que es un motivo que vale la pena —dijo Max Milagros—. Dame los sesenta y cinco, acepto el caso. —Se arrodilló junto a Westley y murmuró—: Mmm.
—¿Qué? —inquirió Valerie. Conocía aquel tono.
—Mientras perdíais el tiempo con tanta charla, ha pasado al estado de muerto total.
Valerie le dio una serie de golpecitos a Westley en distintas zonas.
—Se está endureciendo —dijo—. Tendrás que solucionarlo de alguna manera.
Max le dio también unos cuantos golpecitos y le preguntó a Valerie:
—¿Te parece que el oráculo estará levantado?
Valerie le echó un vistazo al reloj y repuso:
—No lo creo, ya es casi la una. Además, ya no me fío tanto de ella.
—Ya lo sé —dijo Max asintiendo—, pero habría sido bueno tener una idea somera sobre si esto va a funcionar o no. —Se restregó los ojos—. Ah, qué cansado estoy; ojalá hubiese sabido que se me iba a presentar este trabajo, porque esta tarde habría echado una siesta. —Se encogió de hombros—. Ya no tiene remedio, lo hecho, hecho está. Tráeme la Enciclopedia de Hechizos y el Apéndice de Maleficios.
—Creí que lo sabías todo sobre este tipo de cosas —comentó Íñigo; era él quien comenzaba a mostrarse preocupado.
—He perdido práctica, me he retirado hace tres años, y con las recetas para la resurrección no se juega. Un pequeño ingrediente que falle, y todo te estalla en la cara.
—Aquí tienes el Libro de Maleficios y las gafas —dijo Valerie entre jadeos al subir por la escalera del sótano. Mientras Max comenzaba a pasar las hojas, ella se volvió hacia Íñigo y Fezzik, que andaban por ahí dando vueltas, y les dijo—: Podéis ayudar.
—Lo que tú mandes —dijo Fezzik.
—Decidnos cualquier cosa que pueda ser útil. ¿Cuánto tiempo tenemos para hacer el milagro? Si logramos hacerlo…
—Cuando logremos hacerlo —la corrigió Max levantando la vista del Libro de Maleficios.
Su voz sonaba ahora más fuerte.
—Cuando logremos hacerlo —repitió Valerie—, ¿cuánto tiempo ha de conservar su eficacia completa? ¿Qué es lo que vais a hacer exactamente?
—Pues es difícil de predecir —respondió Íñigo—, porque lo primero que hemos de hacer es tomar el castillo por asalto, y nunca se puede estar seguro de cómo van a salir esas cosas.
—Una píldora de una hora bastará —dijo Valerie—. Una de dos, o bien os sobrará tiempo o bien estaréis los dos muertos, ¿por qué no lo dejamos en una hora?
—Es que los tres vamos a luchar —le aclaró Íñigo—. Entonces, cuando hayamos tomado el castillo por asalto, debemos impedir que se celebre la boda, raptar a la princesa y huir, dejando en alguna parte un hueco para que pueda enfrentarme a duelo con el conde Rugen.
Valerie se quedó visiblemente sin energías. Abrumada, se dejó caer en una silla.
—Max —le dijo a su marido, dándole unos golpecitos en el hombro—, no hay nada que hacer.
—¿Eh? —dijo él levantando la vista del libro.
—Necesitan un cadáver que pueda luchar.
Max cerró el Libro de Maleficios y dijo:
—No hay nada que hacer.
—Pero acabo de comprar un milagro —insistió Íñigo—. Te he pagado sesenta y cinco.
—Fíjate en esto —le dijo Valerie aporreando el pecho de Westley—, nada. ¿Alguna vez has oído algo tan hueco? A este hombre le han chupado la vida. Tardará meses en recuperar las fuerzas.
—Pero no disponemos de meses…, ya es más de la una, y la boda se celebrará esta tarde, a las seis. ¿Qué partes podrán funcionar correctamente en diecisiete horas?
—Bueno —dijo Max calculando—. Sin duda alguna, la lengua, ciertamente el cerebro, y con suerte, quizá logre andar un poco si lo empujas con suavidad en la dirección adecuada.
Íñigo lanzó una mirada desesperada a Fezzik.
—¿Qué queréis que os diga? Necesitáis una fantasmagoría.
—Y jamás habríais podido conseguir una por sesenta y cinco —añadió Valerie a manera de consuelo.
Aquí he efectuado un pequeño recorte, quizá de unas veinte páginas. Básicamente, lo que sigue es una serie de escenas alternadas en las que se describe lo que ocurre en el castillo y en casa del taumaturgo: el autor va de un sitio al otro, y cada vez que cambia de lugar da la hora, una especie de «quedaban once horas para las seis de la tarde y…», ese tipo de cosas. Morgenstern utiliza este recurso principalmente porque lo que de veras le interesa, como siempre, es satirizar a la monarquía y dejar bien claro lo tontos que eran siguiendo todas aquellas antiguas tradiciones, como la de besar el anillo sagrado del tatarabuelo Fulano, etcétera.
En esta parte figura la primera escena de acción que he quitado, y os explicaré por qué: Íñigo y Fezzik deben llevar a cabo una cierta cantidad de proezas para conseguir los ingredientes necesarios para la píldora de la resurrección; por ejemplo, Íñigo ha de encontrar un poco de rana en polvo, mientras que Fezzik va a buscar el barro del holocausto; para hacerse con este último ingrediente, en primer lugar Fezzik debe adquirir una capa del holocausto para no morir quemado al recoger el barro, etcétera. En fin, que estoy convencido de que esto es más o menos lo mismo que cuando el mago de Oz envía a los amigos de Dorothy al castillo de la bruja malvada a buscar los zapatos de rubíes; es más o menos la misma «atmósfera», no sé si me explico, y a estas alturas en que el libro va alcanzando su punto álgido, no quería arriesgarme a que el lector dijera: «Vaya, es exactamente como en los libros de Oz». Pero aquí viene la sorpresa: la versión florinesa de Morgenstern vio la luz antes de que Baum escribiera
El mago de Oz
, de modo que a pesar de que él fuera el creador, la cosa aparece justamente como si fuese al revés. Sería bonito que alguien, quizá un candidato a doctor en filosofía que anduviera por ahí suelto, hiciese algo por la reputación de Morgenstern, pues, os lo digo con toda sinceridad, si ser pasado por alto significa sufrir, el hombre ha sufrido mucho.
El otro motivo por el que efectué este recorte es el siguiente: vosotros sabéis que la píldora de la resurrección tiene que funcionar. Porque no se pasa uno tanto rato con una pareja de locos como Max y Valerie para que la cosa acabe en fracaso. Al menos un genio como Morgenstern no lo hubiera hecho.
Una última cosa: Hiram, mi editor, tuvo la impresión de que la parte que habla de Max Milagros está teñida de unos acentos demasiado judíos, demasiado contemporáneos. En eso dejé que se saliera con la suya; para mí éste es un punto muy delicado; citaré un solo ejemplo: en
Butch Cassidy and the Sundance Kid
hay una frase en la que Butch dice: «Yo tengo visión, y el resto del mundo usa bifocales». Uno de mis geniales productores comentó: «Hay que sacar esa frase; no permitiré que mi nombre salga en la película si dejan esa frase». Entonces le pregunté por qué, y el tipo me contestó: «En aquella época no hablaban así; es anacronismo». Entonces recuerdo que le expliqué: «Ben Franklin usaba bifocales…, Ty Cobb era el bateador campeón de la Liga Americana cuando vivían estos tipos…, mi madre vivía cuando vivían estos tipos y ella también usaba bifocales». Nos estrechamos la mano y acabamos siendo enemigos, pero la frase salió en la película.
Esto viene por lo siguiente: si Max y Valerie parecen judíos, ¿por qué no deberían parecerlo? ¿O acaso creéis que un tipo llamado Simón Morgenstern era católico irlandés? Es gracioso…, los padres de Morgenstern se llamaban Max y Valerie y su padre era médico. La vida imita al arte, el arte imita la vida; nunca sé bien cómo va la frase, es más o menos lo mismo que me ocurre con el clarete, nunca logro recordar si es Burdeos o Borgoña. Supongo que lo que realmente importa es que los dos saben bien, igual que Morgenstern; por lo tanto, retomaremos el hilo de la historia más tarde, trece horas más tarde, para ser exacto, a las cuatro, dos horas antes de la boda.