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Authors: William Goldman

Tags: #Aventuras

La princesa prometida (45 page)

BOOK: La princesa prometida
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Fue allí donde fue forjada la espada de seis dedos.

¿Era posible que fuera realmente la maravilla de este mundo? Piccoli llevaba una década oyendo hablar de ella, ansiaba verla bailar antes de morir. El arma más fantástica desde Excalibur, ¿y dónde estaba ahora? Perdida con el chico Montoya de la casa Yeste. ¿Y dónde estaba el chico?

Piccoli se había pasado su larga vida entera entrenando su mente, de modo que tenía la capacidad de permanecer un día entero en medio de una batalla enloquecida y no enterarse de los gritos y la carnicería que sucedía a su alrededor. Cuando estaba dentro de su mente era como si estuviera muerto. Y cada mañana al amanecer se metía en su mente y se quedaba allí hasta el mediodía. No había poder capaz de alterarlo.

Se había metido en su mente al amanecer, un día, y ahí estaba hasta que el sol alcanzara su punto más alto… pero aquella mañana, a las ocho en punto, ocurrió una cosa extraña.

Estaba en su mente como siempre lo estaba a las seis y a las siete, y a las siete y media, y a las ocho menos cuarto, y a menos diez, y a menos cinco, cuatro, tres…

… y entonces Piccoli fue traspasado por algo tan deslumbrante que hasta él tuvo que abrir los ojos…

… para ver a un joven que se acercaba, alto, muy delgado, musculoso, de piernas ágiles, bastante guapo pero que lo habría sido mucho más si no fuera por las dos cicatrices que corrían en paralelo a sus pómulos…

… que llevaba algo tan glorioso en las manos que el sol bailaba en ello.

Piccoli se quedó sin respirar mientras el chico se le acercaba:

—Deseo ver al señor Piccoli, por favor.

—Me gustaría ver tu espada.

Piccoli temblaba al tomarla entre sus pequeñas manos.

—¿Qué es lo que podrías querer de mí? —dijo, sin poder apartar los ojos del arma—. Aquí tienes el mundo.

Íñigo se lo dijo.

—¿Quieres que te enseñe a controlar tu mente? —preguntó Piccoli.

Íñigo asintió con la cabeza:

—He venido desde muy lejos.

—Una pérdida de tiempo, me temo. Eres joven. Los jóvenes no tienen la paciencia necesaria. Son estúpidos. Piensan que sus cuerpos los salvarán.

—Déjeme aprender.

—Es inútil. Ve a librar tu batalla sin mí.

—Se lo suplico.

Piccoli suspiró.

—Está bien. Déjame enseñarte lo estúpido que eres. Responde a mis preguntas: ¿Qué es lo que deseas en este mundo, por encima de todo?

—Pues matar al hombre de seis dedos, por supuesto.

Y con esto, Piccoli se puso a gritar:

—¡No, no, no! Escucha. Mira lo que te digo —su voz se hizo suave, seductora—. El hombre de seis dedos tiene su espada en la mano… la empuja… escucha lo que digo, Montoya, observa la espada. Ha empujado la espada hacia tu padre, ahora la espada penetra en el corazón de tu padre; el corazón de Domingo está destrozado y tú tienes diez años y estás allí, indefenso, ¿recuerdas ese momento? Te lo ordeno, ¡recuerda ese momento!

Íñigo no pudo reprimir sus lágrimas repentinas.

—Ahora le ves caer. Mira… ¡Míralo; mira cómo muere Domingo…!

Íñigo empezó a sollozar sin control.

—Dime lo que sientes.

Íñigo apenas era capaz de pronunciar la palabra:

—Dolor…

—Sí, correcto, por supuesto, dolor, un dolor que mata. Eso es lo que has de desear sobre todas las cosas, acabar con tu dolor.

—… Sí…

—¿Este dolor te acompaña cada momento, cada día?

—… Sí…

—Si piensas en poner fin a tu dolor, matarás al hombre de seis dedos; pero si sólo piensas en la venganza, él te matará a ti, porque ya te ha quitado lo que querías más en este mundo, y él lo sabrá, y cuando luchéis te dirá cosas, te vituperará, te hablará de tu patético padre y se reirá de tu amor por un fracasado como Domingo, y tú gritarás de rabia y tu sed de venganza tomará el control, y entonces atacarás a ciegas y él te cortará a trocitos.

Íñigo lo vio todo, y era cierto. Se vio a sí mismo atacando y se oyó gritar y entonces sintió la espada del hombre de seis dedos entrar en su cuerpo, penetrar en su corazón:

—Por favor, no permita que pierda ante él —logró finalmente decir.

Piccoli miró al joven destrozado que tenía delante. Con delicadeza, le devolvió la espada de seis dedos.

—Ve a secarte las lágrimas, Montoya —dijo al final—. Empezaremos tus lecciones por la mañana.

Fue un trabajo salvaje. Íñigo jamás se habría imaginado que sería menos que esto, pero Piccoli era despiadado más allá de lo humano. Durante ocho años Íñigo había corrido dos horas al día, para que sus piernas estuvieran fuertes y musculosas. Ahora, con Piccoli, no podía correr en absoluto. Durante ocho años había apretado rocas del tamaño de una manzana dos horas al día, de modo que sus muñecas pudieran lanzar el toque de la muerte desde cualquier posición. Ahora, apretar rocas estaba prohibido. Durante ocho años, nunca había saltado y esquivado menos de dos horas al día. Ahora, ni saltos ni esquivadas.

El cuerpo de Íñigo, tan fuerte como un látigo, tan rápido como una liebre, el cuerpo que él había formado para el combate, el cuerpo que era la envidia de la mayoría de los hombres. ¿Qué cuerpo? Piccoli lo odiaba.

—Tu cuerpo es tu enemigo mientras estés conmigo —le explicó Piccoli—. Por ahora lo tenemos que debilitar. Es la única manera que tienes de que tu mente crezca. Mientras sigas pensando que eres capaz de encontrar la solución a tus problemas mediante la lucha, no serás nunca capaz de luchar para solucionarlos.

Durante ocho años, Íñigo había sobrevivido durmiendo cuatro horas al día. Ahora era lo único que hacía: dormir. Dormitar. Descansar. Sesteaba obedeciendo órdenes, todo el tiempo. Y mientras descansaba, tenía que pensar sobre su mente.

Pasaron las semanas. Al principio dormía doce horas al día, luego quince. La meta de Piccoli eran veinte, e Íñigo sabía que la tortura no acabaría nunca hasta que hubiera alcanzado su objetivo. No hacía nada más que estar ahí tumbado y pensar en su mente.

Su único trabajo era pensar en su mente. Familiarizarse con ella, aprender sus maneras.

Su único ejercicio tenía lugar quince minutos al día, mientras se ponía el sol. Piccoli lo mandaba fuera, con la espada en la mano. Y se inclinaba. Sólo una vez. E Íñigo brillaba en la luz menguante, con la espada viva, y su cuerpo saltaba y se agachaba, y las sombras se movían como espectros. Piccoli era muy mayor, pero una vez había visto a Bastia y esto volvía a ser Bastia, vivo de nuevo en la tierra.

Una nueva reverencia del pequeño anciano y vuelta a descansar. A la cama. A tumbarse y a pensar sobre su mente.

Y sucedió así hasta el día en el que Piccoli tuvo que bajar al pueblo a buscar provisiones. Íñigo estaba solo en la casa de piedra y se oyeron unos pasos delicados que se acercaban, y una voz suave preguntando por el propietario, y entonces Íñigo dejó de estar solo. Miró hacia la figura que quedaba enmarcada por el umbral de la puerta y se levantó. Y pronunció estas palabras tan asombrosas e inesperadas:

—No puedo casarme contigo.

Ella lo miró:

—¿Nos conocemos, señor?

—En mis sueños.

—¿Y decidimos no casarnos? Qué sueños tan extraños para un muchacho tan joven.

—No más joven que tú.

—¿Trabajáis para Piccoli?

Íñigo sacudió la cabeza:

—Principalmente, duermo para Piccoli. ¿Puedes acercarte?

—No tengo elección.

—¿Trabajas en el castillo?

—He vivido allí toda la vida. Mi madre también.

—Soy Íñigo Montoya, de España. ¿Y tú?

Sabía que la muchacha tendría un nombre maravilloso, un nombre que recordaría toda la vida.

—Giulietta, señor.

—¿Crees que soy extraño, Giulietta?

—Sería un poco tonta si no lo creyera —dijo Giulietta, antes de añadir—: Señor.

—¿Sientes tu corazón en este momento? Yo siento el mío.

—Sería un poco tonta si no lo sintiera —dijo Giulietta. Sus ojos negros estudiaron el rostro del muchacho muy de cerca antes de añadir—: Creo que será mejor que me contéis vuestros sueños.

Íñigo empezó. Habló de la matanza y de sus cicatrices y contó cómo, cuando se curó, empezó su búsqueda. Y cómo errando por el mundo, de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad, a solas siempre, se inventaba compañeros porque en realidad no tenía a nadie que le hiciera compañía.

Y cuando tenía unos trece años, había siempre un alguien esperándole al final del día. A medida que se hacía mayor, ella también creció, la muchacha, y estaba allí, siempre allí, y comían sobras juntos para cenar y dormían abrazados en pajares, y sus ojos negros eran muy dulces cuando lo miraban.

—Igual que tus ojos son dulces ahora mismo, al mirarme, y su pelo negro caía sobre su espalda del mismo modo que tu cabellera ahora, y me has acompañado durante todos estos años, Giulietta, y te amo y te amaré siempre, pero no puedo, y espero que lo comprendas, porque mi misión es lo primero, por encima de todo, ni siquiera con lo que puedo ver en tus ojos, no puedo casarme contigo.

La muchacha se quedó claramente conmovida. Íñigo lo sabía, Íñigo sabía que la había hecho emocionar profundamente, y esperó su respuesta.

Finalmente, Giulietta dijo:

—¿Sueles contar a menudo esa historia? Apuesto a que las chicas del pueblo se vuelven locas por ti. —Y se marchó.

A la mañana siguiente, antes de que él volviera a meterse en su mente, regresó:

—Déjame aclarar una cosa, Íñigo: ¿tomamos sobras para cenar? ¿Me metes en tu fantasía y lo mejor que me ofreces son sobras? —entonces se giró hacia la puerta y añadió—: No tienes ni la más mínima posibilidad de ganarte mi corazón.

Íñigo volvió a meterse en su mente.

Al mediodía siguiente, ella lo despertó con unos golpecitos.

—Déjame aclarar una cosa, Íñigo: ¿dormimos en pajares? ¿Ni siquiera pudiste ofrecerme una habitación limpia en un hostal? ¿Sabes lo incómodos que son los pajares? —y entonces se dirigió hacia la puerta y añadió—: Hoy tienes menos posibilidades de ganar mi corazón de las que tenías ayer.

Íñigo volvió a meterse en su mente.

Al anochecer siguiente la muchacha apareció en el umbral. Era justo antes de los quince minutos de ejercicio de Íñigo, y ella dijo:

—¿Cómo sé que vas a encontrar a ese hombre de seis dedos? ¿Y cómo sé que serás capaz de vencerlo? ¿Y si yo sintiera algún tipo de extraña compasión hacia ti y te esperara y luego él te ganara?

—Ésa es mi peor pesadilla. Por eso estoy estudiando.

Ella señaló su espada:

—¿Manejas bien este instrumento?

Íñigo salió fuera y bailó con la espada de seis dedos bajo la luz crepuscular. Se esforzó por ser especialmente brillante y acabó con una pirueta especial que le había enseñado años antes MacPherson de Escocia. Consistía en un giro y un golpe de espada y acababa con una reverencia.

—Impresionante, Íñigo, lo reconozco —dijo ella, cuando acabó—. ¿Pero qué sucederá una vez hayas encontrado a ese hombre y le hayas vencido? ¿Cómo vas a ganarte la vida? ¿Haciendo exhibiciones como ésta? ¿Qué esperas que haga yo, tocar la pandereta y llamar la atención del público? Tienes tan pocas posibilidades de ganarte mi corazón que no hay ningún motivo para que tú y yo sigamos viéndonos. Adiós.

Mientras la miraba marcharse no había ninguna duda: a Íñigo le dolía el corazón…

Ella no volvió hasta la noche del baile. Íñigo no pudo evitar oír la música que sonaba en el castillo e inundaba la noche. Los músicos llevaban días practicando. De pronto, ahí estaba Giulietta, haciéndole señas.

—Es tan bonito —le susurró—, pensé que tal vez querrías verlo. Puedo ayudar a colarte, pero debes hacer exactamente lo que yo te diga. Si nos pillan tendremos problemas.

Corrieron bajo las sombras alargadas, se detuvieron un momento frente a la cocina, y entonces ella le hizo un gesto con la cabeza y entraron, y ella señaló hacia la izquierda para mostrarle el camino, y luego a la derecha, y él la siguió hasta que la sala de baile apareció ante ellos.

Era una imagen que superaba sus expectativas. Una sala tan grande, tan elegante, con tantas flores que podían llenar un bosque y músicos tocando suavemente. Íñigo observaba —y seguía observando— hasta que escuchó un jadeo y Giulietta le susurró:

—Oh, no, ha llegado el conde. Debo irme; métete detrás de la puerta.

Íñigo se metió detrás de la puerta, preguntándose cuán horrible podía ser el castigo por colarse en un castillo, por mirar los salones que sólo los poderosos tenían derecho a contemplar. Cerró los ojos y rogó mentalmente que el conde no lo descubriera.

Abrió los ojos y vio la pesadilla: el conde le estaba mirando. Era un hombre viejo, muy viejo. Con una mirada de desprecio. Y una voz poderosamente destructiva.

—Tú —empezó la frase—, ¡eres un ladrón!

—Nunca he robado… —balbució Íñigo.

—¿Quién eres?

A Íñigo le costaba encontrar las palabras:

—Eeeehm… Montoya, Íñigo Montoya de Arabella, España.

—¿Un español? ¿En mi casa? ¡Ahora tendré que fumigar!

Y entonces el conde se acercó todavía más:

—¿Cómo has entrado?

—Alguien me trajo. Pero jamás revelaré su nombre. Castigadme, haced lo que queráis conmigo, pero su nombre siempre será un secreto para vos.

Entonces suspiró mientras Giulietta permanecía ante una puerta distante. Le hizo un gesto para que se marchara corriendo, pero el giro del conde fue demasiado rápido y la vio.

—A ella no le hagáis nada —gritó Íñigo—. Ha vivido aquí toda su vida, al igual que antes lo hizo su madre.

—¡Su madre era mi esposa! —gruñó el conde, mucho más alto que antes—. ¡Tú, patética excusa para este tonto pedigüeño de monedas; tú, desgracia de la faz de la tierra!

Y, con un grito de disgusto, se volvió y desapareció.

Para entonces, Giulietta ya estaba al lado de Íñigo, loca de alegría:

—¡A papá le gustas! —exclamó.

Bailaron toda la noche. Se abrazaron como lo hacen los amantes, Íñigo, con todos sus años de estudio del movimiento, giraba como un sueño de pies ligeros, y Giulietta llevaba toda la vida entrenada para este tipo de celebraciones; y los músicos habían tocado para duques gordos y comerciantes grotescos, pero ahora, mirando a esta pareja morena que apenas tocaba el suelo, se daban cuenta de que su música debía estar a la altura de los bailarines.

Incluso hoy, todos los sirvientes del castillo Cardinale recuerdan el sonido de aquella música.

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