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Authors: William Goldman

Tags: #Aventuras

La princesa prometida (49 page)

BOOK: La princesa prometida
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¿Queréis saber algo sorprendente? A Willy le gustó esta escena. Recuerdo que cuando mi padre me leía La princesa prometida, yo odiaba todas las partes de besuqueo. Le dije antes de leerlo que quizá lo encontraría un poco carente de audacia, quizá eso ayudó. Su única pregunta después de esta escena fue «qué tipo de cosas» ocurrían cuando Westley era Rey del Mar. Le contesté que si Morgenstern hubiera querido que lo supiéramos, nos lo hubiera contado. (Se lo tragó. Uf.)

Pero bueno, probablemente no os sorprenderá saber que los nueve meses de rigor pasaron bastante rápido y…

—Creo que el anochecer sería un momento muy bonito —dijo Buttercup—. Creo que eso le gustaría, abrir los ojos al mundo en ese momento. Sí, que sea al anochecer.

Estaba hablando a los otros mientras desayunaban, y todos estuvieron de acuerdo. De hecho, como ninguno de ellos tenía ninguna experiencia dando a luz, poco podían discutir. Y nadie le podía discutir a Buttercup la manera en que cuidaba de sí misma. En los nueve meses desde que ella y Westley hicieron el amor por primera vez, había florecido, y había manejado su situación con una serenidad admirable en alguien tan joven. Es cierto que los primeros meses le trajeron unos leves mareos matutinos que, sí, resultaban desagradables. Pero todo lo que debía hacer para ahuyentarlos era mirar a Westley y decirse a sí misma que estaba trayendo a un ser como él al universo. Y entonces, puf, el mareo desaparecía.

Sabía que su primer hijo sería un niño. Tuvo un sueño durante el primer mes en que así era. El sueño se repitió un par de veces más. Y después de esto, ya no tuvo ninguna idea. Y se comportó durante todo el embarazo como si fuera el más normal de los estados humanos. Te hinchabas, cierto, pero eso no te impedía hacer vida normal, que en su caso consistía en ayudar a Fezzik a menudo a cocinar, ayudar a Íñigo a recomponer su corazón, pasear y conversar con Westley, hablar de su futuro juntos, dónde se instalarían, qué iban a hacer con el resto de sus vidas teniendo en cuenta que el hombre más poderoso de la tierra se había propuesto matarlos.

Después de la cena, se sentía preparada. Westley le había hecho una cama especial para dar a luz, con el heno más suave y unos almohadones todavía más blandos. Estaba orientada al oeste, y prendió un fuego cerca, y puso marmitas a hervir con el agua más pura. Una hora antes de la puesta del sol, cuando las contracciones venían con cinco minutos de diferencia, la llevó hasta la cama y la posó delicadamente sobre ella. Entonces se sentó a su lado y le iba dando masajes. Ella se sentía tan feliz como él, y cuando el sol empezó a ponerse las contracciones venían con dos minutos de diferencia.

Buttercup miró fijamente al sol poniente y sonrió, tomó la mano de Westley y le susurró:

—Es lo que siempre he querido en este mundo, dar a luz a tu hijo a esta hora, contigo a mi lado.

Estaban los dos tan felices, y Westley le dijo:

—Somos un solo latido.

Y ella le dio un beso y le contestó:

—Y siempre lo seremos.

Mientras eso sucedía, Íñigo hacía esgrima con las sombras, una práctica excelente si no tienes un oponente adecuado. Westley, por supuesto, era buenísimo, y se habían pasado muchas horas felices acuchillándose el uno al otro. Pero ahora, a medida que la puesta de sol terminaba, Íñigo se propuso acabar pronto para ir a dar la bienvenida al bebé.

Fezzik normalmente los vigilaba, o sólo a Íñigo cuando era el caso. Pero no esa noche. Hoy se escondía en el extremo del único árbol de la isla del Único Árbol, el rascacielos. Y se aguantaba el estómago e intentaba no quejarse y ser una molestia, pero la verdad era ésta: para ser el hombre más fuerte de la tierra, para ser un hombre que se ganaba la vida haciendo daño, Fezzik era muy aprensivo. Podía soportar la visión de la sangre tan bien como cualquier luchador, siempre y cuando se tratara de la de un adversario. Pero les había preguntado a Westley y a Íñigo cómo iba a ser el nacimiento del bebé de Buttercup, y aunque ninguno de los dos era experto en el tema, ambos le indicaron que podía haber un poco de sangre, además de otro tipo de secreciones.

Fezzik rodó por los suelos cuando las palabras «otro tipo de secreciones» llegaron a sus oídos. Había una palabra turca que describía tales cosas:
puaj
. Fezzik se aguantó el estómago y pensó
puaj
una y otra vez. Supo, por las estrellas que brillaban en el cielo, que el chico estaba a punto de llegar.

Pero, hacia la medianoche, supieron que algo andaba mal.

Las contracciones venían cada minuto cuando brillaron los últimos destellos del sol… pero ahí se quedaron. A las diez seguían igual, y Buttercup lo hubiera llevado discretamente, como lo había hecho las horas precedentes…

… pero a medianoche empezó a tener espasmos en la espalda. Eso lo podía soportar; Westley estaba a su lado, ¿qué eran aquellos espasmos? Se estaba preparando para convivir un buen rato con ellos…

… hasta que el dolor se arrastró desde la espalda a las caderas, bajó hasta una pierna, luego a la otra, las puso al rojo vivo…

… y el ardor en las piernas fue el inicio de su tormento.

Fue empalideciendo pero seguía siendo Buttercup y estaba iluminada por el brillo de las llamas. Todavía entonces era una visión digna de ver.

Hasta el amanecer no se dieron cuenta de lo que el dolor le había hecho.

Westley estuvo con ella todo el tiempo, le frotó la espalda, le dio masajes en las piernas, le secó el sudor de la frente con una toalla. Se portaba maravillosamente.

Hacia mediodía sabían ya que algo iba muy, muy mal.

Fezzik rugía de vez en cuando, echaba un vistazo, se marchaba corriendo y se metía en su escondite, indefenso. Íñigo se aferraba a la espada de seis dedos y luchaba con las brisas hasta que se dio cuenta de que el sol empezaba de nuevo a bajar y que estaban en el segundo día.

—No quiero que te preocupes —le susurró Buttercup a su amado.

—De momento no pasa nada extraño —le contestó Westley—. Por lo que he oído, treinta horas es perfectamente normal.

—Bien, me alegra saberlo.

Cuando llegó el amanecer siguiente y la muchacha empezaba claramente a debilitarse, logró decir:

—¿Qué más has oído?

Y Westley dijo:

—Todo el mundo está de acuerdo en esto: cuanto más largo es el parto, más sano nace el bebé.

—Qué suerte tendremos de tener un bebé sano.

Cuando llegó la segunda puesta de sol la preocupación ya era sólo la supervivencia.

Fezzik sollozaba detrás del árbol mientras Westley consultaba con Íñigo. Hablaban con calma, pero el terror empezaba a rondarlos.

—Yo no sé nada de estas cosas —dijo Íñigo.

—Ni yo.

—He oído de un corte que puede salvar la vida. Se corta a la mujer de alguna manera.

—¿Y matar a mi amada? Mataría a cualquiera que lo intentara.

En aquel preciso instante Buttercup gritó y Westley corrió a atenderla y se dejó caer a su lado.

—Lamento ser… un problema…

—¿Por qué has gritado?

Buttercup le cogió la mano, la apretó con mucha fuerza.

—Tengo la columna… ardiendo.

Westley sonrió:

—Qué suerte tenemos. Cuando sucede esto en la columna, bueno, es una clara señal de que nuestro hijo está a punto de nacer.

—Lo de la columna no es nada, al menos cuando te acostumbras. Yo ya sabía lo que es el dolor, cuando escuché que Roberts te había matado. Eso fue algo difícil de superar. Entonces sí que sufrí. Pero esto —dijo, tratando de chascar los dedos, pero su cuerpo no la obedecía—, esto no es nada.

—Íñigo y yo estábamos hablando sobre adonde ir una vez seamos una familia. ¿Te acuerdas de cómo, antes de abandonar la granja de tu padre, pensaba en emigrar a América? A mí me parece una buena idea, ¿qué te parece?

Ella susurró:

—¿América?

—Sí, en algún lugar al otro lado del océano, ¿y sabes cuándo fue la primera vez que te amé?

—… dímelo…

—Bueno, éramos jóvenes y tú me acababas de vejar terriblemente, me habías llamado memo y tonto como solías hacer en aquellos tiempos. «Granjero, ¿por qué no puedes hacer nunca nada bien? Granjero, eres un inútil, inútil y bobo y no harás nunca nada de provecho».

Buttercup logró sonreír un poco:

—Era insoportable.

—En tus días «buenos» eras insoportable, pero podías ser mucho peor que eso, y cuando los chicos empezaron a perseguirte fuiste lo peor. Un anochecer, cuando todos ya se habían marchado y yo estaba en el establo cepillando a
Caballo
, tú llegaste, canturreando y haciendo el tonto, y dijiste: «Puedo tener a cualquier chico del pueblo y bla, bla, bla», y yo me fui a mi choza y me dije: «Ya he tenido bastante, por mí puedes quedarte con todos esos idiotas que yo me marcho», e hice las maletas y me dispuse a salir de la granja, y entonces miré hacia tu ventana y pensé «lamentarás haberme humillado porque un día volveré con todas las riquezas de Asia; adiós para siempre».

—¿En serio me abandonaste…?

—Eso fue la teoría. Pero la realidad fue ésta: me di la vuelta y di un paso hacia la puerta y pensé: «¿Qué valor tienen todas las riquezas de Asia sin su sonrisa?». Y luego di otro paso y pensé: «¿Y si esa sonrisa llega y yo no estoy aquí para verla?». Y me quedé allí junto a tu ventana y me di cuenta de que tenía que estar ahí en caso de que a tu sonrisa se le ocurriera aparecer. Porque me quedaba tan indefenso cuando eso ocurría, me quedaba tan deslumbrado por tu esplendor, estaba tan extasiado de estar cerca de ti, aunque tú sólo me insultaras. Jamás podía haberme marchado.

Ella sonrió con la sonrisa más dulce que pudo.

Westley le hizo un gesto a Íñigo para que se acercara:

—Creo que hemos llegado al momento crítico —le susurró.

—Ya lo veo —le susurró Íñigo como respuesta.

Pero vivían de la esperanza y ambos lo sabían, y Westley la abrazaba con mucha delicadeza a medida que su aliento se iba debilitando, Íñigo le dio unos golpecitos en la espalda a Westley como hacen los camaradas en momentos así, haciendo gestos con la cabeza como diciendo que todo saldría bien. Y Westley le devolvía los gestos. Pero Íñigo, en su corazón, sabía una cosa: aquello iba a acabar pronto.

Y detrás del árbol, Fezzik, solo, jadeaba, porque él sabía una cosa: de pronto ya no estaba solo. Empezó a intentar buscarlo, porque algo lo invadía, le invadía el cerebro, y el sólo sabía que su cerebro necesitaba un poco de ayuda, pero Fezzik siguió luchando porque cuando te sientes invadido, no sabes nunca quién va a venir a acompañarte, si un ayudante o un estropeante, alguien bueno o, lo más aterrador, alguien que desea tormento. La madre de Fezzik había sido invadida el mismo día que conoció a su padre, puesto que se suponía que era demasiado tímida como para acercarse a él y flirtear de la manera en que las chicas turcas acostumbraban a hacerlo en aquellos días, de modo que se limitó a quedarse a un lado mientras las otras chicas del pueblo se abalanzaban sobe él. Y ella quería al padre de Fezzik, quería pasar el resto de su vida con él, eso lo sabía, pero se quedó al margen, dejando el campo libre a las chicas más audaces… pero luego sintió la invasión y, de pronto, la madre de Fezzik se sintió de hierro, y su nuevo inquilino temporal le dio la confianza para hacer cosas maravillosas, de modo que volvió a reunirse con las otras coquetas del pueblo y las superó a todas, con su sonrisa ostentosa y la admirable manera en que su cuerpo se movía. Al menos lo hizo así, y el padre de Fezzik se quedó cautivado con ella, y aunque el invasor se marchó aquella misma noche, se casaron y su madre se puso tan contenta y su padre sólo se preguntaba, a medida que pasaban los años, se preguntaba qué había sido de aquella criatura gloriosa que había ganado su corazón…

Fezzik sentía su poder creciente a medida que el invasor lo iba controlando. Su último pensamiento fue en realidad una plegaria: por favor, seas quién seas, si vas a hacerle daño al bebé, házmelo primero a mí.

Y junto al fuego, Westley sujetaba a Buttercup con fuerza y le dirigía palabras de optimismo, e Íñigo respondía siempre en el mismo tono.

Hasta esa terrible hora cincuenta del parto de Buttercup, cuando Íñigo ya no fue capaz de mentir y pronunció las temidas palabras: «La hemos perdido».

Westley miró su rostro sin expresión y era cierto, y él no había hecho nada para salvarla. Ni una sola vez en toda su vida, excepto cuando estaba en la Máquina, había dejado que las lágrimas lo visitaran, ni siquiera cuando sus amados padres fueron torturados ante sus propios ojos, ni una sola vez, nunca, jamás.

Ahora flaqueaba. Cayó al lado de su amada e Íñigo no podía más que contemplarlos, incapaz de hacer nada. Y Westley se preguntó qué iba a hacer hasta que la muerte le llegara, porque seguir viviendo solo era imposible. Habían luchado en el Pantano de Fuego y habían sobrevivido. Si hubiera sabido cómo iban a acabar, pensó Westley en aquel momento, los hubiera dejado morir entonces. Al menos así hubieran estado juntos.

Y entonces, de detrás de él, llegó el sonido más extraño de todos los que habían oído nunca; un sonido incorpóreo, como si hablara un cadáver, y el sonido retumbó hacia ellos:

«Tenemos el cuerpo».

Íñigo dio vueltas sobre sí mismo y luego gritó al cielo nocturno. Y Westley, de desesperación, se quedó tan sorprendido del sonido que también dio vueltas y gritó a la noche.

Algo avanzaba hacia ellos desde la oscuridad.

Ambos entornaron los ojos para asegurarse. Sus ojos no les engañaban.

Fezzik avanzaba hacia ellos en la oscuridad.

O al menos, algo que parecía Fezzik avanzaba hacia ellos. Pero sus ojos brillaban y su ritmo era rápido, y su voz… ninguno de ellos había nunca oído una voz así. Tan profunda, atronadora y mesurada a la vez. Y el acento era también algo que jamás habían escuchado. No hasta que llegaron a América. (O, para ser más precisos, cuando los que seguían vivos llegaron.)

—Fezzik —dijo Íñigo—, no es el momento.


Tenemos el cuerpo
—volvió a decir Fezzik—.
Tenemos a un bebé sano atado dentro. Lleva demasiado tiempo esperando.

Ahora el gigante se arrodilló junto a la mujer inmóvil, le hizo un gesto a Westley para que se apartara, posó el oído sobre ella y dio una palmada fuerte con las manos.



—dijo, dirigiéndose a Íñigo—,
tráeme agua y jabón para desinfectarme las manos.

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