La princesa prometida (2 page)

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Authors: William Goldman

Tags: #Aventuras

BOOK: La princesa prometida
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Entonces le despidieron y entró un nuevo GG a sustituirlo.

He aquí lo que ocurre por ahí cuando esto ocurre: el viejo GG es desposeído de sus condecoraciones y de su derecho a ir al Morton’s los lunes por la noche y se marcha, muy rico —tenía un contrato blindado por si ocurría lo inevitable— pero caído en desgracia.

Y el nuevo GG toma el trono con una sola ley pero marcada a sangre y fuego: nada de lo que su predecesor tenía en danza debe ser continuado. ¿Por qué? Imagina que se lleva a cabo. Imagina que es un gran éxito. ¿Quién se lleva los laureles? El viejo GG. Y el nuevo GG, que ahora puede ir al Morton’s los lunes por la noche, tiene los días contados, pues sabe que todos sus compañeros están murmurando: «El muy cabrón, no era su película».

Es la muerte.

Así que
La princesa prometida
quedó enterrada, presumiblemente para siempre.

Y me di cuenta de que el control del asunto se me escapaba de las manos. La Fox tenía el libro. Y qué más daba si yo tenía el guión; podían encargar otro. Así que hice algo de lo cual me siento genuinamente orgulloso. Volví a comprar el libro al estudio, con mi propio dinero. Creo que se quedaron sospechando que tenía algún plan o algún negocio entre manos, pero no era así. Simplemente no quería que ningún idiota destruyera lo que me había dado cuenta de que era el proyecto más importante de mi vida.

Después de un buen rato de negociaciones volvía a ser mío. Ahora yo era el único idiota que lo podía destruir.

Leí hace poco que la excelente novela de Jack Finney
Time and Again
ha cumplido cerca de veinte años y todavía no ha sido llevada a la gran pantalla.
La princesa prometida
no tardó tanto, pero tampoco mucho menos. No tomé apuntes, así que todo esto sale de mis recuerdos. Comprendedlo, para que alguien haga una película se necesitan dos cosas: pasión y dinero. Resulta que a mucha gente le gustó
La princesa prometida
. Sé de al menos dos GG distintos a quienes les gustó con locura. Que me estrecharon las manos para cerrar el trato.

Y que fueron despedidos los dos el fin de semana anterior al inicio de la producción. Un estudio (de pequeño tamaño) incluso cerró el fin de semana anterior a empezar a mover la producción. El guión empezó a adquirir cierta reputación: un artículo de una revista lo citaba entre los mejores guiones que jamás se han rodado.

Lo cierto es que, después de una década y más, pensé que nunca ocurriría. Cada vez que había interés, me quedaba esperando a que fallara algo en el último momento… y siempre lo hacía. Pero, sin yo saberlo, las cosas se habían puesto en marcha diez años antes de lo que al final sería mi salvación.

Cuando la película
Dos hombres y un destino
se terminó de rodar, me alejé de la industria cinematográfica durante una temporada. (Ahora volvemos a finales de los años 1960). Quería probar algo que no había hecho nunca: el ensayo.

Escribí un libro sobre Broadway llamado
The Season
. Durante un año entero fui al teatro cientos de veces, tanto en Nueva York como fuera, y vi todo lo que había en cartel al menos una vez. Pero la obra que fui a ver más veces fue una excelente comedia llamada
Something Different
, escrita por Cari Reiner.

Reiner me prestó una ayuda inestimable y me cayó muy bien. Cuando salió
The Season
le mandé un ejemplar. Al cabo de unos cuantos años, cuando
La princesa prometida
estuvo terminada, le mandé la novela. Y un día, él se la dio a su hijo mayor.

—Aquí lo tienes —le dijo a su hijo Robert—. Creo que te va a gustar.

Entonces a Rob le faltaba un año para empezar su carrera como director de actores, pero nos conocimos en 1985 y Norman Lear (Dios le bendiga) nos dio el dinero para empezar a rodar la película.

Mantengamos viva la esperanza.

Hicimos la primera lectura del guión en un hotel de Londres, en la primavera de 1986. Rob estaba allí, y también su productor, Andy Scheinman. Estaban también Robin Wright y Cary Elwes, Buttercup y Westley. Y Chris Sarandon y Chris Guest, los villanos, el príncipe Humperdinck y el conde Rugen; y Wally Shawn, el genio malvado Vizzini. Mandy Patinkin, que interpretaba a Íñigo, estaba muy presente. Y sentado a solas, en silencio —siempre intentaba permanecer sentado en silencio— estaba André el Gigante, que era Fezzik.

No era el típico grupo de Hadassah.
[1]

Yo estaba sentado delicadamente en una esquina. Dos de las eraras más importantes de mi época en el mundo del espectáculo, Era Kazan y George Roy Hill, me dijeron lo mismo en unas entrevistas: cuando llega el momento de la primera lectura, el trabajo tras importante ya está hecho. Si habías podido trabajar con el guión y encontrar el reparto adecuado, entonces tenías la oportunidad de hacer algo de calidad. Pero si no, no importaba lo bien hecho ere estuviera todo lo demás; nunca saldrías del pozo.

Probablemente eso sonará a locura a los no iniciados, es normal, pero es muy real. La razón por la que suena a locura es ésta: la revista
Premiere
todavía no nos ronda cuando estamos preparando el guión.
Entertainment Tonight
tampoco está en el momento del casting. Sólo están ahí cuando rodamos una toma, que es la parte menos importante de la realización de una película. Recordad esto: el rodaje es sólo la fábrica que junta las partes del coche.

A. R. Roussimoff era nuestra apuesta más fuerte aquella mañana de ensayo. Bajo el apodo de André el Gigante, era el mejor luchador del mundo. Yo me había convencido de que si alguna vez tenía que nacerse la película, él tenía que ser Fezzik, el hombre más fuerte.

Rob también pensó que André podía ser bueno para el papel. El problema era que nadie era capaz de localizarlo. Luchaba más de 330 días al año, siempre de un lado a otro.

De modo que seguimos adelante con nuestro trabajo e intentamos encontrar a otro actor. Vinieron tres tipos grandullones —bueno, estamos hablando de tipos inmensos—, pero no eran gigantes. En algún momento encontramos a un gigante, pero, o bien era incapaz de actuar, o bien era flaco, y un gigante flaco no era en absoluto lo que necesitábamos.

Todavía, ni rastro de André.

Un día, Rob y Andy estaban en Florin acabando de buscar las localizaciones cuando se recibió una llamada: André estaría en París la tarde siguiente. Volaron para encontrarse con él. No les fue fácil, puesto que desde Florin no había ningún vuelo directo a ninguna capital europea. Por no mencionar que sus horarios dependen de los pasajeros: todos los vuelos desde Florin van a tope porque esperan a tener el avión lleno para despegar. Hasta permiten que la gente viaje de pie en los pasillos. (Yo sólo lo había visto una vez, en Rusia, en un vuelo de pesadilla de Tiblisi a San Petersburgo.) Al final, Rob y Andy tuvieron que contratar un pequeño avión de hélices para llegar a la reunión. Y llegaron al Ritz, donde el recepcionista les indicó, con un extraño tono de voz: «Hay un hombre que les espera en el bar».

Para mí, André era como el Pentágono: por mucho que te hayan dicho lo grande que es, cuando te acercas, lo es mucho más.

André era mucho más grande.

Sus medidas oficiales eran 250 kilos de peso y 2,30 m de altura. Pero él no estaba muy seguro y tampoco se pasaba mucho tiempo pesándose en la báscula cada mañana. Me contó que una vez estuvo enfermo y perdió 45 kilos en tres semanas. Pero, aparte de esto, nunca hablaba de sus dimensiones.

Estuvieron charlando en el bar y luego subieron a la habitación de Rob, donde estuvieron revisando el guión. Un par de cosas quedaron claras: André tenía un acento francés que echaba de espaldas y, mucho peor, su voz parecía salir del sótano.

Rob se la jugó; le dio el papel. También grabó la parte de André en una cinta; línea a línea, con las inflexiones de la voz supuestamente incluidas, de modo que André se lo pudiera llevar con él en sus desplazamientos y aprenderse el texto en los meses previos al inicio de los ensayos.

El ensayo de aquella mañana londinense fue intencionadamente ligero: un par de lecturas del guión, pocos comentarios. Hacía una tarde espléndida cuando hicimos una pausa para almorzar, y encontramos un restaurante cerca con mesas en la calle. Era perfecto, excepto que la silla era demasiado pequeña para André: el ancho adecuado para una persona normal, los reposabrazos estaban demasiado juntos. Había una mesa dentro que tenía un banco, y alguien nos sugirió que comiéramos allí. Pero André se negó en rotundo, de modo que nos quedamos fuera. Todavía puedo verlo separando los reposabrazos, embutiéndose en la silla, y luego observando cómo se volvían a juntar, apretándolo durante el resto del almuerzo. Comió muy poco, y los cubiertos parecían de bebé, como encogidos en comparación con el tamaño de sus manos.

Después del almuerzo volvimos a ensayar, ahora ya con escenas, y André trabajaba con nuestro Íñigo, Mandy Patinkin. Estaba claro que André se había estudiado las cintas de Rob, pero era innegable que sus lecturas eran lentas, con más de un tic maquinal.

Interpretó una de las escenas del momento en que se acaban de reencontrar. Mandy estaba intentando obtener un poco de información de André y éste le respondía con una de sus lentas lecturas aprendidas de memoria. Mandy, como Íñigo, intentaba apresurar a Fezzik. André le contestó con una de sus respuestas lentas y maquinales. Volvieron atrás y lo intentaron una y otra vez. Mandy, como Íñigo, le pidió a André como Fezzik que fuera más rápido; y André respondía con la misma lentitud de antes.

Y fue entonces cuando Mandy gritó «¡Más rápido, Fezzik!» y, por sorpresa, le dio un bofetón en toda la cara.

Todavía puedo ver los ojos de André como platos. Creo que era la primera vez que le abofeteaban fuera del ring desde que era niño. Miró a Mandy… y se hizo una breve pausa. Un silencio intenso se apoderó de la estancia.

Y entonces André empezó a hablar más rápido. Simplemente, se ruso a la altura de las circunstancias, le dio más ritmo y energía. Casi se podía leer su mente: «Ah, así es como se hace fuera del ring, vamos a probarlo un rato». En realidad, aquella bofetada fue el principio de la época más feliz de su vida.

Para mí también fue una época fantástica. Después de haber esperado más de una década, el libro más importante de mi juventud cobraba vida delante de mis ojos. Cuando estuvo acabado y finalmente lo vi, me di cuenta de que, en toda mi carrera, sólo he amado realmente dos de las películas en las que he trabajado:
Dos hombres y un destino
y
La princesa prometida
.

Pero la película hizo mucho más que complacerme. Le dio nueva vida al libro. Volví a recibir aquellas maravillosas cartas. Hoy he recibido una —palabra de honor de
boy scout
— de un chaval de Los Ángeles que había sido abandonado por su Buttercup y, después de diez años de separación, se enteró de que ella tenía problemas. Así que le mandó un ejemplar de la novela y, bueno, obviamente hoy vuelven a estar juntos. ¿No creéis que es maravilloso —en especial para alguien como yo, que se pasa la vida en su cueva, escribiendo— ayudar así a otro ser humano? No puede ser mejor.

Por supuesto, junto a lo bueno, también tengo de qué lamentarme. Lamento los problemas legales que tuve con los herederos de Morgenstern, sobre los que ya hablaré más adelante. Lamento que Helen y yo acabáramos haciendo
pfffft
. (No es que no lo viéramos venir, pero ¿era necesario que se marchara el mismo día que se estrenaba la película en Nueva York?) Y lamento que los Acantilados de la Locura se hayan convertido en la mayor atracción turística de Florin, convirtiendo la vida de sus guardas forestales en un infierno.

Pero así es la vida en la tierra; no se puede tener todo.

LA PRINCESA PROMETIDA

Éste es el libro que más me gusta de todo el mundo, aunque nunca lo he leído.

¿Cómo puede ser semejante cosa? Haré lo imposible por explicarlo. Cuando era niño, los libros no me interesaban nada. Detestaba leer, no se me daba nada bien, y, además, ¿cómo dedicarse a la lectura cuando había montones de juegos que esperaban ser jugados? El baloncesto, el béisbol, las canicas: era incansable. Incluso llegué a ser bastante bueno, pero si me daban una pelota y un patio vacío, era capaz de inventarme triunfos en el último segundo, triunfos que hacían saltar las lágrimas. El colegio era una tortura. La señorita Roginski, que fue mi maestra desde los cursos tercero al quinto, no paraba de decir a mi madre: «Tengo la impresión de que Billy no se esfuerza todo lo que debiera». O: «Cuando le pongo un examen, Billy lo hace realmente muy bien, sobre todo si tenemos en cuenta su actitud en la clase». O, con más frecuencia: «Señora Goldman, no sé qué vamos hacer con Billy».

¿Qué vamos a hacer con Billy? Esa pregunta me persiguió durante aquellos primeros diez años. Fingía que no me importaba, pero en el fondo, me sentía petrificado. Todo el mundo y todas las cosas me dejaban de lado. No tenía amigos de verdad, ni una sola persona que compartiera conmigo mi desmesurado interés por los deportes. Parecía ocupado, muy ocupado, pero supongo que, de apurarme, habría reconocido que, a pesar de tanto frenesí, me encontraba muy solo.

—¿Qué vamos a hacer contigo, Billy?

—No lo sé, señorita Roginski.

—¿Cómo es posible que suspendieras esta prueba de lectura? Yo misma te he escuchado utilizar cada palabra con mis propios oídos.

—Lo siento, señorita Roginski. A lo mejor es porque no estaba pensando.

—Siempre estás pensando, Billy. La cuestión es que no estabas pensando en la prueba de lectura.

Lo único que podía hacer era asentir.

—¿Qué ha ocurrido esta vez?

—No lo sé. No me acuerdo.

—¿Estarías otra vez pensando en Stanley Hack?

(Stanley Hack era el tercer base de los Cubs de esa y de muchas otras temporadas. Lo había visto jugar en una ocasión, desde las gradas, e incluso a esa distancia, tenía la sonrisa más dulce que había visto jamás, y hasta el día de hoy, juraría que me sonrió varias veces. Lo adoraba. Además, bateaba como los dioses.)

—No, en Bronko Nagurski. Es un jugador de fútbol. Un gran jugador, y el periódico de anoche decía que a lo mejor vuelve a jugar otra vez para los Bears. Se retiró cuando yo era pequeño. Pero si volviera y si yo lograse que alguien me llevase a un partido, podría verlo jugar y, a lo mejor, si quien me llevara lo conociese, tal vez lograría que me lo presentasen después, y a lo mejor, si tuviese hambre, podría convidarle a un bocadillo de los míos. Trataba de imaginarse qué tipo de bocadillo le gustaría a Bronko Nagurski.

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