«¡Genial! —pensé—. ¡También la serpiente ha venido a criticar!»
Me tragué el nudo que notaba en la garganta y, tratando de parecer valiente, le pregunté:
—Entonces, ¿no nos comerás?
—No me comería a quien me ha echado una mano, pues tú me sacaste de esa jaula diminuta donde creí que perdería la razón. Un pequeño paseo por el bosque es lo menos que puedo darte a cambio. Por mi honor de serpiente, ¡juro que no te comeré!
Mandíbula
inclinó la cabeza con un gesto noble y elegante.
Puesto que yo tenía que dar ejemplo, disimulé por completo el miedo y la repulsión que me provocaba, e inquirí:
—¿Eso incluye a mis acompañantes?
—Por supuesto. Yo...
—¡La serpiente! ¡La serpiente! —chilló
Sarnoso
dando bandazos por encima de nuestras cabezas—. ¡Atentas, ranas!
¡Es Mandíbula!
¡Os va a comer! ¿Qué hago yo ahora? ¿Qué hago?
El pobre se había puesto frenético y temí que se hiciera daño con tanto frenesí. También la serpiente parecía inquieta, aunque no por sí misma sino por el alboroto que se había organizado.
—¿Te importaría tranquilizar a
Sarnoso
? —murmuró con un tono que me erizó la piel—. Atraerá la atención de todo el mundo; si no lo detienes de inmediato, lo haré yo.
Confiar en una serpiente iba contra todos mis instintos, pero la vida del murciélago pendía de un hilo. A pesar de mis prevenciones, agité los brazos en alto y grité tan fuerte como pude:
—¡
Sarnoso,
baja! ¡
Mandíbula
es amiga mía! —Confiaba en que fuera verdad.
El murciélago viró en redondo, aterrizó junto a Eadnc y susurró:
—¿Se ha vuelto loca? ¿Cómo que la serpiente es amiga suya?
—
Mandíbula
dice que nos debe un favor, así que nos acompañará por el camino y ha prometido no comernos.
—¿Estás seguro de que es de fiar? Es una serpiente muy bien educada, pero nunca fue amiga de nadie. ¿Y si es un truco? Te aseguro que las serpientes son muy escurridizas.
—¿Y qué quieres que hagamos? —murmuró Eadric—. Es más grande que nosotros tres juntos. No creo que sirva de nada decirle que no nos acompañe.
—Cierto —dijo
Sarnoso
—, pero no hay que perderla de vista. Montaremos guardia por la noche; yo vigilaré primero.
—No hará falta que me despiertes cuando sea mi turno —comentó Eadric—. No podré pegar ojo ni un momento.
—¿De qué estáis hablando? —les pregunté, aunque había escuchado toda la conversación y temía que la serpiente también se hubiera enterado.
Me acerqué de un brinco a mis amigos, al mismo tiempo que
Mandíbula
levantaba la cabeza y los miraba entrecerrando los ojos.
—¡De nada! —chilló
Sarnoso,
al percatarse de que la serpiente lo observaba. Se agazapó hasta esconderse detrás de Eadric, de manera que no se le veían más que las puntas de las alas, y explicó para despistar—: Estaba mostrándole mi cordel a Eadric; es mi única pertenencia y no he querido dejarlo atrás.
—¿Te jugaste la vida por ese trozo de cordel? —me extrañé.
—No sólo por eso —replicó el murciélago asomándose tras la espalda de Eadric—, sino que también he cambiado el libro de lugar, para que Vannabe no sepa qué hemos hecho. Además, este cordel puede sernos útil porque con él podemos atar a la espalda de alguien el botellín de aliento de dragón. Mira —dijo entregándoselo a Eadric.
Eadric examinó el basto cordel, pasándoselo de una mano a otra, y por fin aceptó:
—Vale. Átame el botellín a la espalda. Por lo menos no se me cansarán los brazos.
—Si habéis concluido vuestra conversación, ¿os importaría poneros en marcha? —murmuró
Mandíbula
—. Estamos desperdiciando horas de luz.
Sarnoso
volvió a esconderse detrás de Eadric al oírle la voz, pero me comentó:
—Conseguí ver el castillo y sé cómo llegar.
—¡Fantástico! —dije tratando de darle ánimos.
—¡Eh,
Mandíbula
! —dijo Eadric—. Me sentiría un poco más tranquilo si tú vas delante y nosotros detrás.
—Excelente idea —repuso la serpiente—. Iré en vanguardia para explorar el terreno.
El murciélago levantó el vuelo; la serpiente lo siguió con la vista y se adentró en la hojarasca.
Yo me entretuve atando el botellín sobre el lomo de Eadric, pero aunque las ranas saben hacer muchas cosas con los dedos, hacer nudos no es, precisamente, una de ellas.
—Habría asegurado que cuatro dedos bastaban para hacer un nudo —dije forcejeando con el cordel—. Pero estos dedos no son hábiles como los de los humanos. Ojalá estuviera aquí Mo, ya que los nudos eran la pasión de su vida.
—¿Quién es
Mo?
—preguntó Eadric—. ¿Otro amigo tuyo? Parece que se te pegan como la caspa a las túnicas negras.
Recordé que Eadric había pasado todo el día durmiendo, de modo que le dije:
—Dejémoslo correr. Un día de éstos te contaré todo lo que te has perdido mientras dormías. Ahora dime, ¿qué estáis tramando
Sarnoso
y tú?
—Ni él ni yo confiamos en
Mandíbula
y no pensamos quitarle los ojos de encima. De cualquier modo, no quiero tenerla reptando detrás de nosotros. ¿Y si se harta de tener dos suculentos bocados brincando bajo sus narices? El hambre hace olvidar las promesas, ¿sabes?
—Estaba hambrienta cuando salimos de la cabaña, y si hubiera querido comernos, ya lo habría hecho, ¿no crees?
—Eres sumamente ingenua, querida princesa Esmeralda. O demasiado confiada, por así decirlo. Crees que todo el mundo quiere ser tu amigo, hasta que te enteras de lo contrario.
—¡Mira quién habla! ¡Tú te comiste el gusano de la bruja! En todo caso te equivocas, porque yo no confiaba en ti al principio.
—Vaya, confías en todos menos en mí.
—No es cierto. Ahora ya confío en ti.
—¡Estupendo! Pero no deberías fiarte de la serpiente y no necesitamos su ayuda, diga lo que diga.
—¿No crees que corremos peligro en este bosque?
—Creo que el peor peligro es que se ha autoinvitado a acompañarnos.
—No sé... Este lugar me pone nerviosa. —Miré la bóveda de hojas que nos cubría—. Ojalá hubiéramos salido ya al otro lado y se viera el sol.
De vez en cuando,
Sarnoso
remontaba el vuelo para ver por dónde íbamos y volvía a reorientarnos en la dirección correcta.
Mandíbula
iba delante explorando el terreno, como había dicho, y apenas la vimos durante el resto de la jornada. Si llegó a toparse con algún peligro, no vino a contárnoslo.
Por el camino vimos cosas de lo más extrañas, que sólo podían ser obra de la magia: los árboles no se movían como tales, sino que se inclinaban con elegancia hacia sus vecinos y daba la impresión de que, al mover las hojas, susurraban palabras. Incluso habría jurado que uno de ellos había extraído sus raíces del suelo para trasladarse a un claro donde daba el sol, pero cuando llegamos a ese claro, me pareció que las raíces estaban ahí bien fijas desde siempre.
Al cabo de varias horas, el suelo retumbó y percibimos los pasos de un animal grande y contundente. Cada vez sonaban más cerca, pero la criatura permanecía oculta en la espesura. De repente se oyó un estruendo tremendo, seguido de un gemido como el de un tronco al partirse por la mitad; los árboles se estremecieron conmovidos y las hojas llovieron sobre nuestras cabezas como lágrimas de color esmeralda. Di un brinco para esquivar una ramita que caía de lo alto, pero pisé en falso y aterricé en un hoyo que doblaba mi estatura.
—¿Emma? ¿Qué ocurre? ¿Te encuentras bien?
Sentí un escalofrío. Eadric estaba llamándome a gritos y cualquiera podía oírlo.
—Chissst —susurré—. ¡No grites! ¡Aquí estoy!
Se asomó al borde del agujero y me arrepentí de haberle reñido al ver su cara de consternación.
—Déjame ayudarte —dijo tendiéndome una mano.
—No hace falta —repliqué, y retrocedí unos pasos—. Creo que puedo sola. ¡Apártate!
Flexioné las patas para dar un brinco, pero la tierra tembló con tal ímpetu que el hoyo se desmoronó y me cubrió de terrones polvorientos. Eadric lanzó un gemido y saltó dentro del hoyo. En cuanto tocó el fondo, me empujó contra un lado del agujero y empezó a mirar alrededor, como si quisiera meterse debajo de la tierra.
Entonces oímos un pisotón ensordecedor y una oleada de aire caliente llenó el hoyo de olor a azufre.
—¡Bah, ranas! —rugió una voz con tanta decepción que estuve a punto de protestar.
Eadric se me acercó y me tapó la boca con la mano, hasta que la criatura alzó el vuelo batiendo dos enormes alas correosas; que levantaron un torbellino de hojas y polvo.
—¿Qué ha sido eso? —susurré cuando el aleteo se alejó y se hizo inaudible.
—¡Era un dragón! —jadeó Eadric—. ¡No sabía que había bichos de esos por aquí! Si hubiera tenido mi espada a mano...
—¡Ni siquiera habrías podido levantarla! Eres un sapo, ¿no lo recuerdas?
—Vale, bueno. Pero en cuanto vuelva a ser humano...
—Ja, ja —me reí, pues no creía que Eadric quisiera enfrentarse al dragón, aunque fuera otra vez humano, con espada o sin ella—. ¡Vamos! Si quieres volver a ser humano, tenemos que salir de aquí.
Saltamos fuera del hoyo sin dificultad. Sin embargo, habíamos caído de cabeza y tardamos varios minutos en orientarnos. Los árboles parecían haber cambiado de lugar, pero finalmente encontramos nuestras huellas y establecimos en qué dirección habíamos llegado; también descubrimos que el agujero parecía la huella de un gigante.
—¡Dragones y gigantes! —exclamó Eadric sonriendo de oreja a oreja—. ¡Realmente volveré a este lugar con mi espada!
—Vale —dije—, como tú quieras.
Más adelante descubrimos otras huellas enormes: las garras de un hipogrifo. El dragón había pasado también por allí, porque había algunos árboles decapitados y otros con la corteza chamuscada. Así pues, empecé a recelar del bosque, a ver sombras donde se producían sonidos irreales y luces que titilaban donde no había nada que alumbrara. Sin embargo, no encontramos más tropiezos. Era una suerte que hubiéramos hecho aquel recorrido dentro del saco de la bruja, ignorando lo que ocurría alrededor.
Sentíamos una sed terrible cuando descubrimos una charca. El agua centelleaba invitándonos a beber, aunque estaba debajo de un amasijo de ramas vetustas que no recibía la luz del sol.
—¿A qué esperas? —preguntó Eadric al verme vacilar—. Parece bastante limpia.
—Tal vez, pero ¿quién sabe? Podría ser una charca encantada, o envenenada. No creo que...
De repente una hermosa ninfa surgió de la charca, con la cara y los rizos empapados. Miró a diestra y siniestra buscando algo, pero poco después los ojos de color aguamarina se le ensombrecieron e hizo un pucherito con la boca, perfectamente delineada, como si no lo hubiera encontrado. Suspiró, salió de la charca y se detuvo en la orilla; la larga cabellera verde le llegaba a las rodillas, pero no le ocultaba su cuerpo desnudo. A continuación se recostó en una roca grande y plana y se puso a peinarse, con la mirada perdida y ensoñada, sin prestarnos la menor atención.
Eadric también suspiró y yo lo taladré con la mirada, pero siguió contemplando a la ninfa, como un escudero que acaba de conocer a la doncella de su vida.
—¡Eadric! —le di un codazo—. ¿Qué te pasa? ¡Es una ninfa! Y esos seres sólo piensan en una cosa...
—Ya lo sé —dijo con los ojos echando chispas—. Y yo soy un príncipe apuesto...
—Eadric, eres un...
La advertencia llegó demasiado tarde porque ya se había encaramado de un brinco a la roca.
—Eres la esencia de la belleza —declaró empinándose con reverencia hacia la cara de la ninfa—, y para mí eres el sol, la luna y las estrellas juntos.
—Y tú eres un sapo —repuso ella reparando por fin en él—. Yo no hablo con sapos.
—No soy un sapo común.
—Pues eso pareces —dijo la ninfa, y una arruga diminuta le surcó la inmaculada frente.
—Ya lo sé, querida, ¡pero soy un príncipe encantado!
—¡Demuéstralo! —exigió la ninfa relampagueándole los ojos con interés—. ¡Muéstrame tu corona y las joyas engastadas en tu espada!
—No las tengo aquí, perdona...
—¡Vaya! —dijo ella, e hizo otro puchero—. Entonces márchate. Estoy esperando a alguien importante.
—¡Yo soy alguien importante! Soy...
—Eres un sapo. ¡Lárgate! Ésta es mi charca y no se admiten ni sapos ni ranas. Nada de ensuciar mis aguas cristalinas con vuestras pegajosas huevas de renacuajo.
—¡Pero si soy un príncipe! ¡No pongo huevas! No pienso...
La ninfa se atusó el cabello con un delicado gesto de la mano y se volvió de espaldas para enfatizar su desinterés. Eadric parecía tan decepcionado que casi me compadecí de él, pero sólo «casi».
—Es que de verdad soy un príncipe —dijo al volver junto a mí.
—No, no lo eres, ahora eres un sapo, ¡y tienes suerte de serlo! Esa ninfa está buscando a un príncipe para ahogarlo, así que alégrate de no ser tú. De otro modo ya estarías muerto. La poción de Vannabe debe de haberte ablandado el cerebro. ¡Vámonos antes de que sigas haciendo el tonto!
Eadric se puso de pésimo humor, no sé si por el rechazo de la ninfa o porque yo lo había llamado tonto. En el fondo, era mejor que no me dirigiera la palabra, porque yo misma estaba tan enfurruñada que no le habría dicho nada amable, aunque me hubiera ofrecido todos los mosquitos del bosque.
Todavía rezongaba en silencio cuando el amistoso semblante de
Sarnoso
apareció por entre los árboles; venía a decirnos que ya estábamos cerca, pero como pronto oscurecería, no veríamos por donde íbamos. Aunque a él la oscuridad no parecía molestarle.
—Será mejor que hagamos un alto. —Alargué la mano y moví los dedos delante de mis ojos—. Casi no me veo los dedos.
—Como quieras —respondió
Sarnoso
—. ¡Pero la noche es joven! Eso sí, tendréis que encontrar algún lugar donde esconderos si queréis dormir. Quién sabe qué criaturas saldrán a merodear de noche en este bosque.
—¡Yo sí lo sé! —gritó Eadric señalando un destello repentino—. ¡Luciérnagas! Señoras y señores, es hora de cenar.
Una luciérnaga zigzagueó en la penumbra bajo los árboles, alumbrándose con su minúsculo farol. Sin embargo, no me sentí muy tentada de ir tras ella, aunque mi estómago vacío se retorcía de hambre. Era cosa sabida que, por la noche, algunas hadas salían a revolotear sin más ropa que una lucecita intermitente, pero no se tomaban nada bien las ofensas y no quería imaginar cómo reaccionarían si alguien trataba de hincarles el diente. No obstante, Eadric no tenía escrúpulos y se lanzó enseguida a la caza de su cena. Me eché a reír cuando la luciérnaga continuó iluminándole el gaznate por dentro; mi carcajada retumbó en la oscuridad de la noche y me pareció siniestra. De modo que dejé de reír al instante; no me hacía ninguna gracia pensar en los depredadores que podían escucharme.