La princesa rana (13 page)

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Authors: E. D. Baker

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: La princesa rana
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Como acabé por aceptar que las luciérnagas no eran hadas malvadas, lancé un lengüetazo y volví a enrollar la lengua con la boca hecha agua. No estaban nada mal...

Sarnoso
vino a sentarse a mi lado, mientras Eadric y yo aguardábamos a que aparecieran más luciérnagas.

—¿Qué tal saben? —preguntó.

—¡Son deliciosas! ¡Y pensar que hace una semana no me habría comido un bichito de éstos por nada del mundo!

—Hace una semana yo ni siquiera sabía qué eran las luciérnagas —dijo
Sarnoso
—. Nunca las he probado.

—¿Nunca, dices? ¡Pues tienes que hacerlo!

De repente, oímos un susurro entre las hojas de un árbol. El murciélago echó un vistazo nervioso, plegó las alas para parecer más pequeño y se arrimó hasta que quedamos hombro con ala.

A mí también me ponían muy nerviosa los ruidos de la noche, pero estaba resuelta a ocultarlo para que no le entrara todavía más miedo.

—Por cierto —dije para distraerlo—, ya que estamos, quiero hacerte una pregunta: ¿por qué el conjuro para abrir las jaulas dio resultado aunque no alcé la voz ni hice gestos exagerados?

—No es necesario hacer esas cosas para que los conjuros surtan efecto. Pero a mí me parece que salen mejor.

—¿Y lo de mover los brazos y demás? ¿Todo era una farsa?

—Pues sí.

—Yo creía que servía para que el conjuro fuera más potente.

—Pues no.

—¿Y qué me dices del conjuro que eliminaba el sarpullido? Yo fui la única a la que se le pasó la picazón, pero cuando formulé el otro hechizo, se abrieron todas las cosas que estaban cerradas en la cabaña.

—Bueno... ambos conjuros afectan a todo lo que hay alrededor del que lo lanza, pero tú eras la única que tenía sarpullido. Mira, si quieres que un hechizo actúe sobre alguien en particular, tienes que señalarlo con algún objeto, que puede ser cualquier cosa.

—Una varita mágica, ¿por ejemplo?

—Sí, aunque no tiene por qué ser una varita. De hecho, basta con señalar con un dedo, si eres una bruja con suficiente práctica.

Mientras hablábamos, Eadric seguía cazando luciérnagas. Ni la conversación ni el siniestro bosque distraían su atención de la búsqueda de alimento. Era increíble que pudiera comer tanto.

—¡Míralo! —le dije a
Sarnoso
—. Si seguimos aquí charlando, no nos dejará ninguna.

El murciélago se esforzó en sonreír y alzó el vuelo en busca de su primera luciérnaga. Se lanzó entre los árboles y atrapó al insecto en el aire, como si se hubiera convertido en un imán. Al cabo de una jornada de vuelo, había desempolvado sus habilidades y parecía mucho más seguro.

Comimos hasta que no pudimos más. Luego Eadric y yo nos hicimos dos camitas entre las hojas descompuestas y
Sarnoso
se colgó entre las ramas de un viejo arce. Eadric se durmió enseguida, pero yo seguí despierta un buen rato; mis pensamientos saltaban de una cosa a otra y todas me parecían inquietantes. ¿Qué sería de nosotros? ¿Se hallaría a gusto
Sarnoso
con Grassina? ¿Qué explicación iba a darle a mamá? ¿Cambiarían de lugar los árboles antes de que llegara el día siguiente? Tenía sueño, pero no lograba dormirme, de modo que hice un esfuerzo por relajarme escuchando los sonidos nocturnos del bosque: Eadric roncaba bajo su manta de hojas,
Sarnoso
saltaba de rama en rama, un búho ululaba a lo lejos, unos ratones se escabullían entre las hojas en busca de comida, las ramas crujían en lo alto y las hojas susurraban. Al cabo de un rato los sonidos fueron apagándose...

Ahora me hallaba en el desierto y oscuro Gran Salón del castillo de mis padres, donde ni siquiera los guardias vigilaban; las antorchas ardían en los soportes de los muros y las sombras danzaban con el parpadeo de la luz. Desde un rincón provino un ronquido ahogado y las sombras siguieron bailoteando al soplo de una brisa irreal. Atravesé el salón y caminé por el pasillo que conducía a la habitación de mi tía, donde siempre me había sentido segura.

Crucé el umbral y entré en el cuarto, conocido y acogedor. El fuego ardía como siempre en la chimenea y las esferas mágicas resplandecían con su tibia luz. Sin embargo, algo andaba mal.

Me acerqué a la chimenea y extendí los brazos para calentarme las manos, pero, de repente, todo cambió: ya no me hallaba en la misma habitación; ya no era la habitación de Grassina, apacible y segura, sino la cabaña de Vannabe. Yo estaba de pie junto a la chimenea, aunque unos objetos brillantes me atraían desde la mesa; me acerqué con pasos vacilantes y observé que los objetos eran cuchillos de reluciente metal. Me di la vuelta a toda velocidad al oír el roce de una tela a mis espaldas.

Vannabe, que llevaba en la mano un cuchillo de hoja muy ancha, se detuvo en el umbral y sus largas faldas se bambolearon de un lado a otro.

—No te entretendré más que un instante —dijo—. Sólo preciso tu lengua y tus dedos. No le negarías un favor a una amiga, ¿verdad? Piensa en mí como si fuera una amiga, y dámelos. Es un favorcito de nada. La lengua y los dedos, nada más. —La voz fue convirtiéndose en un susurro, a medida que la bruja se acercaba—. Quédate quieta, casi no te dolerá.

Desperté sobresaltada, el corazón me daba tumbos y tenía las manos sudorosas. No sabía dónde estaba. Las hojas con que me había tapado me oprimían en la oscuridad. Aterrada, las aparté y me puse de pie. Eché una mirada alrededor tratando de orientarme y sentí un cosquilleo en la nuca como cuando los globos oculares me observaban en la cabaña. ¡Vannabe me había encontrado! Alcé los ojos, pero no era la bruja, ¡sino un búho! ¡Volaba en picado hacia mí, con el pico abierto para tragarme! Me arrojé al suelo paralizada, demasiado asustada para gritar y segura de que iba a morir. De repente una serpiente grande y sinuosa se interpuso entre los dos; saltó por los aires con un silbido y estuvo a punto de atrapar al pájaro que, atónito, remontó el vuelo. El búho revoloteó frenético y se alejó a toda prisa, después de salvar la vida por las plumas.

—¿Te encuentras bien? —siseó
Mandíbula
sin apartar la vista del pájaro fugitivo.

—Sí, sí... —susurré.

Tenía la garganta tan seca que no podía decir más.

—Vuelve a la cama —murmuró
Mandíbula—.
Yo montaré guardia. Esta noche no hay nada que temer.

Fue sorprendente pero la creí; si la serpiente quería devorarme, no tenía por qué esperar más. De manera que me sentí segura por primera vez en muchos días. Ya acurrucada bajo las hojas, pensé en despertar a Eadric para contarle que había estado a punto de convertirme en la cena de un búho. Pero cuanto más pensaba en ello, menos razonable me parecía despertarlo, así que lo dejé dormir.

«Se lo contaré por la mañana —pensé—. No hace falta que se lo explique ahora.»

Todavía estaba dormido cuando desperté a la mañana siguiente. Recordé que quería contarle lo del búho, pero, ya a la luz del día, no estaba segura de que hubiera ocurrido. Desayuné una docena de mosquitos salados y luego fui en busca de un jugoso escarabajo. Cuando regresé, Eadric y
Sarnoso
estaban enzarzados en una acalorada discusión.

—¿Por qué no me despertaste? —le reclamaba Eadric—. Te dije que yo haría la segunda guardia.

—¡Dijiste que no pensabas pegar ojo y has estado roncando toda la noche —se defendía
Sarnoso.

—¡Qué exageración! ¡Pero si los sapos no roncan! Tal vez tu oído no es tan fino como tenía entendido.

—No sé si los sapos roncan o no, pero tú sí. Encontré un agujero en un árbol y me escondí dentro, ¡pero aun desde allí te oía! Por fortuna anoche no pasó nada, porque seguro que otros animales también te oyeron. Fue una suerte que ningún depredador viniera a ver quién estaba armando tanto escándalo.

—Buenos días,
Sarnoso,
buenos días, Eadric —saludé—. ¿Todo en orden?

—En efecto, todo bajo control. —El murciélago soltó un enorme bostezo—. Si estás lista, podemos marcharnos.

—Avisaré a
Mandíbula
—dije—. Debe de estar por aquí.

—No te preocupes —repuso
Sarnoso
—. Ya le he avisado. Sólo tenéis que seguir ese sendero hasta lo alto de la colina y bajar por el otro lado. Cuando lleguéis al camino, veréis el castillo. Yo buscaré otro agujerito en la linde del bosque para echar una cabezada y os esperaré allí. Vuestras voces me despertarán; tengo un oído excelente, ¿lo recordáis? —dijo lanzándole una mirada a Eadric, antes de batir las alas—. Por cierto, Eadric, la próxima vez te despertaré, te guste o no te guste.

Echó a volar, mientras yo colocaba el botellín sobre el lomo de Eadric. Deshice el nudo y tiré del cordel, que se había enredado.

—¿Por qué estabais discutiendo?
Sarnoso
parecía bastante enfadado.

—¿Qué quieres que te diga? Ese murciélago tiene una actitud que no me gusta. Además, me siento fatal; tuve una pesadilla espantosa.

—¿Ah, sí? Pues, ¿qué soñaste?

—Que un búho había estado a punto de devorarte, aunque afortunadamente fue sólo un sueño, Emma. Nunca podría perdonarme que te ocurriera algo.

Parecía tan sincero que me dio un poco de lástima. Sin embargo, su descuido había puesto una vida en peligro, y nada menos que la mía. Tiré con más fuerza del cordel y traté de hacer el nudo mejor.

—No fue una pesadilla, Eadric; un búho estuvo a punto de atraparme. Y es verdad lo que ha dicho
Sarnoso:
¡has roncado toda la noche! Y si no hubiera sido por
Mandíbula,
¡ahora estaría en el estómago de esa ave!

Doce

B
rincamos a toda prisa y, en efecto, desde la cima de la colina vislumbramos el castillo; Eadric y yo estábamos deseosos de llegar. Los campos de labor se extendían a ambos lados del camino, prácticamente hasta el portón de entrada, y detrás de la edificación se hallaba el pantano.

Bajábamos ya por la cuesta cuando oímos zumbar un enjambre de moscas bajo las ramas de unas encinas. Los dos habíamos desayunado, pero Eadric resolvió investigar y yo lo seguí confiando en persuadirlo de seguir adelante. En medio del enjambre, había unos huesos grisáceos con algunos jirones de pelo, que debían de haber pertenecido a algún desafortunado animal del bosque. Las moscas, cuyos cuerpos brillaban a la luz del sol con destellos negros y azules, se aglomeraban sobre los restos.

—No te detengas, te lo ruego —le dije a Eadric—. ¡Ya casi hemos llegado al camino!

Él se relamió. Evidentemente, estaba más interesado en las moscas que en escuchar mis opiniones.

—Un momento, nada más. ¿No quieres comerte alguna? ¡Hay de sobra para los dos!

—No, gracias. No tengo hambre.

La idea de comerme una mosca, después de haberse posado sobre un cadáver, me revolvía el estómago.

No quise quedarme a mirar y seguí andando, convencida de que Eadric no tardaría en alcanzarme. Estaba trepando a una rama rota cuando algo me arrancó del suelo, me tumbó de espaldas y me dejó sin respiración. No tenía aliento ni para gruñir, de modo que no valía la pena gritar; pataleé y me retorcí tratando de soltarme. De repente volví a girar sobre mí misma y me encontré cara a cara con
Mandíbula.

«¡Eadric tenía razón! —pensé—. ¿Cómo he sido capaz de confiar en una serpiente?»

El reptil me estrujó con sus anillos escamosos y yo creí que había llegado mi hora, pero, de pronto, dejó de mirarme y se dedicó a observar fijamente algo detrás de mí que emitía un siseo y, a su paso, hacía crujir la hojarasca. Los anillos se estrecharon y creí que mi cuerpo iba a reventar. En ese preciso instante la serpiente me arrojó como si fuera un despojo; volé por los aires, me estrellé contra un árbol, resbalé por el tronco y caí al suelo con las patas apuntando al cielo. Todavía aturdida, giré la cabeza hacia el camino por donde había llegado hasta allí y, sorprendida, vi a dos
Mandíbulas,
o por lo menos a dos serpientes que se le parecían, enroscadas en una batalla silenciosa. Traté de retroceder con la esperanza de que ninguna de las dos me viera. Mientras tanto, ellas culebrearon hasta quedar cara a cara.

—Pero ¡mira a quién tenemos aquí! —exclamó una voz femenina—.
Mandíbula,
¿eres tú, querido?

Por primera vez, noté que la serpiente que había hablado era más pequeña que la otra, de cuerpo más esbelto y rayas ligeramente distintas.

—No me digas que eres
Clarisse
—dijo la serpiente más grande. Era la voz de
Mandíbula.

—¿Dónde has estado, guapo? —inquirió la más pequeña—. Hace mucho tiempo que no te había visto.

—Una bruja me atrapó y me hizo prisionero. Acabamos de escapar.

—¿Y quiénes son los demás?

—Pues, precisamente, has atacado a uno de mis acompañantes. —Mirándome,
Mandíbula
me dijo—: Emma, te presento a
Clarisse.

—Encantada de conocerte, Emma —repuso la otra serpiente sacándome la lengua con amabilidad—. ¿Puedo irme ahora,
Mandíbula!
Tengo cosas que hacer.

—Mientras no incluyan comerse a uno de mis amigos.

—Tus amigos son mis amigos, y ya sabes que nunca me comería a un amigo mío.

—Disculpa,
Clarisse.
No quise decir eso.

Las serpientes aflojaron los músculos y se apartaron la una de la otra. Pero
Clarisse
no se fue todavía.

—¿Piensas quedarte por aquí,
Mandíbula,
o estás sólo de paso? Los niños han crecido mucho y estoy segura de que les encantaría conocer a su papá.

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