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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (12 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
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Por ello, pese a ser una gran urbe, Palmira sólo disponía de un mediano teatro, mucho menor de lo que le correspondería por su número de habitantes, y sus magistrados jamás se habían planteado la construcción de un gran anfiteatro como el que albergaban otras muchas ciudades de África, de Asia o incluso del lejano occidente; ni siquiera de un circo en el que corrieran los caballos; para su solaz, los palmirenos tenían a su alcance el espacio de todo el inmenso desierto por delante.

Uno de sus consejeros advirtió a Odenato, que seguía conversando con su esposa, que el combate entre los dos gladiadores había finalizado. Uno de ellos, armado con una espada corta y protegido por un casco con careta de rejilla, una gruesa coraza de cuero marrón reforzada con clavos de metal y un escudo grande y cuadrado, había tumbado a su contrincante, equipado con una lanza horquillada en tridente y una red de cáñamo; el vencedor tenía al vencido a su merced y apuntaba con su espada sobre la carótida del caído.

—El
secutor
se ha impuesto al
retiarius
y aguarda tu decisión, señor —le previno el consejero.

Sin pensarlo, Odenato alzó su dedo pulgar, la señal de que perdonaba la vida al derrotado.

—Necesitaremos a todos los hombres disponibles para hacer frente a los persas; ese gladiador abatido será un fiel soldado de Palmira porque toda su vida recordará que le debe la vida a su gobernador —bisbisó Odenato al oído de Zenobia.

—Saldremos en campaña en cuanto finalice el próximo verano —le anunció Odenato al general Zabdas—. Para entonces deberá estar preparado el ejército. No podemos dejar que la iniciativa siga en manos de Sapor. Hay que aprovechar el relajo que tendrá tras su victoria sobre el emperador Valeriano.

—El ejército estará listo, mi señor.

—Por cierto, general, ¿se sabe algo del paradero de Valeriano?

—Nada; ninguno de nuestros agentes ha podido conocer la menor noticia de su destino. Es como si se lo hubiera tragado la tierra —respondió Zabdas—. Esta grave situación ha provocado cierta inquietud entre los aliados de los persas. Nuestros agentes en Ctesifonte nos han informado de que varios reyes confederados de los sasánidas han dirigido misivas a Sapor en las que le solicitan que devuelva a Roma a su emperador sano y salvo. Velsolo, monarca de las tierras montañosas al norte de Mesopotamia, tierras de gente belicosa y montaraz, alega que ésa será la manera de evitar la venganza de los romanos, que siempre ha sido contundente e inevitable. Veleno, soberano de los cadusios, un pueblo que habita la región costera del litoral meridional del gran mar interior de Asia, ha advertido a Sapor de que los romanos se vuelven mucho más peligrosos cuando han sido vencidos o heridos en su honra. Incluso Artabasdes, rey de los aguerridos armenios, le señala que la captura de Valeriano ha supuesto que Persia sea considerada ahora la principal enemiga de todos los aliados de Roma, y ello incluye también la enemistad contra los socios de Sapor. Uno a uno, todos los amigos y aliados de Sapor le piden que firme la paz con Roma y que libere a su augusto prisionero como gesto de buena voluntad. Incluso su consejero Kartir, sacerdote y mago del dios Ahura Mazda y hombre de absoluta confianza del monarca sasánida, también ha abogado por la liberación del emperador.

—Y pese a ello, Sapor mantiene preso a Valeriano…

—Así es. Todas esas peticiones y deseos están resultando completamente inútiles. Sapor se niega a soltar a su valiosa presa y ha revelado a algunos de sus consejeros que jamás permitirá que Valeriano regrese a Roma.

—Esos reyezuelos tienen razón: los romanos resultan mucho más peligrosos cuando han sido heridos en su orgullo. Los aliados de Sapor hacen bien en pedirle que libere a su rehén imperial y firme la paz para evitar una represalia de Roma, pero lo que no saben es que los romanos no están en condiciones de poner en marcha una campaña de castigo ni de rescate por su viejo emperador.

—Y tú, mi señor, ¿también crees que Sapor se mantendrá inalterable ante las recomendaciones de sus aliados y de ese mago Kartir? —le preguntó Zabdas.

—Jamás liberará a Valeriano. Si lo hiciera, demostraría debilidad ante sus súbditos, y eso iría en contra de su estrategia.

—Sí, Sapor es orgulloso y altivo, y sabe que, mientras mantenga en su poder al emperador de Roma, dispondrá de una importante baza a su favor, pese a que pueda sufrir alguna posible represalia militar, que en estas condiciones no creo que se produzca, al menos de inmediato —ratificó Zabdas.

—Roma ha perdido sus mejores tropas de ataque, pero nosotros todavía podemos ejecutar acciones contundentes y rápidas. Con un ejército bien preparado y con golpes audaces y ejecutados con la velocidad de un relámpago tenemos la oportunidad de desbaratar a los persas y evitar que caigan en la tentación de invadirnos. La campaña que los llevó hasta Antioquía y la victoria sobre Valeriano en Edesa les han proporcionado mucha moral y puede ser que decidan repetir acciones de ese tipo sobre el corazón de Siria en los próximos meses —comentó Odenato.

—Y si lo hacen, Palmira está justo en medio de su camino.

—Por eso debemos adelantarnos a sus intenciones, general. De modo que prepara las tropas, recluta más mercenarios si es preciso y no repares en gastos; afortunadamente, el tesoro de Palmira está bien surtido y podemos afrontar cuantos desembolsos sean necesarios. Envía mensajeros a las principales ciudades del oriente romano para que anuncien en sus ágoras que estamos dispuestos a contratar a los mejores soldados que sea posible: arqueros ilirios, jinetes atenienses y tesalios, infantes macedonios y armenios, lanceros africanos, honderos de las islas del Mediterráneo… Forma un cuerpo de ejército que sea capaz de atravesar victorioso Mesopotamia, de alcanzar hasta la misma Ctesifonte si fuera preciso y de regresar a salvo.

CAPÍTULO VII

Palmira, primavera de 261;

1014 de la fundación de Roma

Giorgios de Atenas llegó a Palmira al atardecer de un luminoso día de finales de primavera. El sol, enorme y rojo, se ocultaba tras las colinas del oeste, tiñendo con sus últimos rayos las columnas de la gran avenida porticada de una intangible y etérea pátina dorada. El mercenario griego tenía veintiséis años y acababa de abandonar el ejército romano del Danubio, donde había combatido los últimos siete. Su padre, un mercader ateniense, su madre, una elegante dama de la aristocracia, y su joven hermana habían sido asesinados durante la incursión de una partida de godos que había penetrado en las fronteras del Imperio y alcanzado y saqueado los suburbios de la ciudad de Atenas. Con el ánimo de vengar a sus progenitores, Giorgios se había enrolado en las tropas auxiliares de caballería de la IV Legión Flavia, cuyo cuartel general se asentaba en la ciudad de Sirmio, en el curso medio del río Danubio.

Por información de unos mercaderes griegos que abastecían a su legión de productos orientales se enteró de que el gobernador de Palmira estaba contratando soldados profesionales para nutrir de mercenarios experimentados su ejército. No lo dudó un instante, consiguió una licencia del tribuno de su legión y se embarcó en una nave que lo condujo Danubio abajo hasta su desembocadura en el Ponto Euxino, el Mar Negro, y desde allí, a través de los estrechos de Bizancio, viajó en otro navío hasta la costa norte de Siria. Después cabalgó hasta la devastada Antioquía, que se recuperaba despacio del saqueo que habían llevado a cabo los persas, y luego, acompañando a una caravana, superó el desierto para llegar a Palmira.

Durante siete años no había hecho otra cosa que buscar, sin éxito, a los asesinos de su familia. Frustrado y resentido, había volcado todo su odio en la práctica de la guerra y había perseguido la venganza en brutales peleas contra los bárbaros. Cada vez que había liquidado a uno de ellos se había sentido confortado un poco más, aunque se había dado cuenta de que jamás alcanzaría el medio de saber si el godo que caía bajo el filo de su espada era uno de los que invadieron Grecia y asesinaron a sus padres y a su hermana. Pero llegó un momento en que eso ya no le importaba: sólo pretendía matar a un godo más, liquidar a otro bárbaro, y otro, y otro, y así uno tras otro hasta acabar con todos ellos, hasta eliminar al último individuo de aquella sucia especie de demonios salvajes surgidos como espectros diabólicos de las frías estepas del norte. En los primeros momentos se había movido por venganza y odio, pero, tras varios años de luchas, se había acostumbrado a matar sin sentir por ello sensación alguna. Para Giorgios, acabar con la vida de un hombre no tenía mayor significado que estrangular a un ganso o degollar a un cordero.

Nada más llegar a Palmira buscó acomodo en una fonda que le habían recomendado los soldados que custodiaban la puerta de Damasco, que se estaba embelleciendo con esculturas. Dormiría allí y al día siguiente se dirigiría al cuartel de reclutamiento y solicitaría su inscripción como soldado mercenario de Palmira. Si no le habían informado mal, la paga era abundante y la riqueza de la ciudad garantizaba un cobro seguro.

El dueño de la posada era un gordinflón calvo y con ojos de pez que mostraba sus amorcillados dedos repletos de anillos de oro y de plata y lucía una gruesa cadena de eslabones dorados colgada al cuello; con semejantes joyas, en Roma hubiera pasado por el más rico de los patricios, pero en Palmira no era sino un próspero mesonero. Al ver entrar en su establecimiento a Giorgios, se dirigió a él de inmediato.

—Imagino que buscas posada, extranjero; pues estás de suerte porque has entrado en la mejor de la ciudad. Por un sestercio dispondrás de un lecho para ti solo, con colchón de hojas de palmera bien secas y limpias, desayuno copioso y nutritivo, no como lo que toman los romanos, y cena tan sabrosa y abundante que no podrás con una sola ración tú solo. Y si lo deseas, puedo proporcionarte una mujer que te acompañe durante la noche; claro que eso te costará tres denarios más, de los de buena ley —rió el obeso mesonero—. Puedes elegir: dispongo de voluptuosas negras de Etiopía, ardientes como el sol del mediodía del verano, con pechos tan grandes como ánforas de aceite y ardientes vulvas jugosas como higos maduros, que satisfarán sumisas todos tus deseos; o, si lo prefieres, rubias cautivas de las tribus bárbaras del norte, de ojos azules como el cielo y piel blanca como la leche, fogosas como felinas hambrientas en celo; o elegantes y educadas hetairas griegas y anatolias, de senos delicados y caderas cimbreantes, expertas en proporcionar a los hombres los más sutiles placeres; ¡ah!, y si lo que te gustan son los muchachos, también puedo ofrecerte, por seis denarios, a delicados efebos de Egipto o de Persia, jóvenes de labios sensuales y nalgas tan prietas y tersas como losas de mármol, verdaderos Príapos capaces de mantener sus vergas enhiestas durante toda la noche.

—Bastará con la cama y la comida; y con que el colchón no esté lleno de chinches y pulgas —respondió Giorgios.

—Solo con sugerirlo me ofendes. Esta posada está tan limpia como el ara del templo de Nebo. No tienes aspecto de mercader, más bien pareces un soldado; ¿buscas trabajo como mercenario?

—Sí. Me han dicho que vuestro gobernador está reclutando a soldados que no se asusten por combatir contra los persas del rey Sapor.

—Así es, pero te aseguro que no se trata de un trabajo fácil. Los catafractas persas son temibles como luchadores. Algunos soldados que se creían tan valientes como el mismísimo Aquiles se cagaron de miedo cuando los contemplaron por primera vez.

—No me asusta combatir; es lo único que he hecho en los últimos siete años y lo único que sé hacer —respondió Giorgios.

—En ese caso te encuentras en el lugar adecuado. Nuestro gobernador está preparando un ejército para quién sabe qué. Unos dicen que pretende liberar a aquel emperador romano, anciano e idiota, que se empeñó, el muy cretino, en atacar alocadamente Mesopotamia y que sigue preso en algún escondido rincón, donde se pudrirá por imbécil, si es que no lo han hecho ya picadillo y lo han servido como alimento a los perros de Sapor; pero otros sostienen que lo que realmente persigue nuestro señor Odenato, a quien protejan todos los dioses de Palmira, es dar un escarmiento a los cabrones persas para que esos malditos demonios hijos de una cabra apestosa y de un chacal pulgoso olviden la tentación de atacar Palmira como hicieron hace ya algún tiempo con Antioquía.

—Así sea.

—Deduzco, por cómo hablas, que eres de origen griego; ¿cuál es tu nombre?

—Giorgios de Atenas.

—¿Eres ateniense de verdad o tratas de aparentarlo?

—Mis padres nacieron allí, y yo también.

—Pues en Palmira te encontrarás casi como en la propia Atenas. Aquí residen muchos griegos: comerciantes, médicos, artistas, maestros. En las escuelas, casi todos los que enseñan gramática, matemáticas, aritmética y geometría son griegos.

—¿Y tu nombre, mesonero?

—Yo me llamo Tielato… Tielato de Palmira —añadió para no parecer menos en su nombre que el ateniense—, dueño de la mejor fonda de esta ciudad; sé bienvenido a Tadmor, la ciudad de las palmeras, la joya del desierto, la perla de las arenas, donde nadie es extranjero… sobre todo si acude con una buena bolsa y ganas de gastarla.

El orondo mesonero rió a carcajadas mientras su abultado papo oscilaba al compás de su risa colgando en flácidos y rugosos pliegues de su grasiento cuello. Era el típico aspirante a gracioso, cobarde y servil con los poderosos y abusivo y cruel con sus subordinados, un saco de grasa y de mierda al que le rebanaría el cuello sin sentir el menor remordimiento.

Para atender al reclutamiento de los mercenarios se habían habilitado unas oficinas en un cuartel del ejército palmireno construido en la zona norte de la ciudad, adosado por el interior a las nuevas murallas levantadas por orden de Odenato, muy cerca del palacio del gobernador. El cuartel consistía en un amplio espacio de planta cuadrada, en cuyo centro se abría un enorme claustro que servía a la vez de palestra para los ejercicios a pie con la espada y la lanza y de patio de armas; bajo uno de los pórticos laterales, decenas de jóvenes se alineaban ante unas rudas mesas de madera sobre las que tres anodinos escribas iban anotando en sendos registros a los impacientes candidatos a ingresar en el ejército de Palmira.

Varios guardias equipados con corazas y armados con largas pértigas de madera dura y flexible intentaban mantener el orden y procuraban, a golpes si era necesario, que los inquietos reclutas que esperaban para ser alistados no causaran demasiados tumultos.

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