El regreso del ejército a Palmira, donde ya se conocían los éxitos de Odenato y Zenobia, fue triunfal. Los palmirenos habían preparado una extraordinaria recepción a los expedicionarios. Miles de ciudadanos se habían lanzado alborozados a las calles, vestidos con sus mejores galas, mezclando prendas de estilo griego y persa: los hombres se habían recortado las barbas y el pelo y se habían calado elegantes gorros de seda con engastes de piedras preciosas y de láminas de oro; las mujeres se habían adornado con collares, pulseras y pendientes y se habían perfumado con delicadas esencias; todas habían colocado delicadas flores amarillas y rojas en sus cabellos, trenzados con elegancia y rizados en atrevidos tirabuzones. Como era costumbre, muchas de ellas se cubrían la nariz y los labios con velos de fina gasa que dejaban intuir sus rostros alegres bajo unos ojos perfilados con un trazo negro y los párpados pintados con cosméticos de tonos azules y verdes.
Nunca se había organizado en Palmira una fiesta semejante. Los palmirenos, como laboriosos mercaderes y artesanos que eran, no se caracterizaban precisamente por ser inclinados a grandes celebraciones políticas. Festejaban con regocijo la llegada de las grandes caravanas y algunos acontecimientos festivos del calendario oficial de la ciudad y celebraban con espectaculares sacrificios y generosas ofrendas los rituales religiosos dedicados a los dioses de su panteón, sobre todo si se organizaban en el enorme santuario consagrado al dios Bel, pero no solían lanzarse a las calles de manera masiva como sí lo hacían ciudadanos de otras grandes urbes como Roma, Atenas o Alejandría, en las que cualquier excusa era aprovechada para organizar un buen jolgorio callejero que hiciera olvidar por unas horas las penurias que atormentaban la vida cotidiana de los desheredados de la fortuna.
Los únicos espectáculos que apasionaban a los palmirenos eran las carreras de caballos y las de camellos, en las que se cruzaban apuestas realmente cuantiosas, tanto en las de corto recorrido, de una o dos millas, como en las de resistencia, de hasta diez. Los caballos y camellos ganadores eran tratados como verdaderos héroes y se dedicaban a sementales si conseguían al menos cinco victorias.
Las fiestas privadas agradaban mucho a los palmirenos, sobre todo si se trataba de una boda entre dos ricos vástagos de dos ricas familias. Se celebraban en sus suntuosas mansiones en torno a sabrosos alimentos y delicados vinos y licores, y se invitaba a los numerosos parientes y amigos de los amplios clanes familiares árabes; allí se conversaba sobre la marcha de los negocios, las nuevas empresas o los productos más rentables con los que comerciar en cada momento o en cada región. En Palmira siempre se hablaba de negocios, y a veces sólo de negocios.
Pero aquella ocasión bien merecía una celebración acorde con la importancia del triunfo conseguido por Odenato y Zenobia. Los magistrados de la ciudad habían preparado un gigantesco arco triunfal elaborado con maderas y hojas de palma y decorado con guirnaldas de flores y lazos de seda justo delante de la puerta de oriente, en el camino que llegaba hasta Palmira desde el arruinado campamento de Dura Europos.
El ejército apareció encabezado por Zenobia, cuya armadura brillaba a la luz del sol. Montaba su yegua roana como si se tratara de una heroína sacada de alguna de las más extraordinarias epopeyas escritas por el mejor de los poetas griegos. Su hermosa cabeza estaba protegida por un reluciente casco de plata en el que destacaban dos plumas de halcón teñidas de un rojo escarlata. Cual amazona legendaria, cabalgaba al lado de su esposo, que de vez en cuando la miraba con orgullo. Ni siquiera Homero hubiera podido imaginar así a la mismísima Helena de Troya.
Miles de palmirenos y de beduinos de las tribus árabes del desierto circundante se habían congregado para recibir a sus héroes. La excitación de los ciudadanos se mezclaba con una sensación de alivio y de tranquilidad, pues los caminos hacia el este volvían a quedar abiertos y de nuevo las caravanas, la principal fuente de la riqueza de Palmira, fluirían aportando considerables beneficios a la ciudad y a todos sus habitantes.
—Ahí los tienes —le comentó Zabdas a Giorgios; los dos cabalgaban unos pasos por detrás de Zenobia y Odenato y tras ellos lo hacía el joven Hairam junto a su tío Meonio—. Esos son los ciudadanos de Palmira. Mira cómo vitorean a su caudillo.
—Creo que no lo hacen por la victoria misma, sino porque nuestros triunfos garantizan que sus caravanas transitarán seguras por los caminos y con ello sumarán nuevas riquezas a sus ya notables haciendas.
—Y qué importa cuáles sean sus verdaderos sentimientos. Lo cierto es que ahí están, alegres y entusiasmados, felices por nuestro regreso.
—Nosotros sólo somos soldados que hemos hecho nuestro trabajo; para eso nos pagan —dijo Giorgios.
—En tu caso es así, pero no en el mío. Yo nací, me crié y he vivido toda mi vida en esta ciudad. Amo Palmira y daría mi vida por ella —añadió Zabdas.
—Eso es muy noble por tu parte, general, pero no todos los hombres piensan como tú, ni siquiera todos los palmirenos. He conocido a muchos a los que sólo les preocupa su bolsa. Hoy son romanos, mañana persas y el año que viene, quién sabe, incluso se contarían entre los bárbaros si con ello mejorara su erario.
—Créeme, el caso de los palmirenos es diferente. Esta ciudad se encuentra en medio de la nada. Mires hacia donde mires, tus ojos sólo contemplarán desierto durante uno, dos o tres centenares de millas. Palmira es una ciudad única, un regalo de los dioses, una joya rutilante en el centro de la desolación, por eso la amamos tanto todos los que hemos nacido aquí. Para los palmirenos, Tadmor es el ombligo del mundo.
—Pero sois parte del Imperio de Roma —alegó Giorgios.
—Sólo mientras Roma respete nuestro modo de vida.
Tras la entrada triunfal, los expedicionarios se dirigieron al santuario de Bel, donde dieron gracias a los dioses y les ofrecieron parte de los tesoros ganados en la campaña militar. Los sacerdotes estaban especialmente contentos, pues su riqueza acababa de aumentar de manera considerable. Durante la ausencia de Odenato y Zenobia, habían sido los encargados de la custodia de su hijo Hereniano, pero el gobierno de la ciudad había quedado en manos del consejero Longino.
En los días siguientes se celebraron combates de gladiadores y peleas de fieras en la improvisada arena del teatro, y chanzas cómicas en su escena. Unos actores escenificaron el triunfo de Odenato y de Zenobia sobre Sapor I en una celebrada mascarada que fue representada durante una semana seguida ante el numeroso público que se concitó para presenciarla, y que provocó que aquella obra, escrita para aquella ocasión en un par de días por un mediocre dramaturgo griego que se ganaba la vida como secretario de un rico comerciante, tuviera que prorrogarse durante varias jornadas. Un bufón, vestido ampulosamente al estilo de los nobles persas, disfrazado con una esperpéntica peluca de enormes tirabuzones y barba postiza, y tocado con una corona ridícula por lo exagerada, representaba a un acobardado rey sasánida que corría torpemente por la escena, tropezando y cayendo una y otra vez, perseguido por una pareja de jóvenes hermosos y elegantes. El actor que encarnaba al monarca persa Sapor I gritaba aterrorizado y rodaba por el suelo entre las carcajadas de los espectadores, que lo abucheaban cuando se incorporaba tras cada traspiés para volver a salir corriendo despavorido, agitando los brazos entre exagerados aspavientos. Al fin, los dos jóvenes, que representaban a Odenato y a Zenobia, alcanzaban al aterrado persa y lo arrojaban al suelo para subirse sobre su cuerpo, mientras el caído chillaba, pataleaba y braceaba histriónicamente como un escarabajo tumbado boca arriba.
Para acabar el espectáculo, salieron a la arena los tres leones de Zenobia, que a sus dos años de edad ya habían crecido hasta alcanzar la madurez. Sus domadores lograron que se colocaran los tres frente al lugar que ocupaban Zenobia y su esposo y consiguieron que las fieras se incorporaran a la vez sobre sus patas traseras y agitaran las garras de las delanteras, como saludando a sus señores. El público rompió entonces en aplausos y vítores entusiastas. Sus soberanos no sólo habían logrado derrotar al ejército persa, también eran capaces de sojuzgar a la más feroz de las bestias.
A las pocas semanas de finalizados aquellos festejos se presentó en Palmira un legado del emperador Galieno. El hijo de Valeriano regía el Imperio desde la captura de su padre, pero carecía de sus dotes de gobierno y de su valor. El legado imperial fue recibido en el palacio del
dux
, allí estaban, además, la propia Zenobia, los principales magistrados de la ciudad y los generales Zabdas y Giorgios; y no faltaban el inevitable Meonio y el príncipe Hairam, que no se separaba un momento del ateniense.
Delante del trono de piedra, el legado desplegó un pergamino autentificado con el sello del emperador Galieno y leyó en voz alta:
—«Galieno Augusto, emperador de los romanos, hijo del divino Valeriano, al nobilísimo cónsul Septimio Odenato, hijo de Odenato y nieto de Hairam, gobernador de la ciudad de Palmira y duque de los romanos en la provincia de Siria: por los muchos méritos contraídos y por los servicios realizados en beneficio del Imperio, te concedo el título de restaurador de todo el Oriente y el de
vir consularis
para que puedas utilizarlos desde ahora y para siempre.»
Aquellos dos títulos convertían a Odenato en el verdadero soberano de Siria y de Mesopotamia, en una posición casi de igual a igual con el emperador Galieno, quien reconocía que, sin Odenato, las provincias romanas de Oriente hubieran caído en manos de los persas y se hubieran perdido para Roma, y con ellas tal vez todo el Imperio.
Odenato estaba orgulloso; miró a Zenobia, que brillaba como acostumbraba a hacerlo en las grandes ceremonias, se incorporó y habló:
—Agradezco a Galieno su reconocimiento. Con la ayuda de los dioses hemos logrado derrotar al carcelero del emperador Valeriano y hemos reconquistado Mesopotamia. Por ello, merecemos también el título de «rey de reyes» que siempre han ostentado quienes han gobernado la tierra del Tigris y el Eufrates y que adopto como propio desde hoy mismo.
Con aquella declaración, Odenato sorprendió a los magistrados del Consejo municipal de Palmira, al legado de Roma y a sus propios generales.
—Ese es el título que utiliza el soberano de Persia… —comentó algo confuso el legado imperial.
—He derrotado a ese rey y, por tanto, creo que es justo que sea yo quien lo adopte como propio. Sapor es indigno de usarlo. Cuando invadimos Mesopotamia y nos presentamos ante las puertas de su capital, se refugió tras sus murallas y fue incapaz de salir de ellas para presentarnos batalla. Se comportó como un cobarde; ese título ya no le pertenece —aseveró Odenato.
—Pero sigue siendo un poderoso príncipe; tal vez se moleste cuando sepa que tú, ilustre Odenato, has adoptado un título que le corresponde a él.
—De eso se trata; quiero que se enfade y que intente atacarnos de nuevo. Lo estaremos esperando.
—¿Te has dado cuenta? Odenato no ha citado a Galieno con el título imperial, en cambio sí ha llamado «emperador» a Valeriano —le comentó Giorgios a Zabdas al oído.
—Sí y creo que el legado de Galieno también. Esto tal vez nos cause algunos problemas.
Entre tanto, Zenobia sonreía; ahora ella era también la esposa del rey de reyes y tenía un hijo suyo.
Palmira, primavera de 262;
1015 de la fundación de Roma
Durante el resto de aquel invierno los vigías de Palmira estuvieron muy pendientes de los caminos que llegaban desde Mesopotamia. Odenato había desplegado una extensa red de oteadores para que mantuvieran una constante vigilancia por si Sapor I decidía realizar una contraofensiva para resarcirse de las derrotas sufridas en el otoño anterior, además de pagar a varios agentes camuflados como espías en Ctesifonte que informaban de posibles movimientos del ejército persa. Pero no se movió de la capital y las caravanas circularon con seguridad.
Entre tanto, Zabdas y Giorgios continuaban ocupados con el adiestramiento de las tropas palmirenas, a fin de mantener a los soldados en plena forma y dispuestos a combatir en caso de que se produjera la esperada reacción de los persas.
A lo largo de los caminos de las llanuras desérticas entre Palmira y Bosra y entre Palmira y Dura Europos se construyeron fortines para acuartelar pequeños destacamentos de tropas, donde pudieran resistir en caso de ataque de los persas y retrasar su avance. Se trataba de castillos de planta cuadrada, con altos y fuertes muros de piedra y torreones de refuerzo. Cada uno tenía capacidad para acoger a unos doscientos soldados de a pie y a sesenta jinetes. Todos disponían de almacenes de víveres que eran periódicamente repuestos y pozos de agua o aljibes que permitían a su guarnición resistir si mantenía un asedio prolongado. Además, en época de paz podían ser aprovechados por los comerciantes de las caravanas para descansar en su camino o para aprovisionarse de agua y de grano para sus acémilas, previo pago de una considerable suma de dinero.
Giorgios recibió el encargo de inspeccionar alguno de ellos y de comprobar que estaban bien abastecidos y dispuestos para la defensa; su experiencia en las fronteras del Danubio, donde se había construido una red de fortalezas de características similares, era muy apreciada por Odenato.
—Un buen sistema de fortalezas es fundamental para la defensa de una frontera tan amplia como la del Eufrates. El limes del norte se extiende miles de millas a lo largo de los cauces de los ríos Rin y Danubio, ambos lo suficientemente anchos y caudalosos para que por sí solos constituyan una barrera natural formidable, incluso en el estiaje. Pero aquí, en estas vastas tierras resecas, no existen esas fronteras naturales y es necesario aumentar el número de este tipo de fortificaciones y que estén intercomunicadas visualmente unas con otras —le comentaba Giorgios a Zabdas a la vista de un mapa de la zona oriental de Siria donde estaban macados los baluartes defensivos de Roma ante los persas.
—El desierto es suficiente frontera. Un ejército numeroso se desplaza con dificultad por un terreno con escasez de agua, como ocurre a ciento cincuenta millas alrededor de Palmira. El desierto ha sido siempre nuestra mejor muralla. Cuando los persas han atacado la frontera de Roma en Oriente no lo han hecho a través de Palmira, sino siempre siguiendo esta ruta —Zabdas marcó en el mapa con su dedo índice el trazo del gran río desde Ctesifonte hasta Dura Europos, y luego siguió río arriba hasta las ciudades de su curso medio—, hasta Sura, Zeugma y Edesa, y es a esa altura del río cuando han abandonado el camino que sigue su curso y girado hacia occidente, hacia Antioquía. Palmira nunca ha sido atacada por los persas.