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Authors: Francesc Miralles

La profecía 2013 (11 page)

BOOK: La profecía 2013
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Decidí dejar ese tema para el día siguiente, ya que de todos modos la una y media de la madrugada no eran horas para llamar a nadie. Incluso los ladrones tienen que dormir. Sin darle más vueltas, me desnudé y entré en la cama ignorando que aquélla sería la última noche en mucho tiempo que dormiría tranquilo.

Antes de apagar la luz, tomé el libro de introducción a Jung para hacer un experimento. Una peligrosa mujer que había conocido en el pasado me había dicho que abriendo un libro al azar, éste nos dice aquello que necesitamos saber. Hice la prueba y abrí el volumen por la mitad mientras dejaba caer el dedo índice. Señalaba una cita del psicólogo y psiquiatra suizo:

Todos nacemos originales y morimos copias.

No era una reflexión alegre, pero su posible sentido respecto a mi vida me mantuvo ocupado hasta que me rendí al sueño.

3

Bajé a desayunar con la idea de leer algo más acerca del país donde, sobre el papel, se ocultaba un tesoro que podía solucionar mi vida y la de Desmestre y su hija. Más allá de los dieciocho mil euros que podía sacar en limpio por el solo hecho de «intentar» recuperar las cartas, si regresaba con el premio gordo sería el fin de mis problemas, siempre que el anticuario cumpliera con lo acordado.

Animado con este pensamiento, me serví del buffet espartano antes de sentarme a la mesa con la guía. Era el único cliente a aquella hora. A las diez de la mañana, tampoco en el tramo de calle al que daba el comedor se veía gran actividad.

Leí que Enver Hoxha había muerto en 1985, tras dirigir cuarenta años los destinos del país. Le había sucedido su delfín: Ramiz Alia. Éste inició un programa de liberalización económica y abrió el país a los extranjeros. La policía de aduanas había confiscado hasta entonces las guías de viaje a los turistas, a los que los barberos fronterizos cortaban el pelo largo y la barba, que estaban prohibidos en Albania al igual que la manga corta.

En 1990, cuando el bloque del Este empezó a desmoronarse, 4.500 albaneses se refugiaron en las embajadas extranjeras de Tirana. Tras algunas reyertas con la Sigurimi —la policía secreta—, el gobierno les permitió salir del país en barcos con destino a Brindisi. Un año después se produjo un éxodo masivo de veinte mil albaneses, lo que desató una crisis en Italia.

Eran las imágenes que yo recordaba haber visto en televisión.

Tras las primeras elecciones, en 1992, el país experimentó un falso boom económico que acabaría de manera catastrófica. Durante cuatro años habían surgido bancos de inversión piramidales que acaparaban el dinero de los albaneses. El negocio funcionaba así: después de invertir todo su dinero, el incauto buscaba nuevos inversores de los que obtendría una comisión de sus intereses. Éstos, a su vez, captaban a otros. La idea era que cuantas más personas tuvieras por debajo, más se multiplicaban las comisiones. Los que estuvieran arriba de la pirámide podrían vivir como millonarios con el solo empuje de los de abajo. Eso en teoría.

En la práctica, estos bancos evadieron las divisas o quebraron. Un 70 por ciento de los albaneses perdieron todos sus ahorros. El país era presa de los disturbios y el caos generalizado. Vagó varios años a la deriva hasta recibir en 1999 lo que podría haber sido su golpe de gracia, pero que resultó ser su salvación.

El verano de aquel año estalló la guerra del Kosovo y les llegó un aluvión de 450.000 refugiados. El mundo puso en duda que un país pobre de tres millones y medio de personas pudiera soportar esa presión, pero milagrosamente cesó la violencia y la población sacó lo mejor de sí misma para auxiliar a sus compatriotas de Serbia. Sumado al flujo de ayudas internacionales, este ejercicio de orgullo y autoestima cambió el carácter del país. De repente los albaneses se sentían capaces de hacer cosas importantes.

Cerré el libro admirado por aquella crónica desconocida para Occidente, mientras el recepcionista de la mañana recogía los últimos restos del buffet. Era un hombretón de pelo cano y cejas del mismo color, lo que le daba un aspecto casi albino. Decidí que ya era hora de que me pusiera manos a la obra. A fin de cuentas, no había viajado hasta allí para hacer un curso de historia de Albania.

Le enseñé el número de fax y me indicó que le siguiera hasta el mostrador, donde se ocupó él mismo de marcar. Luego me pasó el auricular.

Lo tomé esperando encontrar el típico chirrido de los fax, pero en lugar de eso había un mensaje pregrabado en albanés que se iba repitiendo. Después de escucharlo tres veces, sólo entendí la palabra «export». Se lo pasé al recepcionista para que me tradujera lo que decía. El hombre escuchó con cara de aburrimiento y anotó un número tras la tarjeta del hotel.

—Es el contestador de Spiro Export. Dice que puede mandar su fax a este número y da otro para los pedidos personales —explicó deslizando sobre el mostrador la tarjeta con el número.

—Si me hace el favor de llamar —respondí—, necesitaría concertar una cita con el mánager.

—Seguro que hablan inglés —dijo mientras marcaba cansinamente el número—, y también italiano. Vienen muchos a hacer negocios.

Asentí con la cabeza mientras dejaba sobre el mostrador un billete de quinientos lëkë —unos cuatro euros— por las molestias. El recepcionista canoso inició una animada conversación en albanés, como si ya conociera a la persona al otro lado. Pronunció un par de veces mi apellido, lo cual era una torpeza por mi parte. Dado el carácter de aquel negocio, si es que estaba tirando de la cuerda adecuada, tendría que haber advertido al hombre para que no me identificara.

—Ya está hecho —repuso tras colgar el teléfono y guardar el billete en su bolsillo—. El señor Spiro le manda un comercial al hotel. Llegará en media hora. ¿Quiere otro café?

—No, gracias. Pasaré antes por la habitación a darme una ducha. Avíseme cuando llegue.

Fuera por la propina o por haberme identificado como hombre de negocios, lo que podía suponer varios días de estancia en el hotel, de repente el recepcionista parecía haberme tomado estima.

Antes de que desfilara hacia el ascensor, me preguntó:

—¿Es usted mayorista?

—No exactamente —repuse sin saber muy bien a qué se refería—. Soy un simple marchante. Compro obras de arte para clientes que no pueden desplazarse personalmente —improvisé.

—¿Arte? —se sorprendió el recepcionista—. Pensaba que venía a comprar vino y aceite. Es lo que venden los de Spiro Export.

Ya bajo la ducha, me dije que era un imbécil redomado. Antes de concertar la cita con el comercial tenía que haber comprobado si guardaba alguna relación con el asunto de las cartas. Estaba claro que no, y ahora me vería obligado a hacer el farsante y pedir precios de hectolitros de aceite y vino que no iba a comprar. De hecho, ya había tenido que mentir como un bellaco al recepcionista, a quien había explicado que una galería de arte quería comprar una gran partida de vino para etiquetar las botellas como regalo navideño a sus clientes.

—Los de Korça son los mejores —me había dicho muy alegre.

Nada más salir de la ducha sonó el teléfono. No habían pasado ni veinte minutos y ya me esperaban abajo. Al parecer, el tal Spiro tenía prisa por vender. Y yo me preguntaba cómo saldría de aquélla sin hacer todavía más el ridículo.

4

En recepción me esperaba una joven menuda, vestida con pantalones grises y una blusa azul abotonada hasta el cuello. Tendría veintipocos años, pero el pelo corto y el maquillaje la hacían parecer mayor.

—Mi nombre es Cora Andreou —se presentó—, pero puede llamarme Cora.

—Su apellido suena griego —comenté al estrecharle la mano.

—Y lo es. Mi familia procede de la costa sur de Albania, donde vive una minoría griega bastante importante.

Dicho esto, me indicó que la siguiera.

—¿El señor Spiro también es griego?

—Sí, de la misma región. Allí hay muchos negocios en manos helénicas, pero hace cinco años que hemos abierto una oficina en Tirana. Será un placer mostrársela. ¿Le parece bien si vamos a pie? Hay varias calles cortadas por obras.

—Por supuesto.

Caminé junto a la tal Cora hasta la plaza Skanderbeg, donde en aquel momento se oía el canto del muecín en el minarete. Tras medio siglo de ateísmo, la religión parecía tener aún poca penetración en la sociedad albanesa; los coches derrapaban a velocidades de vértigo, ajenos a aquella llamada a la oración y el recogimiento.

—Los conductores parecen bastante temerarios por aquí —dije retrasando el momento de hablar de vinos.

—Son unos novatos, eso es lo que pasa —dijo en tono de desprecio—. Sólo hace diez años que existe el carnet de conducir. Antes no podías tener coche, a menos que formaras parte del gobierno.

Salimos de la plaza central, que a la luz del día era un lugar algo deprimente, pese a la estatua ecuestre del héroe nacional que le daba nombre. Desde allí, la comercial de Spiro Export me condujo por una avenida flanqueada de museos y edificios oficiales. En todos ellos ondeaba la bandera albanesa, con el águila bicéfala negra sobre el rojo intenso.

Al pasar junto a la pirámide con el mensaje de bienvenida a Bush, de repente recordé haber visto en televisión una anécdota referente a esa visita. En unas imágenes grabadas se veía al presidente dando la mano a una multitud entusiasta. Segundos después la cámara enfocaba su muñeca, de la que había desaparecido el reloj. Entendí que eso había sucedido en Albania, lo que no debía de ser precisamente bueno para la imagen exterior del país.

Pregunté a mi acompañante qué era aquella pirámide moderna, alrededor de la cual jugaban muchos niños.

—La diseñaron la hija de Hoxha y su marido —explicó—. Tenía que ser un gran museo dedicado al padre del comunismo albanés, pero no acabó de cuajar. Actualmente sirve para congresos y de discoteca por la noche.

Miré asombrado las pendientes de mármol blanco, utilizadas por algunos niños como un enorme y peligroso tobogán.

Desde allí penetramos en el Blloku —«Bloque»—, el barrio donde había vivido la élite comunista y que estaba prohibido al resto de la población, de la que estuvo separado por vallas. Yo me esperaba encontrar mansiones y cancillerías, pero era sólo una amalgama caótica de edificios de apartamentos. Las fachadas estaban pintadas de colores chillones, a veces combinando dos o tres tonos que no armonizaban entre sí. Algunas estaban decoradas con flechas o soles nacientes.

—Entiendo que le parezcan un poco kitsch —dijo Cora conteniendo la risa—. Fue una iniciativa del alcalde de Tirana, que era pintor. Como la ciudad le parecía muy gris, financió la pintura y los andamios para que los vecinos pudieran decorar los bloques a placer. Algunos tuvieron mejor gusto que otros.

En aquel momento le sonó el móvil y su expresión relajada se convirtió en concentrada seriedad. Entendí que estaba hablando con Spiro, al que ella contestaba con un monosilábico
«Ne, ne, ne...».
Al colgar, se puso bien las hombreras de la blusa y declaró:

—Nos espera en la Sky Tower. Quiere brindarle un almuerzo antes de hablar de negocios. Así, de paso, tendrá ocasión de probar nuestros vinos.

Con la mala conciencia de quien hace perder el tiempo y el dinero a quien no le sobra, seguí a Cora hasta un pequeño rascacielos —supuse que era el orgullo de Tirana— con galerías comerciales en la planta baja.

Un moderno ascensor nos subió hasta la joya de la torre: un restaurante acristalado de planta circular que giraba lentamente sobre sí mismo para ofrecer una vista de 360° sobre la ciudad abrasada bajo el sol. Desde allí se veía un pastiche urbanístico sin orden ni concierto.

El restaurante, sin embargo, estaba lleno de hombres vestidos con trajes caros, algunos en compañía de mujeres de bandera. En una mesa distinguí a un hombre calvo con un poderoso mostacho. Contemplaba la ciudad desde su atalaya giratoria, mientras tomaba un café y un vasito de agua. Supe enseguida que se trataba de Spiro.


Yassas
—saludó a Cora, que me cedió la silla justo delante de su jefe—. Bienvenido a Tirana, señor Vidal.

Le devolví el saludo y tomé asiento delante del que me pareció un hombre tosco, pero acostumbrado a cerrar negocios en el mínimo de tiempo.

—Le pediré algunos platos locales —me dijo llamando al camarero con un chasquido de dedos.

Tras darle unas rápidas instrucciones en albanés, Spiro terminó el café de un sorbo y se refrescó la garganta con el agua del vasito. Para entonces yo ya me había preparado un discursillo que me tenía que sacar del paso:

—He oído decir que los vinos de Korça son excelentes. Me gustaría conocer las calidades y precios de los que dispone para poderle hacer una oferta global, cuando calcule el incremento que supondrá por botella el transporte. Supongo que lo más práctico será mandar la carga por barco a través del puerto de Vlora o Durrës.

Spiro me escuchaba con un silencio pétreo mientras dirigía miradas esquivas a Tirana en movimiento. Cuando terminé de hablar, sus ojos se clavaron en los míos, pero seguía sin decir nada.

—O tal vez usted conoce una manera mejor de organizar el transporte. Estoy abierto a sugerencias.

Mientras esperaba su respuesta, el camarero trajo justamente vino tinto de Korça, una botella de cuello largo con la variedad Tokai. Lo abrió sin prisas y sirvió dos dedos a Spiro, que sin catarlo dio su aprobación con un ligero movimiento de cabeza. Luego dijo:

—Sugiero entonces que dejemos de hablar de gilipolleces y nos centremos en lo que toca. Tengo las cartas.

5

Para mi decepción, las cartas que me ofrecía Spiro eran sólo una copia de las originales, que ya habían sido vendidas. La comisión que había obtenido no podía ser demasiado sustanciosa si ahora se ofrecía a vender un triste facsímil.

—Tendré que consultar con mi cliente si está interesado. Había ofertado por la documentación auténtica, y no creo que le seduzca una simple copia.

—Seguro que no, puesto que ya tiene las buenas. Llega usted demasiado tarde.

Aquella información me dejó helado, al tiempo que me preguntaba por qué diablos me ofrecía el facsímil. No entendía nada.

—¿Se refiere usted a Kynops? El nórdico anónimo que ofertó...

—Dos millones trece mil euros, ya lo sé. Sí, es el mismo —me confirmó mientras nos servían una ensalada de estilo griego con feta—. Pero yo no he visto ese dinero ni muchísimo menos. Soy un pobre intermediario, el último eslabón de la cadena... antes de usted.

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