Read La profecía 2013 Online

Authors: Francesc Miralles

La profecía 2013 (7 page)

BOOK: La profecía 2013
12.81Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads


¿García?
Es un nombre algo inusual para un gato.

—Se lo puse porque teníamos un vecino que se llamaba así y tenía la misma cara.

—Entiendo —dije por decir algo mientras me levantaba para pagar la cuenta.

Salimos del restaurante bajo un cielo desapacible que amenazaba con nuevas tormentas. Elsa tiró de mi manga para que cruzáramos un puente sobre el río.

—Me temo que vamos en dirección contraria al coche —comenté molesto.

—Sólo lo parece. En realidad, todos los caminos llevan al párking. ¿Te has fijado en el nombre?

—No.

—Roma. Párking Roma. ¿No es gracioso?

Emití un gruñido como toda respuesta. Volvíamos a estar en la calle Ballesteries, donde ya había pasado por la mañana. Cuando me detuve en seco, Elsa entendió que había tensado demasiado la cuerda, ya que dijo con tono suave:

—No te enfades, sólo quiero mostrarte algo antes de que te marches. Es una tradición de Gerona.

Caminamos cinco minutos más hasta llegar a una plazoleta solitaria. Allí Elsa me señaló una modesta columna en la que había encaramada una pequeña bestia de piedra.

—¿Qué es? —pregunté deseoso de marcharme de una vez.

—La leona —repuso divertida—. ¿No sabes el dicho? «Si quieres volver a Gerona, un beso tienes que dar en el culo de la leona.» Miré con estupefacción la estatua sin saber qué hacer. Elsa exclamó:

—¡Vamos! ¿A qué esperas?

Ciertamente no tenía la menor intención de volver a Gerona, donde llevaba un día y medio dando vueltas sin sentido. Sin embargo, sabía que mi anfitriona no me soltaría hasta que cumpliera con el ritual.

—Hazlo por mí —insistió conteniendo la risa.

—Esto es ridículo —protesté mientras me encaramaba al pedestal de la columna y rozaba con los labios el trasero de piedra.

Elsa aplaudió mi acción y dijo:

—Ahora seguro que vuelves.

13

Después de una hora atravesando una cortina de lluvia constante, ante el parabrisas emergieron los picos de Montserrat. Bajo aquel temporal todavía parecía un lugar más dramático e imposible, cohetes de piedra que evocaban un mundo misterioso anterior a la llegada de la humanidad.

Mientras tomaba una carretera secundaria para entrar en nuestra urbanización, vi en el reloj del coche que eran las seis y cuarto. Tendría tiempo de darme un baño caliente antes de ir al pequeño supermercado que abastecía aquellas casas al pie del macizo.

La noche anterior no había conseguido hablar con Aina, que estaba en una cena de empresa, pero le había dejado un mensaje diciendo que me ocuparía personalmente de la cena.

Proyecté mentalmente el menú a la vez que despegaba suavemente el pie del acelerador hasta detener el Ibiza detrás de casa. Acto seguido, salí del coche y me pegué a la pared para evitar la tromba de agua que se cernía sobre nosotros, extrañamente virulenta para mediados de junio.

Introduje la llave en la cerradura muerto de cansancio. Nada más abrir la puerta, me di cuenta de que algo marchaba mal. Más allá del olor a colillas mojadas —clásico de mi hija, que me ocultaba su adicción al tabaco—, intuí que en aquel espacio había sucedido algo grave en mi ausencia.

Al encender la luz me di cuenta, alarmado, de que mi intuición era certera. En el suelo había restos de una tetera rota y una docena de libros caídos, como si se hubiera producido un forcejeo junto a la estantería. Una gran mancha en la pared, probablemente de té, completaba el panorama después de la batalla.

Con el corazón a punto de estallar empecé a llamar a Ingrid y Aina. Pero nadie respondió. Empapado de un sudor frío, subí las escaleras de tres en tres hasta la habitación de mi hija, que estaba extrañamente ordenada. Eso no me tranquilizó lo más mínimo, ya que seguía sin entender qué había sucedido en la casa.

Me precipité nuevamente hacia el salón. En la mesa había un folio manuscrito que había pasado por alto en mi primera valoración de la catástrofe. Vi enseguida que era la letra de Aina:

Querido Leo,

Siento mucho tener que escribirte esto, porque sé que eres una persona cargada de buenas intenciones, pero eso no basta para vivir en pareja, y menos aún para educar a una hija.

Has criado a Ingrid con mucho cariño, pero no le has enseñado nada de lo que necesita para transitar por el mundo: esfuerzo, respeto por los demás y por sí misma, prudencia. Ha tomado sólo lo peor de ti, va por la vida dando tumbos hasta que se estrelle definitivamente.

Ayer tuve que enfrentarme a ella porque pretendía pasar la noche fuera sí o sí. Como le llevé la contraria, reaccionó con una lluvia de objetos sobre mí y no he salido herida de milagro.

Leo: no tengo por qué aguantar esta mierda. Ingrid no es mi hija y no tengo la culpa de que seas un irresponsable. Nunca estás en los momentos importantes. Por lo tanto, dejo esta casa para siempre y a ti con ella. Espero que os vaya bien.

Te pido, por favor, que no me llames ni me busques. Mi decisión es en firme. Me voy con la tranquilidad de saber que lo he intentado. Espero que algún día encuentres tu grial. Desde luego que Ingrid y tú no sois el mío.

Un beso de despedida,

Aina

Al terminar de leer la carta sentí que me faltaba el aire y tuve que correr a abrir los ventanales. El panorama que tanto me gustaba contemplar al atardecer de repente se había convertido en el paisaje más triste del mundo.

Tras telefonear innumerables veces a Ingrid sin respuesta y hacer una sola tentativa con Aina, que me había colgado directamente, me desplomé sobre el sofá. Permanecí allí por un tiempo indeterminado como un muerto viviente. Me encontraba en estado de shock. En menos de 48 horas todo mi mundo se había desmoronado. Y lo peor de todo era que no se me ocurría cómo salir del hoyo.

Cuando las escenas de mi vida reciente junto a Aina empezaban a agolparse en mi cabeza dolorosamente, de repente recordé el libro que me había regalado el profesor De la Fuente. Dado que la cosa iba de desgracias planetarias, tal vez para el 2013, pensé que ampliando la mirada trágica me olvidaría de mi pequeña y miserable vida.

Saqué el libro de mi bolsa de cuero y me serví un copazo de vino antes de tenderme nuevamente en el sofá con
El mundo sin nosotros,
de Alan Weisman, un ensayo especulativo sobre lo que sucederá el día que el último ser humano desaparezca de la Tierra.

Siempre había pensado que nuestra desaparición sería lo mejor que podría pasarle al planeta, pero Weisman negaba incluso esa buena noticia: lo peor de nuestro legado llegará cuando nos hayamos marchado dando un portazo.

Justo después del índice encontré un trozo de periódico doblado en cuatro. Era una reseña sobre la obra que De la Fuente debía de haber guardado para pedirla en la librería. La firmaba el filósofo Rafael Argullol. Antes de decidir si me entregaba a la carrera de fondo que es la lectura de un libro, leí detenidamente el artículo para saber por qué es tan malo que las personas dejen de parasitar la Tierra:

Según Weisman, sin el cuidado y mantenimiento humanos, el programa del gran caos está cantado. Así, por ejemplo, a los dos días de la extinción de los seres humanos, los metros de las ciudades se inundarían por falta de bombeo, o al menos esto, se augura, sucedería en el de Nueva York. A los siete días ya empezarían los problemas en los sistemas de refrigeración de las centrales nucleares. Un año después, éstas estarían provocando explosiones e incendios en todo el planeta. A los tres años se hundirían muchas carreteras e infraestructuras y a los veinte años el canal de Panamá quedaría de nuevo cerrado. Los puentes de hierro más resistentes tardarían 300 años en caer. A los 500 años las ciudades se asemejarían a selvas llenas de pequeños depredadores.

Abrumado, dejé a un lado el artículo para mirar una tabla tras la cubierta del libro. Era un calendario aproximado de lo que le espera al mundo sin nosotros.

Al parecer, dentro de unos miles de años, si hay algún edificio en pie, se convertirá en un inmenso bloque de hielo. El suelo tardará 35.000 años en quedar limpio del plomo depositado durante la industrialización, y serán necesarios cientos de miles de años para que aparezcan microbios capaces de degradar el plástico. Un tiempo parecido tardará la atmósfera en recuperar los niveles de C0
2
previos a la aparición del ser humano.

Dentro de diez millones de años, sólo las esculturas de bronce serán aún reconocibles y darán testimonio de nuestro paso por el mundo. Y la vida seguirá en formas inimaginables para nosotros hasta cuando, en cinco mil millones de años, el sol se convierta en una gigante roja y engulla los planetas más cercanos, como la Tierra.

Después de eso, lo único que quedará de la humanidad serán nuestras emisiones de radio y televisión, que seguirán viajando durante la eternidad por los confines del Universo.

«Menudo legado», me dije mientras cerraba los ojos imaginando qué pensarán de nosotros las inteligencias que reciban todo eso.

14

Debían de ser las tres de la madrugada cuando, entre sueños, oí que se abría la puerta de casa. En circunstancias normales habría saltado del sofá y me habría puesto en guardia, pero entre el vino y la lectura apocalíptica mi mente aún vagaba por el limbo posthumano.

Mientras soñaba con grandes explosiones y ciudades en ruinas donde volvía a imperar la ley de la selva, oí una motocicleta que se alejaba en el exterior y unos pasos inseguros dentro de casa. Al notar una mano cálida sobre la mía, abrí los ojos mientras buscaba a tientas el interruptor de la lámpara de lectura.

Al hacerse la luz, me alegré y asusté a partes iguales: era Ingrid, que volvía de su juerga nocturna con un moratón en el ojo y las medias agujereadas. La miré sobrecogido como si la viera por primera vez. Tal como me había echado en cara Aina, aquella niña angelical se había convertido en una extraterrestre para mí.

Antes de que yo lograra decir nada, Ingrid se echó en mis brazos y sollozó:

—Papá, te he fallado.

Aunque apestaba a alcohol, mientras lloraba sobre mi hombro me pareció la criatura más desvalida del mundo. Me recriminé no haber hecho lo suficiente para protegerla. No sabía cuidar de sí misma: en eso había salido al padre.

Permanecimos un buen rato en un silencio que todo lo explicaba, pues no necesitaba relatos proféticos para entender que estábamos solos en el mundo y nadie vendría a salvarnos.

Por la mañana preparé un desayuno americano completo, con salchichas, patatas y huevos, para nuestro gabinete de crisis familiar. Con la reconciliación no bastaba. Quedaba lo más importante: saber qué diablos haríamos a partir de ahora.

Contraviniendo su hábito de marmota, Ingrid bajó los escalones bastante adecentada cuando ya estaba a punto de llamarla. Olió con expresión huraña la comida y se sirvió un zumo de pomelo del tetrabrik. Luego se sentó y emitió un ruidoso suspiro. Significaba algo así como: «A ver qué sermón me suelta éste».

—Antes de que me cuentes lo que has hecho los últimos dos días, quiero saber quién te ha atizado de esa manera —dije en referencia al moratón en el ojo.

—Una amiga que no conoces.

—Yo no llamaría amiga a quien te arrea un puñetazo como ése.

—No me dio ningún puñetazo: estábamos bailando ska y dio un giro sin darse cuenta de que yo estaba detrás. Me metió todo el codo en el ojo. ¡Estuve a punto de desmayarme!

Aquella versión del accidente me pareció tan estúpida que pensé que sólo podía ser cierta, así que pasé al segundo punto del interrogatorio.

—¿Y esos agujeros en las medias? Ayer oí una moto dando vueltas por aquí. ¿Estaba tan borracho el piloto que os fuisteis al suelo o qué pasó?

—Papá, no entiendes nada. Cuando terminó la fiesta, mi amiga pidió a su hermano que me acompañara a casa. Es un mormón estricto que no ha bebido una cerveza en su vida.

—Pero esos agujeros...

—¡Qué poco sabes de modas! Te informo de que esas medias las venden así: pertenecen a una colección que conmemora el nacimiento del punk y cuestan una pasta. No son agujeros cualquiera.

—Ah, ¿no?

—Son los mismos que llevaba Siouxie en las medias durante un concierto en 1977. Se inspiran en una foto histórica.

—Es una pena que lo único que te interese de la historia sean los agujeros de una cantante de punk. ¿Te has parado a pensar qué quieres hacer con tu vida?

Mientras Ingrid meditaba la respuesta, si es que tenía la intención de dar alguna, pinchó con el tenedor una patata y la alzó para contemplar cómo humeaba.

Volví a la carga:

—Eso es algo que más pronto que tarde vas a tener que plantearte, por tu único bien. No sé si eres consciente, pero yo no estaré toda la vida aquí para sacarte las castañas del fuego.

—Ah, ¿no? —preguntó con fingida ingenuidad.

—La biología manda. Si todo sigue su debido curso, yo me iré antes que tú. Valdría la pena que para entonces hubieras decidido por dónde tirar.

—Eso me parece razonable. Pero yo no quiero que te mueras, papá.

—Ni yo tampoco, nena, pero es lo que hay. Tú lo dijiste por teléfono: fíjate si es mala la vida que te acaba matando.

—¿Yo dije eso? —repuso sorprendida—. En todo caso, es feo hablar de la muerte una mañana soleada como ésta. Como decía aquel amigo tuyo que practicaba el zen, ¡hay que vivir el momento!

Bebí un largo sorbo de té mientras pensaba qué responder a eso. Me parecía un ejercicio de cinismo que justamente quien había dinamitado mi relación con la persona que amaba me invitara a disfrutar del aquí y ahora.

—Por cierto, tengo una buena noticia para ti —dijo Ingrid—. Hace días que te lo quiero contar.

Al oír eso me eché a temblar. Las últimas buenas noticias habían llegado teñidas de tintes siniestros.

—No tendrás que preocuparte por mí estas vacaciones. Tía Jenny me ha mandado un billete electrónico de avión para Boston. Dice que me dará incluso algo de dinero de bolsillo si la ayudo a limpiar su jardín.

Me sorprendió que la única hermana de mi madre, la tía abuela de Ingrid, tuviera dinero para costearle el vuelo. Solía invitarla cuando vivíamos en Santa Mónica, pero era una viuda que llevaba una vida bastante austera. Tal como sospechaba, faltaba algo por saber:

—Dice que el billete de vuelta lo pagues tú —prosiguió Ingrid—. Sólo ha mandado la ida.

BOOK: La profecía 2013
12.81Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Where There's Smoke by Jayne Rylon
Not Quite Perfect by Annie Lyons
WalkingSin by Lynn LaFleur
Ruby Tuesday by Mari Carr
The Doctor's Rebel Knight by Melanie Milburne
The Goblin Emperor by Katherine Addison
Capturing Today (TimeShifters Book 2) by Jess Evander, Jessica Keller
Couples Who Kill by Carol Anne Davis