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Authors: Francesc Miralles

La profecía 2013 (18 page)

BOOK: La profecía 2013
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—No estoy de acuerdo con eso. De cualquier forma, ¿qué tienen que ver el
anima
y el
animus
con eso?

Antes de contestar, Elsa bajó la cabeza y me miró a través del cristal de su copa. Luego explicó:

—El hombre que busca su parte femenina en las mujeres o la mujer que busca la suya masculina en los hombres va llenando una especie de copa interior. Llega un momento en el que ha incorporado suficientes experiencias del sexo opuesto para que su
anima
o
animus
esté colmado. Entonces ya no necesita enamorarse.

—En teoría puede que sea así —opiné—. Pero en la práctica hay personas adictas al enamoramiento que pasan su vida de flor en flor y nunca están satisfechas.

—Seguramente su copa está quebrada. Aunque encuentren su
anima
o
animus,
nunca quedarán colmados porque tienen una fuga. Por mucho que tomen del otro sexo, siempre estarán vacíos.

—Me parece una buena argumentación. ¿Es tuya o de Jung?

—Es mía —respondió orgullosa—. Yo también tengo visiones en medio de mi confusión. Sin ir más lejos, acabo de descubrir el secreto de Kynops.

Tal vez para incrementar el suspense, Elsa se había negado a revelar cuál era el secreto hasta que llegáramos al hotel. En lugar de eso, había empezado a hablar sin freno sobre unos meses que había vivido en Nueva York, donde descubrió el circuito de los clubs tristes. Al parecer, son locales de música frecuentados por una clientela de piel pálida y vestidos negros —coloquialmente llamados melancólicos tuberculosos— que se reúnen para llorar y programar suicidios.

No me costaba creer que existiera algo así, ya que me habían hablado de restaurantes para masoquistas en esa misma ciudad donde los camareros trataban mal a los clientes, que acababan comiendo dentro de jaulas. Se lo expliqué a Elsa, que se quedó pensativa antes de decir:

—¿Sabes lo que pienso de todo eso? El día que los vicios de los ricos estén al alcance de la mayoría habrá empezado el fin del mundo.

Después de una cena copiosa con botella y media de vino, Elsa me tomó de la mano y empezó a canturrear la nana del fantasma de Gerona mientras caminábamos hacia la pensión. Yo me dejaba llevar mientras me preguntaba si el descubrimiento que había anunciado no sería sólo un juego de Elsa para hacer la velada interesante.

Sin duda, la llegada a Grecia había despertado en ella el espíritu provocador que yo había conocido en su casa, ya que tras cerrar la puerta de la habitación empezó a hacer de las suyas.

—Si quieres conocer el secreto de Kynops —me advirtió—, primero tendrás que desnudarte y tenderte sobre la cama. Yo seré la sacerdotisa y no debes hacer nada que yo no te pida, ¿de acuerdo?

Tras decir esto, encendió las velas a ambos lados de una de las camas individuales y apagó la luz. La habitación quedó sumida en una débil evanescencia dorada.

—¿A qué esperas? —me instó Elsa.

Luego se metió en el baño y me dejó solo.

La penumbra y el vino, además de la curiosidad de saber adónde conduciría aquello, hicieron que no dudara en desprenderme de la ropa con la que había salido de Saranda. Una vez desnudo, me tumbé sobre la cama con un sentimiento de indefensión.

El olor dulzón de la cera que crepitaba acababa de conferir al lugar un aire entre lujurioso y místico.

Esperé muy quieto un par de minutos en los que pude escuchar los latidos de mi corazón. Luego se abrió la puerta del baño y Elsa regresó a escena, envuelta sólo con un fino velo que se pegaba a su cuerpo como una segunda piel.

—Llegó el momento de la verdad desnuda —dijo mientras me observaba de pie como una diosa griega.

—Aquí el único desnudo soy yo —protesté—. ¿De dónde has sacado ese peplo?

—Lo llevo siempre conmigo. En verano me sirve como sábana cuando voy de viaje.

—¿Y no tienes una para mí?

—No la necesitas —repuso con una sonrisa pícara—. Quiero verte así y valorar sin tapujos si eres digno de conocer el secreto.

—El secreto de Kynops... —murmuré casi decepcionado de volver a aquel tema—. ¿Te refieres a la pregunta que encontramos en el techo del hotel?

Elsa asintió bajando suavemente la cabeza.

—Dijiste que la respuesta estaba en la misma pregunta —repliqué, luchando contra la excitación—. ¿Has encontrado la respuesta? ¿Dónde se esconde ese diablo?

—Sólo te responderé si prometes acompañarme hasta su guarida.

—¿Por qué tendría que hacerlo? No voy a meterme en la boca del lobo para acabar como Spiro y Cora. Y tú deberías olvidarte de este asunto y regresar a casa.

—No me preguntes por qué, pero no puedo hacerlo —declaró ansiosa—. Necesito saber quién es Kynops, verlo cara a cara.

—¿Es por la recompensa?

—La recompensa ahora es lo de menos, aunque no dudes que te va a cubrir de oro sólo por acudir a la cita. Y nadie excepto nosotros y Kynops sabrá que estamos allí.

—Creo que sabes mucho más de lo que me has contado hasta ahora —dije mientras Elsa daba dos pasos hacia mí.

El perfume íntimo de aquella Venus dorada se hizo patente y noté cómo perdía definitivamente el control sobre mi cuerpo.

—Sólo creo saber dónde nos espera —declaró—. Si tienes miedo, puedes regresar mañana a Barcelona. Yo voy a llegar hasta el final.

—¿Hay que volver a Albania? —pregunté escamado.

—En absoluto —rió ella—. No tendremos que salir de Grecia. Pero no voy a decirte más por hoy: ¿puedo contar contigo?

Dudé unos segundos antes de, llevado por el misterio y la aventura, dar en aquel caso la peor de las respuestas:

—Sí.

Como si esa sílaba fuera la clave de una caja fuerte, al oírla Elsa dejó caer el velo y quedó desnuda frente a mí. Desde mi posición baja, su cuerpo parecía aún más esbelto e irresistible.

—Ahora que estás conmigo —anunció consciente de su triunfo—, voy a ser tu
anima
y tú serás mi
animus.

Mientras se echaba sobre mí desatando una oleada de deseo, concluyó:

—Dicho de otro modo: voy a dejar que llenes mi copa.

2

El secreto de Kynops no me fue revelado hasta llegar al aeropuerto ateniense de Venizelos, donde Elsa me arrastró hasta la terminal de donde salía el siguiente vuelo.

Pese a haber pasado la noche con ella, al levantarnos me había seguido tratando como si nada hubiera sucedido, con la misma combinación de cháchara excéntrica y silencios repentinos que había conocido. Mientras trataba sin éxito de encontrar mi lugar en aquella ecuación sentimental, me había limitado a cumplir mi palabra dejando en sus manos la compra de los pasajes de avión.

En el primer vuelo había caído dormido nada más tomar asiento y no fue hasta llegar al café de la terminal cuando me interesé por el destino final —al menos eso creía yo— de aquel viaje.

—Volamos a Samos, una isla griega muy cerca de Turquía —dijo consultando un minúsculo reloj de pulsera.

—¿Y qué te hace pensar que nuestro hombre está allí?

—No me cabe la menor duda —afirmó Elsa mientras sacaba del bolsillo delantero de la maleta el diccionario de arte religioso—. Lo descubrí al ver esto.

Abrió el volumen por una página que mostraba varios frescos de la gruta del Apocalipsis. En uno de ellos se veía a san Juan luchando a brazo partido contra el sacerdote de Apolo en Patmos. Éste, según leí en la nota al pie, era un hechicero que recibía el nombre de Kynops.

—San Juan hizo que Kynops se hundiera en las aguas del actual puerto de Skala —explicó ella— y el mago quedó convertido en piedra. Todavía existe esa roca. Esta mañana he buscado en Internet, pero no hay otra referencia a Kynops aparte del hechicero de Patmos.

Parecía una deducción razonable. Si en Skala existía incluso una roca que recibía ese nombre, la única respuesta posible a la pregunta «¿dónde está Kynops?» era el puerto de Patmos.

—Si es allí donde nos espera, ¿por qué nos dirigimos a Samos? —pregunté.

—Muy sencillo, porque Patmos no tiene aeropuerto. Es demasiado pequeño: sólo tiene 2.500 habitantes. Tenemos que volar hasta Samos y tomar luego un barco.

—Como san Juan cuando fue expulsado de Éfeso —dije recordando ese episodio de mis clases de religión—. ¿No fue desterrado a Patmos y se metió en una cueva a escribir el Apocalipsis?

—Algo así.

El vuelo con Aegean Airlines despegó a las 12.25 y tenía una duración estimada de una hora.

Espabilado después de un segundo desayuno a bordo, miré de reojo a Elsa. Aunque seguía sin comprenderla, tras aquella noche de amor me parecía la mujer más atractiva del planeta. Sin embargo, ella sólo parecía atender a las nubes que íbamos atravesando en nuestro viaje al este helénico. Acababa de desconectar del mundo, y de mí con él. Prueba de ello fue que, cuando puse mi mano sobre la suya, la retiró rápidamente como un animal esquivo.

Con otra persona este rechazo me habría herido profundamente, pero había algo de Elsa que ya había comprendido: era como el chico de la burbuja de plástico. Vivía separada del mundo por una pared invisible. Lo que ella amaba en realidad de Tod Lubitch era el
animus
solitario que ya habitaba en su interior.

Tomé el libro de arte para leer un anexo al final sobre san Juan y el hechicero de Patmos. Tal vez aquella historia revelaría algún vínculo con las cartas de Jung y su misterioso propietario.

EL APÓSTOL Y EL MAGO

En el año 95 d. C. san Juan fue expulsado de Éfeso por el emperador romano. Acusado de difundir falsas doctrinas y subvertir la religión del imperio, Domiciano decidió desterrarlo a Patmos, donde le sería revelado el Apocalipsis.

A su llegada a la isla del Egeo, fue liberado de sus cadenas por el gobernador romano, Laurentius, al conocer un milagro realizado por el apóstol, que había librado a un joven de la muerte segura al caer en el mar en medio de una tormenta. Los trabajos espirituales de san Juan empezaron inmediatamente después, ya que tuvo que practicar un exorcismo al hijo de Myron, suegro del gobernador, con lo que toda la familia abrazó la fe cristiana y fueron bautizados por el apóstol.

A los sacerdotes del templo de Apolo, sin embargo, no les sentó nada bien que los líderes de la ciudad hubieran abandonado la propia religión para entregarse a una nueva fe. A fin de contrarrestarlo, enviaron a un mago llamado Kynops para que desacreditara al apóstol con una demostración de sus poderes.

Para ello el hechicero de Patmos recurrió a su truco más aplaudido, que consistía en lanzarse al mar y salir luego impulsado hacia la superficie como elevado por una fuerza sobrenatural.

El mago salió vencedor de esta primera prueba, ya que emergió de bajo las aguas junto con los fantasmas de isleños que habían muerto recientemente. Luego arengó a los presentes para que atacaran a san Juan. La multitud lo obedeció y el apóstol quedó medio muerto.

A la mañana siguiente, sin embargo, san Juan volvió a retar a Kynops. Esta vez rezó para que el hechicero no saliera del mar, que durante la prueba se abrió como un abismo y engulló al mago. Según la leyenda, quedó petrificado en la bahía de Skala.

Los habitantes de Patmos esperaron durante tres días a que Kynops saliera a la superficie, pero al comprobar la victoria de san Juan todos ellos se convirtieron al cristianismo.

Al terminar la lectura, me pregunté cuál podía ser el sentido de encarnarse en aquella figura dos milenios después. ¿Era el millonario un enemigo de la fe cristiana y se proponía neutralizarla con filosofía jungiana? ¿Qué pintaba el 2013 en todo esto?

Era imposible no relacionar el Apocalipsis de san Juan, a fin de cuentas una predicción de cómo será el fin del mundo, con el año determinado por Jung y Caravida. Tal vez el nuevo Kynops sólo fuera un místico loco que pretendía conectar ambas cosas: el paisaje del Apocalipsis y su fecha de inicio. Patmos debía de parecerle el lugar más indicado para asistir al fin de nuestros días.

Lo que no entendía era cuál era mi papel en aquella locura, ni por qué ésta había provocado ya tres muertes al menos. Algo importante se me estaba escapando.

Para aumentar mi inquietud, al sobrevolar Samos el avión empezó a vibrar violentamente como si estuviera a punto de desarmarse. Tal vez por la orografía montañosa que creaba bolsas de aire, la maniobra de aterrizaje fue un festival de sacudidas que amenazó varias veces con derribar el aparato.

Tras perder varias veces la altitud de golpe y remontar en el último suspiro, el avión logró posarse finalmente sobre la pista. Aquella toma de tierra había sido un aviso de lo que nos esperaba de ahora en adelante.

3

Al llegar en taxi al puerto de Pitagorio —aquélla era la isla natal de Pitágoras—, nos dijeron que no salía ningún barco a Patmos hasta la mañana siguiente, cosa que nos obligó a tomar un hotel.

Con una larga tarde por delante, simplemente nos acomodamos en un café a ver pasar a los veraneantes: mayormente alemanes que venían en tours para la tercera edad.

El muelle estaba lleno de pequeñas embarcaciones que ofrecían excursiones en las que, además de playa y barbacoa, el capitán prometía enseñarles a bailar el sirtaki. Con cierta vergüenza ajena, vimos regresar a algunos de estos grupos batiendo palmas con las caras enrojecidas por el sol y el vino peleón.

Mientras tanto, el viento azotaba la isla sin parar.

—Ahora que nos acercamos a él —dije a Elsa con una taza de té en la mano—, ¿qué imagen te has hecho de Kynops?

—¿Del histórico o del farsante?

Sin esperar a que le respondiera a lo que ya sabía, encendió un cigarrillo y concluyó:

—Creo que cuanto más nos aproximamos, más difícil es conocerle. Hasta que no demos con él, cualquier cosa que podamos suponer será errónea, porque Kynops tiene un currículum oculto.

—¿Currículum oculto? ¿Qué diablos es eso?

—Es el sentido escondido de las cosas que hacemos. Aquello que transmitimos sin darnos cuenta, porque puede ser desconocido para nosotros mismos. Kynops nos hace pensar que desea ayuda para descifrar las cartas de Jung, pero en realidad está pidiendo ayuda para algo muy diferente, aunque no es consciente de ello.

—Hablas como si lo conocieras —comenté intranquilo—. ¿Por qué no hablas claro de una vez y me explicas de qué va todo esto? Me siento perdido en este asunto.

—Y más que te perderás —dijo mirando cómo el viento arrancaba el humo de su cigarrillo—. Hay que haberse perdido del todo para encontrar lo verdaderamente importante.

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