La profecía (21 page)

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Authors: David Seltzer

BOOK: La profecía
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—Katherine...

—Escúchame. Estoy tomando una droga que se llama lithium. Es una droga para la depresión y me hace bien. Quiero ir a casa. Y quiero que vuelvas. —Hizo una pausa y luego su voz sonó más firme—. Y quiero que todo ande bien.

—¿Quién te dio la droga? —preguntó Thorn.

—El doctor Greer.

—Quédate en el hospital, Katherine. No salgas hasta que yo vaya a buscarte.

—Quiero ir a casa, Robby.

—¡Por Dios...!

—¡Estoy
bien
!

—¡Tú no estás bien!

—No te preocupes.

—¡Katherine!

—Me voy a casa, Robby.

—¡No! Vuelvo.

—¿Cuándo?

—Esta misma mañana.

—Pero ¿y si ocurre algo en casa? He llamado...

—Algo no anda bien en casa, Katherine.

Ella quedó muda, asustada por las palabras de Thorn.

—¿Robby? —preguntó en tono tranquilo—. ¿Qué es lo que ocurre?

—No te lo puedo decir por teléfono —dijo Thorn con angustia.

—¿Qué está sucediendo? ¿Qué es lo que no anda bien en casa?

—Por favor, espérame ahí. No te muevas del hospital. Estaré contigo esta misma mañana y te lo explicaré todo.

—Por favor, no hagas eso...

—No es
contigo
el problema, Katherine. Tú estás bien.

—¿Qué quieres decir?

En el cuarto del hotel, Jennings echó una mirada a Thorn y sacudió gravemente la cabeza.

—¿Robby?

—No es nuestro hijo, Katherine. Damien es hijo de otros.

—¿Cómo?

—No vayas a casa —le advirtió Thorn—. Espérame ahí.

Thorn cortó la comunicación y Katherine quedó en azorado silencio, inmóvil hasta que el receptor empezó a zumbar en su oído. Lo colocó lentamente en la horquilla y fijó la mirada en las sombras que jugaban sobre las paredes de su cuarto del sexto piso, que eran la reflexión de un árbol que se movía con la brisa del verano. Estaba asustada, pero consciente de que la sensación de pánico que siempre acompañaba a su temor había desaparecido. La droga estaba haciendo su efecto. Ella podía mantener la mente clara. Volvió a levantar el receptor del teléfono y marcó el número de su casa. Ninguna respuesta. Entonces se volvió hacia el intercomunicador que estaba sobre su cama y se esforzó por oprimir el botón.

—¿Sí, señora? —respondió una voz.

—Tengo que salir del hospital. ¿Debo hablar con alguien para ello?

—Necesita el permiso de su médico.

—¿Puede buscarlo, por favor?

—Trataré.

La voz enmudeció y Katherine quedó sentada en silencio. Una enfermera le trajo el almuerzo, pero Katherine no tenía apetito. Había un platito, con gelatina, en la bandeja. Empezó a tocarla. La sentía fresca y calmante y la deshizo entre los dedos.

A varios cientos de kilómetros de distancia, en el cementerio de Cerveteri, todo estaba silencioso. El cielo estaba nublado y la quietud sólo era interrumpida por un sonido apenas audible. En las dos tumbas abiertas, dos perros aplanaban la tierra. Sus miembros se movían mecánicamente, mientras rellenaban las criptas abiertas, y la tierra caía suavemente sobre los restos del chacal y del niño. Más allá, los restos destrozados de un perro pendían, sin vida, de un cerco de hierro, mientras un compañero solitario levantaba la cabeza y emitía un sonido bajo y triste. El aullido resonó en todo el cementerio, aumentando lentamente su intensidad. Otros animales aullaron también, hasta que todo el aire estuvo poblado con las discordantes notas de dolor.

En su cuarto del hospital, Katherine logró oprimir el botón del intercomunicador. En su voz se notaba la impaciencia.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó.

—¿Sí? —contestó una voz.

—Le pedí que localizara a mi médico.

—Me temo que no podré. Puede estar en cirugía.

El rostro de Katherine estaba tenso por la irritación.

—¿Puede venir usted aquí y ayudarme, por favor?

—Trataré de enviarle a alguien.

—Pronto, por favor.

—Haré lo posible.

Con esfuerzo, consiguió bajar de la cama y acercarse al guardarropa, donde rápidamente halló sus ropas. El vestido era como una túnica y le resultaría fácil ponérselo, pero el camisón que llevaba estaba abotonado hasta el cuello y Katherine se miraba al espejo, preguntándose cómo haría para quitárselo, pese al yeso. Era de gasa morada y le pareció que estaba ridícula con ese color y con un brazo enyesado. Katherine probó a desabrochar los botones y su frustración aumentaba porque no lo conseguía. Con un movimiento rápido, consiguió arrancarlos todos y se esforzó por elevar el camisón por encima de la cabeza, pero quedó enredada en una masa de bruma morada.

En el cementerio, el aire vibraba con furia creciente. En su cuarto del hospital, Katherine se debatía con la red de gasa y cada vez la enredaba más alrededor de la cabeza y el cuello. Sintió un pánico repentino y empezó a jadear, pero la puerta se abrió y se tranquilizó porque pensó que por fin llegaba la ayuda que necesitaba.

El Cimitero di Sant’Angelo reverberaba con el sonido. El aullido se elevaba a alturas mayores.

—¿Sí? —preguntó Katherine, tratando de ver quién había entrado.

Pero no hubo respuesta y ella giró, explorando el cuarto a través de su velo de gasa.

—¿Quién ha entrado?

Entonces se detuvo.

Era la señora Baylock. Su rostro estaba empolvado de blanco y en sus labios había una sonrisa que resaltaba entre el carmín que los pintaba. Muda, Katherine observaba mientras la mujer caminó lentamente hasta la ventana y la abrió, mirando hacia la calle.

—¿Quiere ayudarme...? —murmuró Katherine—. Me he quedado... enredada con esto.

La señora Baylock sonrió apenas. Katherine se sintió desfallecer ante la visión de su rostro.

—Es un hermoso día, Katherine —dijo la mujer—. Un hermoso día para volar.

Ella se inclinó hacia delante y Katherine retrocedió de un salto. La mujer la hizo girar violentamente hacia la ventana.

En la entrada de emergencia del hospital apareció una ambulancia. Los neumáticos chirriaban, la sirena emitía su aullido y la luz roja giraba mientras arriba, en una ventana del sexto piso, la figura de una mujer con un camisón morado envuelto alrededor de su rostro empezó a volar graciosamente. La figura evolucionó lentamente en su largo descenso y el movimiento de su yeso formó un diseño en el aire. Nadie lo vio hasta que el cuerpo chocó contra el techo de la ambulancia, rebotando hacia arriba para hacer un vuelo final, hasta detenerse, ya muerto, en el acceso de ambulancias de la entrada de emergencia.

Había silencio ahora en Cerveteri. Las tumbas estaban cubiertas y los perros habían desaparecido en la espesura.

Thorn se había quedado dormido, exhausto. Lo despertó el teléfono. Era de noche ya y Jennings no estaba.

—¿Sí? —contestó Thorn, aturdido.

Era el doctor Becker. El tono de su voz delataba el carácter de la noticia que debía dar.

—Es una suerte que lo haya encontrado —dijo—. El nombre del hotel estaba anotado en la mesita de noche de Katherine, pero tuve problemas para localizar...

—¿Qué ocurre? —preguntó Thorn.

—Lamento tener que comunicarle lo sucedido.

—¿Que ocurrió?

—Katherine saltó desde la ventana de su cuarto.

—¿Qué...? —exclamó Thorn con voz sofocada.

—Ha muerto, señor Thorn. Hicimos todo lo que pudimos.

En la garganta de Thorn se formó un nudo. No podía hablar.

—No sabemos exactamente qué ocurrió. Había pedido marcharse del hospital y luego la encontramos afuera.

—¿Está muerta...? —gimió Thorn.

—Murió instantáneamente. Se destrozó el cráneo con el impacto.

Thorn empezó a gemir y apoyó el receptor contra su pecho.

—¿Señor Thorn? —decía la voz del doctor.

No obtuvo respuesta y oyó cómo se cortaba la comunicación. En la oscuridad de su cuarto, Thorn lloró y sus sollozos resonaban en el corredor. El portero nocturno corrió hacia su cuarto y golpeó, pero no hubo respuesta y el silencio se mantuvo por horas.

A media noche volvió Jennings, con su desgarbado físico encorvado por la fatiga. Entró en el cuarto y miró la figura de Thorn tendida sobre la cama.

—¿Thorn?

—Sí —susurró Thorn.

—Fui a la biblioteca, luego al autoclub y después llamé a la Sociedad Geográfica Real.

Thorn no le respondió y Jennings se sentó cansadamente en el lado opuesto de la cama. Vio que la mancha de sangre en la camisa de Thorn se había hecho más grande y aparecía oscura y húmeda.

—Hice algunos descubrimientos sobre el pueblo de Meguido. Está tomado de la palabra “Armagedón”. El fin del mundo.

—¿Dónde está? —preguntó Thorn sin expresión.

—A unos quince metros bajo el suelo, me temo. Fuera de la ciudad de Jerusalén. Se está realizando una excavación allí. La realiza una universidad norteamericana.

No hubo respuesta y Jennings fue hacia su propia cama y se tendió, cediendo al cansancio.

—Quiero ir allí —murmuró Thorn.

Jennings asintió con la cabeza, emitiendo un largo suspiro.

—Si usted pudiera recordar el nombre del anciano...

—Bugenhagen.

Jennings lo miró, pero no pudo ver los ojos de Thorn.

—¿Bugenhagen?

—Sí. He recordado también el versículo.

El rostro de Jennings denotaba consternación.

—¿El nombre del anciano a quien se supone que debe ver es
Bugenhagen
?

—Sí.

—Bugenhagen fue un exorcista del siglo XVII. Se le menciona en uno de esos libros que tenemos.

—Ése era el nombre —replicó Thorn sin expresión—. He recordado todo. Todo lo que él dijo.

—¡Aleluya! —exclamó Jennings.

—Cuando los judíos regresen a Sión... —empezó Thorn a recitar en un murmullo—. Y un cometa ocupe el cielo... Y surja el Sacro Imperio Romano... entonces todos moriremos.

Jennings escuchó atentamente en la oscuridad del cuarto. Después, alertado por el tono deprimido de Thorn, comprendió que algo en él había cambiado.

—Del Mar Eterno, él se levanta... —siguió Thorn— creando ejércitos en cada orilla... volviendo al hombre contra su hermano... hasta que el hombre no exista más.

Quedó en silencio. Jennings esperó mientras un coche policial se acercaba al hotel y pasaba frente a la ventana, dejando oír su sirena.

—¿Ha ocurrido algo? —preguntó.

—Katherine ha muerto —replicó Thorn sin emoción—. Quiero que el niño muera también.

Escucharon los sonidos de la calle, y los dos estaban aún despiertos al amanecer, cuando los sonidos se acallaron. A las ocho en punto, Jennings marcó el número de El Al y reservó pasajes en el vuelo de la noche a Israel.

A pesar de sus múltiples viajes, Thorn nunca había estado en Israel. Su conocimiento del lugar derivaba de las noticias de contiendas, que aparecían en los periódicos, y de su reciente investigación en la Biblia. Le sorprendió por lo moderno. Un país concebido en la época de los faraones, pero creado en la era del asfalto y del hormigón, que parecía una mancha de yeso en medio de un árido desierto. El cielo que observara el éxodo a lomo de camello estaba punzado ahora por edificios de gran altura y enormes hoteles. Los ruidos de la construcción se oían en todas partes. Las grúas gigantes se movían pesadamente como elefantes mecánicos, balanceando hacia arriba las cargas de materiales de construcción. Parecía que la ciudad estaba decidida a extenderse en todas las direcciones posibles. Los martillos neumáticos rompían calles y aceras, ya obsoletas después de muy pocos años. En todas partes se veían carteles que ofrecían excursiones a la Tierra Santa. También la policía se hacía muy evidente, revisando equipajes y bolsos de mano, con los ojos siempre alerta ante saboteadores en potencia.

Thorn y Jennings fueron detenidos en el aeropuerto porque las cicatrices de sus rostros despertaron sospechas. Thorn utilizó su pasaporte civil y pasó, sin problemas, como un funcionario del gobierno norteamericano. En el vuelo anterior a Roma, donde la vigilancia era menos rigurosa, el jet privado había servido a su propósito. Pero aquí la clave para mantener el anonimato era parecer como todos los demás.

Fueron en taxi a un hotel Hilton y compraron ropas, más livianas, en la sección de indumentaria masculina de la planta baja. Hacía calor en la ciudad, donde los rayos del sol parecían tostar el cemento. El sudor le atravesó el vendaje y Thorn sintió un renovado dolor en la herida de la axila, que aparecía pálida y supuraba. Mientras Thorn se cambiaba de ropas, Jennings la observó y sugirió que viesen a un médico. Thorn se negó, ya que lo único que deseaba era encontrar a Bugenhagen.

Cuando estuvieron listos, ya la noche había caí do. Caminaron por las calles de la ciudad, haciendo tiempo hasta que pudieran empezar la búsqueda. Thorn estaba debilitado y transpiraba mucho. Se detuvieron en la terraza de un café y pidieron té, con la esperanza de que la bebida reconfortara al embajador. Tenían poco de qué hablar ahora. Jennings estaba inquieto, molesto por el silencio angustiado de su compañero. Mientras sus ojos vagaban ociosos registrando la actividad de la calle, vio a dos mujeres que los estaban mirando.

—Sabe qué es lo que necesitamos —dijo a Thorn—. Olvidarnos de todo por un rato.

Thorn siguió su mirada y divisó a las mujeres, que en ese momento se dirigían a la mesa.

—Yo quiero la que tiene lunares —dijo Jennings.

Thorn miró a Jennings, con repulsión. El fotógrafo se incorporó cortésmente, mientras invitaba a las mujeres a sentarse a la mesa.

—¿Hablan inglés? —preguntó cuando ellas se sentaron.

Se limitaron a sonreír, lo que era una indicación de que no hablaban ese idioma.

—Es mejor así —dijo Jennings a Thorn—. Todo lo que hay que hacer es señalar.

El rostro de Thorn denotó su disgusto.

—Estaré en el hotel —dijo.

—¿Por qué no espera y ve lo que hay en el menú?

—No tengo hambre.

—Podría ser muy sabroso —sonrió Jennings.

Thorn comprendió entonces lo que el otro quería decir. Se levantó y se marchó.

—No se preocupen por él —dijo Jennings a las muchachas—. Es antisemita.

Ya en la calle, Thorn dio media vuelta para mirar a Jennings, que ya tenía las manos sobre las mujeres. Se volvió de nuevo y se puso a caminar en la noche.

Vagó sin rumbo fijo, mientras su pena se abatía sobre él como un oleaje. El dolor latía debajo de su brazo y los sonidos de la noche le resultaban extraños. Sintió que si la muerte venía de pronto a buscarlo, la recibiría de buen grado. Pasó frente a un club nocturno y el portero lo cogió del brazo, tratando de convencerlo para que entrara. Pero Thorn siguió caminando, sin oír, sin sentir, viendo las luces de la calle desdibujadas por las lágrimas. Más adelante, vio que salía gente de una sinagoga. Cuando se acercó advirtió que las puertas estaban abiertas y entró en silencio. La Estrella de David se veía iluminada en un altar sobre el que había pergaminos bíblicos en una caja de cristal. Thorn fue acercándose hasta hallarse frente a los pergaminos, solo en el resonante silencio.

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