Authors: David Seltzer
Katherine yacía ahora silenciosa y quieta. Junto a ella, un delicado pez de oro agonizaba sobre la baldosa fría.
Cuando Thorn llegó al hospital, los periodistas estaban ya allí, acosándolo con preguntas y haciendo estallar luces de flash en sus ojos, mientras intentaba abrirse paso desesperadamente hacia una puerta donde se leía TERAPIA INTENSIVA. Cuando había llegado a su casa, encontró a la señora Baylock en estado de histeria. Ella le dijo que Katherine había sufrido una caída y la habían llevado en ambulancia al Hospital Municipal.
—¿Algún informe sobre su estado, señor Thorn? —preguntó un periodista.
—Apártense, por favor.
—Dicen que tuvo una caída.
—Déjenme pasar.
—¿Está bien su esposa?
Atravesó una puerta doble y las voces de los hombres de la prensa se perdían a sus espaldas, mientras él corría por un pasillo.
—¿Embajador Thorn?
—Sí.
Apareció un médico que caminó rápidamente hacia él.
—Mi nombre es Becker —dijo.
—¿Cómo está? —preguntó Thorn desesperado.
—Se recuperará. Recibió un golpe muy fuerte. Tiene conmoción cerebral, fractura de clavícula y algunas hemorragias internas.
—Está embarazada.
—Me temo que no.
—¿Lo perdió? —preguntó ansiosamente.
—En el piso donde cayó. Yo iba a hacer un examen, pero, al parecer, la sirvienta limpió todo antes de que llegáramos allá.
Thorn tuvo un escalofrío y se apoyó contra la pared.
—Naturalmente —continuó el médico—, mantendremos en reserva los detalles del episodio. Cuantos menos sean los que lo sepan, mejor.
Thorn lo miró fijamente y el médico vio que el hombre no entendía.
—¿Usted
sabe
que ella saltó? —dijo el médico.
—¿Saltó?
—Desde la baranda del segundo piso. Según tengo entendido, la vista de su hijo y la niñera.
Thorn quedó mirándolo. Luego volvió el rostro hacia la pared. Por la tensión de sus hombros, el médico comprendió que estaba llorando.
—En una caída de ese tipo —agregó el médico— es, generalmente, la cabeza la que golpea primero. De modo que, en cierto sentido, puede considerarse afortunado.
Thorn asintió con la cabeza, tratando de contener las lágrimas.
—No debe desesperarse —agregó el médico—. Al contrario, hay motivos para sentirse reconfortado. Su mujer está viva y, con la atención necesaria, probablemente no volverá a intentarlo. Mi propia cuñada era del tipo suicida. Se metió en la bañera llena de agua, portando una tostadora. Cuando oprimió el botón, casi se electrocutó.
Thorn giró y lo miró.
—El hecho es que superó el trance y nunca volvió a intentarlo. Ya han pasado cuatro años y no ha habido más problemas.
—¿Dónde está ella? —preguntó Thorn.
—Vive en Suiza.
—Mi esposa.
—En la sala 4A. Pronto volverá en sí.
El cuarto de Katherine estaba oscuro y tranquilo. Una enfermera se hallaba sentada en un ángulo, leyendo una revista cuando entró Thorn, que se detuvo, con el rostro demudado por la impresión. El aspecto de Katherine era aterrador. Tenía el rostro hinchado y pálido. De su brazo partía un tubo que ascendía hasta una botella de plasma. Su otro brazo estaba enyesado formando una curva grotesca. Parecía inconsciente, con el rostro desprovisto de vida.
—Está durmiendo —dijo la enfermera.
Thorn se acercó rígidamente a su mujer. Como si hubiese percibido la presencia de él, Katherine lanzó un quejido y movió lentamente la cabeza.
—¿Tiene dolores? —preguntó Thorn con voz temblorosa.
—Está bajo los efectos del pentotal sódico —contestó la enfermera.
Thorn se sentó junto a Katherine, apoyó la frente en la cama y lloró. Un momento después notó que la mano de Katherine había tocado su cabeza.
—Robby... —murmuró ella.
Él la miró y vio que se esforzaba por abrir los ojos.
—Kathy... —gimió Thorn, conteniendo las lágrimas.
—No permitas que él me mate.
Y entonces cerró los ojos y se durmió.
Thorn llegó a su casa después de medianoche y se quedó por un largo rato de pie en la oscuridad del vestíbulo de la planta baja, mirando el lugar, del piso de baldosas, donde Katherine había caído. Se sentía aturdido, físicamente agotado y con gran necesidad de dormir para aliviar la tensión producida por lo ocurrido. La vida de ellos había cambiado ahora definitivamente. Era como si fuesen víctimas de una maldición.
Thorn apagó las luces de la planta baja y estuvo parado un momento en la oscuridad, mientras dirigía la vista hacia el rellano de la escalera. Trató de imaginarse a Katherine allí, considerando la posibilidad de saltar. ¿Por qué, si deseaba de verdad acabar con su vida, no se había arrojado desde un balcón? Había píldoras en la casa, hojas de afeitar, muchos medios y formas posibles para hacerlo. ¿Por qué así? ¿Y por qué frente a Damien y a la señora Baylock?
Volvió a pensar en el sacerdote y en su advertencia. “Matará al niño no nacido mientras se forma en el vientre. Luego matará a su esposa. Y luego, cuando esté ya seguro de heredar todo lo que es suyo...” Cerró los ojos, tratando de desalojar todo eso de su mente. Pensó en Brennan, muerto por la pértiga, en la llamada telefónica de Jennings, en su pánico irracional cuando el coche fúnebre lo pasó en la carretera. El psiquiatra tenía razón. Estaba viviendo una etapa de tensión y su conducta lo demostraba. Los temores de Katherine habían hecho presa en él. Sus fantasías eran, de alguna manera, contagiosas. No podía permitir que siguiera ocurriendo. Ahora más que nunca debía ser racional y claro.
Sintiéndose físicamente débil, se acercó a las escaleras y subió en la oscuridad. Se iría a dormir y por la mañana se levantaría reanimado, con nueva energía, en condiciones de afrontar las cosas.
Cuando llegó a la puerta de su cuarto se detuvo, mirando a través del hall en penumbra hacia el cuarto de Damien. El suave resplandor de una lámpara de noche se deslizaba por debajo de la puerta. Thorn imaginó el rostro del niño en la apacible inocencia del sueño. Tuvo deseos de verlo y se acercó lentamente al cuarto de Damien, tratando de hallar una confirmación de que no había nada que temer. Pero cuando entreabrió la puerta del cuarto vio una escena que lo hizo temblar. El niño estaba dormido, pero no solo. A su lado se encontraba la señora Baylock, con los brazos entrecruzados y la mirada perdida en el vacío. Frente a ella, se veía la maciza silueta de un perro. Era el perro que Thorn había pedido a la señora Baylock que sacara de la casa. Pero allí estaba otra vez, sentado y atento, como haciendo guardia a su propio hijo mientras dormía. Casi sin aliento, Thorn cerró silenciosamente la puerta y retrocedió por el hall, hasta llegar a su cuarto. Y, una vez en él, permaneció quieto, tratando de recobrar el aliento y dándose cuenta de que estaba temblando. De pronto, el silencio quedó interrumpido. Estaba sonando el teléfono y Thorn corrió al lado de la cama, para atenderlo.
—Diga...
—Soy Jennings —dijo una voz—. ¿Recuerda, el fotógrafo a quien usted le rompió la cámara?
—Sí.
—Vivo en la esquina de Grosvenor y la calle Quinta, en Chelsea. Creo que le conviene venir aquí en seguida.
—¿Qué desea?
—Algo está ocurriendo, señor Thorn. Algo está ocurriendo que usted debería saber.
El apartamento de Jennings estaba en un distrito de viviendas pobres y Thorn tuvo dificultades para encontrarlo. Llovía, la visibilidad era mala y estaba ya a punto de renunciar, cuando divisó un resplandor infrarrojo en una torrecilla a cierta altura. Jennings estaba en la ventana y le hizo una señal con la mano. Luego se dio cuenta de que debió haber limpiado un poco su apartamento, para recibir a un visitante tan distinguido. Con el pie escondió algunas ropas debajo de un armario y alisó la colcha de la cama. Entonces abrió la puerta y esperó a Thorn. El embajador apareció sin resuello, después de ascender cinco tramos de escalera.
—Tengo un poco de coñac, si gusta.
—No se moleste.
—Aunque no de la marca a la que usted estará acostumbrado, seguramente.
Jennings cerró la puerta y desapareció en una habitación, mientras los ojos de Thorn escrutaban el cuarto bañado sólo por un resplandor rojizo que entraba por la puerta abierta de otro cuarto, oscuro, del tamaño de un armario y cuyas paredes estaban adornadas con fotos ampliadas.
—Aquí está —dijo Jennings mientras volvía con una botella y vasos—. Un poco de coñac y estará en condiciones de afrontar las cosas.
Thorn aceptó el vaso y Jennings le sirvió la bebida. El fotógrafo se sentó en la cama e indicó a Thorn, con un gesto, una pila de almohadones que estaban sobre el suelo, pero el embajador permaneció de pie.
—¡Salud! —dijo Jennings—. ¿Quiere fumar?
Thorn negó con la cabeza, molesto por el aire displicente de su anfitrión.
—Usted dijo que estaba ocurriendo algo.
—Exacto.
—Me gustaría saber a qué se refería.
Jennings lo estudió cuidadosamente.
—¿Es que no lo sabe ya?
—No, no lo sé.
—Entonces, ¿por qué está aquí?
—Usted no quiso explicarse por teléfono.
Jennings asintió con la cabeza y apoyó su vaso en el suelo.
—No podía explicárselo porque es algo con lo que usted tiene que ver.
—¿De que se trata?
—Son fotos —se incorporó y entró en el cuarto oscuro, haciendo un gesto a Thorn para que lo siguiera—. Pensé que usted desearía primero charlar un rato.
—Estoy muy cansado.
—Bien, esto lo va a reanimar.
Encendió una pequeña lámpara que iluminó un grupo de fotos. Thorn entró y se sentó en un banco, junto a Jennings.
—¿Las reconoce?
Eran fotos de la fiesta. La fiesta del cumpleaños de Damien. Fotos de niños en el tiovivo, de Katherine mirando a la multitud.
—Sí —replicó Thorn.
—Eche una mirada a esta foto.
Jennings cogió las primeras fotos de la serie, dejando al descubierto una de Chessa, la primera niñera de Damien. Estaba de pie, sola, con su traje de payaso. Detrás se veía la fachada de la casa.
—¿Nota algo extraño? —preguntó Jennings.
—No.
Jennings tocó la foto, señalando con el dedo la vaga bruma que pendía alrededor del cuello y la cabeza de la muchacha.
—Al principio pensé que era una mancha —dijo Jennings—. Pero vea cómo aparece en la siguiente.
Tomó una foto de Chessa suspendida del techo.
—No entiendo —dijo Thorn.
—Un momento.
Jennings apartó a un lado la pila de fotos y cogió otra pila. La primera era una foto del pequeño sacerdote Brennan alejándose de la embajada.
—¿Qué le parece ésta?
Thorn se volvió hacia el fotógrafo, molesto.
—¿Dónde tomó esa foto?
—La tomé.
—Pensé que usted estaba buscando a ese hombre. Me había dicho que estaba emparentado con él.
—Mentí. Mire la fotografía.
Jennings tocó la foto, señalando el apéndice brumoso que parecía suspendido sobre la cabeza del sacerdote.
—¿Esa “sombra” sobre la cabeza? —preguntó Thorn.
—Sí. Ahora mire ésta. Tomada unos diez días más tarde.
Buscó otra foto y la colocó bajo la luz. Era una ampliación de un grupo de personas paradas en la parte posterior de un auditorio. No se veía el rostro de Brennan sino solamente sus ropas sacerdotales, pero justo encima del lugar en donde debía estar la cabeza se veía la misma forma oblonga suspendida del aire.
—Supongo que es el mismo hombre. No se ve el rostro, pero se puede ver lo que pende sobre él.
Thorn estudió la foto, con ojos llenos de confusión.
—Está un poco más pronunciada esta vez —continuó Jennings—. Si uno supone el tamaño de la cabeza, se ve que está casi haciendo contacto con ella. En los diez días entre la primera foto y ésta otra, se fue acercando a la cabeza. Sea lo que fuere, se acercó.
Thorn miró atentamente, asombrado. Jennings retiró la foto y puso en su lugar la que aparecía en la primer plana de los periódicos, con el sacerdote atravesado por la pértiga.
—¿Empieza a ver la relación? —preguntó Jennings.
Thorn estaba perplejo. Detrás de ellos emitió un sonido un marcador de tiempo automático y Jennings encendió otra luz. Al volverse, se encontró con la mirada perturbada de Thorn.
—Yo tampoco me lo puedo explicar —dijo Jennings—. Por eso empecé a investigar.
Tomó una pinza y la sumergió en un recipiente, para sacar una ampliación, que sacudió para secarla antes de acercarla a la luz.
—Tengo algunos amigos en la policía. Ellos me dieron los negativos e hice ampliaciones. El informe del médico forense indica que estaba minado por el cáncer. Necesitaba constantemente morfina, que se inyectaba dos o tres veces al día.
Cuando los ojos de Thorn se posaron en las ampliaciones, pestañeó. Eran tres tomas de distintas posturas del cuerpo desnudo del sacerdote muerto.
—Externamente, su cuerpo era completamente normal —continuó Jennings—. Salvo por un pequeño detalle en la parte interior de su muslo izquierdo.
Entregó a Thorn una lupa, guiando su mano hacia la última foto. El sacerdote aparecía grotescamente extendido, con los genitales y los muslos expuestos a la vista. Thorn miró atentamente y vio la marca. Parecía algo similar a un tatuaje.
—¿Qué es eso? —preguntó Thorn.
—Tres seis. Seiscientos sesenta y seis.
—¿Campo de concentración?
—Eso fue lo que pensé. Pero una biopsia demostró que literalmente se lo tallaron en la piel. Eso no se hacía en los campos de concentración. Se lo hizo él mismo, supongo.
Thorn y Jennings intercambiaron una mirada. Thorn estaba completamente perplejo.
—Un momento —dijo Jennings y acercó otra foto a la luz—. Éste es el cuarto donde vivía. Un apartamento, sin agua caliente, en el Soho. Estaba lleno de ratas cuando entramos. Él había dejado un trozo de carne salada, a medio comer, sobre la mesa.
Thorn examinó la foto. Se veía una pequeña alcoba con una mesa, una cómoda y una cama. Las paredes estaban cubiertas con algo de extraña textura, que parecían trozos de papel arrugado. De todas partes colgaban grandes cruces.
—El apartamento estaba tal como lo ve. Los papeles de las paredes son páginas de la Biblia. Miles de páginas. Cada centímetro de pared estaba cubierto con las hojas, incluso las ventanas. Como si hubiese querido evitar que entrara en él algo.