La profecía (12 page)

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Authors: David Seltzer

BOOK: La profecía
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—¡Voy a encontrar a ese tipejo! —rió—. ¡Lo voy a perseguir hasta que lo encuentre!

A la mañana siguiente recortó una foto del sacerdote, la que le había tomado con el guardia marina, en las escaleras de la embajada. La llevó en un recorrido por varias iglesias y finalmente a las oficinas regionales de la Parroquia de Londres. Pero nadie reconocía al individuo que aparecía en la foto. Le aseguraban que, de pertenecer el sacerdote al área, lo habrían conocido. No era de la ciudad.

La tarea se tornaba más difícil. Siguiendo un impulso, Jennings fue a Scotland Yard y consiguió acceder a los álbumes de fotos de criminales. Pero no obtuvo ningún resultado y pensó que sólo quedaba una cosa por hacer. La primera vez que lo había visto, el sacerdote salía de la embajada. Tal vez alguien de allí lo conociera.

Era difícil entrar en la embajada. Los agentes de seguridad controlaban las credenciales y las citas y no permitieron a Jennings trasponer la mesa de entrada.

—Quisiera ver al embajador —explicó Jennings—. Él me dijo que me indemnizaría por una cámara.

Llamaron al piso superior y, para sorpresa de Jennings, le indicaron que se acercara a un teléfono del corredor, al que lo llamarían desde el despacho del embajador. Jennings hizo lo que se le dijo y un instante después estaba hablando con la secretaria de Thorn, que quería saber cuál era la suma y a qué dirección se debía enviar el cheque.

—Querría explicárselo personalmente —dijo Jennings—, para mostrarle dónde va a parar su dinero.

Ella respondió que eso sería imposible porque el embajador estaba en una reunión. Entonces Jennings decidió jugárselo todo a una carta.

—Para decir la verdad, pensé que él podría ayudarme en un problema personal. Tal vez usted pueda hacerlo. Estoy buscando a un sacerdote. Es un pariente. Sé que ha realizado algunos trámites en la embajada y pensé que tal vez alguien de aquí lo había visto y podía ayudarme.

Era una extraña petición y la secretaria se mostró reacia a contestar.

—Es un tipo muy bajito —agregó Jennings.

—¿Es italiano? —preguntó la secretaria.

—Creo que pasó algún tiempo en Italia —replicó Jennings, inventando para ver si conseguía algún resultado.

—¿Su nombre sería Brennan? —preguntó la mujer.

—Bien, en realidad, no estoy seguro. Vea, en verdad, estoy tratando de encontrar a un pariente perdido. El hermano de mi madre se separó de ella cuando eran niños y cambió su apellido. Mi madre está moribunda y desea encontrarlo. No sabemos cuál es ahora su apellido, sólo tenemos una vaga descripción suya. Sabemos que es pequeño como mi madre, y también que se hizo sacerdote. Un amigo mío vio a un sacerdote que salía de la embajada, hace como una semana, y dijo que se parecía a mi madre.

—Estuvo un sacerdote aquí —dijo la secretaria—. Dijo que venía de Roma y creo que su nombre era Brennan.

—¿Sabe dónde vive?

—No.

—¿Tuvo algo que ver con el embajador?

—Creo que sí.

—Tal vez el embajador sepa dónde vive.

—No sé, no creo.

—¿Sería posible preguntarle?

—Supongo que sí.

—¿Cuándo puede ser?

—No sé, más tarde.

—Mi madre está muy enferma. Se halla ahora en el hospital y me temo que quede poco tiempo.

En el despacho de Thorn sonó el intercomunicador. La voz de la secretaria le preguntaba si sabía cómo ponerse en contacto con el sacerdote que había estado a verlo hacía dos semanas. Thorn interrumpió el trabajo, sintiendo que su sangre se helaba.

—¿Quién pregunta?

—Un hombre que dice que usted le rompió una cámara. El sacerdote es un pariente suyo, o cree que lo es.

Después de un momento de pausa, Thorn dijo:

—¿Quiere pedirle que suba, por favor?

Jennings no tuvo problemas para encontrar el despacho del embajador. De estilo moderno, era manifiestamente la oficina del hombre que tenía a su cargo la embajada. Se encontraba en el extremo de un largo corredor adornado con los retratos de todos los embajadores norteamericanos en Londres. Mientras Jennings pasaba ante los retratos, le llamó la atención el hecho de que John Quincy Adams y James Monroe habían ocupado ese cargo antes de convertirse en presidentes de la nación. Tal vez, era un buen trampolín. Tal vez, Thorn
estuviera
destinado también a la grandeza.

—Adelante —le sonrió Thorn—. Tome asiento.

—Lamento molestarlo así...

—Nada de eso.

El embajador le indicó con un gesto que se acercara. El fotógrafo entró y tomó una silla. En todos sus años de persecuciones era la primera vez que lograba un contacto personal con su presa. Le resultó fácil acceder, pero ahora se sentía turbado, con el corazón que marchaba al galope y las rodillas poco firmes. Había recordado sentirse así la primera vez que reveló una foto. La excitación era tan grande que resultaba casi de naturaleza sexual.

—Tenía ganas de disculparme por esa cámara —dijo Thorn.

—Era vieja, de todos modos.

—Deseo indemnizarlo.

—No, no...

—Me gustaría. Me gustaría compensarle la pérdida.

Jennings se encogió de hombros y aceptó con un movimiento de cabeza.

—¿Por qué no me dice simplemente cuál es la mejor clase de cámara, así puedo ordenar a alguien que se la compre?

—Bueno, es muy generoso...

—Dígame simplemente cuál es la mejor.

—Es una cámara alemana. Pentaflex. Trescientos.

—Perfecto. Dígale a mi secretaria dónde podemos encontrarle a usted.

Jennings volvió a afirmar con la cabeza y los dos hombres se miraron en silencio. Thorn lo estaba estudiando, midiendo. Consideraba todo, desde los calcetines, que no eran idénticos, hasta las hilachas que colgaban del cuello de la chaqueta. A Jennings le gustaba ese tipo de examen. Sabía que su apariencia desconcertaba a la gente. De manera perversa, eso le daba cierta ventaja.

—Le he visto por ahí —dijo Thorn.

—Trato de estar en todas partes.

—Usted es muy inteligente.

—Gracias.

Thorn salió de detrás de su escritorio y se acercó a un armario de donde tomó una botella de coñac. Jennings le observó servir los vasos y aceptó uno.

—Me pareció que manejó muy bien la situación con ese muchacho la otra noche —dijo Jennings.

—¿Sí?

—Sí.

—No estoy seguro.

Estaban tratando de hacer tiempo y los dos lo sabían, esperando ambos que el otro fuera al grano.

—Estuve de acuerdo con él —agregó Thorn—. Muy pronto la prensa me llamará comunista.

—Oh, usted conoce a la prensa.

—Sí.

—Hay que ganarse la vida.

—Exacto.

Bebieron a sorbos el coñac y Thorn se acercó a las ventanas, mirando hacia afuera.

—¿Está buscando a un pariente?

—Sí, señor.

—¿Es un sacerdote de nombre Brennan?

—Es un sacerdote, pero no estoy seguro de su nombre. Es el hermano de mi madre. Se separaron cuando eran niños.

Thorn miró a Jennings y éste notó la decepción del embajador.

—De modo que usted, en realidad, no lo conoce —dijo el embajador.

—No, señor. Estoy tratando de encontrarlo.

Thorn frunció el entrecejo y se sentó pesadamente en su silla.

—Si me permite preguntarle... —dijo Jennings—. Tal vez si supiera qué necesitaba de usted cuando vino a verlo...

—Tenía que ver con un hospital. Deseaba... una donación.

—¿Qué hospital?

—En Roma. No estoy seguro.

—¿Le dejó su dirección?

—No. En realidad, me preocupa un poco. Le prometí enviar un cheque y no sé a qué dirección.

Jennings asintió con la cabeza.

—Supongo que tenemos el mismo problema, entonces.

—Supongo que sí —respondió Thorn.

—Él sólo vino y se fue, ¿verdad?

—Sí.

—¿Y no lo ha vuelto a ver?

La mandíbula de Thorn se puso tensa y Jennings lo notó. Se dio cuenta de que el embajador estaba ocultando algo.

—Nunca más.

—Pensé que tal vez... pudo haber asistido a una de sus conferencias.

Sus ojos se enfrentaron por un momento y Thorn sintió que el fotógrafo estaba jugando con él.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó Thorn.

—Jennings. Haber Jennings.

—Señor Jennings...

—Haber.

—Haber.

Thorn estudió el rostro del hombre y luego desvió la mirada, volviendo a mirar por la ventana.

—¿Señor?

—Tengo gran interés en encontrar a ese hombre. El sacerdote que estuvo aquí. Me temo que fui grosero con él y me gustaría que no se quedara con esa idea de mí.

—¿Grosero en qué sentido?

—Lo eché bastante rudamente. En realidad, no escuché lo que quería decirme.

—Estoy seguro de que estará acostumbrado a eso. Cuando se va a molestar a la gente para pedirle donaciones...

—Me gustaría encontrarlo. Es importante para mí.

Por el aspecto del rostro de Thorn, sin duda lo era. Jennings sabía que había tropezado con algo, aunque no sabía qué era. Todo lo que podía hacer era seguir en el juego.

—Si lo localizo se lo haré saber —dijo.

—¿Me hará el favor?

—Por supuesto.

Thorn movió la cabeza, dando por terminada la entrevista, y Jennings se incorporó, acercándose a Thorn para estrecharle la mano.

—Se le ve muy preocupado, señor embajador. Espero que el mundo no esté a punto de estallar.

—Oh, no —replicó Thorn con una sonrisa.

—Soy un admirador suyo. Por eso lo sigo por todas partes.

—Gracias.

Jennings se dirigió hacia la puerta, pero Thorn lo detuvo.

—¿Señor Jennings?

—¿Señor?

—Quiero entender bien... ¿usted nunca ha visto realmente al sacerdote?

—No.

—Como hizo esa observación de que estaba en una de mis conferencias. Pensé que tal vez...

—No.

—Bien. No importa.

Hubo un silencio incómodo y luego Jennings reinició su marcha hacia la puerta.

—¿Existe la posibilidad de que le tome algunas fotos? Quiero decir, en su casa. Con su familia.

—Éste no es un buen momento.

—Tal vez lo llame dentro de unas semanas.

—Hágalo.

—Tendrá noticias mías.

Se marchó y Thorn se quedó mirándolo, mientras se alejaba. Obviamente, el hombre sabía algo que no quería divulgar. Pero ¿qué podría saber acerca del sacerdote? ¿Era pura coincidencia que un hombre con el que tenía contacto muy esporádico estuviera buscando al sacerdote que lo seguía y lo rondaba? Thorn lo pensó, pero no pudo encontrar ninguna relación. Como en muchos otros sucesos recientes de su vida, parecía pura coincidencia pero, en cierto modo, era algo más.

8

Para Edgar Brennan, la vida en la tierra pudo no haber sido peor que la del purgatorio. Por esa razón, él, como muchos otros, se había unido a los brujos de Roma. Había nacido en Irlanda, hijo de un pescador que murió cerca de las costas de Terranova mientras pescaba bacalao. El recuerdo de su niñez era el olor del pescado, que rodeaba, como la costra de una enfermedad, a su madre. En efecto, ella había muerto de una infección que contrajo por comer pescado crudo, cuando su debilidad ya no le permitía procurarse leña. Huérfano a los ocho años, Brennan fue llevado a un monasterio. Allí, golpeado por los monjes hasta que confesó sus pecados, fue salvado. Cuando tenía diez años lo habían consagrado a Cristo, pero en ese momento su espalda estaba marcada ya por el acto de penitencia que fue necesario para que el Señor, finalmente, entrara en su existencia.

Con el temor de Dios, literalmente infundido en él a golpes, dedicó su vida a la Iglesia. Permaneció ocho años en el seminario, donde estudió la Biblia noche y día. Leía acerca del amor y de la ira de Dios, y a los veinticinco años se dedicó a recorrer el mundo, para salvar almas de los fuegos del Infierno. Se convirtió en un misionero y fue primero a España y luego a Marruecos, predicando la palabra del Señor. De Marruecos se trasladó al extremo sudeste de África, donde había paganos que convertir. Y los convirtió de la misma manera como lo habían convertido a él. Les pegaba, tal como le habían pegado, y llegó a darse cuenta de que, en el calor del éxtasis religioso, el dolor que infligía le procuraba placer sexual. Entre los jóvenes africanos convertidos, uno llegó a venerarlo. Y ambos compartieron el placer carnal, violando las leyes primitivas del Hombre y de Dios. El nombre del muchacho era Tobu y pertenecía a la tribu kikuyu. Cuando Brennan y él fueron sorprendidos juntos, el joven fue mutilado ceremonialmente: le abrieron el escroto y le seccionaron los testículos, obligándole a comérselos en presencia de sus hermanos guerreros. Brennan logró escapar de milagro y en Somalia tuvo noticias de que los kikuyu habían capturado a un fraile franciscano y lo habían desollado vivo, en su lugar. Y después de desollarlo, lo obligaron a caminar hasta que cayó muerto.

Brennan huyó a Djibuti, luego a Aden y, finalmente, a Yakarta, sintiendo sobre sí la ira de Dios en cuantos lugares estaba. La muerte lo perseguía castigando a los que lo rodeaban y Brennan temió que en cualquier momento él sería el próximo. Sabía muy bien, por los textos bíblicos, de la ira de un Dios escarnecido. Y se movió rápidamente buscando protección contra lo que sabía que, inexorablemente, le llegaría. En Nairobi, conoció al encantador padre Spilletto y le confesó sus pecados. Spilletto prometió protegerlo y lo llevó a Roma. Y en Roma lo adoctrinaron en el dogma del Infierno. Los satanistas poseían un santuario donde el juicio de Dios no existía. Vivían para el placer del cuerpo y Brennan compartió el suyo con otros que practicaban ese placer. Formaban una comunidad de proscritos que, juntos, podían ignorar al resto de los humanos. Se adoraba al Demonio, mediante la profanación de Dios.

La secta estaba compuesta principalmente por miembros de la clase obrera, pero unos pocos eran profesionales de alta posición. En apariencia, todos llevaban vidas respetables. Ésa era su arma más valiosa para utilizarla contra los que adoraban a Dios. Era misión de ellos crear temores y tumultos, y excitar al hombre contra sus hermanos, hasta que llegara el tiempo de Satán. Pequeños grupos, llamados Fuerzas de Trabajo, se dedicaban a provocar el caos, siempre que les era posible. La secta de Roma era la responsable de buena parte de los disturbios que se producían en Irlanda, donde empleaban el sabotaje para enfrentar a católicos y protestantes y aventar los fuegos de la guerra religiosa. Dos monjas irlandesas, conocidas dentro de la secta como B’aalock y B’aalam, habían orquestado los estallidos de bombas en Irlanda. La conocida como B’aalam había muerto por su propia mano. Su cuerpo fue encontrado entre las ruinas, causadas por la explosión de un supermercado y sus restos fueron devueltos a Italia, donde recibieron sepultura en el sagrado suelo de Cerveteri, el antiguo cementerio etrusco, conocido en la actualidad como Cimitero di Sant’Angelo, en las afueras de Roma.

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