Authors: David Seltzer
—¿Estás embarazada? —preguntó él débilmente.
—De poco tiempo.
Thorn había empalidecido y sus manos temblaban mientras clavaba los ojos en la mesa.
—¿Se lo dijiste a alguien? —preguntó.
—Sólo al doctor Greer.
—¿Estás segura?
—¿De que no quiero que siga?
—De que estás embarazada.
—Sí.
Thorn quedó inmóvil, con la mirada fija en el espacio. Junto a él sonó el teléfono y mecánicamente lo atendió.
—¿Sí? —Se detuvo, porque no reconocía la voz—. Sí, soy yo. —Sus ojos parecieron intrigados y miró a Katherine—. ¿Qué? ¿Quién es? ¡Hable! ¡Hable!
La persona que había llamado cortó. Thorn se quedó sentado inmóvil, con los ojos llenos de alarma.
—¿Qué pasaba? —preguntó Katherine.
—Algo sobre los periódicos...
—¿Qué hay con los periódicos?
—Alguien me llamó... y me dijo... que los “leyera” hoy.
Miró el periódico plegado frente a él y lentamente lo abrió, estremeciéndose cuando sus ojos vieron la foto de la primer plana.
—¿Qué ocurre? —preguntó Katherine—. ¿Qué pasa?
Pero Thorn no supo qué contestar y ella tomó el periódico, hallando el objeto de la mirada. Era la foto de un sacerdote atravesado por una vara de cerrar ventanas. El epígrafe decía: SACERDOTE MUERTO EN EXTRAÑA TRAGEDIA.
Katherine miró a su esposo y vio que estaba temblando; confundida, le cogió la mano, que estaba fría.
—Robby.
Thorn se incorporó, tenso, y se alejó de la sala.
—¿Lo conocías? —preguntó Katherine.
Pero él no respondió. Katherine volvió a mirar la foto y, mientras leía el artículo, oyó el ruido del automóvil de Thorn, que se ponía en marcha y se alejaba.
“Para la señora James Akrewian, maestra de tercer grado de la Escuela Industrial de Bishop, el día había comenzado como cualquier otro. Era viernes y, cuando empezó la lluvia, estaba enseñando a sus alumnos a leer en voz alta. Si bien la lluvia no entraba por la ventana, la maestra trató de cerrarla para disminuir el ruido. Se había quejado muchas veces de las anticuadas ventanas porque no podía alcanzar las más altas y tenía que subirse a un banco, incluso sirviéndose de la pértiga. Incapaz de establecer contacto entre el anillo de metal de la ventana y el gancho de la pértiga, sacó ésta hacia afuera, intentando alcanzar la parte inferior de la ventana y atraerla hacia dentro. La pértiga se escapó de la mano de la maestra, cayendo sobre un transeúnte que probablemente se estaba guareciendo de la lluvia. La identidad del difunto es mantenida en secreto por la policía, hasta tanto se notifique a los parientes.”
Katherine no pudo descubrir nada en el artículo y llamó al despacho de Thorn, dejando el mensaje de que la llamara tan pronto como regresase. Aparentemente, nunca volvió, porque, hacia el mediodía, aún no la había llamado. Luego Katherine llamó a Greer, su psiquiatra, que estaba muy ocupado y no pudo atenderla. Su última llamada fue al hospital, para tratar del aborto.
Después de ver la foto del sacerdote, Thorn se había dirigido rápidamente a Londres, mientras su mente se debatía en un intento por comprender muchas cosas. Katherine
estaba
embarazada, el sacerdote había tenido razón. Y ahora ya no podía desechar el resto de lo que Brennan había dicho. Trató de recordar todo el encuentro en el parque, los nombres, los lugares a los que Brennan le había dicho que debía ir. Se esforzó por mantener la calma, tratando de registrar cada uno de los sucesos recientes. La conversación con Katherine, la llamada telefónica anónima. “Lea los periódicos”, había dicho la voz. Le resultaba conocida, pero Thorn no lograba individualizarla. ¿Quién sabía, en todo el mundo, su conexión con el sacerdote? El fotógrafo. Ésa fue la voz, la de Haber Jennings.
Thorn fue a su despacho y se encerró en él. Llamó a su secretaria por el intercomunicador y le pidió que lo comunicara con Jennings por teléfono. Ella lo intentó, pero recibió un mensaje grabado en cinta, indicando que Jennings había salido. Informó de ello a Thorn, mencionándole la grabación en cinta. Thorn le pidió el número y lo marcó él mismo. La grabación la había hecho el propio Jennings. Era la misma voz que lo había llamado a su casa. ¿Por qué no se había identificado? ¿A qué estaba jugando?
Luego Thorn recibió el aviso de que Katherine había telefoneado, pero postergó su llamada de respuesta. Ella querría hablar del aborto y él no estaba en condiciones de dar su opinión.
“Él lo matará —había dicho el sacerdote—. Él lo matará mientras se forma en el vientre.”
Thorn buscó rápidamente el número de teléfono del doctor Charles Greer y le explicó que iría a verlo para hablar de un asunto urgente.
La visita de Thorn no resultó una sorpresa para Greer, porque el psiquiatra había percibido el empeoramiento de Katherine. Una delgada línea entre la ansiedad y la desesperación, y él había visto a Katherine saltar hacia uno y otro lado de esa línea, varias veces. Pensó que su terror podía llegar a un extremo que la llevara al suicidio.
—Nunca se sabe la profundidad de esos temores —dijo a Thorn, en el consultorio—. Pero, francamente, debo confesar que creo que ella está al borde de un grave problema emocional.
Thorn estaba sentado, muy tenso, en una silla de respaldo vertical, mientras el joven psiquiatra aspiraba con fuerza su pipa, tratando de mantenerla encendida en tanto se paseaba por la estancia.
—He tenido ya otros casos similares —continuó—. Es como un tren de carga. Resulta fácil ver cómo va tomando velocidad.
—¿Ha empeorado, entonces? —preguntó Thorn con voz temblorosa.
—Digamos que su problema se está desarrollando.
—¿No hay nada que usted pueda hacer?
—La veo dos veces por semana. Creo que necesita un cuidado más constante.
—¿Trata de decirme que está loca?
—Digamos que está viviendo sus fantasías, que son terroríficas. Y está respondiendo a ese terror.
—¿Qué fantasías? —preguntó Thorn.
Greer se detuvo, considerando si debía o no comentarle sus interpretaciones. Se desplomó en su silla, mirando los desesperados ojos de Thorn.
—Para empezar, en sus fantasías ella piensa que su hijo no es realmente suyo.
La afirmación cayó, sobre Thorn, como un rayo. Se quedó paralizado, incapaz de responder.
—Interpreto eso no tanto como un temor sino, francamente, como un deseo. Ella subconscientemente desea ser una mujer
sin hijos.
Éste es uno de los modos de lograrlo, por lo menos a nivel emocional.
Thorn estaba aturdido, incapaz de hablar.
—No quiero decir que el niño no sea importante para ella —continuó Greer—. Por el contrario, es lo más importante en su vida. Pero, por alguna razón, le resulta algo muy amenazador. Realmente, no sé si el temor tiene que ver con la maternidad, o con su vinculación emocional, o simplemente con la idea de que es incapaz. Incapaz de afrontar el asunto.
—Pero ella
deseaba
un hijo —consiguió articular Thorn.
—Para usted.
—No...
—Subconscientemente. Ella sentía que necesitaba demostrar que era digna de usted. ¿Cómo mejor que teniendo un hijo suyo?
Thorn miró con fijeza hacia delante, con los ojos llenos de dolor.
—Ahora ella descubre que no es capaz —continuó Greer—, de modo que busca una razón que no la haga sentirse incapaz. Fantasea que el niño no es de ella, que el niño es el mal...
—¿Cómo?
—Es incapaz de amarlo —explicó Greer—, de modo que inventa una razón por la cual el niño no es digno de su amor.
—¿Ella piensa que el niño es el mal?
Thorn estaba muy conmovido, con el rostro tenso de temor.
—A ella le resulta necesario, en este momento, sentir eso —explicó Greer—. Pero el hecho es que, al presente, otro hijo sería desastroso.
—¿En qué sentido el niño... es el mal?
—Se trata sólo de una fantasía. Lo mismo que la fantasía de que el hijo no es de ella.
Thorn respiró hondo, luchando por contener una sensación de náusea.
—No hay que desesperarse —añadió Greer, tratando de tranquilizarlo.
—Doctor...
—¿Sí?
Thorn no pudo seguir. Los dos quedaron sentados en silencio, mirándose a través de la gran sala.
—Usted iba a decirme algo —dijo Greer.
El rostro del psiquiatra denotaba preocupación, porque era evidente que el hombre que estaba frente a él tenía miedo de hablar.
—Señor Thorn, ¿se siente bien?
—Estoy sorprendido —murmuró Thorn.
—Es natural que lo esté.
—Quiero decir que... tengo miedo.
—Es natural.
—Algo... terrible está sucediendo.
—Sí, pero los dos van a superarlo.
—Usted no lo comprende.
—Sí que lo comprendo.
—No.
—Créame que sí.
Thorn, casi en lágrimas, hundió la cabeza entre sus manos.
—Usted sufre una gran tensión, señor Thorn. Aún mayor de lo que usted supone.
—No sé qué hacer —gimió Thorn.
—En primer lugar, debería aceptar el aborto.
Thorn levantó la cabeza y miró a Greer, con firmeza.
—No —dijo.
El psiquiatra mostró una reacción de sorpresa.
—Si se trata de sus principios religiosos...
—No.
—Seguro que usted puede ver que es necesario...
—No voy a permitirlo —dijo Thorn en tono resuelto.
—Debe hacerlo.
—No.
Greer se echó hacia atrás en su silla, mirando al embajador, con preocupación.
—Me gustaría conocer sus razones —dijo.
Thorn lo miró fijamente.
—Fue predicho que este embarazo sería interrumpido —dijo— y voy a luchar para que eso no ocurra.
El médico lo miró, sorprendido y preocupado.
—Sé que esto puede parecer una locura —dijo Thorn—. Tal vez, yo esté...
loco.
—¿Por qué dice eso?
Thorn lo miró con dureza y habló con la mandíbula apretada.
—Ese embarazo debe continuar para que yo no empiece a creer.
—¿A creer...?
—Lo que mi esposa cree. Que el niño es...
Las palabras se detuvieron en su garganta y Thorn se incorporó, acosado por una sensación de urgencia. Le había invadido una premonición. Temía que algo estuviese por ocurrir.
—Señor Thorn...
—Perdóneme...
—Por favor, siéntese.
Con un brusco saludo de cabeza, Thorn salió del consultorio, caminando rápidamente hacia las escaleras que conducían a la calle. Una vez en ella, corrió hacia su coche, con una sensación de pánico que crecía dentro de él, mientras buscaba las llaves. Algo andaba mal. Necesitaba llegar a su casa. Pisando a fondo el acelerador, realizó un rápido giro en forma de U y los neumáticos chirriaron. Se dirigió hacia la carretera. Pereford estaba a media hora de viaje y temía, aunque no sabía por qué, llegar tarde. Las calles de Londres estaban colmadas con el tránsito del mediodía. Thorn hacía sonar el claxon, virando y pasando las luces rojas, mientras su desesperación lo abrumaba.
En la mansión Pereford, Katherine también se sentía ansiosa y se ocupaba de algunas tareas de la casa, en un intento por aquietar su acuciante temor. Estaba parada en el rellano del segundo piso, regadera en mano, pensando cómo podía llegar a las plantas que estaban suspendidas sobre la baranda. Deseaba regarlas, pero temía derramar el agua sobre el piso de baldosas de la planta baja. Detrás de ella, en su sala de juegos, Damien jugaba con su auto, mientras emitía el sonido de un tren carguero, que se iba intensificando a medida que marchaba más rápido. Sin que Katherine pudiera verla, la señora Baylock estaba inmóvil en un rincón apartado del cuarto del niño, con los ojos cerrados, como si estuviera orando.
En la carretera, los neumáticos chirriaron ruidosamente cuando Thorn giró en el acceso a la ruta M-40, que lo llevaba directamente a su casa. El rostro de Thorn estaba tenso y sus manos se aferraban al volante; mientras el pavimento parecía desdibujarse bajo el vehículo, Thorn concentraba su esfuerzo para conseguir la máxima velocidad posible. Se desplazaba por la carretera, como un rayo de color beige, pasando a otros vehículos como si éstos se hallaran parados. Thorn transpiraba ahora y cada coche que le precedía era como una meta que había que superar. Hacía sonar el claxon y los demás conductores se apartaban, dejándole pasar como una flecha. Pensó en la policía y miró el espejo retrovisor. Un automóvil, negro y macizo, le seguía. Era un coche fúnebre que iba alcanzándole. Mientras Thorn observaba cómo se le acercaba, sintió que su sangre se helaba de miedo.
En Pereford, Damien dio mayor velocidad a su automóvil de pedales, golpeándolo como si se tratara de un caballo de carreras. En el corredor, Katherine se subió a un escabel. En el cuarto de Damien, la señora Baylock miró fijamente al niño, como si estuviera dirigiéndolo sólo con la fuerza de la voluntad, para que anduviera más rápido, y el niño aceleró la marcha, con los ojos exaltados y el rostro transfigurado.
En su automóvil, Thorn gemía por el esfuerzo, pisando a fondo el acelerador. El coche fúnebre le estaba adelantando, mientras el rostro del conductor miraba fríamente hacia delante. El indicador de velocidad de Thorn señaló noventa, cien, ciento diez, pero el coche fúnebre siguió acortando, obstinadamente, distancias. Thorn jadeaba ahora y tenía conciencia de que su raciocinio estaba ofuscado, pero era incapaz de detenerse. No podía soportar la idea de que el coche fúnebre lo pasara. La maquinaria de su coche gemía debajo de él, pero el coche fúnebre seguía acercándosele.
—¡No... —gemía Thorn—, no...!
El coche fúnebre acabó por alcanzar al de Thorn. Éste golpeaba el volante, exigiendo a su automóvil una mayor velocidad. Pero el coche fúnebre consiguió adelantarle. Llevaba, en su parte posterior, un ataúd que Thorn pudo ver cuando el vehículo pasó junto a él.
En casa de los Thorn, Damien aceleró más su auto de pedales, que marchaba alocadamente por el cuarto, mientras afuera, en el corredor, Katherine levantaba con cuidado la regadera, subida sobre un escabel.
En la carretera, el coche fúnebre se adelantó de pronto, mientras Thorn dejaba escapar un grito horripilante. En ese instante, Damien salió como disparado de su cuarto, chocando con su auto contra el escabel en el que Katherine se encontraba y del que la derribó. Katherine gritó y trató desesperadamente de asirse a la baranda, mientras caía hacia atrás y arrastraba consigo una pecera circular que cayó también. Su grito terminó con un repentino impacto, al que siguió un segundo más tarde el que produjo la pecera al romperse.