Authors: David Seltzer
En Pereford, Robert la aguardaba, esperando encontrarla de buen humor. Había ordenado que se demorara la cena hasta que llegara su esposa. Se sentaron a una pequeña mesa y Thorn observaba a Katherine, mientras ella trataba de comer, silenciosa y tensa.
—¿Te sientes bien, Katherine?
—Sí.
—Tan callada.
—Un poco cansada, supongo.
—¿Tuvisteis un día muy activo?
—Sí.
El modo de ella era un tanto abrupto, como si se resintiera ante la intrusión.
—¿Fue divertido?
—Sí.
—Pareces preocupada.
—¿Sí?
—¿Qué ocurre?
—¿Qué podría ocurrir?
—No sé. Pareces inquieta.
—Sólo cansada. Necesito dormir.
Ella fingió una sonrisa que resultó poco convincente. Thorn se sentía preocupado mientras la estudiaba.
—¿Damien está bien? —preguntó.
—Sí.
—¿Estás segura?
—Sí.
Thorn la observó y ella desvió la mirada.
—Si hubiese algo que no anduviera bien... me lo dirías, ¿verdad? —preguntó—. Quiero decir... con Damien.
—¿Con Damien? ¿Qué problema podría haber con Damien, Robert? ¿Qué problema podría haber con nuestro hijo? Somos la gente “bendita”, ¿verdad?
Ella lo miró a los ojos y pareció sonreír, pero la expresión no resultaba placentera.
—Quiero decir que sólo el “bien” llega a la Casa de los Thorn —dijo ella—. Los nubarrones no se acercan.
—Ocurre
algo, ¿verdad? —preguntó Thorn con firmeza.
Katherine bajó la cabeza, que metió entre sus manos, y quedó inmóvil.
—Kathy... —le dijo Thorn suavemente—. ¿Qué ocurre?
—Creo... —replicó Katherine, esforzándose por controlar su voz—. Quiero ver a un médico. —Levantó la cabeza y sus ojos demostraban dolor—. Tengo... “temores” —dijo—. Temores que una persona normal no debe tener.
—Kathy... —dijo Thorn en un susurro—. ¿Qué clase de temores?
—Si te los comentara me harías encerrar.
—No... —le aseguró él—. No..., te amo.
—Entonces ayúdame —rogó ella—. Búscame un médico.
Una lágrima se deslizaba de sus ojos y Thorn le cogió las manos.
—Por supuesto —replicó—. Por supuesto.
Katherine se echó a llorar. Los sucesos de ese día quedaron encerrados en ella para siempre.
Los psiquiatras no eran tan comunes en Inglaterra como en Norteamérica y Thorn tuvo algunas dificultades para encontrar uno que le pareciera digno de confianza. Era norteamericano, más joven de lo que Thorn hubiese preferido. Pero tenía una amplia experiencia y una excelente reputación. Se llamaba Charles Greer. Se había graduado en Princeton y había estado, como interno, en Bellevue. Parecía particularmente adecuado porque había vivido durante algún tiempo en Georgetown y había tratado a las esposas de varios senadores.
—El problema común entre las esposas de los políticos es el alcoholismo —le dijo Greer a Thorn, sentado frente a él en el consultorio del psiquiatra—. Creo que es la sensación de aislamiento. El sentimiento de insuficiencia. Temen no tener una identidad propia.
—Usted comprenderá la necesidad de discreción —dijo Thorn.
—Eso es todo lo que tengo para ofrecer —sonrió el psiquiatra—. La gente confía en mí y, francamente, eso es todo lo que puedo brindarles. No tratan sus problemas con otras personas porque temen que sus confidencias se revuelvan para perseguirlos. Yo soy seguro. No puedo prometer mucho, pero eso sí puedo prometerlo.
—¿Le digo a ella que lo llame?
—Sólo dele mi número. No le diga que me llame.
—No es que ella no lo desee. Mi esposa misma me lo pidió...
—Bien.
Cuando Thorn se incorporaba, incómodo, el joven doctor le sonrió.
—¿Me va a llamar después de verla a ella? —preguntó Thorn.
—Lo dudo —respondió Greer, simplemente.
—Es decir... si tiene que comentarme algo.
—Lo que tenga que decir se lo diré a ella.
—En fin, si le preocupa su estado...
—¿Es del tipo suicida?
—No.
—Entonces no me preocupará su estado. Estoy seguro de que no es tan grave como usted piensa.
Tranquilizado, Thorn se encaminó hacia la puerta.
—¿Señor Thorn?
—¿Sí?
—¿Por qué vino hoy aquí?
—Para verlo.
—¿Por qué razón?
Thorn se encogió de hombros.
—Para conocerlo personalmente, supongo.
—¿Había algo en particular que quería decirme?
Thorn encogió los hombros. Después de pensar un instante sacudió la cabeza.
—¿Quiere sugerir que
yo
podría desear ver a un psiquiatra?
—¿Es así?
—¿Doy la impresión de necesitarlo?
—¿Y yo? —preguntó el psiquiatra.
—No.
—Pues bien, yo tengo el mío —sonrió Greer—. Con mi profesión, sería peligroso que no lo tuviera.
La conversación con el psiquiatra fue inquietante y después de regresar a su despacho, Thorn estuvo pensando en ella todo el día. Cuando estaba con Greer había sentido la necesidad de hablar, de contarle las cosas que hasta ese momento no había confiado a nadie. ¿Pero de qué podía servir hacerlo? El engaño era algo con lo que él tenía que vivir, un hecho de vida. Sin embargo, deseaba que hubiera también alguien más que lo supiera todo.
El día pasó lentamente y Thorn intentó preparar un discurso importante. Debía pronunciarlo la tarde siguiente ante un grupo de destacados hombres de negocios y era probable que entre ellos estuvieran los representantes de los intereses petroleros árabes. Thorn deseaba que fuese un discurso especial, un alegato por el pacifismo. Era el eterno conflicto sobre Israel lo que estaba acrecentando la separación entre los Estados Unidos y el bloque árabe. Thorn sabía que las hostilidades árabe-israelíes eran de naturaleza histórica y tenían raíces en las Sagradas Escrituras. Por esa razón buscó la Biblia, no uno sino tres ejemplares, tratando de ampliar su entendimiento con la sabiduría milenaria. En verdad, había otra razón de carácter más práctico: no había un solo público del mundo que no se sintiera impresionado ante las citas de las Sagradas Escrituras.
Se encerró el resto de la tarde y pidió que le llevaran un refrigerio mientras estudiaba. Luego, como halló dificultad para localizar pasajes significativos, envió un mensajero a buscar una bibliografía y un texto interpretativo. Entonces le resultó más fácil, porque pudo dirigirse directamente a los pasajes relevantes y, en muchos casos, hallar una visión teológica de su significado.
Era la primera vez que Thorn pasaba la vista por las hojas de la Biblia, desde que era niño. La encontró fascinante, en particular a la luz de la incesante violencia reinante en el Medio Oriente. Descubrió que fue el judío Abraham a quien Dios prometió que su pueblo heredaría la Tierra Santa.
Te multiplicaré y haré de ti una nación grande. A tu descendencia daré esta tierra para que la posean para siempre.
La tierra que Dios había dado a los judíos estaba claramente precisada en el Génesis y en el libro de Josué y era la que se extendía desde el Nilo hasta el Líbano y el Éufrates. Thorn miró su atlas y vio que el Estado de Israel ocupaba en la actualidad sólo la angosta franja entre el Jordán y el Mediterráneo. Sólo una pequeña parte de lo que aparentemente Dios había prometido. ¿Era posible que el impulso expansivo de Israel se debiera a ello? El interés de Thorn se acentuó y siguió estudiando. Si Dios hacía tal promesa, ¿por qué Dios no podía cumplirla?
Si cumplís Mi pacto seréis para Mí un reino de sacerdotes y una Nación Santa.
Tal vez ésa era la clave. Los judíos no habían observado el pacto del Señor. Se creía, entonces, que los judíos habían matado a Cristo. El Deuteronomio lo confirmaba, porque después de la muerte de Cristo se dijo a los judíos:
El Señor os dispersará entre los pueblos y vosotros quedaréis pocos en número entre las Naciones a las que el Señor os lleve. Seréis hechos prisioneros por todas las Naciones y Jerusalén será pisoteada por los Gentiles, hasta que se cumpla el tiempo de los Gentiles.
Esto se reiteraba en el libro de Lucas, donde la palabra “gentiles” estaba reemplazada por la palabra “naciones”. Seréis pisoteados hasta que se cumpla el tiempo de las naciones. Esto profetizaba claramente que los judíos serían perseguidos a lo largo de la Historia. Luego la persecución terminaría. Pero ¿cuál era el tiempo de las naciones, el tiempo en que la persecución cesaría?
Volviendo a los textos interpretativos, Thorn halló evidencias de la ira de Dios. Era un detalle histórico de la persecución que se iniciaba cuando los judíos fueron expulsados de Israel por el rey Salomón, y luego asesinados por los cruzados, mientras huían. En el año 1000 se había comprobado el asesinato de doce mil judíos, y luego, en el año 1200, todos los que habían buscado refugio en Inglaterra fueron expulsados o ahorcados. En el año 1298, cien mil judíos fueron matados en Franconia, Baviera y Austria. En setiembre de 1306, otros cien mil fueron expulsados de Francia, bajo amenaza de muerte. En 1348, los judíos fueron acusados de causar una epidemia mundial de peste negra y más de un millón fueron perseguidos y asesinados en todo el Globo. En agosto de 1492, en la misma época en que Colón ganaba gloria para su país, descubriendo el Nuevo Mundo, la Inquisición Española expulsaba a medio millón de judíos y daba muerte a otro medio millón. El triste balance continuaba hasta la época de Hitler, que aniquiló a más de seis millones de judíos, dejando sólo once millones, sin hogar y sumidos en la pobreza, en toda la superficie del Globo. ¿Podía sorprender el empeño con que ahora luchaban por su refugio, por un país al que podían considerar propio? ¿Era extraño que emprendieran cada ofensiva como si fuera la última de sus vidas?
Haré de ti una gran Nación, había prometido Dios. Y te bendeciré y haré grande tu nombre; así, sé tú una bendición... y todas las familias de la Tierra benditas en ti.
Thorn volvió una vez más a los textos interpretativos y descubrió que en la promesa de Dios a Abraham había tres factores separados e igualmente importantes. El regalo de un país, Israel. La seguridad de que Abraham y sus descendientes se convertirían en una gran nación. Y finalmente, por encima de todo, la “bendición”. La llegada del Salvador. El regreso de los judíos a Sión estaba vinculado con la segunda venida de Cristo y, si eso era exacto, el tiempo estaba próximo. No había evidencias en cuanto al modo o el momento en que esa venida se produciría. Las profecías estaban envueltas en leyendas y símbolos religiosos. ¿Podía estar ya Cristo en la Tierra? ¿Habría vuelto a nacer de una mujer y caminaba ahora entre nosotros?
Especulador instintivo, la mente de Thorn consideraba las posibilidades. De estar Cristo en la Tierra ahora, no iría vestido, como antaño, con las ropas de la época. Nada de mantos ni coronas de espinas, sino con pantalones de fibra tal vez, e incluso con chaqueta y corbata. ¿Habría nacido ya? En ese caso, ¿por qué permanecía en silencio? Por cierto, el mundo atravesaba un momento de enorme perturbación.
Thorn se llevó esos pensamientos, y también los libros, a su casa. Cuando Katherine se retiró y la casa quedó oscura y silenciosa, Thorn abrió los libros en su estudio y volvió a reflexionar. Era el regreso de Cristo lo que ponía en juego su imaginación y buscó los pasajes pertinentes del texto. Le resultó enormemente complicado porque en el Apocalipsis se profetizaba que cuando Cristo volviera a la Tierra debería enfrentarse a su
antítesis.
El Anticristo. El Hijo del Mal. Y la Tierra se partiría en pedazos en la batalla final entre el Cielo y el Infierno. Sería Armagedón. El Apocalipsis. El fin del mundo.
Desde el silencio de su estudio, Thorn oyó un sonido que llegaba de la parte superior de la casa. Era un gemido. Se oyó dos veces y luego cesó. Salió del estudio y subió silenciosamente las escaleras, para mirar en el cuarto de Katherine. Estaba dormida pero inquieta, con el rostro bañado en sudor. La estuvo observando hasta que sus movimientos cesaron y su respiración se tornó regular. Entonces se retiró, dirigiéndose hacia las escaleras. Mientras caminaba por el oscuro hall pasó frente al cuarto de la señora Baylock y notó que la puerta estaba entreabierta. La pesada mujer estaba dormida de espaldas, una montaña de carne iluminada por la luz de la luna que entraba por la ventana. Thorn se disponía a seguir su camino, pero se detuvo, sorprendido por el rostro de la mujer. Aparecía empolvado con un desagradable color blanco. Sus labios estaban llamativamente pintados de un rojo que parecía aplicado en un estado de inconsciencia alcohólica. Era una visión escalofriante y Thorn se sintió sobrecogido. Debió hacer un esfuerzo para sobreponerse. No tenía sentido: en la intimidad de su cuarto, la mujer se había pintado como una ramera.
Cerrando la puerta, Thorn volvió al piso inferior y se sentó frente a los libros. Estaba preocupado ahora, incapaz de concentrarse, mientras sus ojos vagaban sobre las páginas abiertas. La pequeña Biblia de
King James
estaba abierta en el libro de Daniel y Thorn la miró en silencio.
...Se levantará un rey altivo de rostro y entendido en enigmas. Y su poder se fortalecerá, mas no con fuerza propia; y causará grandes ruinas y prosperará y obrará arbitrariamente y destruirá a los fuertes y al pueblo de los santos. Con su sagacidad hará prosperar el engaño en su mano y en su corazón; se engrandecerá y, sin aviso, destruirá a muchos; y se levantará contra el Príncipe de los príncipes, pero será vencido...
Thorn buscó en su escritorio y encontró un cigarrillo. Luego se sirvió un vaso de vino. Se paseó por el cuarto, obligando a su mente a concentrarse en la investigación, para librarse del desasosiego que le causaba lo que había visto arriba. Cuando los judíos volvieran a Sión, Cristo volvería a nacer. Y cuando Cristo naciera, también nacería el Anticristo y ambos crecerían separados hasta el enfrentamiento final. Thorn se paró frente a sus libros y se puso a hojearlos.
He aquí el día del Señor, un día cruel, un día de ira y de ardiente furia que reducirá la Tierra a la soledad... y hará que los hombres sean más escasos que el oro fino... más escasos que el oro de Ofir.
Luego, en el libro de Zacarías:
Trabará cada uno de la mano a su compañero y levantará su mano contra la mano de su compañero.
Thorn volvió a sentarse, estremecido por la violencia que predecían las profecías.
Y ésta será la plaga con que herirá el Señor a todos los pueblos que pelearon contra Jerusalén: la carne de ellos se corromperá estando ellos todavía sobre sus pies y se consumirán en sus cuencas los ojos, y la lengua se les deshará en la boca.