Authors: David Seltzer
—Tal vez se sienta sola sin él.
—No sé si eso es bueno.
Thorn se encogió de hombros, observando la construcción, a medida que el coche avanzaba muy lentamente entre la caravana de vehículos.
—¿No podemos evitar esto, Horton? —preguntó.
—No, señor —replicó el hombre—, pero, si me lo permite, me gustaría decir algo acerca de la señora Baylock.
Thorn y Katherine intercambiaron una mirada, sorprendidos ante la petición de Horton.
—Hable —le dijo Thorn.
—No quisiera hacerlo delante del niño.
Katherine miró a Damien, que estaba jugando con los cordones de sus zapatos nuevos, aparentemente sin prestar atención a la conversación.
—No hay problema —dijo Katherine.
—Creo que ella es una mala influencia —dijo Horton—. No respeta las reglas de la casa.
—¿Qué reglas? —preguntó Thorn.
—Preferiría no entrar en detalles, señor.
—Por favor.
—Bien; para empezar, es cosa aceptada que todos los sirvientes coman juntos y cada cual tiene su turno para lavar los platos.
Thorn miró a Katherine. Evidentemente, no se trataba de nada serio.
—Ella nunca come con nosotros —siguió Horton—. Baja cuando todos hemos terminado y come sola.
—Ya veo —dijo Thorn fingiendo interesarse.
—Y deja los platos para que los lave el personal de la mañana.
—Creo que podemos pedirle que deje de hacer eso.
—También espera a que, después del anochecer, el personal se quede dentro de la casa —continuó Horton— y la he visto en más de una oportunidad ir al bosque casi de madrugada, cuando aún no había amanecido. Y caminaba con mucho cuidado para que nadie la oyera.
Los Thorn consideraron esa información, intrigados.
—Resulta extraño —murmuró Thorn.
—Lo que sigue es poco delicado y espero que me disculpen —siguió Horton—. Pero hemos notado que no utiliza papel higiénico en el baño. El que está junto al inodoro. No hemos tenido que renovarlo desde que llegó.
En el asiento posterior, los Thorn volvieron a mirarse. La historia se estaba tornando demasiado extraña.
—Yo saqué, pues, mis conclusiones —dijo Horton—. Creo que ella hace en el bosque sus... necesidades. Y me parece que eso es poco civilizado, si me permiten opinar.
Se produjo un silencio: los Thorn estaban perplejos.
—Algo más, señor. Otra cosa que está muy mal.
—¿Qué es, Horton? —preguntó Thorn.
—Utiliza el teléfono y hace llamadas a Roma.
Una vez dicho lo que tenía que decir, Horton volvió a ocuparse del tránsito, alejándose rápidamente del embotellamiento, al producirse un claro. Mientras el paisaje se deslizaba ante ellos, Katherine y Thorn meditaron en silencio y por último se miraron a los ojos.
—Estuvo abiertamente desafiante hoy —dijo Katherine.
—¿Quieres despedirla?
—No sé. ¿Y tú?
Thorn se encogió de hombros.
—Parece que Damien goza en su compañía.
—Lo sé.
—Eso es importante.
—Sí —suspiró Katherine—. Supongo que sí.
—Pero puedes despedirla si lo deseas.
Katherine calló, mirando por la ventanilla.
—Creo que tal vez ella se marche por su propia voluntad.
Sentado entre ellos, Damien miraba el piso del coche, con sus ojos inmóviles, mientras el vehículo se aproximaba a la ciudad.
La iglesia de All Saints era un edificio monumental. Combinaba la arquitectura del siglo XVII con manifestaciones de siglos posteriores. Sus macizas puertas delanteras estaban siempre abiertas y el interior se hallaba iluminado día y noche. En esta ocasión, la escalinata que conducía a las puertas estaba adornada con lirios, y los ujieres, con chaqué, acogían la solemne entrada de los asistentes. El acontecimiento había congregado muchísima gente. Incluso a algunos portadores de pancartas con consignas del Partido Comunista, desertores, sin duda, de un mitin en Piccadilly... que preferían presenciar ese acontecimiento social. El único gran nivelador para las personas de todos los rangos y las posiciones políticas era la presencia de celebridades. La gente estaba reunida formando enjambres. La multitud empezaba a desbordarse y el personal de seguridad tenía problemas para contenerla. Eso demoraba la ceremonia porque los coches que llegaban debían formar una única fila y esperar hasta el momento de llegar frente al templo, para que pudieran descender los invitados.
El coche de los Thorn fue de los últimos en llegar y ocupó su lugar en la fila, hacia el final de la manzana. Las fuerzas de seguridad eran pocas allí y la gente se apretujaba contra el coche, observando descaradamente a sus ocupantes. A medida que el coche iba avanzando, la multitud se espesaba y Damien, que se había adormecido, empezó a despertarse, alarmado y confundido por los rostros que miraban desde afuera. Katherine lo atrajo hacia sí, mirando molesta hacia delante, pero los cuerpos que rodeaban el vehículo se multiplicaron y empezaron a hacer presión. La cara grotesca de un hidrocefálico se acercó a la ventanilla del lado de Katherine y empezó a golpear como si tratara de entrar.
Ella se volvió hacia ese rostro y se estremeció porque el hombre había empezado a reír, emitiendo un chorro de baba.
—Dios mío —se quejó—. ¿Qué es lo que pasa?
—El camino está atascado a lo largo de toda una manzana —replicó Horton.
—¿No puede tomar un atajo? —preguntó Katherine.
—Todos tenemos nuestros parachoques anteriores y posteriores golpeando al vehículo de delante y al de detrás.
El golpeteo continuó al lado de ella y Katherine cerró los ojos, tratando de ignorar el ruido que en realidad se acrecentó cuando otras personas de la multitud lo hallaron divertido y empezaron a golpear las ventanillas de otros coches.
—Miren hacia delante —dijo Horton—. Comunistas.
—¿No podemos irnos de aquí? —pidió Katherine.
Junto a ella, los ojos de Damien empezaron a denotar temor, haciéndose eco de la alarma de la madre.
—Bueno... bueno, —trató de calmarlo Thorn al ver el temor en los ojos del niño—. Esta gente no puede hacernos daño, sólo quieren ver quiénes están en los coches.
Pero los ojos del niño empezaron a agrandarse y no estaban fijos en la gente sino en un punto encima de ellos, en las alturas de la iglesia.
—No hay nada que temer, Damien —dijo Thorn—. Sólo vamos a una boda.
Pero el temor del niño fue en aumento y su rostro se hizo cada vez más tenso a medida que se acercaban inexorablemente a la monumental iglesia.
—Damien...
Thorn miró a Katherine, llamando la atención de ella hacia el niño. Su rostro parecía pétreo y el cuerpo se iba poniendo rígido a medida que el coche avanzaba y el edificio de la catedral aparecía a la vista.
—Tranquilízate, Damien —murmuró Katherine—, la gente se ha ido...
Pero sus ojos estaban fijos en la iglesia y se tornaban más grandes por momentos.
—¿Qué le ocurre? —preguntó Thorn rápidamente.
—No lo sé.
—¿Qué pasa, Damien?
—Tiene un susto de muerte.
Katherine dio la mano al niño y éste la aferró, mirando con desesperación a la madre.
—Es una iglesia, querido —le dijo Katherine en tono ansioso.
Cuando el niño volvió a mirar hacia delante, sus labios se secaron. El pánico crecía en él y empezó a jadear, con el rostro desprovisto de color.
—¡Dios mío! —gimió Katherine.
—¿Está descompuesto?
—Parece de hielo. ¡Está frío como el hielo!
El coche se detuvo frente a la iglesia y la portezuela se abrió. La mano del ujier que intentaba ayudar a Damien a descender dio pánico al niño. Se aferró con fuerza al traje de Katherine y empezó a gimotear de temor.
—¡Damien! —gritó Katherine—. ¡Damien!
Ella trataba de separar al niño y él se aferraba con mayor fuerza, sintiéndose más desesperado, mientras Katherine intentaba hacerlo descender.
—¡Robert! —gimió Katherine.
—¡Damien! —gritó Thorn.
—¡Está rompiendo mi traje!
Thorn se inclinó para coger con fuerza al niño, mientras éste luchaba más aún para aferrarse a la madre, arañándole el rostro y tirándole del pelo, en su desesperado esfuerzo para no separarse de ella.
—¡Socorro! ¡Dios! —exclamaba Katherine.
—¡Damien! —gritaba Thorn, mientras luchaba inútilmente con el niño—. ¡Suelta a tu madre!
Mientras el niño gritaba aterrorizado, un grupo de personas se arremolinó alrededor para observar la desesperada lucha. Tratando de ayudar, Horton corrió desde su asiento para coger al niño y hacerlo descender. Pero el pequeño se había convertido en un animal que aullaba mientras sus dedos se hundían en el rostro y la cabeza de Katherine, arrancándole un mechón de pelo.
—¡Sáquenmelo de encima! —gritó Katherine.
En su terror empezó a pegarle, tratando de desprenderse de los dedos que se habían hundido en su ojo. Con un movimiento repentino, Thorn consiguió separar a Damien y mantener inmovilizados los brazos del niño.
—¡Pronto! —ordenó con voz quebrada a Horton—. ¡Salgamos en seguida de aquí!
Y mientras el niño se debatía, Horton corrió a su asiento, cerrando las portezuelas. El coche salió disparado hacia delante, alejándose del lugar.
—Dios mío —sollozó Katherine, cogiéndose la cabeza—. Dios mío...
A medida que el coche tomaba velocidad, el forcejeo del niño fue cesando y su cabeza cayó hacia atrás por el agotamiento. Horton condujo hacia la carretera y en pocos instantes renació el silencio. Damien estaba sentado con ojos vidriosos y el rostro húmedo de transpiración. Thorn lo tenía aún sujeto entre sus brazos, con la vista fija hacia delante. Junto a él, Katherine se hallaba en estado de shock, con el cabello desordenado, un ojo hinchado y casi cerrado. Viajaron hasta Pereford, en silencio. Nadie se decidía a hablar.
Cuando llegaron a Pereford, llevaron a Damien a su cuarto y se sentaron en silencio, mientras el niño miraba por la ventana. Tenía la frente fresca, de modo que no había necesidad de llamar al médico. Pero se negaba a mirarlos, atemorizado por lo que había hecho.
—Yo me encargo de él —dijo serenamente la señora Baylock al entrar en el cuarto.
Cuando Damien la vio, su aspecto denotó alivio.
—Tuvo un susto —dijo Katherine a la mujer.
—No le gusta la iglesia —replicó la mujer—. Él quería ir al parque.
—Se puso... salvaje —dijo Thorn.
—Estaba enojado —dijo la señora Baylock.
Y se adelantó, cogiendo en brazos al niño. Y Damien se aferró a ella, como un hijo a su madre. Los Thorn observaron en silencio. Luego se fueron lentamente del cuarto.
—Hay algo que no marcha bien —dijo Horton a su esposa.
Era de noche ahora y estaban en la cocina. Ella había escuchado en silencio, mientras él le contaba los sucesos del día.
—Hay algo raro en esta señora Baylock —prosiguió Horton—, hay algo raro en este niño y también hay algo raro en esta casa.
—Estás exagerando —replicó ella.
—Si tú lo hubieras visto, sabrías de qué estoy hablando.
—El berrinche de una criatura.
—El berrinche de un animal.
—Es muy inquieto, eso es todo.
—¿Desde cuándo?
Ella sacudió la cabeza como para desechar el asunto, tomó unas verduras del refrigerador y empezó a cortarlas en trozos pequeños.
—¿Miraste alguna vez sus ojos? —preguntó Horton—. Es como mirar los ojos de un animal. Sólo observan. Esperan. Saben algo que uno no sabe. Han estado en algún lugar que uno no conoce.
—Tú y tus duendes —rezongó la mujer, mientras cortaba la verdura.
—Espera y verás —le aseguró Horton—. Aquí está ocurriendo algo malo.
—En todas partes ocurren cosas malas.
—No me gusta nada —dijo el hombre, sombríamente—. Estoy pensando en que deberíamos marcharnos.
En ese mismo momento los Thorn estaban en el patio. Era tarde ya y Damien dormía. La casa se encontraba tranquila y oscura. Se oía música clásica muy suave que transmitía un aparato estereofónico y ellos estaban sentados sin hablar, mirando la noche. El rostro de Katherine estaba lastimado e hinchado y ella, metódicamente, bañaba su ojo con una gasa que sumergía de tanto en tanto en un bol de agua tibia. No habían dicho una sola palabra desde los sucesos del día y se limitaban a compartir la presencia mutua. Su temor era el temor que otros padres habían conocido: el primer indicio de que algo no anda bien en su hijo. Se cristalizaba en el silencio, pero no cobraba realidad, a menos que lo tradujesen en palabras.
Katherine probó el bol de agua con la mano y, como lo encontró frío, exprimió la gasa y la dejó a un lado. El movimiento hizo que Thorn la mirara y él esperó que ella reparara en su mirada.
—¿Seguro que no quieres llamar a un médico? —preguntó serenamente.
Ella sacudió la cabeza.
—Nada más que unos pocos rasguños.
—Quiero decir... para Damien —agregó Thorn.
Todo lo que ella pudo ofrecer fue un gesto de impotencia.
—¿Qué íbamos a decirle? —preguntó.
—No tenemos que decirle nada. Sólo... que lo examine.
—Hace un mes lo revisaron. Está perfectamente. No ha estado enfermo un solo día de su vida.
Thorn afirmó con la cabeza, pensando en el asunto.
—Nunca, ¿verdad? —observó con tono de extrañeza.
—No.
—Eso es extraño, ¿no crees?
—¿Lo es?
—Me parece.
Su tono era raro y ella se volvió para mirarlo. Sus ojos se encontraron y Katherine esperó que él continuara.
—Quiero decir... ni sarampión ni paperas... tampoco varicela. Ni siquiera un catarro, una tos o un resfriado.
—¿Y qué? —preguntó ella en tono defensivo.
—Sólo que... me parece poco habitual.
—A mí, no.
—A mí, sí.
—Viene de una raza sana.
Thorn no supo qué decir. Dentro de él se formó un nudo. El secreto estaba aún allí, en el fondo de su estómago. Nunca lo había abandonado, en todos esos años, pero, en general, se había sentido justificado. Culpable por el engaño, pero aliviado por toda la felicidad que había aportado. Cuando las cosas marchaban bien era fácil mantenerlo oculto, adormecido. Pero ahora, de alguna manera, se estaba tornando importante y Thorn lo sentía crecer en él como si le fuera a obstruir la garganta.
—Si tu familia o la mía —continuó Katherine— tuviera una historia de... psicosis, de perturbaciones mentales... entonces me preocuparía, sin duda, pollo que ocurrió hoy.