Authors: David Seltzer
Era una mañana que había compensado el esfuerzo y, mientras guardaba su equipo, Jennings estaba satisfecho. Pero, de alguna manera, se sentía también intranquilo. Desde lo alto de la colina miró hacia atrás, para ver cuándo bajaban el ataúd a la tumba. El niño y el perro se veían pequeños a distancia, pero la silenciosa comunicación entre ambos era evidente.
El día siguiente trajo una nueva carga de lluvia y registró la llegada de la señora Baylock. Era irlandesa y extravertida. Llamó en el portón de entrada de Pereford y se presentó como la nueva niñera. El guardia había intentado detenerla, pero ella forzó su entrada, con unas maneras estrepitosas que intimidaban, y, a la vez, atraían.
—Sé que es un momento difícil para ustedes —dijo a los Thorn, mientras se quitaba el abrigo en el vestíbulo—, así que no quiero molestarlos en su dolor. Pero, entre nosotros, quien toma a una jovencita flaca para niñera se busca problemas.
Los movimientos de su macizo cuerpo eran tan vigorosos que producían una corriente de aire. Thorn y Katherine, que la observaban azorados, enmudecieron ante la gran seguridad que demostraba.
—¿Saben cómo se reconoce a una buena niñera? —rió—. Por el tamaño de sus pechos. Esas muchachitas con tetitas de paloma vienen y se van en una semana. Pero yo, las altas y corpulentas como yo, son las niñeras que se quedan. Vayan y miren en Hyde Park, y verán que es cierto lo que digo.
Se detuvo sólo para recoger su equipaje.
—Bien. ¿Dónde está el niño?
—Se lo voy a mostrar —dijo Katherine, indicando las escaleras.
—¿Por qué no nos deja solos al principio? Deje que nos conozcamos a nuestra manera.
—Es un poco tímido con la gente a la que no conoce.
—No, conmigo no lo será, puedo asegurárselo.
—Creo, en realidad...
—Tonterías. Déjeme hacer la prueba.
Y, de inmediato, empezó a subir las escaleras mientras su macizo trasero desaparecía de la vista. En el repentino silencio que se produjo, los Thorn intercambiaron una mirada. Él movía la cabeza, en señal de incierta aprobación.
—Me gusta —comentó.
—A mí, también.
—¿Dónde la conseguiste?
—¿Dónde la conseguí
yo
? —preguntó Katherine.
—Sí.
—Yo
no la conseguí. Suponía que tú te habías encargado.
Después de un instante, Thorn llamó, en voz alta, desde el pie de la escalera.
—¿Señora Baylock?
—¿Sí?
Ella se encontraba ya en el descanso del primer piso, con el rostro atisbando hacia abajo, desde la altura.
—Perdón, pero... estamos un poco confundidos.
—¿Por qué?
—No sabemos cómo llegó usted acá.
—En taxi. Y le dije que no me esperara.
—No, no. Quiero decir... ¿quién la
llamó
?
—La agencia.
—¿La agencia?
—Leyeron en el diario que ustedes habían perdido a su niñera, de modo que les mandaron otra.
Sonaba a oportunismo, pero, conociendo la dura competencia en materia de empleos que había en Londres, Thorn pensó que tenía sentido.
—Muy emprendedores —comentó.
—¿Puedo llamar para confirmarlo? —preguntó Katherine.
—¡Cómo no! —replicó la mujer—. ¿Quieren que espere afuera, en la lluvia?
—No, no... —agregó Thorn rápidamente.
—¿Le parezco una agente extranjera? —preguntó la señora Baylock.
—No creo —respondió Thorn ahogando la risa.
—No esté tan seguro —dijo la pesada mujer—. Tal vez mi corsé está lleno de magnetófonos. ¿Por qué no me manda a un guardia joven para que me revise?
Todos rieron, principalmente la señora Baylock.
—Vaya —dijo Thorn—, la revisaremos más tarde.
Los Thorn fueron a la sala y Katherine llamó a la agencia y confirmó las credenciales de la señora Baylock. Estaba muy bien conceptuada y la única confusión era que, según los archivos, ella debía estar actualmente empleada en Roma. Sin embargo, era probable que su situación hubiera cambiado, sin haberse hecho la anotación correspondiente en su expediente; pero todo se aclararía tan pronto como el director de la agencia, que era seguramente el que la había enviado a los Thorn, volviera de sus vacaciones de cuatro semanas. Katherine dejó el teléfono, miró a su esposo y ambos se encogieron de hombros, bastante satisfechos con lo que les habían informado. La señora Baylock era una mujer rara pero llena de vida y eso, más que nada, era lo que necesitaban.
Arriba, la sonrisa de la señora Baylock se había apagado y miraba con ojos empañados al niño dormido en su cama. Aparentemente, había estado apoyando el mentón en el borde de la ventana observando la lluvia, y se había quedado dormido así, con la mano tocando aún el cristal. Mientras la mujer observaba al niño, su mentón empezó a temblar, como si estuviera de pie frente a un objeto de incomparable belleza. El niño oyó la respiración entrecortada de la mujer y sus ojos se abrieron lentamente, encontrándose con los de ella. Se puso rígido y se sentó, retrocediendo hacia el cristal.
—No temas, pequeño —murmuró ella con voz temblorosa—. Estoy aquí para protegerte.
Afuera se oyó el repentino estrépito de un trueno, el comienzo de una lluvia que duró dos semanas.
Al llegar julio, la zona campestre inglesa estaba en flor. Una estación de lluvias desacostumbradamente prolongada e intensa hizo que los tributarios del Támesis se desbordaran y llevaran vida incluso a las semillas más antiguas. También los terrenos de Pereford habían respondido, tornándose verdes y lozanos. La parte boscosa que rodeaba los jardines se había espesado, albergando una abundante vida animal. Horton temía que los conejos del bosque empezaran pronto a dejar su refugio, para alimentarse con los tulipanes, de modo que preparó trampas. Sus agudos chillidos podían oírse en el silencio de la noche. Pero eso terminó, no sólo porque Katherine le ordenó que quitara las trampas sino porque él mismo había empezado a sentirse intranquilo cuando debía internarse en el bosque, para recoger los restos de los animalitos. Horton sentía “ojos” sobre sí, decía, como si lo estuvieran observando desde la espesura. Cuando se lo confesó a su esposa, ella rió, diciéndole que probablemente se tratara del fantasma del rey Enrique V. Pero a Horton no le divertía nada el asunto y se negó a volver a entrar en el bosque.
Le resultaba particularmente inquietante, entonces, que la nueva niñera, la señora Baylock, a menudo llevara allá a Damien, encontrando Dios sabe qué para divertirlo durante horas cada vez. Horton había notado también, al ayudar a su esposa en el lavado, que en las ropas del niño había siempre muchos pelos negros, como si hubiese estado jugando con un animal. Pero no consiguió ver ninguna relación entre los pelos de animal y los paseos hacia el bosque de Pereford, considerando que todo ello no era más que otro de los aspectos inquietantes de la Mansión Pereford, que ciertamente estaban siendo ya demasiados.
Sin duda, Katherine pasaba cada vez menos tiempo con su hijo, reemplazada, de alguna manera, por la exuberante nueva niñera. Cierto que la señora Baylock era una dedicada gobernanta y que el niño había llegado a quererla. Pero resultaba intranquilizador, incluso poco natural, que el niño prefiriese su compañía a la de su propia madre. Todo el personal doméstico lo había advertido y lo comentaba, compadeciendo a la señora Thorn, que, según ellos, había sido reemplazada, por una empleada, en el afecto del niño. Deseaban que la señora Baylock se marchara. Pero, en cambio, cada día la veían más firmemente atrincherada, ejerciendo mayor influencia sobre los amos de la casa.
En cuanto a Katherine, sentía lo mismo pero no podía hacer nada, ya que no deseaba que los celos volvieran a interferir en el afecto que alguien sentía por su hijo. Se consideraba responsable de haber quitado a Damien una querida compañera y estaba poco dispuesta a permitir que eso volviera a ocurrir. Cuando, una semana más tarde, la señora Baylock pidió permiso para cambiar su dormitorio por un cuarto que estaba frente al de Damien, Katherine lo consintió. Tal vez así era como se suponía que debían ser las cosas entre los ricos. Katherine se había criado en un ambiente más modesto donde era tarea de la madre, su única tarea, hacerle compañía y proteger a su hijo. Pero la vida era diferente aquí. Ella era el ama de una gran casa y quizás era hora de que comenzara a comportarse como tal.
Ocupó su recuperada libertad como correspondía, con la cálida aprobación de su esposo. Por las mañanas se dedicaba a asuntos de caridad y por las tardes se ocupaba de tés que tenían una finalidad política. La señora de Thorn ya no era en sociedad la mujer rara, la delicada flor, sino una mujer con gran capacidad y energía que él desconocía. Ésa era la esposa que había soñado y si bien el rápido cambio de personalidad le resultaba un tanto inquietante, no hizo nada para desalentarla. Incluso había cambiado en sus relaciones sexuales con él, era más excitante, más apasionada. Thorn no comprendió que tal vez fuera una expresión de desesperación, más bien que de deseo.
Las tareas propias de Thorn eran muy absorbentes. Su puesto en Londres lo colocaba en una posición clave en el manejo de la crisis del petróleo. El presidente confiaba, de manera creciente, en los datos que Thorn extraía de sus reuniones informales con los jeques petroleros de Arabia Saudita. Se planeaba un viaje a ese país en las semanas venideras, y Thorn iría solo, ya que los árabes consideraban como un signo de debilidad en un hombre la presencia de una mujer en su equipo.
—No lo entiendo —dijo Katherine cuando Thorn se lo comentó.
—Es algo cultural —replicó Thorn—. Voy a su país y debo respetar sus ideas.
—¿No deben ellos respetarte a ti, a su vez?
—Por supuesto que lo hacen.
—Bueno, ¡yo soy algo cultural también!
—Katherine...
—He visto a esos jeques. He visto las mujeres que ellos compran. Dondequiera que ellos vayan, los siguen las prostitutas. ¿Es eso también lo que quieren que tú hagas?
—Francamente, no lo sé.
Estaban en el dormitorio y era tarde. No parecía, pues, el momento para iniciar una discusión.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Katherine, tranquilamente.
—Es un viaje importante, Kathy.
—De modo que si ellos desean que te acuestes con una puta...
—Si desean que me acueste con uno de sus eunucos, me acostaré con él. ¿Sabes tú lo que está en juego?
Hubo un silencio. Lentamente, Katherine dijo:
—¿Cuál es la parte que me corresponde en esto?
—La tuya —respondió él—. Lo que tú haces es igualmente importante.
—No trates de halagarme.
—Estoy tratando de hacerte entender...
—Que puedes salvar el mundo haciendo lo que ellos te digan.
—Ésa es una manera de expresarlo.
Ella lo miró como nunca lo había hecho, con dureza, con odio. Él se sintió disminuido por su mirada.
—Supongo que todos somos prostitutos, Robert —dijo Katherine—. Tú eres el de ellos y yo soy la tuya. De modo que vayamos a la cama.
Thorn pasó un largo rato en el baño, esperando que Katherine se hubiera ya dormido para cuando él saliera. Pero no fue así, ella estaba despierta y esperando y él sintió el aroma del perfume en el aire. Se sentó en la cama y le dirigió una larga mirada. Ella le devolvió una sonrisa.
—Lo siento —dijo Katherine—. Puedo comprender.
Tomó el rostro de él, entre sus manos, y lo atrajo hacia sí, apretándolo en un abrazo. Su aliento se tornó denso y él empezó a hacerle el amor, aunque ella quedó inmóvil debajo de él.
—Hazlo —insistió Katherine—. Hazlo conmigo, no te vayas.
E hicieron el amor como nunca lo habían hecho antes. Katherine se negó a abandonar su inmovilidad, pero no quiso liberarlo, urgiéndolo a terminar el acto, sólo con la voz. Cuando hubo terminado, ella aflojó sus brazos y él se apartó, mirándola herido, sin comprender.
—Ve a salvar el mundo ahora —murmuró ella—. Ve y haz lo que te digan.
Thorn no durmió esa noche, sino que se quedó sentado junto al balcón del dormitorio, mirando la noche iluminada por la luna. Desde allí podía ver el bosque, que parecía inmóvil como una uniforme entidad adormecida.
Pero no estaba dormido, porque Thorn sintió como si alguien le estuviera devolviendo la mirada. Los Thorn tenían un par de binoculares en la terraza, para observar a los pájaros. Thorn salió a buscarlos y se los llevó a los ojos. Al principio, todo lo que pudo ver fue la oscuridad. Luego divisó los ojos que le devolvían la mirada. Dos oscuras brasas encendidas que reflejaban la luz de la luna, juntas, amarillas, lijas en la casa. Lo hicieron estremecer y apartó los binoculares, retrocediendo. Se quedó allí, helado por un momento. Entonces se puso en movimiento. Bajó silenciosamente por la larga escalera, con los pies descalzos, hasta la puerta de entrada y salió al exterior. Todo estaba en calma, incluso el canto de los grillos se había acallado. Entonces volvió a caminar, como si fuera atraído hacia el comienzo del bosque, donde se detuvo a observar. No había nada. Ni un solo sonido. Las dos brasas encendidas habían desaparecido. Mientras volvía, sus pies descalzos pisaron algo blando y húmedo. Thorn sofocó su respiración y se hizo a un lado. Era un conejo muerto, aún tibio; su sangre formaba una mancha en el lugar en que debió haber estado la cabeza.
A la mañana siguiente, se levantó temprano y preguntó a Horton si seguía poniendo trampas para los conejos. Horton replicó que no y Thorn lo llevó hacia el lugar donde estaba el conejo muerto. Estaba lleno de moscas que zumbaban ahora y Horton las espantó mientras se arrodillaba para examinar el cuerpo.
—¿Qué piensa usted? —le preguntó Thorn—. ¿Tenemos aquí algún animal de presa?
—No podría decirlo, señor, pero lo dudo.
Horton levantó el cuerpo endurecido, señalándolo con disgusto.
—La cabeza es lo que dejan, no lo que se llevan. Sea el que fuere el animal que mató a este conejo, lo hizo para divertirse.
Thorn le dio instrucciones para que se ocupara de hacer desaparecer el cuerpo, sin comentar el asunto con la gente de la casa. Mientras se alejaban, Horton se detuvo para hablar.
—No me gusta mucho ese bosque, señor. Y no me gusta que la señora Baylock lleve allí a su hijo.
—Dígale que no lo, haga —replicó Thorn—. Hay mucho espacio para jugar aquí en el prado.
Esa tarde, Horton hizo lo que se le ordenó y ello le aportó a Thorn la primera indicación de que algo andaba mal en la casa. La señora Baylock fue esa noche a la sala, para verlo y expresarle su irritación por el hecho de que se le dieran órdenes por mediación de otro miembro del personal.