—De acuerdo. ¿Y el móvil? —Archibugi cambió de tema; en cualquier caso, sabía perfectamente que la pitillera de plata había acabado en manos de Tremolaterra y que con toda probabilidad ya se habría perdido para siempre—. De lo que he leído en los periódicos no he entendido bien el móvil…
—¡El móvil! Hay más de un móvil. Por ejemplo, el móvil de Pio Frezza, un pobre loco exaltado, es quitar de en medio a un peligroso reaccionario, difamador de su amado General, enemigo de la Patria Unida, contrario al proyecto de los muros de contención del Tíber tan apoyado por Garibaldi; según se dice, incluso podía estar haciendo un doble juego a favor de los austríacos.
»Es Luciani el que instiga a Frezza, durante sus encuentros en casa de Garibaldi, que por cierto vive justo debajo de la redacción de
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. En aquellos encuentros entre exaltados, Frezza se siente henchido de ardor garibaldino y siente desprecio por los enemigos, y se convence, o es hábilmente convencido, de que Sonzogno debe ser eliminado. Y para reforzar su decisión, Luciani además le larga cinco mil liras.
—Pero ¿Garibaldi…? —preguntó Archibugi, perplejo.
—Pero ¿qué quieres que sepa Garibaldi de lo que se tramaba en su casa? Sólo lo han utilizado, una vez más. Olvídate de Garibaldi.
»Frezza cumple con su misión. Mata a Sonzogno, y lo hace con rabia, con una violencia inaudita. Habrías tenido que ver en qué estado se lo encontraron. Sólo que Luciani y sus compadres no imaginan que un exaltado como aquél, una vez arrestado, pudiera reivindicar la acción, que él ve casi como heroica y no como un terrible homicidio.
—Pero, entonces, ¿Luciani y los otros? ¿Qué móvil tenían?
—En primer lugar, la venganza. Al fin y al cabo, fue el propio Sonzogno quien lanzó una violenta campaña de prensa contra los chanchullos de Luciani y Armati.
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era un arma letal, en manos de un hombre sin escrúpulos como Sonzogno. Sabes los duelos que ha tenido que afrontar el tal Raffaele, ¿no?
»Durante un tiempo Sonzogno y Luciani habían sido uña y carne: los dos marrulleros, los dos de la misma pasta. Después, Luciani se convierte en el amante de la mujer de Sonzogno. Los dos huyen y el escándalo es enorme; Sonzogno paga por duplicado: primero con los cuernos, y luego porque su imagen de cornudo se convierte en blanco de mordaces befas, y de mofarse de otros pasa a ser él el objeto de la mofa. ¿Te das cuenta, Corrado? ¡Una posición dificilísima!
»Luciani, que era el mejor amigo de Sonzogno, se convierte en un cerrar de ojos en su peor enemigo. El problema es que tampoco Luciani es un santo; y Sonzogno empieza a meterse con él a través de su periódico. Primero el asunto de los fraudes, luego los tejemanejes de Luciani y la corrupción, que usaba como arma para la lucha política, pero ¿con qué dinero?
—Eso, ¿con qué dinero?
—¿Y qué sé yo? El proceso es por homicidio, no por corrupción o encubrimiento. Vamos, que el motivo principal parece ser la venganza y…
—El silencio de Sonzogno.
—… y el silencio de Sonzogno, exacto. Existe otro móvil, no de menor importancia. El periódico. Porque ¿quién se convierte en propietario de
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una vez muerto Sonzogno? La esposa.
—¿La esposa?
—¡Pues claro! —resopló el confidente—. Será un putón, pero sigue siendo su esposa. Eso sí, de rebote, se entiende. Porque quien hereda es el hijo, eso está claro, sólo que el pobrecito es menor, así que la madre es su tutora. Y si la madre se convierte en tutora, Luciani, que se beneficia a la madre, ¿en qué se convierte entonces? Vamos, que de una pedrada —es decir Frezza, que la pedrada parece haberla recibido él, en la cabeza— matan dos pájaros: se quitan de en medio a Sonzogno y se quedan con
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…
Pero Archibugi ya no seguía al confidente. Pensaba en el dinero que Luciani usaba para sus tejemanejes, e intentaba relacionarlo con lo que le habían dicho en el banco una hora antes. Y todo encajaba.
—Sólo una cosa más —le interrumpió, de pronto—, una cosa delicada.
El confidente se le acercó un paso. Corrado se aclaró la voz. A su alrededor, la multitud se condensaba frente a los diferentes juzgados, ajena a ellos.
—No sé cómo decírtelo, pero querría saber… Piensa en este caso, en el proceso, en los imputados, incluso en los abogados o el juez…, en todas las partes implicadas, vamos, y reflexiona: ¿te parece que haya habido alguna presencia extraña, algún personaje…?
—Corrado, ¿qué quieres decir con eso de una presencia extraña? Ah, no me digas más: ya lo entiendo.
Corrado observó a su confidente, que se quedó pensando, intentando recordar. Después le vio sacudir la cabeza.
—No, me parece que no. Por otra parte, a mí me es difícil saber esas cosas. Este caso, además, ha suscitado un gran interés, y es un asunto más bien delicado, así que a veces sucede que personas no relacionadas directamente con la investigación vengan a informarse de datos específicos… Pero ninguna presencia extraña.
—¿En quién estás pensando?
—En personas que tienen todo el derecho de pedir detalles, informes… Todo el derecho, entiéndeme bien, Corrado, en el ámbito de sus competencias, especialmente cuando muere el director de un periódico y hay por en medio un ex diputado y un ex oficial de la Policía municipal, un general nada menos…
—¡Sí, sí, ya lo he entendido! Pero dime de quién hablas.
—El caso Sonzogno, querido Corrado, es delicado. El hecho de que lo sigan en primera persona destacadas personalidades es normal, no es indicio de nada. —Archibugi alzó la mirada al cielo, en señal de impaciencia—. Y a lo mejor en el caso Sonzogno no todo ha quedado completamente claro, ¿no? Si no, no me habrías preguntado por la pitillera de plata ni por la procedencia del dinero que Luciani usaba para la corrupción… o por «presencias extrañas» que hubieran podido mostrar interés por el asunto.
—¡Ahora no te pongas a hacerte el listillo, venga! Te lo contaré todo en cuanto pueda. Dime a quién te refieres; tengo los minutos contados.
* * *
Y una vez más, en cuanto se pronuncia su nombre en voz baja, Ubiquique Suum repite el milagro de encontrarse simultáneamente en dos lugares: en este caso, en el claustro del tribunal del Oratorio y en su despacho del Palazzo Braschi, donde recibe la mala noticia de que el superintendente Panicacci está en la cama, resfriado, mientras analiza cómo hacerse con la mayor información posible sobre el descubrimiento del cadáver de Guido Tremolaterra, ahora que, dado lo delicado del caso, puede ocuparse de él personalmente sin que pueda considerársele una presencia extraña.
* * *
—Inspector Archibugi.
Corrado se dio media vuelta y se encontró frente a las rojas mejillas del juez Primicerio, cuyos ojos poco expresivos —y por tanto poco de fiar— pasaron de Corrado a su interlocutor. Después el juez hizo un gesto con la cabeza y con un simple «Abogado…» saludó y despidió al mismo tiempo al confidente, que se alejó por las escaleras del tribunal, aún impresionado por la frialdad que había observado entre los dos.
—Estoy siguiendo personalmente el interrogatorio de los tres vagabundos —dijo Primicerio—. Se encuentran en mi despacho, evidentemente bajo vigilancia. Había salido a tomar un café. ¿Quiere subir conmigo? Creo que no estamos lejos de obtener su confesión completa.
—No, señor juez, se lo agradezco.
Primicerio frunció el ceño y su mirada de desconfianza se agudizó:
—Usted se ha mostrado desinteresado con respecto a esos tres bergantes desde el principio, inspector.
—Al contrario. Me he mostrado interesado en su justa medida.
—¿De verdad? Así pues, ¿soy yo el que no los he valorado en su justa medida?
Archibugi sonrió, mientras apagaba el puro frotándolo contra un pilar del patio, con todos los sentidos alerta. A su alrededor se oían pasos y voces de abogados, jueces, acusados y
carabinieri
que revoloteaban a su alrededor.
—No lo creo en absoluto, señor juez. Es más, usted procede de un modo muy ordenado: precisamente, si dedica su tiempo a los tres desgraciados que han hallado a Tremolaterra y que sin duda habrán cometido al menos un delito, el robo de sus efectos personales…
—«Hallado», pero no «asesinado». ¿Es eso lo que piensa? ¿Y por qué todo ese asunto de la pitillera?
—Es una historia más bien complicada. Tengo intención de volver a mi despacho, más tarde, y redactar un informe que le enviaré hoy mismo… Un informe en el que expondré mi teoría sobre la desaparición de Tremolaterra.
—Puede decírmelo en persona ahora mismo.
—Sí, claro, pero mi teoría se basa en algunas hipótesis algo delicadas, por decirlo así. Exponiéndola por escrito podré ser más preciso, claro y exhaustivo… Así no correré el riesgo de equivocarme, de decir algo fuera de lugar, vamos —concluyó, y se excusó con una sonrisa ingenua—. Espero que me comprenda, señor juez.
—¡No me diga que tiene miedo de quedar como un tonto, inspector! —rebatió Primicerio, con tono jocoso—. ¿Qué teoría es ésa, si teme hacer un mal papel al contarla?
Archibugi guardó el puro, ya apagado, en su portacigarros de piel, y se apoyó en el bastón, en ademán de despedida.
—Una de esas teorías en las que se mezcla lo sagrado y lo profano. Y ahora, si me permite…
—Espere. ¿Qué hacía usted hoy por aquí? ¡Inspector…!
Pero Archibugi ya se había alejado, y clavaba el bastón en el suelo a cada paso; al cabo de un momento, se encontró en la calle, en la Piazza della Chiesa Nuova.
En la calesa que le llevó de vuelta al Palazzo Braschi empezó a darle vueltas al informe reservado que tendría que escribir para el juez Rolando Primicerio; no podía hacer otra cosa.
La corriente de aire que se levanta siempre cuando se dejan abiertas las «puertas de atrás» ya se encargaría de soplarle en las narices el contenido de su informe a quien correspondiera…
El pequeño fotógrafo llevaba las solapas abiertas como las alas de una mariposa y la corbata torcida; tenía el rostro sudado, una mejilla violácea y no paraba de tragar saliva. Ya no estaba al nivel de la tienda: porque la tienda era elegante. Un silloncito, un pequeño sofá, una mesita de fumador, papel de empapelar de color vainilla con un estampado de inspiración pompeyana, diplomas y nombramientos en las paredes.
Desde luego, Quadraccia nunca habría pensado en buscar allí el rastro de la mendiga: aquel lugar era demasiado refinado. Y sin embargo, por lo que le había dicho la dependienta de Ars Photographica, allí conocían a la mujer. Una mendiga como Lorenza que entraba en una tienda así… era un misterio aún más oscuro que el de su muerte. ¡Y aquel enano retrasado jugaba a las adivinanzas, hablaba de reserva, de lo refinado de su clientela y de tonterías por el estilo!
La dependienta, amiga de la de Ars Photographica, se había hecho a un lado, y quizás hubiera adivinado la fuente de información del policía violento y tosco que había entrado en la tienda como una bala de cañón, porque seguía el interrogatorio con los ojos como platos, como si se temiera que su nombre apareciera en cualquier momento (en cuyo caso estaba claro que quedaría despedida).
Por otra parte, Onorato Quadraccia no había dicho nada que hiciera suponer que ya supiera algo. Sólo había hecho unas cuantas preguntas directas al dueño, y éste había respondido con las consabidas respuestas que ya se sabía de memoria. Entonces, en un decidido cambio de estrategia, le había propinado un bofetón que había mandado al hombrecillo contra la pared que tenía detrás. Dos o tres retratos habían caído al suelo y se habían roto en pedazos.
Al sonar el golpetazo contra la pared, una cabeza había asomado desde el interior del estudio, también en este caso situado tras una cortina —mucho más elegante y fina que la otra, por la que habían aparecido los recién casados—; e inmediatamente había vuelto a desaparecer.
—Repito la pregunta.
Quadraccia rodeó el mostrador tras el que se había atrincherado el hombrecillo, triturando con las suelas de los zapatos los fragmentos de vidrio de los marcos rotos, lo cogió por el chaleco y lo levantó a pulso, mientras él farfullaba alguna queja y ponía las manos por delante a modo de defensa.
—Te lo repito una vez más, luego te arranco los bigotes pelo a pelo, ¿me has entendido?
El fotógrafo asintió y se llevó una mano temblorosa al espeso bigote.
—Esa vieja, ¿venía o no a revelar fotografías cada miércoles?
—No, señor inspector —lloriqueó el hombrecillo. Luego vio la mirada pétrea de Quadraccia y se apresuró a añadir—: No, es decir, sí. Quiero decir…
—¿Sí o no, imbécil?
—¡Sí, venía, pero no cada miércoles! Dios Santo, si me deja hablar…
—Pues habla, ¿quién te lo impide?
—Pues venía los miércoles, sí, a buscar las fotografías, pero no todos los miércoles. ¿Entiende? Las retiraba el miércoles, y venía a encargármelas un par de días antes.
—Pero se las llevaba siempre en miércoles.
—Sí. Perdone… ¿Qué…, qué desea?
Había entrado un cliente. El inspector, que tenía los ojos clavados en los del huidizo fotógrafo, no había oído siquiera la campanilla. En cuanto se giró con una mirada rabiosa hacia la puerta, el hombre masculló una excusa, se tocó el ala del sombrero con la mano, dio marcha atrás y desapareció a paso ligero, mientras la puerta se cerraba de nuevo, lenta como un bostezo.
Quadraccia le ordenó a la dependienta que cerrara con llave y volvió a ocuparse del dueño. Tenía la expresión de quien ya ha perdido la paciencia y no tiene ningún interés en recuperarla.
—Decíamos que la vieja retiraba siempre las fotografías los miércoles —prosiguió, pensando ya en aquello de que las encargara dos días antes.
El Pulga no había hablado de otros días, salvo del miércoles. Podía ser que no se hubiera dado cuenta, sí, pero le daba la impresión de que algo no cuadraba: ¿Lorenza se iba hasta allí dos veces por semana?
—Sí, los miércoles.
—¿Y encargaba las fotos un par de días antes?
El fotógrafo asintió.
—¿Y te traía los negativos?
Silencio.
Quadraccia se lanzó hacia el fotógrafo y le hizo sentar en un silloncito de un empujón. Después se acercó a paso de carga al dueño, que estaba hecho un ovillo.
—¿Te traía los negativos? —repitió, apuntándole con el dedo.
—Eh, no. No, señor inspector. Los negativos los guardaba yo. Por favor, no me haga daño. ¡Se lo ruego!