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Authors: Massimo Pietroselli

Tags: #Policiaco

La puerta de las tinieblas (36 page)

BOOK: La puerta de las tinieblas
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—Tú también estás preocupado, Oreste —dijo Cleofe—. Cuando has llegado a casa, tenías una cara bien larga.

—¿Corre peligro, papá?

—Pero, bueno, ¿qué se os ha metido en la cabeza, a vosotras dos? ¿Qué peligro queréis que corra? ¡Corrado está en el Palazzo Braschi, en comisaría, no en la trinchera donde le dispararon, de pie y pintado de amarillo!

—Era Custoza —precisó Lucrezia, con una punta de orgullo en su voz.

—En Custoza, entonces, donde le dispararon como a un tordo —precisó a su vez Scialoja, pero al ver que su hija se disponía a pasar al ataque enseguida precisó—: Lucre, no te preocupes, de verdad: es una mala época, un asunto feo, pero esta noche acabará. Y Corrado me ha dicho que mañana por la mañana vendrá temprano, para ir a misa todos juntos. ¡Y ahora hazme el favor, cómete la sopa en vez de remojar la cuchara!

Durante el resto de la cena, Scialoja comió sintiendo los ojos de su esposa clavados en él. Aquella mujer tenía que haber sido policía.

* * *

En la pizarra junto a la entrada de Pepp'er Tosto, Archibugi había leído: «Hoy el cocinero recomienda: pasta a la albahaca y callos». No era para él. Achicoria salteada (como siempre, con demasiado ajo y guindilla, pero qué le iba a hacer) y un trozo de queso. Y agua.

—¿Agua? —repitió el propio Peppe en persona, un hombretón que de joven enderezaba las herraduras con las manos.

—Me espera una noche de espanto —se justificó Corrado.

Porque no había aparecido nadie. Y sin embargo, aún había actividad en el edificio, con trámites ministeriales, comunicación de disposiciones, labores de archivo, y algunas ventanas estaban iluminadas.

Él estaba allí. Y quizá le estuviera vigilando, de algún modo.

Se preguntaba por qué Corrado le había escrito aquel informe al juez precisamente un sábado por la tarde.

Se preguntaba si el inspector Archibugi sabía leer entre líneas mejor que el superintendente Panicacci.

Se preguntaba si Corrado estaría esperándolo.

De pronto, a Corrado le entraron las prisas. Sí, estaba seguro: no era el único que estaba ansioso en aquellas circunstancias. ¡Quizás estuviera a punto de llegar el momento, y él se había ido a cenar!

—¡Peppe, la cuenta, por favor! —ordenó, desde un extremo al otro del local, que estaba invadido por el humo y por las risas, y se lanzó corriendo a la calle, oscura y húmeda.

Una fina niebla difuminaba la luz de los faroles y los perfiles del Palazzo Braschi, un bloque de antiguas piedras que había presenciado siglos de intrigas. El portal oscuro, flanqueado por dos agentes de guardia, lo engulló con un par de sonoros taconazos.

Capítulo 11

El pasillo estaba desierto. En el suelo, bajo los apliques de las paredes, había cálidas gotas de luz dorada. La mesa del agente de guardia estaba desierta: a aquella hora de un sábado, sólo quedaban los guardias de la entrada y los de la segunda planta, en el ala de la presidencia; y gente en la primera planta, en el ala de las oficinas.

Archibugi había subido las escaleras a la carrera y tuvo que apoyarse en la baranda, jadeante y con la pierna dolorida. Le pareció oír un ruido, unos pasos que subían lentamente las escaleras. Alguien se le había adelantado unos minutos. Pensaba que lo alcanzaría, pero no lo consiguió.

¿Dónde estaría ahora? Se oía el suave crepitar del aceite de las lámparas, casi como un susurro.

Se dirigió hacia el despacho. No lo había cerrado con llave: lo único que había de interesante era el contenido de la pitillera falsa que le pesaba en el bolsillo de la chaqueta, y algunas otras cositas que había en el cajón, bajo llave. Se sintió satisfecho de no haber cerrado el despacho con llave: si no, él habría podido pensar que Corrado se había ido a casa.

En cualquier caso, había cerrado la puerta. Y ahora estaba sólo entrecerrada.

Tras un momento de incertidumbre en el que percibió claramente que el corazón se le paraba por un segundo, la abrió del todo.

—Buenas noches —dijo.

¿Había conseguido eliminar del todo el tono de sorpresa de su voz? No quería dar a entender que esperaba una visita. Tenía que parecer que había mandado el informe a Primicerio de buena fe, sin sospechar que el juez se mostraría particularmente receptivo a los susurros del hombre que ahora estaba allí, de pie, contra la ventana, elegantemente vestido con su traje negro, expresión tranquila (un punto a su favor), el cabello bien peinado y el perfil delicado. Corrado le encontró un parecido al retrato de César Borgia pintado por Altobello Melone.

El hombre asintió levemente con la cabeza.

Archibugi se dirigió al escritorio y se sentó, evitando darle la mano a su invitado.

—Buenas noches —dijo Tinebra con su tono de voz bajo. Se sentó frente al inspector—. Me parece que ya sabe quién soy.

No lo había dicho con soberbia, sino sólo para informar a Corrado de que él sabía que el informe no lo había escrito para el juez.

—Sí.
Cavaliere
Francesco Saverio Tinebra. —Corrado se encendió un puro. La presentación de Tinebra dejaba el terreno libre de hipocresías, así que añadió—: Me he enterado de que ha presentado alguna queja.

—A decir verdad, hablar de quejas me parece excesivo. Digamos que he reconocido el olor de su puro donde no tendría que haber estado.

—Fue un error. No volverá a suceder.

Un gesto de asentimiento recíproco con la cabeza selló el pacto. Le siguió un breve silencio, en el que los dos hombres se estudiaron sin pudor alguno.

—Me he estado preguntando un buen rato —prosiguió por fin Tinebra— si debía venir a verle, cuándo, y cómo comportarme. ¡Al final me he decidido un poco tarde!

—Es la mejor hora: toda la planta está desierta, no está ni siquiera el agente del pasillo. De haberlo pensado mejor, habría podido salir después de comer y volver directamente a esta hora.

Los finos labios de Tinebra se curvaron trazando una sonrisa.

—Admito que estar aquí es, automáticamente, el reconocimiento de cierta
liaison

—Sí, de cierto vínculo o
trattino
—dijo Corrado, que no resistió la tentación de hacer referencia a uno de los sobrenombres del
cavaliere
.

—… con alguien en los tribunales —concluyó Tinebra, con un suspiro. Alzó sólo levemente la voz—. Por otra parte, a menudo las cosas no son como parecen. A decir verdad, estoy convencido de que usted se ha hecho una idea imprecisa de toda esta historia. Muy imprecisa.

Corrado aguantó la mirada al
cavaliere
sin mostrar la sensación que le habían causado aquellas palabras, la de que Tinebra pudiera tener razón, o que por lo menos confiaba en poder llegar a convencerlo.

—Le propongo un pacto —dijo Tinebra.

—Que sería…

—Una explicación sincera. A cambio de algo que usted posee.

Archibugi se sacó del bolsillo la pitillera y la dejó sobre la mesa, y la cubrió con la mano. Los ojos de Tinebra se posaron levemente sobre el objeto y volvieron a fijarse en los de Corrado.

—¿Están ahí dentro? —preguntó.

Archibugi asintió.

—Siempre han estado en la pitillera de Sonzogno. Usted lo sabe bien.

Tinebra dijo algo que Corrado no consiguió entender. Después se echó adelante y añadió:

—Tenemos que hablar, inspector.

—Aquí me tiene.

—Permítame al menos que escoja el terreno. Debo estar seguro de que lo que diremos será confidencial y, por experiencia, sé que las paredes del ministerio son muy finas.

—¿Podré fumar?

Tinebra sonrió y se puso en pie.

* * *

Corrado había cogido por sorpresa a Tinebra, saludándolo sin ninguna emoción, haciéndole comprender que le esperaba y que su juego estaba a la vista.

Ahora, un candelabro encendido sobre la salita de paredes acolchadas constituyó la pequeña revancha del
cavaliere
. Y las velas eran nuevas, apenas estaban manchadas por las primeras lágrimas de cera: Tinebra debía de haberlas encendido poco antes de subir, convencido de que acabarían allí.

El
cavaliere
cerró la puerta con llave. Corrado se sentó y siguió fumando su puro, pensando en el interrogatorio de Petrocchi con Quadraccia en aquella misma sala. A la luz de las velas, el aislante de la pared junto a la mesa había adquirido un color de brasa encendida; en el resto de la estancia reinaba una oscuridad violácea. Tinebra se sentó frente a él.

«Aquí estamos, en lo más profundo del ministerio, pero aislados de todo», pensó Corrado.

—Bueno, querido inspector… Confieso que me he llevado una sorpresa leyendo su informe.

—Que era reservado y personal.

—Será mejor eliminar enseguida esa duda. El juez instructor Rolando Primicerio es del todo ajeno al asunto. Es un hombre integérrimo, créame.

—También el juez Tosetti.

—Por supuesto, por supuesto. Pero yo conozco personalmente a Primicerio, y a menudo me habla de asuntos reservados. Ese es el único motivo del asunto que, imagino, le habrá dado qué pensar. No podía actuar en primera persona, de forma directa, aunque tendría derecho a hacerlo, dada mi posición con relación a Su Excelencia el señor ministro. Habría sido aún más evidente.

—Pero sí ha presentado sus protestas a mi superior.

—Tenía que moverme en varios frentes. Esperaba dejar claro, sin necesidad de ser demasiado explícito, que el asunto Tremolaterra tenía consecuencias muy delicadas, que no permitían una gestión rutinaria por parte de las fuerzas de Seguridad Pública. El riesgo de que trascendiera alguna información reservada… —la mirada de Tinebra se posó en la pitillera que Archibugi había vuelto a poner sobre la mesa— era elevado.

—Habría tenido que ser más explícito.

—Sí, me he dado cuenta de ello al hablar con el superintendente. Pero al final ha funcionado. Aquí estamos, ¿no? Estoy contento de que haya sido usted quien se ocupara del caso: ha tenido mucha vista, realmente.

—No podía hacer otra cosa: conozco una parte de la historia; necesito saber el resto.

Tinebra abrió los brazos con las palmas de las manos hacia abajo, como los prestidigitadores tras un truco bien elaborado.

—Una explicación sincera, a cambio de lo que usted posee —repitió.

—Una explicación sincera no me basta. Soy policía, ¿comprende?, no filósofo.

Tinebra entrecerró los ojos. La vieja silla crujió, como si hubiera detectado, con su sensibilidad secular, el espasmo nervioso de un músculo del
cavaliere
. Después se relajó. Archibugi observó que, en la sala insonorizada, Tinebra hablaba con un tono ligeramente más alto.

—Inspector Archibugi, permítame una cita: hasta ahora usted ha sido un león, atacando a su presa y sacándola de su madriguera. Pero debería ser un poco más zorro…


El príncipe
, de Maquiavelo. El príncipe sagaz debe ser tanto león como zorro, porque el león no sabe reconocer las trampas, los «lazos», mientras que el zorro no sabe defenderse de los lobos. ¿Es una amenaza?

—Amenazar es de tontos. Las cosas, o se hacen o no se hacen: desde luego, no se avisan. A decir verdad, es un consejo.

—Gracias. Pensaba que prefería el cardenal Mazzarino a Maquiavelo: «Simula y disimula».

—¿Me cree un simulador?

—¿Por qué no acabamos con los juegos de palabras y empieza con la explicación sincera? Así saldremos de dudas —propuso Corrado.

Después se preguntó si el pequeño espasmo nervioso habría sido provocado o no.

—Sí. Pero ¿puedo ver primero el contenido de la pitillera? A decir verdad, no querría estar perdiendo el tiempo. Quién sabe, a fin de cuentas podría ser también un poco zorro, y ahí dentro podría no estar lo que creo.

Por toda respuesta, Corrado cogió la pitillera de la mesa, la sopesó por un momento entre las manos, presionó la lengüeta y un sonido metálico indicó su apertura.

Archibugi miró entonces a Tinebra, y llegó a tiempo de ver la ansiedad en sus ojos, antes de que el
cavaliere
consiguiera ocultarla de nuevo tras su máscara de impasibilidad.

—¿Sabe qué es lo que me parece raro? —dijo entonces, sin abrir más la pitillera.

—¿Qué?

—Que no me haya preguntado siquiera si esta pitillera era de Raffaele Sonzogno.

Tinebra no replicó; se limitó a hacer un leve gesto con la cabeza, para solicitar que acabara de abrirla.

Corrado extrajo de la pitillera dos billetes, plegados en cuatro: los desplegó lentamente, cogió uno en la mano derecha y otro en la izquierda y se los mostró a Tinebra de lejos.

Dos simples billetes. Usados, apenas marcados por dos líneas de pliegue, ambos de cien liras, emitidos por la Banca Romana en 1874: abajo, en el centro, el dibujo de la loba amamantando a Rómulo y Remo. A izquierda y derecha del dibujo, la cabeza de la Italia coronada y el escudo de los Saboya. Arriba a la izquierda, el sello rojo.

A finales de 1870, seis bancos tenían autorización para imprimir papel moneda: la Banca Nazionale del Regno d'Italia, la Banca Nazionale Toscana, la Banca Toscana di Credito, el Banco di Napoli, el Banco di Sicilia y la Banca Romana, que antes de la unificación era conocida como Banca dello Stato Pontificio. Posteriormente, una ley de 1874 constituyo el Consorcio Obligatorio de los Centros de Emisión, con lo que se uniformaron los billetes y se determinó el importe máximo de billetes que podía emitirse y la superproducción máxima aceptable con respecto a las reservas en metal o valores. Además, se autorizaba al Ministerio de Industria y de Comercio a controlar e inspeccionar periódicamente las seis entidades.

Y Corrado Archibugi, en aquel momento, tenía en la mano dos billetes de uno de los seis bancos, emitidos con todos sus detalles. Tinebra pasaba la mirada de uno al otro, verificando los detalles, aunque la distancia le impedía efectuar un control meticuloso.

Dos sencillos billetes, alrededor de los cuales se articulaba el lío que había quitado el sueño a Archibugi, y, en ciertos momentos, también a Tinebra.

—No consigo ver los números de serie —dijo por fin el
cavaliere
.

—Los he visto yo. Y he hecho que los verificaran en dos oficinas bancarias.

Tinebra se puso en pie de un salto, perdiendo el control:

—¿Cómo? ¿Ha mostrado los billetes en dos sucursales cualesquiera? ¿Y qué…?

Aquel avance le dio aún más tranquilidad a Corrado, que replicó:

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