—Siéntese,
cavaliere
Tinebra. En cada sucursal he mostrado un único billete. Por eso he ido a dos diferentes.
Tinebra volvió a sentarse.
—Naturalmente. Tendría que haberío pensado —reconoció.
—Dos billetes de banco idénticos, y cuando digo idénticos quiero decir con el mismo número de serie. Lo primero que me he dicho es que uno de los dos debía de ser falso. Y sin embargo, aunque yo no entiendo de falsificaciones, no me lo parecían. Por eso he preferido que los verificaran. Y he tenido la confirmación inmediata: los dos billetes tienen el mismo número de serie; sin embargo, ambos son auténticos. Al principio no me lo creía. ¡Ambos auténticos! No era posible. Después me he dado cuenta de que podía ser perfectamente: si admitía la posibilidad de una trama de corrupción a un nivel muy alto, en la Banca Romana.
Archibugi volvió a doblar ambos billetes, volvió a meterlos en la pitillera, el cierre metálico resonó en el silencio de la sala, y la cajita volvió al bolsillo del inspector. Se oyó el rascar de una cerilla y Corrado volvió a encender el puro, al que dio un par de caladas. Se apoyó contra el respaldo y se quedó mirando a Tinebra, que había seguido aquellos movimientos casi hipnotizado.
Al final, el
cavaliere
sonrió.
—Me alegro de que comprenda el significado que tienen esos dos billetes.
—Desde luego. Guido Tremolaterra los dejó en custodia a un notario; sin embargo, no se fiaba ni siquiera de él: señal de que quien iba tras los billetes era alguien muy poderoso. Así que mezcló estos dos billetes con muchos otros, una buena cantidad, y se los dejó al notario en un sobre cerrado, con instrucciones de entregar el sobre a quien dirigiera la investigación en caso de fallecer de muerte violenta. Si alguien hubiera abierto el sobre, por curiosidad o por accidente, habría encontrado un mensaje, dirigido genéricamente al señor oficial de la Seguridad Pública, en el que se rogaba que usara aquella suma para pagar a eventuales informadores que pudieran aportar pistas sobre los culpables. Muy genérico: no se fiaba, Tremolaterra, y no quería explicar en detalle lo que sabía.
—Yo siempre valoro a la gente que no se fía. Y así, a pesar de todo, Tremolaterra consigue hacernos llegar los dos billetes.
Archibugi fingió no haber oído el «nos».
—Tuvo el acierto incluso de imaginar que se haría un inventario con aquellos billetes y que, sin duda, alguien detectaría los dos billetes idénticos, que, por cierto, eran los dos únicos que presentaban marcas de doblez: otra pista. Por último, también la fecha de entrega del sobre me hizo pensar: 10 de febrero de 1875, inmediatamente después del asesinato de Raffaele Sonzogno. Bueno, ya le he demostrado que no había preparado ninguna trampa y que realmente tengo lo que usted buscaba: ahora, espero su explicación sincera.
—A cambio de los dos billetes.
¡Los dos billetes! Todo aquello por dos billetes algo desgastados que la Banca Romana había emitido con el mismo número de serie. ¿Cuántos otros había en circulación? ¿Para qué servían? ¿En qué bolsillos habían acabado?
Archibugi hizo un anillo de humo. Sentía la presión del estómago en su interior, pero esperaba que no se notara desde fuera. El era un empleado del Ministerio del Interior, y por ende también del
cavaliere
. Estaba caminando sobre una placa de hielo. ¿Qué consecuencias tendría no darle los billetes a Tinebra? ¿El traslado a un pueblecito de Cerdeña? ¿El fin de su carrera? ¿O quizás alguna reacción más sutil? ¿Acaso no habían hecho que un diputado pasara de ser víctima de un atentado a simulador? ¿Y qué sucedería si se los daba? ¿No sufriría igualmente las consecuencias de ser conocedor de un secreto incómodo, aunque no tuviera pruebas de ello?
—¿A cambio de los dos billetes? —repitió Tinebra, ladeando ligeramente la cabeza, como cuando alguien intenta hacer hablar a un loro.
—Dependerá del contenido de la explicación.
—Está bien. Pero ¿cómo ha descubierto la relación de este asunto con el caso Sonzogno? ¿Sólo por la fecha en el sobre? Imposible.
—No la he descubierto en absoluto; la he intuido. Tremolaterra trabajaba en
La Capitale
; Tremolaterra tenía sobre la mesa una pitillera de plata, y la pitillera de plata que Sonzogno llevaba siempre consigo no había aparecido; Tremolaterra se lleva consigo la pitillera, cosa que no había hecho nunca, porque usaba otra; y usted,
cavaliere
Tinebra, se interesa en primera persona en el caso Tremolaterra, y también lo hizo con el caso Sonzogno. ¡Por supuesto, en el ámbito de sus competencias!
»¡Ah, se me olvidaba! Raffaele Sonzogno fue asesinado el 6 de febrero de 1875, sábado de carnaval. Me ha costado un poco entenderlo. Por otra parte, me habría sido imposible, sin haber aclarado primero el
trattino
, la relación Sonzogno-Tremolaterra.
—Admitirá que también ha tenido suerte: si ese inspector colega suyo…
—Terenzio Sabbatini. Sí, el testimonio sobre la pitillera fue fundamental, difícilmente me habrían hablado de ese detalle sus secretarias. Y ahora, ¿qué le parece si completa el cuadro?
—De acuerdo. Además, tengo interés en explicarle mi papel en toda esta historia. Y aclararlo, si es posible.
Francesco Saverio Tinebra se relajó. Se apoyó contra el alto respaldo, unió la punta de los dedos de las manos y empezó su relato, con aquel rostro de César Borgia apenas iluminado por las velas, que ya se habían quedado en dos tercios de su tamaño original.
—Sí, eso ya lo sé. Siga adelante.
Durante la explicación, Archibugi salió varias veces con una frase por el estilo, interrumpiendo a Tinebra, que lucía aquella sonrisa indefinible.
Por ejemplo, cuando Tinebra había empezado a explicar el asunto Sonzogno. Al fin y al cabo, no sólo el
cavaliere
había pasado por el tribunal a informarse.
Sonzogno buscaba vengarse de Luciani, y éste sabía que Sonzogno era muy peligroso. Tenía informadores, espías, conocidos y un periódico en el que poner al descubierto los asuntos de su ex socio.
Sin embargo, lo que Corrado no había podido averiguar en el tribunal es que, cuando Luciani había decidido matar a Sonzogno, estaba al corriente de que el director había detectado una pista muy comprometedora —lo que no sabía que estaba mucho más cerca de caer sobre él de lo que se imaginaba—. Raffaele Sonzogno había descubierto que Luciani tenía pensado hacerse con dinero fácil y seguro, que nunca figuraría en ningún balance o registro bancario, con el que podría gestionar sus negocios, financiar sus batallas políticas personales y sus tramas de corrupción varias.
Con la ayuda de algunos personajes con poder en la Banca Romana, Luciani, ricachón, banquero y diputado (depuesto), había ideado un nuevo sistema que, por otra parte, era viejísimo: imprimir más billetes.
—¿Conoce a esos «personajes con poder»? —preguntó enseguida Archibugi.
—El objetivo de mi participación en este asunto, inspector, es precisamente ése. Quiero conocer a esos personajes, los detalles de su método, y pretendo encontrar las pruebas. Como le he dicho, es una cuestión delicadísima. Pero déjeme continuar…
Hacía un tiempo que la Banca Romana era objeto de un interés discreto por parte del
cavaliere
Tinebra, desde que, precisamente un año antes, Su Majestad Víctor Manuel II había comprado algunas fincas de la periferia a precio de favor a Bernardo Tanlongo, conocido en Roma como «el Bernà». Hacía tiempo que Tanlongo formaba parte de la dirección de la Banca dello Stato Pontificio, que luego sería la Banca Romana.
¿Quién era Tanlongo? ¿Qué hacía? ¿Por qué había cedido sus terrenos y asumido aquella pérdida?
Tinebra se había aprestado a abrir un expediente privado. No había tardado mucho en llamar su atención. El Bernà era el típico liante del sotobosque empresarial romano. Estaba en excelentes relaciones con todo el mundo, con políticos de la izquierda y de la derecha, con la masonería y con el Vaticano. Había sido espía de los franceses durante la República romana y aun así, Cavour se había dirigido a él para informarse sobre la posibilidad de «comprar» Roma en vez de conquistarla. A través de la Banca Romana, prestaba dinero a quien le parecía, y como le parecía.
La Banca Romana tenía una influencia especial sobre el mundo de los negocios romano; era una banca particular, que había ido evolucionando para adaptarse a las exigencias de una élite financiera determinada, la de los mercaderes de campo, ni industriales ni comerciales, sino puros especuladores. Un banco en el que las letras de cambio a nombre de personajes ilustres evolucionaban de forma curiosa: en particular, se renovaban sin límite o, en algunos casos, ni siquiera tenían fecha de vencimiento.
Un circuito de dinero y de favores en cuyo centro estaba el Bernà, el mismo que vendía terrenos al Rey registrando pérdidas.
—¿Me sigue, inspector?
Porque, mientras Tinebra hablaba, Corrado, por un momento, se había visto desde fuera; veía a dos personas hablando de dinero en circulación, de delitos y de chantajes con toda tranquilidad y compostura, como dos médicos pueden debatir sobre una enfermedad, o dos empleados de pompas fúnebres pueden contarse cómo han pasado el domingo, mientras tapan con algodón los orificios de un cadáver.
Aquella imagen le había provocado una sensación de repulsa. Por una fracción de segundo sintió una aguda nostalgia de Lucrezia y del salón de casa de los Scialoja, con sus encajes y sus daguerrotipos en las paredes; vio a Cleofe, que quizá vivía más en el pasado que en el presente, explicándole a su madre la genealogía de la familia, durante su visita a Roma para el compromiso.
Aun así, Corrado no se había perdido ni una palabra de lo que decía Tinebra.
—Le sigo, no se preocupe.
Tinebra no tenía ninguna prueba de que uno de aquellos personajes de relieve de la Banca Romana que habían conspirado con Luciani fuera precisamente Bernardo Tanlongo, pero podía suponerlo. La operación de duplicar papel moneda (porque en realidad no se trataba de falsificaciones) requería unos vínculos de complicidad importantes, y él tenía intención de descubrirlos. Tinebra consideraba que habrían hecho un experimento, cuando los chanchullos de Luciani aún no habían salido a la luz, y quizás hubieran cobrado precisamente con aquel dinero. Los dos billetes que tenía en el bolsillo Corrado procedían de aquel experimento.
—¿Un experimento para comprobar que fuera factible realizar duplicaciones en masa? —preguntó Archibugi.
—Exacto. Duplicaciones en masa, precisamente. Dinero fácil, auténtico y falso al mismo tiempo, un maravilloso juego de prestigio que podría convertir a la Banca Romana en un centro de poder de considerable importancia en un futuro inmediato. Además de crear graves problemas de inflación y de intoxicar el mercado financiero, se entiende.
—O sea, el germen de una enfermedad mortal. ¡La bancarrota del mismísimo Estado italiano!
¡Ahí estaba el secreto que Tremolaterra le había arrancado a Sonzogno y que había dejado en custodia a un notario!
Corrado no hizo la ingenua objeción de los controles por parte de los inspectores de Agricultura y Comercio, que habrían tenido que poder evitar delitos como aquéllos; si los cómplices en el seno de la Banca Romana eran realmente tan prestigiosos, habrían podido engañar o corromper a los inspectores sin problemas.
—Una enfermedad mortal, ha dicho bien. Crédito fácil para los especuladores urbanísticos que presionan para construir la Tercera Roma, acciones en ascenso, la buena vida, riqueza para todos…, hasta la primera contracción seria del mercado. Hasta el despertar tras la borrachera. ¿Se imagina la catástrofe?
Archibugi no podía imaginársela, más que a grandes rasgos. Sin embargo, la viviría.
Efectivamente, en 1893 estalló el escándalo de la Banca Romana, tras una primera investigación que acabó encallada unos años antes y varios episodios incómodos en las cámaras parlamentarias. El cajero jefe del banco se suicidaría, el presidente del Congreso, Giovanni Giolitti, presentaría la dimisión, varios diputados serían acusados de haberse embolsado «caramelos» y las ventanillas del banco ya en bancarrota se verían tomadas al asalto por los ahorradores. Y Bernardo Tanlongo, convertido mientras tanto en gobernador y dueño absoluto de la Banca Romana, además de senador del Reino de Italia, sería arrestado, procesado… y absuelto.
En el cementerio del Verano, sobre su tumba, dice su epitafio: «Fue un caballero».
—¿Has visto? —le diría entonces Corrado a su esposa, sentado en su sillón, con el periódico en la mano—. Cuarenta millones en billetes emitidos por duplicado. Cuarenta millones. ¡Y yo vi las primeras cien liras de esa montaña de papel mojado!
Lucrezia levantaría la vista de la calceta:
—¿De verdad? ¿Cuándo?
—¿Cuándo? Pero ¿no te acuerdas, en el 75, cuando tenía aquel asunto entre manos y no venía a verte, cuando tanto te enfadaste? ¿Te acuerdas cuando te dije que había encontrado una puerta que daba directamente a las tinieblas? Pues aquí tienes las tinieblas.
Las tinieblas. Las de los clientes que se aglomeraban frente a las ventanillas para liquidar sus cuentas antes de la bancarrota; las de los políticos obligados a dimitir; las de los empresarios en la miseria; e incluso las de los jueces, que en aquellos tiempos oscuros afirmaron que se les habían sustraído importantes documentos en los que figuraban personalidades destacadas. Las absoluciones fueron el alba para algunos; para muchos siguieron las tinieblas.
Todo aquello lo vería Archibugi. Y recordaría a un hombre que se parecía a César Borgia, que en aquel momento se echaba atrás un mechón de largos cabellos rubios con un gesto femenino, en una salita de paredes acolchadas, en el corazón del ministerio.
* * *
—Habrá leído mi tesis, en el informe al juez Primicerio: Tremolaterra robó a Sonzogno la pitillera y los billetes. Pero ¿cómo lo hizo? —preguntó Corrado.
—Sonzogno se enteró del experimento y consiguió una muestra, los dos billetes con el mismo número de serie: la prueba perfecta. Cómo lo hizo, aún no lo sabemos. Los guardaba en la pitillera en cuestión, y ni él mismo sabía qué hacer con ellos. El asunto era demasiado gordo. ¿Cómo sacarle partido? ¿Hasta qué punto?
La niebla cubría aquel episodio, y Tinebra podía disiparla sólo en parte. Tremolaterra, que trabajaba para
La Capitale
cuando aún alimentaba sus sueños de gloria literaria, era íntimo de Luciani y Sonzogno. Quizá fuera informado del secreto del director: en ese caso, se guardó mucho de revelárselo a Luciani. Del mismo modo que, al frecuentar el ambiente de los garibaldinos junto a Frezza, se enteró del complot: pero también se guardó de advertir a Sonzogno.