—Señor Barrington, dejemos de lado los epitafios. Usted estaba aquí, cuando vio a su primo, Roger Devine. Aquí, frente a la tumba de John Keats, donde ahora estamos nosotros. Levantó la vista y…
Barrington abre los ojos como platos, como si de nuevo se encontrara frente al fantasma del primo muerto.
—Lo vi.
La nubecilla que crea el aliento al condensarse en el aire pone punto final a aquella frase seca y susurrada.
—¿Lo vio…? ¿Dónde? ¿Dónde lo vio?
Barrington mira a su alrededor, turbado.
—Déjeme pensar…
—¿Cómo iba vestido? ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué le ha dicho?
Barrington sacude la cabeza.
—Un momento…, calle un momento, por favor. Me confunde con todas esas preguntas. Sí…, estaba allí. Ahí, casi bajo el muro… ¿Lo ve?
Archibugi hace una mueca. Cada vez está más convencido de que aquella visita es una pérdida de tiempo, una caza al fantasma, mientras hay un asesino real y del que aún no sabe prácticamente nada. No obstante, se acerca a paso lento hacia el punto indicado por Barrington. El viejo muro presenta manchas de musgo y proyecta una sombra fría; al llegar allí, procedente de la parte soleada del cementerio, de pronto le recorre la espalda un escalofrío de muerte. A su alrededor hay algunas lápidas, otras están dispuestas contra el propio muro. Un gato duerme en brazos de un ángel con las alas plegadas.
—¿Es aquí?
—Sí. Estoy seguro…
—¿Qué hizo su primo cuando lo vio?
Mientras habla, Archibugi desarrolla escrupulosamente su trabajo de policía: en un cuaderno toma nota de los nombres que llevan las tumbas, subrayando los que tienen flores frescas.
—Ya le he dicho que no lo sé… Yo estaba como loco, encontrarse de frente con una persona que se cree haber matado… He salido corriendo, he subido al carro que me esperaba fuera del cementerio…
—Lea estos nombres: ¿hay alguno que conozca, que le diga algo?
Barrington lee con atención, luego sacude la cabeza.
—De modo que él también se fue. Su coche le esperaba fuera.
—Sí.
—¿Vio si había otros coches fuera del cementerio? ¿Caballos?
Barrington se queda mirando a Archibugi como si quisiera leerle el pensamiento. Por otra parte, no es difícil comprender lo que piensa el inspector: allí sólo se puede llegar a caballo o en carro. El cementerio de los Ingleses se encuentra en campo abierto; más allá, en el monte de Testaccio, se abren las grutas donde los romanos celebran sus clásicas salidas campestres de octubre: las
ottobrate
.
—Usted no me cree.
—¿Vio otros carros, sí o no?
Barrington no responde; mira a su alrededor y después baja La mirada, se muerde los labios. Archibugi percibe en aquellos ojos enrojecidos un reflejo de lágrimas y a su vez aparta la mirada.
En ocasiones, piensa que tiene el peor trabajo del mundo.
* * *
—¡Adelante!
Scialoja asomó la cabeza, se encontró con la mirada de fastidio de Panicacci, la mirada triste de Sabbatini, que pese a todo intentó dedicarle una sonrisa indiferente, casi jactanciosa, y por último la mirada distraída de Archibugi.
—Perdone,
dottor
Panicacci, buscaba a Archibugi… Es cuestión de un segundo.
Salieron al pasillo, que se había quedado desierto, a excepción del agente de guardia sentado ante la mesita, leyendo —seguro— un episodio de Bellacuccia.
—Sólo quería decirte que la mujer de Petrocchi se ha ido.
—¿Todo bien?
—Sí. Una pareja extraña… No sé qué decirte, como una mamá que hubiera venido a buscar a su hijo al despacho del director del colegio por alguna travesura, ¿me entiendes? Petrocchi, tan grandón, parecía aterrorizado ante la idea de que aquella mujer pudiera soltarle un bofetón…
—Pero a él no le has dejado que se vaya.
—No. Ella se ha ido por fin, para atender la tienda… Pero no he tenido valor de decirle que quieres dejar a Petrocchi al baño María. De todos modos, ¿para qué?
Archibugi se encogió de hombros. ¿Para qué? No lo sabía ni siquiera él. Pero tenía la sensación de que, hasta que su declaración no fuera clara, coherente con los hechos, no debía soltar la presa. Y Petrocchi era un hombre débil: con un trato enérgico bajaría la guardia y saldría a la luz la verdad, si es que tenía algo que esconder. A aquello lo llamaban «tener a alguien al baño María»: no en la cárcel, pero sí en una de las salitas sin ventanas de la misma comisaría, con un jergón y poco más, que usaban cuando se prolongaban los interrogatorios. La propia Armida podría revelarse útil; con una sonrisa Corrado pensó que, si retenían a aquel gigantón en comisaría, le darían más miedo las eventuales represalias de la mujer que aquello.
—Comunícame adonde llevas a Petrocchi y luego manda un agente a avisar a la mujer. Pero tarde, muy tarde. ¿Y el resultado de la batida de caza de esta mañana? ¿Ya te han informado las sucursales?
—Nada de nada; es como si Tremolaterra hubiera desaparecido de Roma. El único rastro es su presencia anoche en aquella
trattoria
… Aunque tengo la sospecha de que esa Gualtieri sabe más de lo que dice, como si intuyera donde podría estar…, pero no es más que una sensación, y parece que no tenemos tiempo para seguir sensaciones.
—En cualquier caso dame la dirección; si tengo tiempo, me pasaré yo también.
De detrás de la puerta les llegaban la voz enojada del superintendente y los balbuceos atemorizados de Sabbatini.
—¿Cómo va ahí dentro?
—No lo sé. Terenzio es tonto, se ha metido él solo en una situación increíble, pero desde luego Tremolaterra no ha desaparecido por temor a sus amenazas. Dice que esta mañana, en cuanto se ha enterado de la desaparición del periodista, se ha puesto en marcha para intentar averiguar qué le había pasado, quizá porque ha entendido que estaban por caerle encima un montón de problemas… Así que primero se fue a ver a la Ortolani, él, y no Quadraccia, como había pensado yo; después ha dado él también el paseo por los hoteles y, por último, ha llegado a casa de la secretaria antes que tú. Eso es lo que hay. De lo que querrá hacer Panicacci no tengo ni idea. Tengo que volver.
—Espera. Una cosa más: ¿esta noche vienes a cenar?
Archibugi le dio a Scialoja un apretón en el brazo y sacudió la cabeza:
—Saluda a Lucrezia de mi parte. Si no se me hace demasiado tarde, quizá pueda pasar después de la cena, para dar las buenas noches…, pero no le digas nada; es poco probable. Tengo
in mente
darme un paseo por el campo.
De las escaleras llegaron voces sofocadas. Archibugi y Scialoja se miraron a los ojos y luego se lanzaron hacia una de las ventanas del pasillo, que daba al patio del edificio; la abrieron. Las voces venían de la entrada, donde montaban guardia los agentes; eran voces excitadas que preguntaban qué le había pasado a Tremolaterra, qué hacía la Seguridad Pública por capturar a un asesino de niños, si se estaba indagando entre la comunidad de extranjeros de Roma…
—Dentro de poco saldrán los diarios vespertinos —comentó Archibugi—. Esta vez a Panicacci le da un infarto.
* * *
Cuando Archibugi volvió a entrar en el despacho, lo primero que observó fue el silencio. La plumilla encajada en la pluma tallada de Panicacci graznaba al rascar el papel como un buitre. Sabbatini levantó la vista hacia Archibugi, con los ojos tristes y vacíos. No obstante, enderezó la espalda y esbozó una sonrisa de suficiencia, como si fuera un niño castigado que no quisiera darle la satisfacción de admitirlo. Aquellas manos tan cuidadas estaban hechas un ovillo y lívidas.
Archibugi se quedó en pie junto a la puerta, esperando. Panicacci mojó la plumilla un par de veces más en el tintero, garabateó una ostentosa firma, secó la hoja con el papel absorbente y pasó el documento a Sabbatini, que lo cogió de mala gana.
—Lea. Archibugi, venga aquí.
Sabbatini hizo un breve gesto de asentimiento y le devolvió la hoja a Panicacci. El superintendente le acercó la pluma a Sabbatini.
—Firme. Inspector Archibugi, debo informarle de que he tomado la grave decisión de suspender del servicio de forma cautelar al inspector Terenzio Sabbatini. Además, naturalmente, de un comportamiento execrable que pone a la Policía del Reino de Italia en peligro de caer en manos de los periodistas… ¿Los ha oído, ahí, en la calle? Pues bien, además de eso, y del hecho de que ha mentido con gran ligereza a su superior con respecto a sus movimientos, hay otro motivo…, una sospecha y esperemos que sea sólo una sospecha. Sabemos que Tremolaterra, con quien Sabbatini admite haber discutido en diversas ocasiones, ha referido en una de las entregas de ese Bellacuccia suyo la historia del asesino Doble W…
«Ahí está», pensó Archibugi, apretando los dientes. ¿Porqué aquel imbécil no se lo había contado todo aquella misma mañana, cuando se habían encontrado por las escaleras y le había insinuado que tenían que hablar? Le había puesto la mano sobre el hombro, y hasta ahora no se daba cuenta de que con aquel gesto pedía ayuda, protección.
—La cuestión es —prosiguió Panicacci— cómo sabía Tremolaterra de la historia de Doble W, de la que tenía constancia la comisaría desde el pasado mayo, cuando aquel inglés vino a hacer aquella extraña declaración. ¿Pura coincidencia? ¿No es más fácil pensar que haya sido el propio inspector Sabbatini el que le ha dado la idea al escritor?
—
Dottor
Panicacci, le repito, le juro que yo nunca…
—Por favor, inspector, no es cuestión de juramentos y, en cualquier caso, me permitirá que dude de su palabra, en vista de su comportamiento. Usted ha comprendido el problema, Archibugi.
Corrado asintió.
—Bien. Pues entonces le pido que sea escrupuloso y objetivo a la hora de depurar los hechos y las eventuales responsabilidades del inspector Sabbatini. Le ruego profesionalidad. Olvídese de que se trata de un colega, aunque soy consciente de que no es empresa fácil. En cuanto a usted, Sabbatini, tenga cuidado con lo que hace. Nada de iniciativas personales: camina por un terreno que podría llevarle fuera de esta comisaría, y quizás incluso a la cárcel.
La noche llegó fría y serena. Al salir de las calles o plazas principales, las únicas iluminadas correctamente, se caía en la oscuridad arcana que los romanos temían por instinto, apenas interrumpida aquí y allá por las velitas de las hornacinas con santos o vírgenes, y sólo las estrellas se dejaban ver, a racimos, sobre los tejados y entre las coladas tendidas.
Voces roncas anunciaban las novedades de la noche. El autor del célebre Bellacuccia estaba desaparecido desde el día anterior y la Policía lo buscaba por todas partes; aún seguía sin nombre el pobre niño asesinado por el misterioso Doble W. ¿Qué sabía el periodista? ¿Conocía quizá la identidad del asesino?
Con menor frecuencia, alguien gritaba que una pobre vieja había sido asesinada a golpes y lanzada al Tíber, y tampoco de ella se sabía aún nada.
La curiosidad había impulsado a muchas personas a comprar la última entrega de la novela, que se agotó enseguida. Se titulaba
En el cementerio de París
, y aparecía en forma del típico fascículo de ocho páginas a doble columna, con una portada lúgubre que presentaba a un gorila sobre el muro de un cementerio y dos hombres que salían corriendo de una capilla fúnebre apuntando al animal con sus revólveres, ajenos a que una sombra los observaba desde detrás de una lápida:
La noche era oscura y tempestuosa, ideal para las criaturas que huyen de la luz. El inspector Sperelli y su fiel ayudante Carini habían entrado de día en el inmenso cementerio situado en el turbulento barrio parisino de Montmartre, y se habían encerrado en él. A un lado del muro, en un punto por donde podía treparse fácilmente desde fuera, había una tumba familiar. Consideraron que sería el mejor lugar para una emboscada y se apostaron allí. Efectivamente, la construcción en forma de capilla bajo la que se había enterrado el cadáver los protegía del viento, y la puerta de hierro perforada les permitía observar aquella parte del cementerio por donde, sin duda, entraría su acérrimo enemigo…
En los puestos de lotería se consultaba el mugriento
Libro del arte
en busca de los números que mejor interpretaban las novedades; los taberneros escribían en sus pizarras el menú de la noche; en casa, los ojos de los padres se levantaban del periódico para posarse, protectores, sobre sus hijos pequeños y las persianas se cerraban con un golpe; el parloteo de los vecinos resonaba en los rellanos y las chimeneas dispersaban un olor a leña quemada; los porteros retiraban las sillas de la acera frente al portal y se sacaban del bolsillo manojos de llaves.
* * *
Oreste Scialoja se dejó caer con un bufido sobre la cama quejumbrosa, se quitó los zapatos y los tiró por el suelo con desgana.
—¿Se os ha caído el lápiz? —protestaron desde el piso de abajo.
Scialoja se encogió de hombros y se quedó sentado en la cama, haciendo un poco de gimnasia con los doloridos dedos de los pies. Se soltó el cinturón y respiró hondo. Estaba destrozado, pero sobre todo deprimido.
—¡Desde luego, Oreste…!
La señora Cleofe había entrado en el dormitorio y había cerrado la puerta a sus espaldas. Su marido la miró con expresión de cansancio.
—¿Desde luego qué?
—¿Se puede saber qué te pasa? Te mueves como un elefante y…
—Estoy cansado, Cle. Llevo unos días horribles.
Scialoja se levantó de la cama. Frente al espejo, se quitó la corbata y el cuello de la camisa y se dio una friega en el enrojecido cuello. Cleofe se le acercó y le miró a los ojos a través de la imagen reflejada en el espejo.
—Oreste, te conozco bien —dijo—. Lucrezia se ha quedado mal, pobrecita.
Scialoja se giró de golpe.
—Ah, ¿Lucrezia se ha quedado mal, pobrecita? ¿Y yo qué?
—¿Tú? ¿Qué tienes que ver tú?
—Uno llega a su casa, y en cuanto su hija lo ve, le pone mala cara. ¡Eso tengo que ver!
—¡Eso no es verdad!
—¡Vaya si es verdad! Y tú lo sabes. Antes yo llegaba a casa y ella salía corriendo a buscarme. Y ahora…
—¡Pero ya no tiene cinco años! Y además está preocupada, Oreste. Hace dos días que no viene Corrado, esperaba verlo contigo y, en vez de entenderla, tú la tratas… —Cleofe se interrumpió y miró a su marido, perpleja—. Oreste, ¿estás celoso hasta ese punto? Sí, tú estás celoso. ¡Celoso!