—Sí…, pero, en realidad, he dicho que me parecía…
—No, usted ha dicho que ha visto señales, que le parecía que formaban una doble W. No que le «pareciera» haber visto señales.
—Sí, es decir, no. Quiero decir que…
—¿Sí o no? —preguntó Quadraccia.
Petrocchi se pasó una mano por entre el cabello.
—¡Yo ya no entiendo nada! ¡Esto me pasa por querer ser un ciudadano honesto! Yo he dicho que…
—¿Era o no era una doble W? —insistió Archibugi.
—¡Me parece que sí! No he dicho que estuviera seguro. Tanto es así que he estado rumiándolo una semana, antes de…
—Pero ¿podría no ser precisamente una doble W? ¿Puede ser que no fueran más que unos arañazos?
—¡Yo no lo sé! Quizá, sí…
—Pero las señales estaban ahí…
—¡Sí, sí que estaban! —gritó el pollero.
—Y, entonces, ¿dónde han ido a parar? —dijo Quadraccia.
—¿Cómo?
—Los arañazos. No están.
—¡No es posible! A lo mejor me equivoqué, a lo mejor no eran una doble W, pero…
Archibugi reflexionaba sobre el hecho de que el propio testigo no asegurara la ausencia de arañazos: sólo decía que probablemente no existieran. El niño llevaba muerto y enterrado más de una semana, no se podía excluir con seguridad la presencia de marcas superficiales. Aun así, estaba convencido de que la doble W no existía más que en la fantasía del pollero.
Mientras tanto, Quadraccia mantenía una actitud distante, concentrado únicamente en no perder el ritmo de la rotación.
—Durante la semana que se ha pasado rumiándolo, ¿no le habrá «rumiado» lo de la doble W a Tremolaterra, verdad? —preguntó Archibugi.
—¡No! ¿Por qué iba a hacerlo?
—No lo sé, al fin y al cabo, podía haber rumiado que Tremolaterra no se había inventado aquella historia, y quizá tuviera ganas de saber más de ello, aunque sólo fuera para quitarse la duda, para tranquilizarse…
—No, no lo he hecho. Además, Armida siempre está en la tienda, y si me pongo a hablar de estas cosas, ella…
—¿Le ha hablado a Armida de esta historia de la doble W?
—No, desgraciadamente. Ahora tendré que contárselo, y ya la imagino: me dirá que soy un tonto por buscarme problemas, y que…
Parecía un niño temeroso de confesarle una travesura a su madre, consciente del bofetón que podría acarrearle. Y estaba orgulloso de pertenecer a la Confraternidad, que le hacía sentirse importante. El tormento de aquel hombre, sumado a la opresión de la celda acolchada sin ventanas y quizás al humo del puro que le quemaba la garganta, le daba a Corrado una sensación de sofoco.
—No te preocupes por tu querida esposa y quédate un ratito más con nosotros.
Al oír aquellas palabras, Petrocchi se giró hacia Quadraccia, que aparentemente se había cansado del juego y había dejado de dar vueltas a las llaves. Se las metió en el bolsillo de los pantalones deformados y volvió a mirar a Archibugi en busca de ayuda.
—Pero ¿qué dice éste? ¿Qué he hecho yo? Sólo he cumplido con mí deber…, excelencia, usted no creerá…
—No soy «excelencia» y no creo en nada. Sólo que tendremos que repasar mejor su declaración de ayer por la mañana.
—Pero yo sólo he dicho…
—Ha dicho que había señales en el vientre de aquel niño, y que quizás eran una doble W. Y ahí las cuentas no salen. ¿Sabe que declarar en falso se castiga con la cárcel?
—¿Declarar en falso? Pero ¿quién ha declarado en falso? ¡Yo incluso he hablado antes con don Vincenzo…!
—No obstante, si la falsa declaración se corrigiera…
—Venga, vamos, ya estoy harto de esto.
Quadraccia cogió a Petrocchi por un brazo; éste intentó soltarse, pero Quadraccia apretó fuerte, sin apenas mover una ceja. Archibugi vio su mano seca y nudosa que se volvía blanca, vio a Petrocchi que hacía una mueca y se retorcía, un hombre grande como él, y, sin embargo, tan indefenso… Corrado abrió la puerta, miró afuera y luego le indicó a Quadraccia con un gesto que había vía libre. Se encaminó por aquellos pasillos aristocráticos, siempre un paso por delante de ellos.
Estaban a punto de salir de la zona de la presidencia cuando vieron venir a Scialoja en su dirección, a paso ligero.
—¡Aquí estáis! —dijo el delegado, que les lanzó sendas miradas y detuvo la vista en el brazo de Petrocchi, asido por Quadraccia. Se dirigió a Corrado—: Antes de salir hacia las sucursales, quería contaros las novedades… Me he enterado hace pocos minutos, por el agente de guardia frente al despacho de Panicacci —añadió. Bajó la voz—. Panicacci no ha ido a ver a Tosetti. Esta mañana el juez instructor ha desaparecido en
sanitate róspite
, y en su lugar…
—¿Eh? —reaccionó Archibugi. Luego comprendió—: ¡Ah!
Insalutato hospite
.
—¿Y yo qué he dicho? Sin previo aviso, vamos, así que Tosetti queda fuera y en su lugar entra el viejo Posapiano. ¿Lo has entendido?
Scialoja, Quadraccia y Archibugi intercambiaron una serie de miradas. Posapiano era el apodo del juez instructor Rolando Primicerio, muy formal, de decisiones meditadas y avaro en cuanto a las firmas de autorización, casi como si tuviera miedo de ejercer sus responsabilidades.
Archibugi hizo como los pelícanos: cogió aquella información, hizo un bolo y la almacenó en un rincón del cerebro, para repasarla en un futuro. Ahora había trabajo urgente que resolver.
Scialoja casi se molestó, ante el breve gesto de la cabeza con que liquidó la noticia Archibugi. En voz más alta, añadió:
—Otra cosa. También ha venido esa señora, la secretaria de Tremolaterra.
—Adele Ortolani. Pero no la llames secretaria, que se ofende.
—La he metido en el despacho de Sabbatini, que se ha escaqueado, como siempre. Ve a verla tú; yo me voy.
—Yo también me voy —dijo Quadraccia—. ¿Te quedas tú con el pollero?
—¿Y usted adonde va?
Quadraccia soltó a Petrocchi, que se puso a frotarse el brazo, y se acercó a Corrado.
—¿Por qué iba yo a tener que darte explicaciones de mis movimientos, inspector Archibugi?
—Para evitar que interfieran de nuevo con los míos, inspector Quadraccia.
Scialoja se quedó mirando a un inspector y luego al otro: luego decidió que era mejor salir de allí, por lo menos así aquellos dos llamarían menos la atención. Así pues, cogió a Petrocchi y se lo llevó al despacho de Archibugi, que era el mismo que el de Quadraccia.
—Yo sólo quería ser útil —continuó Quadraccia cuando estuvieron solos—. Petrocchi es importante en esta historia, y yo me levanto pronto. Y esta mañana se han precipitado los acontecimientos.
—Lo sé, por eso he ido yo también a ver a Petrocchi y a Tremolaterra, y no me ha gustado saber por otros, y además durante un interrogatorio, que las fuerzas de seguridad ya habían estado por ahí. No he quedado muy bien, ¿entiende? Panicacci lo ha enredado todo, muy bien, y a usted esta investigación le interesa, aunque no entiendo bien por qué: pero, por lo menos, pongámonos de acuerdo antes.
—Muy bien, entonces te informo de que tengo otros asuntos de los que ocuparme. Ahora, por ejemplo, me dispongo a seguir el rastro a la «vejiga», si no tienes nada en contra, y te dejo el campo libre. ¿Contento?
—La «vejiga»… Pero el asunto Doble W ha dejado en segundo plano la noticia —dijo Archibugi, que señaló un bolsillo del abrigo de Quadraccia, del que sobresalía una copia del periódico. ¿Cómo se las apañaría?
Habría querido morderse la lengua: había soltado aquello sólo para atacar a su colega, como un niño. Se había dejado llevar. De hecho, era evidente que la noticia sobre las consecuencias del informe sobre el «cadáver de Ripa Grande» la había pasado a los periódicos el propio Homilías, esperando obtener así alguna ayuda para la identificación; pero ningún voceador la había hecho pública; todos se dedicaban a gritar lo de Bellacuccia y el homicidio de un niño y lo de la doble W. Así que todos los analfabetos de la ciudad de Roma, es decir, la mayoría de los romanos, se quedarían sin saber nada de la «vejiga».
Contra toda previsión, Quadraccia permaneció en silencio, lo que hizo que Corrado se sintiera aún más incómodo. Entendió que el inspector estaba estudiando el modo de atacarle.
Se miraron un momento más a los ojos y luego Quadraccia hizo ademán de irse, pero se lo pensó mejor y se detuvo, se giró y dijo, subrayando bien cada palabra:
—Tú ten en cuenta que yo no he puesto el pie en casa del periodista, porque si daba con él, se me iban las manos. He ido directamente a la tienda de Petrocchi. Así que cuidado, inspector Archibugi: hay más de una mosca revoloteando alrededor de esta mierda.
Se giró con una sonrisa de satisfacción y dejó a Corrado Archibugi al inicio del ala reservada a la Presidencia del Gobierno.
Archibugi alteró completamente el programa del día: decidió que Adele Ortolani se quedara un ratito macerando su orgullo herido en el despacho de Sabbatini, mientras Petrocchi reflexionaba sobre los riesgos de declarar en falso en el despacho de Corrado; los dos bien aparcados a la espera de que él estuviera del humor necesario para un interrogatorio formal, quizás ante el juez, dado que el tribunal siempre ejercía cierto efecto.
Y precisamente en I Filippini, en aquel momento, el «nuevo» magistrado y Panicacci intentaban en vano determinar el origen de las informaciones publicadas por el periódico, mientras Enrico Mezzasalma y su periodista reflexionaban y usaban todos sus trucos para obtener otras noticias con las que enriquecer la crónica e hinchar los titulares. Archibugi pensó en lo mucho que le habría gustado también a él hablar con Mezzasalma. Porque aquel interrogatorio también prometía: ¿cómo habría hecho
El Eco di Roma
para enterarse del asunto?
¿Y quién se habría presentado en el estudio de Tremolaterra aquella mañana?
Corrado maldijo el lío en el que se había metido, maldijo a Quadraccia, a Panicacci y a aquel Tremolaterra, pequeño y sediento de sangre en la que mojar su pluma, saludó al agente de guardia con un gruñido y salió del Palazzo Braschi hecho una furia.
* * *
Se dirigió a paso ligero hacia la pensión de Il Tre Re. El aliento se le condensaba al contacto con el aire gélido, los vendedores ambulantes encendían brasas en las esquinas, las porteras eran unos bultos con chales, abrigos, mandiles y chaquetas en varias capas. Incluso el hedor habitual de las callejas, una mezcla de peste de cloaca, madera quemada, verduras hervidas y agua estancada, parecía suspendido, congelado.
Tremolaterra desaparece. El día antes, había recibido amenazas, por lo menos según decía.
Los periódicos dan amplia cobertura a la muerte de un niño, noticia que debía ser reservada.
Los arañazos en forma de W aparecen y desaparecen en la piel del pobre muerto.
¡Y Corrado Archibugi deja que le pase por delante en la investigación Onorato Quadraccia e incluso otro señor, de momento desconocido! ¿Quizá De Matteis? Recordaba que el señor delegado le había hecho comentarios curiosos y malintencionados, por no entrar a considerar que había sido De Matteis quien había tomado declaración a Petrocchi, y que, por tanto, tenía motivos para sentirse implicado, aunque la investigación hubiera sido asignada a la comisaría central.
Había también otro punto, tan vago que era el que más preocupaba al inspector, que ya conocía el aire malsano que se respiraba en el Palazzo Braschi: el cambio del juez encargado de la investigación, de la mañana a la noche.
Sólo había dos posibilidades: que fuera una simple coincidencia, o una voluntad precisa. Pero una voluntad precisa implicaba un poder, implicaba la política…, implicaba que tras aquella historia hubiera algo más que un niño muerto, que un pollero posiblemente mentiroso y un periodista desaparecido.
Le volvió a la mente, como un escalofrío, lo que había sucedido en el Palazzo Braschi poco tiempo antes.
Al cabo de pocos días se iba a nombrar en Palermo una comisión parlamentaria constituida para indagar sobre las condiciones económicas y sociales de Sicilia, es decir, para comprobar si realmente eran necesarias las medidas extraordinarias de seguridad reclamadas por el Gobierno para acabar con el incontrolable «bandidaje» y si existía realmente «una forma de asociación establecida con el nombre de
maffia
».
Corrado pensaba también que en aquel caso había habido una «coincidencia» parecida: la oportuna sustitución, por parte del ministro de Justicia, del presidente primero del Tribunal de Apelaciones y del procurador del Rey en Palermo, así como de diversos funcionarios. ¿Quién no iba a pensar que habían querido deshacerse de algunos miembros de la comisión, sin duda informados sobre los hechos? Tanto es así que la comisión posteriormente le pediría al ministro que no ordenara más traslados, al menos durante un año: no le hicieron caso.
Archibugi sacudió la cabeza, por la que le pasaba un torbellino de ideas. Volvió a pensar en una carta que conservaba en el despacho. Llevaba la fecha del 27 de octubre de 1873. Se la había escrito el senador R. que, en honor a la amistad que le había unido al padre de Corrado, se había tomado como algo personal la suerte del joven inspector y había conseguido convencerlo de que se trasladara de Turín a Roma. Corrado recordaba aquella carta casi de memoria.
Realmente me alegra mucho tu decisión de trasladarte a Roma, aunque imagino el dolor de tu madre…
En la capital hay una verdadera necesidad de gente experta en investigaciones criminales y, sobre todo, sensible, diría casi diplomática, que sepa moverse en ciertos ambientes. Hasta ahora, aquí los delitos tenían como único origen la miseria y la ignorancia, como únicos culpables los pobres (por no entrar en disputas familiares de la nobleza). Pero yo creo que los callejones oscuros y las tabernas dejarán de ser el escenario de miserables delitos de juego o de atracos, «delitos del hampa», por llamarlos así, y en su lugar aparecerán los salones nobles y los pasillos de los palacios. El traslado de la capital a Roma ha despertado —y despertará— intereses incalculables… El Trastevere cederá su triste liderazgo a Trinità dei Monti, es sólo cuestión de tiempo. Por eso hace falta gente experta, hábil, que sepa comprender…
El senador lo había acertado: Roma se estaba convirtiendo en una telaraña de tramas políticas, estafas económicas y delitos turbios, como en un capítulo de Bellacuccia. Y ahí volvía a aparecer Guido Tremolaterra.