El asunto de la Morte Desolata había barrido al de Ripa Grande. Pero el inspector Onorato Quadraccia no se rendiría.
Ahora estaba mirando Ripa Grande desde la orilla opuesta, con los ojos entrecerrados: el hospicio de San Michele, el pequeño puerto con tres o cuatro barcas atracadas junto al faro. En medio del río, un par de redes de pesca giratorias parecían grandes arañas mecánicas de madera y de tela. Y precisamente a sus pies, en la base de la loma donde se encontraba encaramado, entre las cañas secas y estropajosas como el pelo de una bruja, estaba el punto donde un barquero había avistado el cadáver hinchado. Siguió el río con la vista hacia la derecha, en dirección de la isla Tiberina, imaginando el recorrido del cuerpo por el río.
¿Lo habrían lanzado desde un puente? Difícilmente. Roma ya no era una ciudad tan oscura como antes, había luces, y también había más Policía municipal; alguien habría podido verlo. No, lo más verosímil era que alguien —desde luego más de una persona— hubiera descendido hasta la orilla para desembarazarse del cadáver.
Pero ¿por qué? ¿Por qué no habían dejado a la muerta donde la habían asesinado? Una riña entre mendigos, algún porrazo… ¿Por qué arrastrar el cadáver hasta el río y atarle un peso a las piernas?
Sacudiendo la cabeza, Quadraccia se encaminó hacia el coche que le esperaba cerca de un abrevadero. Seguía reflexionando. El río seguía un recorrido tortuoso, era improbable que el cadáver hubiera sido abandonado más allá de la isla, se habría quedado encallado antes; así que tenían que haberlo echado al Tíber entre la isla y Ripa Grande.
Quadraccia esbozó una sonrisa de triunfo: aquello restringía mucho el campo de búsqueda. De hecho, en la orilla derecha estaba el Trastevere, pero en la izquierda estaba el Gueto, y allí las casas estaban apretujadas como sardinas en lo alto de un despeñadero sobre la orilla. Difícilmente podían haber elegido el Gueto para echar un cadáver al río, los judíos seguían viviendo hacinados unos sobre otros incluso después de la eliminación de las vallas; en el Gueto siempre había algún ojo o alguna oreja alerta; sólo más allá, hacia Ripa Greca, aumentaban de nuevo las probabilidades.
Y había otra posibilidad no tan remota: que la hubieran matado en las proximidades del punto en que la habían tirado al río. ¡No podían ir por toda Roma con un bulto cubierto en harapos sangrantes!
Se apoyó contra el respaldo del coche que lo llevaba de nuevo hacia Santa Maria in Cosmedin y se relajó, pensando que ahora, por lo menos, tenía una zona delimitada donde llevar a cabo el viejo y entrañable trabajo del policía de a pie. Pero primero tenía que resolver otro asunto.
Así que se puso a peinar las callejuelas a una y otra orilla del Tíber, de Ripa Greca y el Trastevere, con un puñado de monedas para los voceadores que se encontraba por el camino, a los que siempre les decía lo mismo.
—¿Quieres ganarte un dinerito, chaval?
Los ojos legañosos le miraban sospechosamente desde debajo de la visera de la gorra sucia: los muchachos intuían enseguida que era policía, algunos incluso lo conocían, dado que Quadraccia era el policía más odiado de Roma. Pero el dinero nunca iba mal y ninguno protestaba cuando le pedía que voceara también un poco aquella otra noticia, el asesinato de la vieja tirada al Tíber, por unas monedas que caían en unas manos sucias de polvo y de tinta.
Sólo uno dijo, con aire de suficiencia:
—¿Y tú qué te crees que estoy haciendo?
Quadraccia respondió con una sonrisa. Un momento después, el chico estaba con el culo en el suelo y se frotaba la mejilla donde se había estampado como un relámpago la mano del inspector. Los periódicos, por su parte, yacían desparramados, empapados, sobre un reguero de agua negruzca.
En ocasiones, Onorato Quadraccia pensaba que tenía el mejor trabajo del mundo.
En ocasiones, Oreste Scialoja pensaba que tenía el peor trabajo del mundo. Por ejemplo, cuando tenía que organizar una operación de peinado por toda Roma —y participar en ella— en busca de una aguja en un pajar, repitiendo mil veces las mismas preguntas a las que casi todos responderían poniendo morros o sacudiendo la cabeza.
De la agenda de direcciones seleccionó sobre todo algunos hoteles, en los que probablemente Tremolaterra se habría alojado antes de instalarse en la Via della Mercede y de los que conservaba los datos. Estaban todos en la zona de Campo Marzio, donde había alquilado después su estudio vivienda. Marcó también los nombres de un médico, de un dentista, de algunos restaurantes, de un par de casas de huéspedes e incluso de un pintor, es decir, de todos los lugares y las personas con los que trataba el periodista, según la agenda, y a las que quizás habría podido pedir refugio o consejo; a todas aquellas direcciones iría personalmente. Añadió también a la lista los nombres de las secretarias de Tremolaterra, excluyendo a la fiera que esperaba en el despacho de Archibugi: seguramente Corrado ya las habría llamado en cuanto hubiera tenido un momento de respiro. Pero ya puestos, podía acercarse él.
A las diez sucursales de la central repartidas por Roma les tocaría realizar una batida de caza más metódica: todos los hoteles, las pensiones, las habitaciones de alquiler. Para ello redactó una descripción de Tremolaterra lo más precisa posible, rascándose la melena blanca con la punta del lápiz unos minutos, mientras buscaba las palabras justas. Se le ocurrió de nuevo pensar que era un trabajo, seguramente, inútil, porque si un tipo como Guido Tremolaterra quería esconderse (de quién y por qué, no tenía ni idea), no lo encontrarían nunca. Y se puso en marcha.
Recorrió Campo Marzio a lo largo y ancho, a pie, en coche y en ómnibus, bajo un cielo azul y gélido. A veces, su trabajo era realmente el peor del mundo. Y se volvía aún peor cuando tenía que preguntar por los hoteles, los de la agenda, más exactamente, no los que les tocaban a los agentes de las sucursales, en los que deberían conocer a aquel maldito chupatintas.
—¿Conoce a Guido Tremolaterra? ¿El periodista, el escritor?
—No.
—Un señor bajo de poco pelo, oscuro, con la raya en medio, ojos pequeños y también oscuros, un poco de barriga, acento del sur… Alguna vez se ha alojado en este hotel. Querría saber…
—No lo he visto nunca. Espere, que pregunto… Franco, ven aquí.
—¿Qué desea?
Y vuelta a empezar, un hotel tras otro. Las mismas respuestas, aunque con variaciones temáticas: uno le dijo incluso que ya había pasado otro policía haciéndoles las mismas preguntas. «Probablemente algún agente de la sucursal que no había entendido bien la misión», pensó Scialoja encogiéndose de hombros. Y uno más.
—Hum. No me suena. ¿Un escritor, ha dicho?
—Sí, escritor y periodista.
—¿Qué escribe?
—¿Por qué? ¿Así se acordará mejor de si ha venido por aquí?
—No. Era por curiosidad.
Y tampoco valía la pena cambiar el orden de las preguntas ni hacerlas más concretas o precisas: el resultado era siempre el mismo.
—Estoy buscando a un señor bajo, con acento del sur, cabello oscuro con la raya en medio, que a lo mejor vino a este hotel anoche.
—¿Anoche, ha dicho?
—Anoche o ayer por la tarde.
—Entonces tendrá que preguntarle a quien ha hecho el turno de noche.
—¿Y dónde está ahora?
—Durmiendo.
—Hagámoslo así: dígame quién vino anoche al hotel.
—Espere que mire el registro. Veamos, veamos… Pues aquí sólo constan el señor y la señora Remigi… Ya sabe, el frío, la temporada baja…
—Comprendo. Oiga, ¿no recordará a un cliente suyo, el escritor Guido Tremolaterra?
—El nombre me suena. ¿Qué escribe?
—Gracias de todos modos.
El dentista y el médico no lo veían desde hacía tiempo, aunque el señor Tremolaterra sufriera de un trastorno hepático, según el médico. A propósito: ¿no sabría el señor delegado Scialoja si el señor Tremolaterra había seguido por fin aquella cura termal que le había aconsejado?
—No, doctor, no lo sé. Pero sé que mi hígado tampoco está muy bien.
El pintor le dijo que sería un placer para él que Tremolaterra diera señales de vida, ya que aún le debía un retrato.
Scialoja salió del estudio impregnado de olor a aguarrás. Era casi la una. Le dolían los pies, tenía las orejas y la nariz congeladas, la garganta ardiendo, la moral por los suelos y mucha hambre.
La
trattoria
en la que entró era una de las que estaban en la lista de Tremolaterra. «Debe de haberla apuntado cuando tenía poco dinero», pensó Scialoja al ver las telarañas colgadas de las vigas del techo, el serrín acumulado por el suelo, los pocos clientes que, a pesar de tener la mirada apagada, habían intuido enseguida a qué se dedicaba y que escondían la cabeza entre los hombros, como tortugas. Se sentó en una mesa labrada con la punta de muchas navajas, de espaldas a la pared con el típico gallo pintado y la inscripción habitual: «Aquí no se fía hasta que este gallo cante».
Era jueves, así que un camarero de barba mal afeitada le trajo a Scialoja un plato de
gnocchi al ragù
y un cuarto de vino tinto.
—Espera un momento.
El camarero se detuvo, como si se esperara que el policía le hiciera alguna pregunta. Scialoja se ató al cuello la gran servilleta a cuadros y probó los
gnocchi
. Sin mirar al camarero, que ya no era tan joven, lo que hacía pensar que trabajaba en aquella
trattoria
desde hacía un tiempo, atacó:
—¿Cuánto hace que no viene por aquí Guido Tremolaterra?
—¿El napolitano?
Scialoja asintió, sin dejar de comer.
—¿Por qué me lo pregunta?
Scialoja se encogió de hombros.
—Tengo que encontrarlo. No ha vuelto a casa. Vive no muy lejos de aquí, en la Via delle Mercede. ¿Y bien?
Oyó el crujido de los zapatos del camarero. Se echó vino en el vaso y se lo llevó a los labios, con aire de indiferencia. Las sombras de los carros y de los peatones se reflejaban en los vidrios polvorientos, haciendo ondear la luz del sol sobre las mesas.
—Viene de vez en cuando.
—¿Cuándo fue la última vez?
—Me parece…
Scialoja levantó la vista del plato y la clavó en los ojos del camarero.
—Tú tienes pinta de buen chico. Si hubieras querido esconderme algo, enseguida habrías dicho que hacía años que no lo veías, no me habrías preguntado por qué ni te habrías tomado tu tiempo, como un idiota. ¿Cuándo vino aquí?
Scialoja salió de la
trattoria
con la convicción de que tenía el mejor trabajo del mundo. En la lista de nombres y direcciones que había extraído de la agenda de Tremolaterra estaban los de las secretarias: una de ellas vivía a poca distancia de la
trattoria
donde había ido a cenar el periodista la noche anterior, solo, con el ceño fruncido y pocas ganas de hablar.
Scialoja se olvidó del frío, de las respuestas negativas de toda la mañana, del dolor de pies y, tras dar cuatro pasos, entró, confiado, en un viejo edificio. La portera le dijo que la señorita Gualtieri vivía en la buhardilla número cuatro. No había visto a ningún extraño en el edificio, ni aquel día ni el anterior, y por lo que ella sabía la señorita Gualtieri vivía sola. No, no la había visto salir aquella mañana. Trabajaba, sí, pero no recordaba los horarios: «Y ahora perdone, el niño, ¿lo oye? Discúlpeme…».
Mientras subía las escaleras, menos confiado a cada escalón, Scialoja pensó que, en vista de lo apartado de la portería, del estado de limpieza de los cristales de la garita y de lo ocupada que estaba aquella portera, Tremolaterra podría vivir allí dentro, sin llamar la atención de nadie, si no se hubiera montado aquel lío.
—Ahora que lo dice… Oiga…
Scialoja se asomó desde lo alto de las escaleras y en el fondo del hueco vio a la portera con un bebé en brazos.
—¿Qué hay?
—Pensándolo bien, sí que he visto a un desconocido esta mañana… No lo he visto entrar, desde luego, pero lo he visto salir. Ha bajado las escaleras corriendo y ha salido…
—¿No sabe de qué piso venía?
—Bueno, el edificio estaba muy tranquilo; nadie me ha dicho nada. He pensado que podía ser algún recado. Ahora perdóneme, ya sabe…
La situación en la comisaría empezó a salirse de madre hacia las tres de la tarde.
Frente al portal del Palazzo Braschi, Scialoja encontró una pequeña aglomeración de personas. Entre ellos, tres o cuatro periodistas a los que conocía y a los que no hizo caso; pero por las preguntas comprendió enseguida que se había extendido la voz de la desaparición de Tremolaterra, y que la relación entre la doble W de Bellacuccia y la muerte del niño era una presa que los periódicos no soltarían fácilmente. Los periodistas habían congregado a un corro de curiosos que no dejaba de crecer. Scialoja lo atravesó a paso de carga, hizo caso omiso a las preguntas de los periodistas y se encontró de nuevo en la gélida penumbra del edificio.
De la escalera llegaban unas voces estridentes. En el primer piso, los peripuestos funcionarios de la presidencia miraban hacia el segundo piso, comentando que antes o después alguien tenía que expulsar del edificio a aquel pequeño grupo de oficiales de la Seguridad Pública, absolutamente incapaces de comportarse como correspondía al lugar. ¡Y menos mal que aún no habían descubierto cómo usaba Quadraccia la sala insonorizada!
Ante los ojos de los trajeados funcionarios, Scialoja subió hasta el segundo piso, hacia el despacho de Panicacci. La voz, cada vez más clara, estridente y potente, era de una mujer. Otras voces, más bajas, intentaban calmarla.
En el pasillo había agentes que no sabían qué hacer. La puerta del despacho de Panicacci estaba cerrada, pero el olor de la pipa indicaba que él estaba encerrado allí dentro. La puerta de la pequeña sala de espera, en cambio, estaba abierta: de allí procedía aquella voz estridente.
—Pero ¿quién es esa loca?
El agente de guardia se encogió de hombros:
—Señor delegado, yo no lo he entendido bien. La mujer de un tipo que ha sido retenido por el asunto de aquel niño…
—¿Y no hay manera de que se calle?
—Lo está intentando el inspector Archibugi; ha llegado hace diez minutos…
—¿Y el superintendente?
—Está encerrado con el portero del edificio donde vive ese periodista… Desde la mañana que aquí hay un jaleo tremendo. Y esos chillidos… ¡Han venido incluso a quejarse de la planta de abajo! De aquí nos echan a todos.