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Authors: Massimo Pietroselli

Tags: #Policiaco

La puerta de las tinieblas (6 page)

BOOK: La puerta de las tinieblas
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—¿Cómo? —exclamó Barrington—. ¿En el libro consta incluso ese detalle?

—Oh, sí, y hay muchos otros detalles —prosiguió Archibugi, sin mostrar reacción alguna ante la tensión de su interlocutor—. Escuche: este
baby farmer
, a través de anuncios en los periódicos, «compra» niños a unas pobres desventuradas, los tiene en una casa alquilada para ese fin, aparentemente bien cuidados…

Archibugi se llevó el puro a la boca y le dio una calada. De sus labios salió una voluta larga y fina que se elevó por el aire en espirales, como la serpiente de un encantador. Y De Matteis tuvo realmente la impresión de que el inspector alternaba revelaciones y pausas para encantar, para hipnotizar al inglés, que se apoyaba en la mesa y parecía no soportar la tensión. La ceniza del cigarrillo le cayó al suelo. En el silencio, se oyó una voz que anunciaba con voz rauca los últimos números disponibles antes del sorteo de la rifa de turno, que sorteaba como siempre la típica gallina con «el huevecito ya a punto».

Barrington se aferraba con las largas manos huesudas al borde de la mesa, tan fuerte que se le veían las venas. Los pinceles temblaban en los vasos, con un ruido similar a un castañeteo de dientes. De Matteis vio que la nuez del inglés daba un salto en el cuello, justo antes de que aquella frágil voz preguntara:

—Y…, ¿y luego?

—Lo imaginará usted mismo, ¿no?

El inglés suspiró, como si hubiera accedido a beber de un amargo cáliz.

—¿Los ha matado?

—A todos. W. W. masacra a los niños, no se sabe por qué, quizá por instigación del terrible Bellacuccia… El señor Tremolaterra, como todo escritor que se precie, mantiene en secreto algunos puntos de la trama, quizá pensando en futuros giros del guión. Los investigadores encontraron en aquella casa un espectáculo dantesco. Y sobre la pared, trazadas en sangre, las iniciales: W. W.

Barrington susurró algo en inglés. Sacudía la cabeza, como para ahuyentar una visión infernal. Tenía los ojos abiertos como platos, fijos en el pasado. Encontró una silla junto a la mesa y se dejó caer.

—El señor Tremolaterra no escatima en descripciones truculentas —prosiguió Corrado—. Parece que es una de las claves del éxito de este tipo de literatura.

—¡Señor inspector, lo que me cuenta confirma que tenía yo razón! Y usted no me creyó.

Archibugi se giró y siguió examinando los títulos de la librería. No quería que Barrington le viera el rostro perplejo e incluso irritado: irritado con Panicacci, que, con su ansia infantil, lo había mandado a interrogar a la desesperada, sin recopilar previamente la información necesaria. El punto prioritario de la investigación, al menos en aquel momento, era comprobar la fiabilidad de la declaración de Petrocchi. ¡Y Panicacci había mandado a Quadraccia, que además no parecía en absoluto contento con el encargo! Una vez aclarado aquel punto, todo lo demás habría caído por su propio peso, y Archibugi habría podido responderle a Barrington de un modo muy diferente, sin aquellas limitaciones.

—Lo que le he contado, señor Barrington, no es más que un hecho: mi misión es interpretarlo. Y en mi opinión parece lógico pensar que Tremolaterra haya sido puesto al corriente del delito Doble W, como lo llamaron los periódicos de la época en su tierra. Eso es todo.

—¡En mi tierra! Yo no sé nada de ese Tremolaterra, no hablo con periodistas, sobre todo de… —Barrington se interrumpió y miró los ojos bien abiertos de Archibugi, que hojeaba un libro—. ¿Los periódicos de la época, ha dicho? Pero, entonces, señor inspector, usted ha hecho, cómo se dice…, comprobaciones. Ha preguntado. ¿A quién? ¿Qué le han dicho?

—He comprobado a través de su embajada que en 1871, un año antes de que usted abandonara Inglaterra, se publicó, efectivamente, en los periódicos londinenses, una oferta de esas tan habituales en su país, relativa a la práctica del
baby farming
. En este caso, el anuncio informaba de que un matrimonio que no podía tener hijos deseaba aumentar la familia con la adopción de un niño. Se ofrecían quince libras esterlinas y, como es obvio, se pedían y se aportaban referencias. El anuncio iba firmado con las letras W. W. Las respuestas debían dirigirse al periódico, citando las iniciales y el número del anuncio…

El inglés asentía. De Matteis lo seguía todo con la máxima atención, puesto que tenía un conocimiento muy somero de la declaración de Barrington. Con los ojos de la mente, imaginaba sobre la pared amarillenta que tenía delante una doble W dibujada en rojo sangre, como en la novela de Tremolaterra… Aquella coincidencia tan tangible, una doble W que relacionaba de algún modo un delito atroz en Londres con una novelucha por entregas y, quizá, con un nuevo delito en Roma, a los ojos del delegado se presentaba como la encarnación misma del enigma. Y, por otra parte, estaba aquella curiosa carta y los trazos afilados de las dos W.

—Pocos meses después —continuó Archibugi, que le tendió un libro a De Matteis y señaló con el dedo unas líneas subrayadas, mientras Barrington seguía la maniobra casi sin verla—, tres niños, todos ellos confiados al señor W. W., fueron hallados en una vieja casa de las afueras de Londres. Encerrados en la bodega. Quizá muertos de hambre. Ni siquiera los periódicos más sensacionalistas entran en detalles sobre sus tribulaciones…

Archibugi hizo una pausa. Tenía la mirada dura y la mandíbula apretada.

—Señor inspector —intervino De Matteis, señalando el libro, que era en inglés.

—Por favor, copie las palabras subrayadas. Así pues, señor Barrington, Tremolaterra conoce bien la historia. La única diferencia con respecto a la novela es que, en la realidad, no ha habido ninguna inscripción melodramática sobre la pared: sólo niños abandonados a la muerte en el subsuelo, en una bodega. La doble W apareció sólo en los anuncios, pero no se usó como firma de los delitos. Volviendo a los hechos: tras largas investigaciones, la Policía inglesa consigue arrojar luz sobre el delito; a través del periódico que publicó los anuncios y del testaferro que había alquilado la casa donde se encontraron los cuerpos de los niños, consigue llegar hasta el señor W. W., aunque se lo encuentran colgado, quizá víctima del suicidio. Nunca sabremos qué perverso demonio se le había instalado en el cuerpo para que llegara a pagar cuarenta y cinco libras esterlinas por tener a tres niños a su disposición. Mientras tanto, la Doble W se convierte en un tema de conversación común, en un misterio que llena las páginas de sus periódicos durante días y días…

Y aquél era el mayor temor de Panicacci, el motivo de su ansia.

—Esa es la versión oficial —dijo el inglés, que se levantó de la silla con cierta dificultad—. Pero yo sé la verdad, y es la que le he contado. Usted habla de un demonio en un cuerpo humano: yo sé quién era ese demonio. Y yo he visto realmente a Doble W en Roma, en el cementerio de los Ingleses, a principios de mayo. Todo lo que le he contado es cierto…

De Matteis volvió a pasarle el libro a Archibugi, después de copiar, sin entender nada, los fragmentos que le había indicado. Escrutó, perplejo, el rostro céreo de Barrington, que afirmaba ser el único que conocía la verdadera identidad de un asesino de niños que, tras morir en Londres, había resucitado en Roma. Pero ¿por qué no lo había denunciado entonces a la Policía inglesa? ¿Por qué había escapado a Roma y se escondía, como todo parecía indicar? El delegado esperaba que Archibugi prosiguiera con la reconstrucción, que le desvelara más detalles conocidos hasta entonces sólo por ellos dos, pero el inspector cambió de tema. No había nada que hacer: aquel norteño tenía un modo de interrogar muy particular, muy diferente del habitual: pasaba continuamente de una cosa a otra, cambiaba de humor y de registro, como si pensara que la verdad sale no tanto de las palabras, sino de ir dando trompicones de una idea a la otra, de un sentimiento a otro.

—La otra vez, cuando le acompañé hasta aquí, me puse a curiosear entre sus libros… —Sonrió—. Me gustan los libros y me gusta estudiar los libros de los demás… Es un poco como colarse en la mente de sus propietarios, ¿no le parece? Bueno, pues en este libro hay líneas subrayadas que me llaman la atención.

Barrington cogió el libro que le tendía Archibugi.

—Charles Dickens,
El misterio de Edwin Drood
… —recitó en voz baja.

—¿Dickens no es un poco como nuestro Tremolaterra? No ponga esa cara, estaba bromeando. En fin, yo no conozco la lengua inglesa, salvo unas pocas palabras; sin embargo, hay algo en esas líneas que me llamó la atención, como si de algún modo comprendiera el sentido… Ahora querría que usted las leyera. Por favor.

Barrington superó un momento de incredulidad y, tras aclararse la voz como para pronunciar un discurso, empezó a leer las palabras que él mismo había subrayado y que De Matteis había copiado no sin dificultad:


As, in some cases of drunkenness, and in others of animal magnetism, there are two states of consciousness which never clash, but each of which pursues its separate course as

—¿Lo ve? Algunas expresiones me han hecho pensar…
«Animal magnetism», «two states of consciousness»
, eso lo entiendo. Tradúzcame un poco la frase.

—A ver…: «Como en ciertos casos de alcoholismo, o incluso de hipnosis, existen dos estados de conciencia que nunca interfieren, sino que discurren cada uno siguiendo su camino independiente, como si continuaran sin interrupciones (por eso, si escondo el reloj cuando estoy borracho, tengo que emborracharme de nuevo para recordar dónde lo he metido)…».

Archibugi asintió con decisión y echó una mirada a De Matteis.

—¡Muy bien, magnífico! Había intuido el significado, pero el ejemplo del reloj es realmente esclarecedor… Los dos estados de conciencia, cada uno de los cuales vive independientemente del otro… —dijo Corrado, con los ojos de pronto gélidos—. ¿Por qué ha subrayado estas líneas?

El inglés se pasó la lengua sobre los labios resecos. De Matteis hacía esfuerzos por seguir el hilo al inspector.

—Adelante, ¿por qué ha subrayado estas líneas?

—Porque… no sé, quizá me ha impresionado su profundidad, como a usted…

—¿De verdad? Su profundidad…

Archibugi se giró de nuevo hacia la librería con un gesto de fastidio, como si ya tuviera bastante de aquella pantomima, y cogió una cajita de madera plana de sobre un montón de libros. De Matteis vio que Barrington hacía un movimiento, como si quisiera lanzarse hacia el inspector, pero el inglés se limitó a abrazarse el pecho con los largos brazos, como para defenderse de alguna amenaza. Parecía un hombre atormentado, pero incapaz de hacer daño a nadie.

El inspector colocó la caja delante de Barrington y la abrió. De Matteis se echó adelante para ver, pero estaba demasiado lejos y no quería dar la impresión de que no sabía lo que estaba haciendo su superior, así que se mantuvo en su sitio y observó a Barrington, que miraba la caja con resignación.

—¿Y esto? —preguntó Archibugi.

—¿Qué pretende hacer? ¿No querrá…?

Archibugi se encogió de hombros, como si quisiera indicar que no era asunto suyo; cerró la caja y la volvió a colocar en su sitio. El rostro de Barrington se relajó, arrastró las zapatillas hasta el sillón y se dejó caer, agotado.

—Señor Barrington, usted se comporta como el alcohólico o el hipnotizado del que habla Dickens. Por eso ha subrayado esas palabras: porque se ha visto reflejado. Usted tiene miedo de algo, quizá de haber perdido un reloj, pero no sabe ni cuándo ni dónde. Y para huir del miedo, no recurre ni al alcohol ni a la hipnosis: usted recurre al opio.

Capítulo 6

Policía del Reino de Italia.

Ayuntamiento de Roma.

Comisaría del Riote Campo Marzio-Viccolo del Gesù e Maria.

Inspección de Seguridad Pública.

Proceso verbal nº 3.

Referencia: declaración de hallazgo de cadáver.

En Roma, a 3 de noviembre de 1875.

Los abajo firmantes, Eugenio De Matteis y Augusto Righi, delegado y guardia de Seguridad Pública, damos fe, para quien corresponda, de lo siguiente:

Hacia las ocho y cuarto horas del tres del corriente se presentó en la sucursal de la cabecera el señor Fabio Petrocchi, hijo de Gasparre Petrocchi, de profesión pollero, nacido en Roma el diez de octubre de mil ochocientos dieciocho, con domicilio en la Via Capo Le Case n.º 46, y declaró bajo su responsabilidad cuanto sigue, sabedor de los efectos legales, civiles y penales derivados de su declaración:

A primera hora de la mañana del domingo veinticuatro de octubre del corriente, como mandatario de la Confraternidad de la Morte Desolata, Petrocchi se reunía con algunos de sus camaradas cofrades en la iglesia de Santa Maria della Morte Desolata, situada fuera en el exterior de la puerta de San Paolo siguiendo por el callejón, para las diligencias contempladas por su estatuto. Siguiendo las indicaciones del párroco de la iglesia, el declarante se dirigía a la zona conocida como Lo Sprofondo, acompañado de dos cofrades provistos de una camilla, ya que el párroco había recibido aviso de que había en la zona un cadáver abandonado. Tras una larga búsqueda debida a que carecían de referencias precisas, hallaba por casualidad…

—¿Cómo ha sabido lo del cadáver?

Scialoja se sentía incómodo. Al fin y al cabo, él era delegado, y la investigación sería competencia del inspector Quadraccia, cuyo mutismo se había enconado a medida que, rebasada la puerta de San Paolo, se acercaban a la Morte Desolata. Y ahora, en el pequeño cementerio próximo a aquella pequeña iglesia de campo, apenas cuatro paredes de toba sin pretensiones con un campanario apoyado, ligeramente torcido, Quadraccia caminaba arriba y abajo por las tumbas, miraba alrededor, respiraba el aire gélido, escuchaba las respuestas de don Vincenzo aparentemente distraído, como si algo le reconcomiera por dentro. Sobre todo, estaba atento a mantenerse alejado de la fosa que estaban excavando los dos mozos, mientras el médico pataleaba para combatir el frío. Cuando las voces cesaban, se oían los golpes de pala que hendían la tierra húmeda y dura y, de vez en cuando, los relinchos del caballo que el cochero había desenganchado del carro y que se había acercado al del carro del hospital.

Don Vincenzo sólo hablaba cuando le interrogaban. Tenía las manos hundidas en la túnica manchada y lanzaba miradas condenatorias a los que excavaban. Sobre el cráneo calvo tenía unas pequeñas costras que, al secarse, acababan depositándosele sobre los hombros. Scialoja se esforzaba en no prestarles atención. «Ayer, sin ir más lejos —reflexionó—, ese espantapájaros decía misa frente a la Confraternidad al completo, en esa iglesia llena de hombres encapuchados de negro con el símbolo de la Morte Desolata cosido sobre el pecho, una calavera con lagrimones cayéndole de las órbitas. Desde luego, mira que hay locos en Roma…».

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