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Authors: Massimo Pietroselli

Tags: #Policiaco

La puerta de las tinieblas (7 page)

BOOK: La puerta de las tinieblas
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—Entonces, don Vincenzo, ese cadáver…

—Me lo dijo aquella misma mañana un campesino que viene a trabajar aquellas tierras: «Hay un chiquillo cerca de Lo Sprofondo», me dice. «¿Y qué?», digo yo. «Está muerto», me dice él.

—Y ¿por qué se lo dijo precisamente a usted?

—¿Y a quién iba a decírselo? ¿Acaso no soy cura, aunque en su Reino de Italia finjan que no lo saben? ¿Acaso aquí no está la Confraternidad de la Morte Desolata, al menos hasta que sus diputados decidan lo contrario?

Scialoja preguntó el nombre y el apellido del campesino mientras apoyaba la punta del lápiz sobre el cuaderno, pero don Vincenzo sólo sabía el nombre. Total, trabajaba allí abajo, no iba a escaparse. Además, el campesino no había visto el muerto personalmente, se lo había dicho alguien que pasaba por ahí, que sabía que él pasaría por la Morte Desolata y…

—¿Cuántos años tenía?

Scialoja y el párroco se giraron, sorprendidos ante aquella pregunta repentina de Quadraccia, que se había plantado a su lado, con el rostro inexpresivo. Se colocó de espaldas a la excavación.

—¿Quién?

—El cadáver. ¿Quién si no, capellán?

—No lo sé.

—¿No lo había visto nunca por aquí?

—Diría que no.

—Y sin embargo ha venido a morir aquí al lado.

—Cualquier lugar es bueno para morir.

—¿Tenía más de doce años?

—¡Pero si le estoy diciendo que no lo sé!

—Más o menos.

—Y, entonces, ¿por qué precisamente doce?

—Por la autopsia, muy probablemente —intervino el médico. Quadraccia se giró a mirarlo—, se determinará que tiene menos de doce años —concluyó, secamente, como presentando el resultado que esperaba leer en el informe.

El médico miró a Scialoja con aire interrogativo, pero el delegado no podía explicarle en aquel momento, ante testigos, que la ley preveía penas más duras aún para los responsables de abandono o maltrato a menores de doce años.

Quadraccia parecía dispuesto a embrollar el asunto para obtener la máxima pena por un delito del que aún no sabía nada. ¿Por qué? Scialoja se retorcía la barba, intentando comprender el repentino cambio de humor del inspector. Había visto con sus propios ojos a Quadraccia intentando hacer que un moribundo cambiara su testimonio sólo para poder arrestar a un sospechoso que le caía gordo y que quizá fuera absolutamente inocente; no, la novedad no era el hecho de que el inspector intentara embrollar el asunto, sino que lo hiciera por un motivo mínimamente comprensible, justificable. Incluso humano.

—¡Bueno! ¡Lo conseguimos! —dijo uno de los dos camilleros, cuando se oyó por fin el ruido de una pala contra la madera.

—¡Esta tierra es un bloque de hielo, maldita sea! —comentó el otro.

Quadraccia no se giró; cogió por un brazo al párroco, que siguiendo a Scialoja, hizo ademán de acercarse a la fosa. La pala rascaba el tosco ataúd, retirando los últimos grumos de tierra.

—Cuando ha visto el cadáver, ¿usted también ha pensado, como Petrocchi, que había muerto violentamente?

—Así, despacio… —decía Scialoja.

El cochero se acercó a la fosa, mascando tiras de cecina que sacaba de un paquete de papel manchado de grasa. El estómago de Quadraccia emitió un gruñido.

—¡Tira!

—Menos mal que lo metieron en una caja, si no… —decía el médico.

El párroco lanzó una ojeada a la fosa y, cuando se giró, se encontró con los ojos de Quadraccia, que lo miraban fijamente.

—No se debe alterar el descanso de los muertos —refunfuñó.

—Tampoco el de los vivos, ya puestos. Yo, por ejemplo, estaba tan tranquilo en comisaría y ahora estoy aquí. Volvamos a la pregunta: ¿le ha parecido que ese niño ha muerto de…?

—Perdóneme usted, pero… ¿Ha hablado o no con Fabio Petrocchi?

Quadraccia frunció el ceño. Pero ¿por qué diablos se había dejado llevar Panicacci por ese celo repentino y los había dispersado por Roma, uno a casa del inglés, el otro a la Morte Desolata…? Y a fin de cuentas, ¿qué tenía él que ver con esto? Lo mejor sería llevárselos a todos a la comisaría, desde el pollero al escritor de tres al cuarto, pasando por aquel cura lleno de costras; y allí empezar con las preguntas, uno tras otro, o quizá luego todos juntos… Así sí que llegarían a la verdad en un pispas, quizá con la ayuda de algún bofetón bien dado, y no con aquellas excursiones a la periferia, aquellos malditos golpes contra el ataúd y la peste —¡por Dios!— que ya se filtraba a través de los tablones…

Tras una larga búsqueda, pues carecían de referencias precisas, hallaba por casualidad el cuerpo de un niño, desconocido para él y para los demás, vestido con ropas humildes, quizá hijo de un pastor o de un campesino, que yacía en posición supina, con los brazos extendidos y la cabeza junto a una piedra, en la que había restos de sangre. La cabeza del muchacho presentaba señales evidentes de un impacto.

Al ser interrogado, Petrocchi declara que no puede determinar con seguridad si el muchacho habría muerto por un golpe asestado con intenciones homicidas o de modo fortuito, por ejemplo al caer accidentalmente sobre la piedra.

En respuesta al interrogatorio, declara asimismo no haber buscado ni observado otras heridas en el cuerpo del chico.

Precisa, no obstante, que en aquel momento no tuvo ninguna duda de que se trataba de muerte accidental. Con la ayuda de sus cofrades, llevaron al pobre desventurado a la Morte Desolata, donde se le dio sepultura en el antiguo cementerio, tras recibir los sacramentos.

Petrocchi declara además que tuvo la impresión de que el cuerpo llevaba en aquel lugar, es decir en una zona angosta y profunda del río conocida como Lo Sprofondo, al menos un día, es decir, desde el sábado 23 de octubre. De hecho, el cuerpo ya estaba en un estado de descomposición avanzado y había recibido agresiones de los animales…

—Dígame qué le parece a usted. Petrocchi ha hablado por sí mismo, no por usted.

El cura se encogió de hombros.

—Se había dado un golpe en la cabeza. A lo mejor se había caído y había ido a dar con la cabeza contra una piedra, o quizá no. ¿Cómo se puede saber? Sólo Dios lo sabe.

—Esperemos que nos lo haga saber también a nosotros. ¿Usted sabe por qué se ha decidido Petrocchi a venir a comisaría?

—Se lo dije yo, ayer. Le dije: «Hijo mío, si tienes esas dudas, si eso crees…». Hacía una semana que le daba vueltas. Sí, por eso ha ido a verlos.

—¿Se lo dijo ayer?

—Ayer era 2 de noviembre, ¿no? El Día de los Muertos… Toda la confraternidad se reunió para la oración… y él me confesó sus dudas.

—Cuando Petrocchi volvió con los otros cofrades y el niño…, usted vio el cadáver, ¿verdad?

—¡Qué pregunta! Si le di la extremaunción…

—¿Cuánto tiempo cree usted que llevaba muerto?

—¡Bah! Por lo menos un día.

—¿Usted vio también aquellas marcas de las que habla Petrocchi?

Se oyó un golpetazo y el cura y el inspector dieron un respingo. Habían abierto la caja.

—¡Dios santo! —exclamó uno de los camilleros.

—¡Voy a buscar el vinagre! —dijo el otro.

El cura se persignó. Quadraccia se negó a girarse y apretó los puños en los bolsillos del abrigo.

—¿Entonces? —dijo, entre dientes.

—Yo no vi nada. Fabio me dijo que las había visto porque…

Petrocchi declara que el chico tenía la camisa levantada hasta la altura del estómago, y que observó sobre la piel unos arañazos a los que en aquel momento no dio importancia. Posteriormente, al repasar aquel extremo mentalmente, le pareció que formaban letras, más precisamente los caracteres W. W. De ahí la asociación con la muerte de unos niños descrita en una novela publicada por entregas en Roma en esta misma época, obra de un tal Guido Tremolaterra; en ella (tal como indica el declarante) las letras en cuestión eran la firma de un horrendo delito análogo cometido contra niños…

—Venga, despacio. Tendedlo sobre la camilla —ordenaba el médico, ajeno a las protestas de los camilleros, que se cubrían la nariz y la boca con un pañuelo empapado en vinagre.

El terrible olor se extendía por todo el cementerio como una brisa por el aire gélido e inmóvil. El cochero había vuelto al pescante y se dedicaba a dar mordisquitos a la cecina, de espaldas a la escena. Los caballos parecían nerviosos, como si percibieran el olor a muerte en el aire.

Scialoja, que se había mantenido callado en todo momento, ordenó de pronto:

—¡Quietos! Doctor, por favor, levántele la camisa al chico. Debería tener unas marcas en el estómago.

—¿Marcas?

—Marcas, arañazos, algo así…

El cura dejó solo a Quadraccia y se acercó al grupo que rodeaba el cadáver:

—¡Pero tengan un mínimo de piedad!

Quadraccia apretó la mandíbula. Quería salir de allí, se sentía oprimido. Tenían razón Scialoja y Archibugi, algo no iba bien: pero eso era asunto suyo. No obstante, se obligó a girarse, porque no soportaba ya más aquella exhibición de cobardía suya; gracias a Dios, los grandes hombros del delegado y el cura, que se había colocado al lado con el brazo levantado en un nuevo gesto de bendición, le tapaban la vista del cadáver. A su lado, la fosa parecía la boca del cementerio, desencajada en un grito mudo.

Quadraccia vio, medio escondido tras las dos figuras de espaldas, al médico, inclinado sobre el cadáver. Un cuervo graznó desde lo alto, en aquel cielo de cristal.

Entonces sucedió algo. De pronto Scialoja se giró y, en un gesto decidido, dio media vuelta. Quadraccia le vio la cara: tenía los ojos llenos de lágrimas. El delegado pasó junto al inspector y le dijo en voz baja:

—Un momento sólo, perdona…

Y se alejó. ¡Menuda bobería! Precisamente en aquel momento le daba a aquel viejo imbécil por ponerse sentimental. Quadraccia apretó la mandíbula, maldiciendo al delegado entre dientes, y también a Panicacci, que lo había enviado allí. Pero no podía eximirse; le tocaba a él.

Se acercó con paso vacilante al cura, al médico y al cadáver tendido sobre la camilla, pero sin mirar hacia abajo. Se impuso no mirar hacia abajo: no podían obligarle. Quizás al verle el rostro al muerto se habría quitado aquel peso del alma, aquella duda atroz, pero no podía, no tenía fuerzas. Así, con una mirada furtiva vio sólo la imagen de un brazo azulado, arremangado, que colgaba de la camilla. Inmediatamente dirigió la vista hacia lo alto, al cielo.

—Así pues, ¿esas marcas? —preguntó.

La voz le salió estridente.

«No mires, no mires. Ya habrá tiempo», pensaba. El médico volvió a ponerse en pie, con una expresión de perplejidad en el rostro.

Capítulo 7

—Ese hombre me incomoda —le dijo De Matteis a Corrado.

Acababan de salir de Il Tre Re, y con el aire frío y el fragor de la ciudad ambos se dieron cuenta de la lobreguez que pesaba sobre el apartamento del As de Bastos.

Cruzaron la plaza de San Marco. La gran estatua de Madama Lucrezia se erigía, mutilada, frente al Palazzo San Marco, parecía abandonada: a diferencia de Pasquino, la famosa estatua parlante, parecía como si ésta no tuviera nada que decir al mundo.

—Desde luego tiene un pasado deprimente —comentó Archibugi—. Y la habitación también, a decir verdad.

—¿Cómo ha sabido lo del opio?

Se arrimaron a las paredes húmedas del callejón para dejar pasar un carro que transportaba troncos de leña para calefacción. El caballo soltó una pila de excrementos a sus pies, y la peste les llegó a la garganta. Apretaron el paso y Corrado hizo una mueca cuando sintió la vieja herida que le atenazaba la pierna.

—No estaba seguro. Pero la otra vez que fui a ver a Barrington vi una pipa de cazoleta pequeña y cánula más bien larga; parecía casi un artículo de lujo. Y en el apartamento se percibía un olor particular, ligeramente áspero, que no tenía nada que ver con los cigarrillos orientales. Un olor que me había provocado cierto malestar… Después, un trabajador de la pensión me dijo que una vez había visto al inglés llenando la pipa con algo de una caja que tenía en la librería. Así que esta mañana la he cogido entre las manos y he oído un leve ruido de algo que rodaba… El ruidito que podrían hacer unas piedrecitas o, precisamente, los granos de opio.

—Pero, bueno, a fin de cuentas, ¿usted le cree?

—Bueno… No, creo que no: aún sigo convencido de que Barrington sufre alucinaciones y remordimientos, quizá acentuados por el uso del opio, pero que en realidad no ha visto a nadie. ¿Ha leído a Baudelaire? Es revelador. El cerebro del adicto al opio se convierte en un teatro, en un muro sobre el que la droga proyecta sombras, como una linterna mágica…, y en este caso las sombras podrían ser las de sus remordimientos. Por eso no he dado seguimiento a su declaración del pasado mayo. Recogí todos los datos del caso: según la versión de la Policía inglesa, el tal «doble W» se suicidó. Barrington, en cambio, sostiene otra versión…

Aquello era lo que esperaba el delegado: que Archibugi le contase por fin la otra parte de la historia. Remordimiento… ¿Qué culpa se atribuía el inglés? ¿Qué es aquello que había dicho poco antes? «¡Yo sé quién era ese demonio!». Y lo había visto, decía, después de tantos años, precisamente en Roma.

Pero Archibugi había cerrado la boca. Por la expresión en el rostro del inspector, De Matteis dedujo que estaba reflexionando. Caminaron durante un rato en silencio, en dirección a Campo de' Fiori. El bastón del inspector golpeaba contra el suelo con una cadencia militar.

—¿De verdad conocía Barrington a Doble W? —preguntó por fin De Matteis, cada vez más convencido de que Archibugi se mostraba así de hermético aposta.

—¿Cómo? Oh sí, él dice que sí. Pero al verdadero Doble W, no a ese desgraciado que se ha ahorcado… El verdadero Doble W era su primo —respondió Corrado, con una desgana que irritó al delegado.

Estaba a punto de replicar cuando el inspector le indicó con un gesto que esperara y se metió en un taller de imprenta. Torció la boca: ¡sí, realmente era irritante! Retorcido como la mente de un jesuita. Se situó donde daba el sol y, mirando a través del polvoriento escaparate del taller, comprendió porqué había entrado allí Archibugi.

Sobre las paredes del taller había algunos manifiestos, evidentemente impresos allí mismo. Formaban parte de la publicidad que había invadido las calles de Roma antes de la publicación de los fascículos de Bellacuccia. Los recordó inmediatamente: ¡por eso le era familiar aquel nombre! No era sólo el hecho de que hiciera un guiño a una vieja fábula romana, la de la mona Bellacuccia, encarnación del diablo que rapta a un niño y se lo lleva por los tejados, mientras sus padres lloran, impotentes y aterrorizados, desde abajo (¡de nuevo monos, diablos y niños!); eran aquellos manifiestos, que ahora De Matteis contemplaba a través del escaparate, ajeno a los gritos procedentes del mercado de Campo de' Fiori, bañado por el sol. Sus ojos estudiaban aquellas imágenes ingenuas y sugerentes al tiempo que su mente las asociaba a los niños encontrados en una bodega en Londres, a un fantasma visto en el cementerio de los Ingleses, a una doble W de color sangre contra una pared, a un gran mono, a una fosa que en aquel momento estaban excavando en la Morte Desolata… Un embrollo incomprensible, absurdo.

BOOK: La puerta de las tinieblas
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