La puerta de las tinieblas (3 page)

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Authors: Massimo Pietroselli

Tags: #Policiaco

BOOK: La puerta de las tinieblas
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Una repentina animación, movimiento de sillas, esbozos de saludos. Sólo Archibugi se había quedado sentado, porque Calistri tenía razón, aquel asunto le concernía a él, en primera persona.

Panicacci tuvo un impulso vengativo.

—No, no, usted quédese, inspector Quadraccia. Y usted, obviamente, De Matteis.

Quadraccia, alto y enjuto, estaba ya en la puerta: se giró lentamente. El rostro afilado, la nariz rota, la cicatriz en el pómulo, los ojos mortecinos y los cabellos de un blanco amarillento pusieron incómodo a Panicacci, que enseguida precisó, con el acento toscano que se hacía más evidente a medida que se iba poniendo más nervioso:

—No querrá que lo haga todo solo el inspector Archibugi, ¿no? Ya ve usted mismo que la situación requiere una reacción muy rápida. Hoy mismo quiero que tengamos una imagen clara de todo el asunto. Adelante, hágame el favor, siéntese.


Dottor
Panicacci, anteayer fue Todos los Santos y ayer el día de los muertos: en dos días, seguro que han destripado a más de uno, y si no voy yo por los hospitales, ésos desde luego no vendrán a presentar denuncia…

Quadraccia se había asignado la misión de combatir la campaña de intimidaciones que infestaba Roma, los duelos de honor a cuchilladas, los diversos jefecillos de bandas que dominaban los barrios con la autoridad que les otorgaba su propia fanfarronería y la fuerza bruta. Casi cada día hacía la ronda por los hospitales, acumulaba listas de muertos y heridos que, después, en el despacho que compartía con Archibugi, repasaba mentalmente durante horas, conjeturando sobre posibles culpables. Así se había ganado el apodo de «el Homilías» y la fama de perseguidor de matones, odiado en igual medida, a causa de sus modos brutales y despiadados, por los romanos y por Panicacci.

Archibugi, al oír las objeciones del anciano inspector, entrecerró los ojos: ¿qué era lo que atormentaba a Quadraccia? Nunca había replicado a una orden ni había buscado una excusa: no por sentido del deber, sino por no darle la satisfacción al superintendente. Y ahora se ponía a protestar. ¿Por qué?

—Por favor, inspector. Deje estar a sus matones de barrio, que se maten unos a otros. Total, es el único modo de hacer algo más civilizada esta ciudad. Ha oído la declaración de ese tal…

—Petrocchi —recordó, molesto, De Matteis, que empezaba a comprender cómo funcionaban las cosas en aquella comisaría.

—… de ese tal Petrocchi. Es imprescindible comprobar cuánto hay de cierto en ella, aunque de momento no tengamos motivos para dudar del testigo. ¿No es así, delegado?

—Sí. Fabio Petrocchi no tiene cuentas pendientes ni resueltas con nosotros. Desarrolla su actividad comercial desde hace años en la Via Capo Le Case. Yo mismo he visto que ha puesto una vela en la tienda para recordar la aparición del pequeño. Así que ese punto está confirmado…

—Vamos, que es un meapilas —comentó Quadraccia, que se sentó con un suspiro y sin sacar las manos de los bolsillos del abrigo.

—Es mandatario de la Fraternidad de la Morte Desolata, ¿qué te esperabas? —le respondió De Matteis, que conocía a Quadraccia desde hacía años.

—Oiga,
dottore
—contraatacó Quadraccia—, ¿y de la investigación sobre la «vejiga» hallada en Ripa Grande?

La «vejiga». Así había bautizado Quadraccia al cadáver de una mujer que habían sacado del Tíber, en un estado asqueroso y que, sin embargo, había inspirado aquel epíteto al inspector. La «vejiga»: una masa de carne verduzca, hinchada, reventada y mordisqueada por los peces.

—¡Venga, Quadraccia, deje de crearme problemas! Por lo que nosotros sabemos, esa «vejiga», como la llama usted podría haber muerto de vieja, por lo que esperaremos el informe médico antes de hablar de investigación, ¿de acuerdo? Y ahora vamos a lo que nos interesa.

Encendió la pipa y le dio unas caladas nerviosas. Archibugi sacó del bolsillo medio puro toscano y lo encendió. Un denso humo azulado empezó a trazar arabescos por el techo. En el silencio de aquellos segundos de concentración se oían las carrozas que rodaban por la Piazza Navona y el habitual organillo con melodías de ópera que iniciaba su cantinela.

—De modo que nos encontramos con un lío tremendo —declaró Panicacci—, tres hilos que se mezclan: la declaración de Petrocchi, lo del inglés, ese tal…

—Se llama Arthur Barrington, superintendente —indicó Archibugi.

De Matteis le lanzó una mirada escrutadora: eran sus primeras palabras desde que se encontraban todos allí dentro, y le habían bastado para darse cuenta de que era del norte, un
buzzurro
. Debía de tener poco más de treinta años, pero parecía más viejo, incluso fatigado. Su espeso cabello negro ya dejaba entrever tonos grises en las largas patillas; la delgada nariz parecía aún más fina, como por efecto de alguna fiebre; en la frente se concentraban unas arrugas precoces. El oscuro bigote le daba un aspecto aún más pálido al rostro. Y tenía los ojos grises, fríos, afilados. Tras el reconocimiento visual, Matteis evaluó al inspector: un hombre inteligente que intenta pasar de lado por la vida, para evitar encontrarse en el blanco de los mazazos que ésta siempre nos reserva. Probablemente honesto. Inteligente, reservado, honrado; quizás algo fuera de lugar, en aquella comisaría.

—… lo que Barrington le había revelado al inspector Archibugi y, por último, esta novela,
El doctor Bellacuccia
o como se llame. Este chupatintas, Tremolaterra… ¿Ustedes lo conocen?

Quadraccia asintió. A Archibugi se le apareció mentalmente la imagen de un hombrecillo pequeño, con los ojos achinados, los cabellos ralos pegados al cráneo, la raya en medio y el aire famélico del cazador de noticias sensacionalistas que, mientras oía la descripción de la escena de un delito de boca de Corrado, chupaba nerviosamente el lápiz y apretaba los ojos, pidiendo detalles sobre la posición del cuerpo, sobre la disposición de las heridas, sobre la cantidad de sangre vertida, sobre los familiares desolados, sobre las palabras del eventual sospechoso detenido que, en su transcripción, adquirían siempre un tono lapidario, macabro.

—Se presentaba a menudo aquí, como tantos otros periodistas, en busca de noticias. Pero hace ya un tiempo que no lo veo —dijo Corrado—. Se ve que Bellacuccia da más dinero. No consigo recordar para qué periódico trabajaba…

—¡Malditos periodistas, antes o después el ministerio tendrá que encontrar el modo de cerrarles la boca! —comentó Panicacci, que no sabía de los fondos reservados empleados de forma habitual por los funcionarios del ministerio precisamente con aquel fin—. En fin, quiero saber los puntos de conexión de estos hilos, y lo antes posible. Por supuesto, huelga decir que con la máxima reserva.

—Sí, pero alguien tendrá que interrogar a ese Tremolaterra. ¿Y cómo evitamos que la noticia no trascienda, si tenemos que hablar de ello precisamente a un periodista de su ralea?

—Archibugi, con Tremolaterra hablará usted. —De los pocos inspectores que coordinaba Panicacci, para los casos delicados no había muchas opciones: el único era Archibugi, con sus buenos modos y su tono suave—. Actúe como crea mejor, diga lo mínimo indispensable, desafíelo, invoque al orden público, córtele la lengua… ¡En fin, haga lo que le parezca, pero, por el amor de Dios, que los periódicos no se nos echen encima por este caso! Si le hincan el diente, ya no lo sueltan.

—Entonces, ¿quedamos así? ¿Voy yo a ver a Tremolaterra?

Panicacci extrajo un pañuelo del bolsillo y se lo pasó por la frente. Quadraccia lo miraba como se mira el gusano de una manzana. De Matteis cambió de posición. Archibugi fumaba su puro y estudiaba al superintendente con los ojos grises de compás, como decían sus amigos de Turín, ojos que medían, analizaban, escrutaban a las personas de un modo que a veces resultaba insostenible.

—Estaría bien, sí —retomó Panicacci, que se levantó de golpe—, que fuera un único funcionario el que se ocupara de todos los aspectos del asunto, pero ahora no tenemos tiempo que perder, tenemos que recopilar el mayor número de informaciones posibles a toda prisa. Esperen… —Consultó el cuaderno, mordiéndose los labios, pensativo—. Sí, casi seguro que el juez instructor de este caso será el doctor Tosetti, al que conocen bien. En cuanto acabe aquí, iré corriendo a I Filippini para exponerle la cuestión y el
modus operandi
que hemos acordado, dado lo convulso del momento… —Archibugi tuvo la impresión de que Panicacci se estaba preparando ya el discurso para el juez, un milanés serio y bastante puntilloso con el que Corrado había trabajado en el pasado—. Creo que Tosetti apreciará nuestro esfuerzo organizativo. Tenemos que conseguir datos, y enseguida. Ahora mismo no contamos más que con la declaración de Petrocchi.

—Ya que va, haga que el juez le firme unas cuantas órdenes en blanco, que siempre van bien —masculló Quadraccia, a quien la meticulosidad cíe Tosetti le resultaba más incómoda que un uñero.

Panicacci le lanzó una mirada amenazante y reemprendió sus paseos alrededor del escritorio.

—Así pues, eso es lo que haremos, por lo menos de momento —concluyó—. Usted, inspector Quadraccia, coja un coche fúnebre, un médico y un delegado, y váyase enseguida a comprobar si ese cadáver existe; si es así, naturalmente lo exhumamos e intentamos descubrir la causa de la muerte y, sobretodo, si existen esas misteriosas marcas de las que habla Petrocchi. —Se dirigió a la ventana y la abrió de par en par; la voz de un chico acompañaba al organillo anunciando que «la calumnia es como una brisa», hecho sobre el que Tremolaterra y muchos otros de sus colegas habían basado su carrera. Volvió a sentarse—. Usted, en cambio, Archibugi, vuelva inmediatamente a ver al inglés y verifique escrupulosamente su declaración.

—Yo ya había verificado escrupulosamente su declaración en su momento,
dottor
Panicacci.

La mano de Panicacci cayó a plomo sobre el escritorio.

—Ah, sí, ¿eh? ¡Tan escrupulosamente que lo que ha dicho Barrington ha sido confirmado meses más tarde por Petrocchi! ¡Y con un muerto de por medio, por si fuera poco! ¡Y un cuerno, escrupulosamente! Si se llega a saber que nos habían avisado hace meses de un delito así… ¡Ya se lo explicará usted a Tosetti!

—Óigame,
dottor

—Basta, Archibugi. Las polémicas en otro momento. Usted ahora vaya a ver al inglés y haga que le diga todo lo que sabe. Después, y no antes, con todos los datos en su poder, vaya a ver a Tremolaterra. Esta tarde, cuando vuelvan, esperemos poder desembrollar un poco esta maraña. Luego veremos cómo proceder y sabremos también qué opina el juez. De Matteis, usted acompañará al inspector Archibugi.

Capítulo 2

—¿Lo ves? El segundo dedo es más largo que el pulgar. Por eso tengo que hacerme los zapatos a medida. Ese dedo me cuesta un montón de dinero.

El inspector Terenzio Sabbatini asomaba el pie fuera de las sábanas y lo examinaba con atención.

La muchacha se irguió apoyándose sobre los codos y la sábana se le resbaló del pecho, dejando al descubierto unos senos enrojecidos por el roce con la perilla del inspector. Esbozó una sonrisita maliciosa.

—Tienes otras cosas largas mucho más interesantes que tu dedo —dijo, con acento francés.

Hizo ademán de introducir una mano bajo las sábanas, pero él la detuvo agarrándole por la muñeca.

—Estate quieta, tienes las manos congeladas —le dijo con su sonrisa más seductora.

Ella lo miró con aire desafiante, se zafó y rebatió:

—Por eso quiero meterlas ahí, así me las caliento. ¿No te apetece?

Se rieron los dos, después se hizo el silencio, interrumpido sólo por el crepitar de los troncos que ardían en el hogar. Unos minutos más tarde, la cama se puso a chirriar.

Monique acariciaba los hombros fuertes de Sabbatini y pensaba en que habría tenido que decirle que se afeitara aquella perilla tan molesta, pero él era completamente calvo y le había explicado que la perilla le servía «para desviar la atención», aunque según ella su brillante cráneo tenía algo muy estimulante, casi diabólico, Pero no había nada que hacer; el inspector tenía unas ideas muy claras sobre cómo debía ser su aspecto físico.

Sabbatini, en cambio, pensaba en que habría hecho mejor en ofrecerle un caramelo a la muchacha antes de empezar. Pero ahora ya era tarde. Abrió un ojo y la vista fue a posársele en la novela de la mesilla de noche,
L'affaire Lerouge
, de Gaboriau. Pensaba pedirle que, más tarde, le leyera un capítulo. Quería saber cómo se las arreglaría aquel policía,
monsieur
Lecoq, que era un personaje mucho mejor que aquel otro, el caballero Dupin, por no hablar de la genial idea de Lecoq de hacerle la cama a su superior. A Sabbatini también le habría gustado hacerle la cama al toscano: «Superintendente Terenzio Sabbatini», sonaba bien…

Monique le había hecho coger el gusto a aquellas novelas sensacionalistas, donde había personajes «que hacen tu mismo trabajo», tal como había dicho ella, admirada (al menos al inicio de su historia: porque después había comprendido que Sabbatini no era precisamente un policía concienzudo ni analítico). Eran grandes novelas; lástima que no estuvieran traducidas al italiano; y le habían dado una idea maravillosa, si no fuera porque había sido tan tonto que…

Frunció el entrecejo al pensar en cómo se había dejado engañar. Pero enseguida volvió a concentrarse, porque Monique tenía una diabólica habilidad para detectar si él no estaba completamente entregado y, si eso ocurría, se buscaría un gran problema. Así que le estiró de los cabellos hacia atrás con una fuerza calculada, de modo que ella le ofreciera el cuello, lo que le permitía abandonar aquella boca a la que desde luego le habría hecho falta un carame…

—¡Diantres!

La cama dejó de chirriar de golpe. Sabbatini tenía la cabeza levantada y aguzaba el oído.

—¡Ah, el pelo! Pero, bueno, ¿qué pasa?

—¿Has oído el reloj?

—¿Y qué?

—Calla.

Los tañidos de las campanas de la iglesia de Trinità dei Monti llegaban claros a través del aire gélido y sin viento de la mañana. Sabbatini los contó escrupulosamente, una sucesión de ligeros golpes de una cucharilla contra un vaso de cristal, pero cuando acabaron no estaba seguro del resultado y saltó de la cama, llevándose las sábanas con el revuelo.

—¡Pero qué modos! ¡Que me congelo!

Monique bajó de la cama y recuperó las sábanas con gestos bruscos, se envolvió el cuerpo con ellas y, con gesto enfurruñado, se dejó caer en la butaca frente a la chimenea. Sabbatini consultó el reloj, que había sacado del bolsillo de los pantalones, perfectamente doblados sobre una silla. Ella echó un vistazo a su cuerpo desnudo, atlético, y se encogió de hombros al comprender que la batalla ya estaba perdida.

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