Las hermanas Bunner

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Authors: Edith Wharton

BOOK: Las hermanas Bunner
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Ann Eliza y Evelina Bunner, las protagonistas de esta novela corta, regentan una modesta mercería en un barrio humilde de Nueva York. Un día, con motivo de su cumpleaños, Ann Eliza le regala a su hermana un reloj. Este humilde objeto será el causante de que los cimientos sobre los que se asientan sus vidas empiecen a tambalearse.

Edith Wharton escribió esta conmovedora historia sobre la abnegación y el sacrificio en 1892, si bien no la publicó hasta 1916 en el volumen titulado
Xingu and other stories.
A pesar de su temprana fecha de redacción, los conocedores de su obra no dudan en considerarla una de sus creaciones más logradas. En ella quedan patentes tanto su habilidad a la hora de desarrollar una trama como su maestría para describir el ambiente en el que se desenvuelven sus narraciones y para plasmar las motivaciones, las dudas y los anhelos de sus personajes.

Edith Wharton

Las hermanas Bunner

ePUB v1.0

chungalitos
12.01.12

Título original:
Bunner Sisters

Primera edición: enero de 2011

© Bunner Sisters, 1917

© Edith Wharton Estate, 2011

© de la traducción, Ismael Attrache, 2011

© del prólogo, Soledad Puértolas, 2011

© de la ilustración de la cubierta, Elisa Arguilé, 2011

© de esta edición: Editorial Contraseña, S. C.

ISBN: 978-84-937818-5-9

Depósito legal: Z-259-2011

PRÓLOGO

En las novelas y relatos de Edith Wharton, el Nueva York de principios del siglo XX es un personaje más. La capacidad de Edith Wharton para transmitir el ambiente opresivo de las convenciones sociales la convierte en una cronista especialísima de la época.

La ciudad es una entidad que se rige por sus propias normas. Se concede determinados caprichos, comete errores e injusticias y, por encima de todo, desea sobrevivir, adaptarse a los cambios, no sucumbir. La vida de sus habitantes, dure lo que dure —Nueva York se encuentra en pleno proceso de crecimiento, y sus grietas y fisuras amenazan al orden social—, se desarrolla en función de los hábitos, costumbres y reglas que imperan en la ciudad y que, en cierto modo, están por encima de sus habitantes.

A Edith Wharton, nacida en Nueva York en 1862 en el seno de una familia acomodada que le ha proporcionado una educación privilegiada, no le gusta lo que ve. Conoce a la perfección el mundo al que pertenece, ese pequeño núcleo, una especie de aristocracia, compuesto por menos de cien familias, cuya descripción, teñida de tintes irónicos, es parte esencial de sus novelas y relatos.

Por eso, esta novela breve, que escribió en 1892 —es decir, casi treinta años antes que
La edad de la inocencia
, su novela más conocida, publicada en 1920—, llama tanto nuestra atención. Curiosamente, la autora centra su interés en unos personajes, un barrio y unas historias nada «glamourosas». Y profundiza en un personaje, la mayor de las hermanas Bunner, a quien la voz que narra se pega como una sombra. Sorprenden las diferencias entre esta novela temprana y el resto de su obra.

En
La edad de la inocencia
—por atenernos a un punto de referencia— la acción se desarrolla en el sofocante núcleo' de la alta sociedad neoyorquina. La perspectiva que predomina en el relato es la de un personaje masculino que se comporta más como observador que como hombre de acción. En realidad, es completamente ajeno al corazón del drama que late en el interior de la condesa Olenska.

En Las hermanas Bunner, por el contrario, se nos presentan un barrio y una sociedad caracterizados por la modestia, la mediocridad, la precariedad. Es también un mundo sofocante, porque los límites están siempre presentes en la conciencia de Edith Wharton. Y aquí sí accedemos al drama interno del personaje principal, e incluso atisbamos los tortuosos conflictos de los otros. La autora se enfrenta a sus personajes con el deseo de conocerlos más. Como es habitual en ella, la descripción de los ambientes es magnífica, pero este no es en la novela que nos ocupa su principal interés, quizá porque el mundo en el que ha enfocado la mirada no es el suyo. El espíritu crítico e irónico que emplea cuando habla de lo que conoce tan bien está ausente aquí. Ahora la mirada es más compasiva, contiene más dolor.

Los personajes centrales de Las hermanas Bunner parecen mucho más desvalidos que los que desfilan por
La edad de la inocencia
y otros muchos relatos de Edith Wharton. La precariedad económica en la que viven es ya un factor determinante. Y carecen de ese apoyo que el grupo social privilegiado da siempre a los suyos. En el ambiente del barrio donde se encuentra la mercería de las hermanas Bunner, cada cual tiene que luchar por mantener su puesto social, su trabajo, su familia, sus pequeñas posesiones. Sin embargo, encontramos aquí una clase de apoyo mucho más genuino. Se barajan categorías morales de más calidad: hay generosidad, caridad, bondad.

Las vecinas de las hermanas Bunner —incluso la más atosigante, la señorita Mellins— les echan una mano en sus dificultades siempre que pueden. Percibimos calor humano. Lo que nos remite a esa idea que flota siempre en las narraciones de Edith Wharton: la corrupción de los sentimientos, la manta de silencio y disimulo que debe predominar en las relaciones para que se mantenga el orden social. En el barrio de la mercería no hay muchos valores externos, convencionales, que defender. Se vive más cerca de los asuntos básicos. En consecuencia, se dan más dosis de autenticidad.

Las hermanas Bunner
es una novela de amor. Un amor confesado y admitido a solas. Un amor al que se renuncia. Las razones de este silencio van más allá de las meras convenciones sociales. Se trata de una renuncia más profunda. Para la mayor de las hermanas Bunner, por quien Edith Wharton ha tomado partido, constituyen una unidad. Si la unidad se ha de romper, que la responsabilidad no recaiga sobre ella, se dice, más o menos, nuestra protagonista. Hay renuncia y espíritu de sacrificio. Lo que se intuye —no expresado del todo, lo que es propio de Wharton— es que la hermana mayor prefiere la felicidad de la pequeña antes que la suya, consciente de que la suya supondría la desdicha de su hermana. La historia de amor, que parecía estar enfocada en el hombre —el relojero— que viene a trastocar el orden que impera en la familia, toma, de pronto, otra dirección. El verdadero dolor de la hermana mayor no será, desde este momento, el de la renuncia del amor, sino el de la pérdida de la hermana pequeña.

Porque el drama se centra en la hermana pequeña. Y eso es lo que la mayor intuye. Desde su soledad, se lanza al rescate de su hermana y, finalmente, no le queda sino esperar, estar ahí, en su tienda y su trastienda, resistir. Con heroicidad, con dignidad, con amor.

La vida de las hermanas Bunner empezó a cambiar cuando el reloj entró en la casa. La conciencia, el sonido, el tictac del tiempo es un factor nuevo. La vida, que había estado paralizada y era perfectamente previsible, se echa a andar y ya no se sabe hacia dónde puede dirigirse. Pero el reloj —o el relojero—, curiosamente, lleva consigo el antídoto, la droga, la ruptura, otra dimensión temporal. El reloj y la droga están ligados al tiempo. La continuidad y la discontinuidad. El orden y el método, por un lado. La amenaza y la destrucción, por otro.

Edith Wharton escribió
Las hermanas Bunner
a los treinta años. Aún no le había llegado el reconocimiento. Era una mujer inquieta, viajera, apasionada de la cultura europea, escritora, decoradora, estilista, dueña de una fuerte personalidad. Resulta tentador comparar a la autora con la heroína de
Las hermanas Bunner
, la mujer que renuncia, que duda, que vive una existencia rutinaria, anónima, en un espacio muy reducido: la tienda, la trastienda, la casa de vecindad, la calle. Poco más. ¿Qué le atrae a Edith Wharton de esta heroína? Parece comprenderla perfectamente, sin duda siente por ella una gran simpatía, una gran compasión. Cuanto describe es verdadero.

Wharton es una magnífica creadora de atmósferas. Sus descripciones nos remiten al cine. El lector . ve, palpa, respira el olor que reina en la pequeña vivienda de las hermanas Bunner y casi llega a ver la casa de vecindad donde está situada. De la misma manera que, cuando nos habla de la alta sociedad neoyorquina, nos adentra en sus casas abarrotadas y sofocantes, que se ajustan de manera perfecta al círculo social cerrado en el que viven, ahora el escenario de estas vidas tan distintas también se nos impone.

Los intereses de Wharton iban más allá de la literatura. Las casas le interesaban mucho. Eso es algo que se percibe en todo lo que escribe. Los personajes de Wharton son parte de determinados escenarios y paisajes. Dicho de otra manera: alrededor de un personaje de Wharton se crea siempre un paisaje. Precisamente cuando eso no es posible, como en el caso del relojero, se crea la duda, el peligro. Y es que el relojero está relacionado con una droga, el opio, que consigue la paralización del tiempo y la desaparición del escenario.

El reloj es más que un mero símbolo en Las hermanas Bunner. La novela nos recuerda, por su precisión, el mecanismo de un reloj. Es un magnífico ejemplo de equilibrio narrativo. Al mismo tiempo, es un caso excepcional en la obra de Wharton. Por el ambiente en que se desarrolla la acción y por la especial simpatía con que la autora se acerca al personaje central, Las hermanas Bunner se destaca entre toda su producción. Su lectura revelará a quienes no hubieran tenido la oportunidad de conocer este texto un aspecto nuevo de la autora norteamericana y nos confirma el enorme talento que poseía.

SOLEDAD PUÉRTOLAS

P
RIMERA PARTE
I

En los días en que el tráfico de Nueva York avanzaba al ritmo de los languidecientes coches de caballos, en que la buena sociedad aplaudía a Christine Nilsson en la Academia de Música y disfrutaba de los atardeceres de la Escuela del Río Hudson
[1]
que colgaban en las paredes de la Academia Nacional de Diseño, había una discreta tienda de un solo escaparate conocida estrecha y favorablemente por la población femenina del vecindario que limitaba con la plaza Stuyvesant.

Se trataba de una tienda muy pequeña en un destartalado semisótano de una calle tranquila ya condenada a la decadencia; a tenor del carácter misceláneo de lo expuesto detrás del cristal y de la parquedad del cartel que lo coronaba (un mero «Hermanas Bunner» en borrosas letras de oro sobre un fondo negro), para un no iniciado habría sido difícil adivinar la naturaleza exacta del negocio que se desarrollaba en el interior. Aunque eso carecía prácticamente de importancia, puesto que su fama era tan puramente local que las clientas de cuya existencia dependía conocían de forma casi congénita y exacta cuál era el surtido de «artículos» de los que disponía el establecimiento de las hermanas Bunner.

La casa cuyo semisótano ocupaban las hermanas era un edificio de viviendas particulares con una fachada de ladrillo, contraventanas verdes de goznes sueltos y el cartel de una modista en la ventana inmediatamente superior a la tienda. A cada lado de sus humildes tres pisos se alzaban edificios más altos de fachadas de piedra marrón, agrietada y desconchada, balcones de hierro forjado y franjas de césped que asediaban los gatos detrás de unas verjas torcidas. Esas otras edificaciones también habían sido domicilios particulares, pero ahora una casa de comidas barata ocupaba el semisótano de una de ellas; y la otra se anunciaba, por encima de la tupida glicina que atenazaba el balcón central, como el hotel familiar Mendoza. Resultaba evidente, al ver la acumulación crónica de basura en la entrada y la superficie desvaída de las ventanas sin cortinas, que las familias que frecuentaban el hotel Mendoza no eran de gustos muy exigentes, aunque no cabe duda de que demostraban toda la puntillosidad que el dinero les permitía, mucha más de la que el dueño pensaba que tenían derecho a expresar.

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