Read Las hermanas Bunner Online
Authors: Edith Wharton
Esos tres edificios representaban de forma bastante precisa el carácter general de la calle, que, a medida que avanzaba al este, se iba alejando de lo destartalado y se aproximaba a la miseria; en ella iban apareciendo con frecuencia cada vez mayor unos letreros muy visibles y puertas de vaivén que se cerraban o se abrían silenciosamente al ser empujadas por hombres de nariz roja y por chiquillas pálidas con jarras agrietadas. El centro de la calzada estaba lleno de depresiones irregulares, muy adecuadas para contener los amplios remolinos de polvo, paja y papeles arrugados que el viento arrastraba por toda esa calle triste y descuidada; al final del día, si habían pasado muchos transeúntes, el pavimento agrietado componía un mosaico de octavillas de mil colores, tapas de latas de tomate, zapatos viejos, colillas y cáscaras de plátano, amalgamados en una capa de barro o cubiertas por un velo de polvo, según dictasen las condiciones climatológicas.
El único refugio que se vislumbraba al contemplar ese basural deprimente era la imagen del escaparate de las hermanas Bunner. Los cristales siempre estaban muy limpios y, pese a que el muestrario de flores artificiales, las tiras de franela festoneada, las hormas de alambre para sombreros y los tarros de conservas caseras presentaban la indefinible tonalidad gris de los objetos preservados durante mucho tiempo en la vitrina de un museo, por el escaparate se atisbaban, al fondo, unos mostradores ordenados y unas paredes encaladas que suponían un agradable contraste al lado de la suciedad adyacente.
Las hermanas Bunner estaban orgullosas de lo cuidada que estaba su tienda y se sentían satisfechas con su modesta prosperidad. El establecimiento no era tal y como lo habían imaginado, y, pese a que no constituía sino una imagen reducida de sus primeras ambiciones, les permitía pagar el alquiler, ganarse la vida y no contraer deudas: sus esperanzas no habían volado más alto desde hacía mucho tiempo.
Sin embargo, de vez en cuando, en medio de las horas más grises aparecía un instante carente de la luminosidad necesaria para ser denominado brillante, pero que sí presentaba ese matiz argénteo, propio del ocaso, con el que a veces concluye un día de tormenta. Ann Eliza, la mayor de la tienda, se hallaba precisamente disfrutando con serenidad de uno de esos momentos en una tarde de enero, sentada en la trastienda que ella y su hermana Evelina utilizaban como dormitorio, cocina y salón. En el comercio se habían bajado las persianas, los mostradores se habían despejado y los artículos del escaparate se habían cubierto con una sábana vieja y fina, pero la puerta no se cerraría hasta que regresara Evelina, que había llevado un paquete al tintorero.
En esa trastienda una tetera burbujeaba en el fogón; Ann Eliza había colocado un mantel en un extremo de la mesa que ocupaba el centro de la estancia, y cerca de la lámpara de costura con tulipa verde había dispuesto dos tazas, dos platillos, un cuenco de azúcar y una porción de bizcocho. El resto de la estancia se hallaba sumido en una penumbra verdosa, que velaba discretamente el contorno de una anticuada cama de caoba coronada por la cromolitografía de una muchacha en camisón que se agarraba, con ojos elocuentemente vueltos hacia el cielo, a un peñasco que unas letras historiadas identificaban como la Roca de la Eternidad; delante de las ventanas sin persianas se recortaban las siluetas de dos mecedoras y de una máquina de coser.
Ann Eliza, cuyo rostro menudo y normalmente angustiado mostraba una serenidad infrecuente y cuyos mechones de cabello pálido sobre las sienes venosas brillaban con fuerza a la luz de la lámpara, se había sentado delante de la mesa y empaquetaba, con su acostumbrada y torpe parsimonia, un objeto abultado y envuelto en papel. De tanto en tanto, mientras luchaba con el cordel, que era demasiado corto, le parecía oír el ruido de la puerta de la tienda y se detenía para descubrir si había llegado su hermana; como no llegaba nadie, se colocaba bien las gafas y se enzarzaba en una nueva contienda con el paquete. Para conmemorar algún acontecimiento de importancia evidente se había puesto el vestido de seda negra, teñido dos veces y de costura triple. El paso del tiempo, pese a que había conferido a esa prenda una pátina digna de un bronce renacentista, también le había borrado las curvas que la figura prerrafaelita de la portadora le había podido dibujar en una época anterior; pero esas líneas rígidas brindaban a la prenda un aire sacerdotal que parecía recalcar la importancia de la ocasión.
Vista así, con ese sacramental vestido de seda negra, un volante de encaje en torno al cuello y sujeto con un broche de mosaico, y el rostro sereno para que no desentonase con el atuendo, Ann Eliza parecía diez años más joven que cuando se situaba detrás del mostrador, en medio del fragor y de las tareas de la jornada. Su edad aproximada habría resultado tan difícil de aventurar como la de la seda negra, pues mostraba un aspecto tan gastado y tan brillante como su vestido; no obstante, un leve matiz rosáceo aún asomaba a sus mejillas, como el reflejo de una puesta de sol que a veces colorea el occidente mucho después de que haya terminado el día.
Cuando quedó satisfecha con el envoltorio del paquete, lo colocó con precisión furtiva al lado del plato de su hermana y se sentó, con un gesto de indiferencia evidentemente fingida, en una de las mecedoras que había cerca de la ventana; al cabo de un instante se abrió la puerta de la tienda y entró Evelina.
La menor de las hermanas Bunner, algo más alta que la mayor, tenía una nariz más prominente, pero una boca y un mentón menos marcados. Todavía se permitía la frivolidad de ondularse el cabello pálido, y llevaba los apretados ricitos, tiesos como los cabellos de una estatua asiria, aplastados bajo un velo moteado que le terminaba en la punta de la nariz enrojecida por el frío. Con la fina chaqueta y la falda de cachemira negra que vestía presentaba un aspecto singularmente ajado y marchito, pero no parecía imposible que, en circunstancias más felices, aún pudiera irradiar una relativa juventud.
—Caramba, Ann Eliza —exclamó con una voz frágil y caracterizada por un tono de inquietud crónica—, ¿se puede saber por qué te has puesto tu mejor vestido de seda?
Esta se había puesto en pie con un rubor que no casaba bien con sus gafas de montura de acero.
—Oh, Evelina, ¿y por qué no me lo iba a poner, si se puede saber? ¿Acaso no es tu cumpleaños, querida? —Extendió los brazos con la torpeza de las emociones habitualmente reprimidas.
Evelina, que no parecía haber advertido el ademán, se descubrió la espalda estrecha.
—Qué más da —respondió, menos enfurruñada—. Deberíamos olvidarnos de los cumpleaños. Ya nos cuesta bastante celebrar la Navidad.
—No deberías decir eso. No nos va tan mal. Debes de estar cansada y tener frío. Siéntate mientras saco la tetera del fuego: ya hierve.
Obligó a Evelina a acercarse a la mesa y observó de reojo los movimientos exangües de su hermana mientras trasteaba con la tetera. Un instante después se produjo la exclamación que aguardaba.
—¡Caramba, Ann Eliza! —Evelina se había quedado embelesada al ver el paquete que había junto a su plato.
Ella, que estaba llenando trémulamente la tetera, levantó la mirada con un fingido gesto de sorpresa.
—¡Por Dios, Evelina! ¿Qué sucede?
La hermana menor había deshecho el nudo con rapidez y había sacado del envoltorio un redondo reloj de níquel de los que costaban un dólar con setenta y cinco centavos.
—Ay, Ann Eliza, ¿por qué lo has hecho? —Dejó el reloj; las hermanas intercambiaron unas miradas nerviosas desde los dos lados de la mesa.
—¿Acaso no es tu cumpleaños? —repuso la mayor.
—Sí, pero...
—¿Y acaso no has tenido que acercarte a la plaza todas las mañanas, hiciera el tiempo que hiciera, para ver qué hora era desde que el julio pasado tuvimos que vender el reloj de nuestra madre? ¿Acaso no ha sido así, Evelina?
—Sí, pero...
—No hay pero que valga. Siempre hemos querido un reloj, y ya lo tenemos: no hay que darle más vueltas. ¿No es precioso? —Dejó la tetera en el fogón, se inclinó sobre el hombro de su hermana y pasó la mano con satisfacción por el borde circular del reloj—. ¡Qué fuerte suena el segundero! Tenía miedo de que lo oyeras al entrar.
—No, no me he fijado —murmuró Evelina.
—Bueno, ¿y no te alegras? —le preguntó con un leve tono de reproche. Esa reprimenda carecía de acritud, pues ella sabía que la aparente indiferencia de Evelina denotaba unos escrúpulos no expresados.
—Me alegro mucho, hermana, pero no deberías haberlo comprado. Nos podríamos haber pasado sin él.
—¡Evelina Bunner, tómate el té y no rechistes! ¡Ya soy mayor para saber lo que debo y lo que no debo hacer! ¡Vamos, digo yo!
—Eres muy buena, Ann Eliza, pero sé que has renunciado a algo que te hacía falta para regalarme el reloj.
—¿Y a mí qué me hace falta, vamos a ver? ¿No tengo un espléndido vestido de seda? —repuso ella con una risa que rebosaba placer y nerviosismo.
Le sirvió el té a su hermana; añadió leche condensada de una jarra y le cortó el trozo más grande de bizcocho; después acercó su silla a la mesa.
Las dos mujeres comieron en silencio durante unos instantes antes de que Evelina volviera a hablar:
—El reloj es una maravilla, y no digo que no nos resulte muy práctico tenerlo, pero me espanta pensar lo mucho que te debe de haber costado.
—Pues no —respondió Ann Eliza—. Ha sido una ganga, si quieres saberlo. Lo he pagado con el dinero de un encargo extraordinario que le cosí a máquina, la otra noche, a la señora Hawkins.
—¿La canastilla del bebé?
—Sí.
—¡Lo sabía! Me habías prometido que con ese dinero te ibas a comprar unos zapatos nuevos.
—Ya. Y si no los quiero, ¿qué? He remendado los viejos y han quedado como nuevos. ¡Por amor de Dios, Evelina Bunner, si sigues haciéndome preguntas me vas a quitar la ilusión!
—De acuerdo, me callo —repuso la hermana menor.
Continuaron comiendo sin decirse nada más. Evelina atendió al ruego de su hermana de que terminase el bizcocho y se sirvió una segunda taza de té, en la que disolvió el último terrón de azúcar; entre ellas, en la mesa, el reloj no dejaba de emitir su simpático tictac.
—¿Dónde lo has comprado? —inquirió Evelina, fascinada.
—¿Dónde lo voy a haber comprado? Por aquí cerca, cruzando la plaza, en la tiendecita más extraña que he visto en la vida. Lo vi en el escaparate al pasar, entré inmediatamente y pregunté el precio; el encargado me atendió con mucha amabilidad. Un hombre simpatiquísimo. Creo que es alemán. Le dije que no podía pagar mucho y él respondió que también sabía lo que era pasar apuros. Se llama Ramy, Herman Ramy: lo vi en el letrero que había encima de la puerta. Me contó que antes trabajaba en Tiffany's, que estuvo años allí, en el departamento de relojes, pero que hace tres años enfermó, sufrió unas fiebres benignas y perdió el empleo; cuando se recuperó, ya habían buscado a otra persona y no lo readmitieron, y por eso abrió la tiendecita. Me ha parecido muy avispado, y hablaba como si hubiera estudiado, aunque tiene cara de enfermo.
Evelina escuchaba con suma atención. En las vidas recluidas de las dos hermanas un episodio tal revestía una gran importancia.
—¿Y cómo has dicho que se llamaba? —preguntó cuando Ann Eliza dejó de hablar.
—Herman Ramy.
—¿Cuántos años tiene?
—Pues tiene un aspecto tan desmejorado que no lo sé exactamente, pero no creo que haya rebasado en mucho la cuarentena.
Para entonces ya no quedaba nada en los platos, la tetera estaba vacía; las dos hermanas se levantaron de la mesa. Ann Eliza se puso un delantal encima del vestido de seda negro y recogió con cuidado los restos de la comida; después, tras lavar las tazas y los platos y guardarlos en un aparador, acercó la mecedora a la lámpara y se sentó para empezar a zurcir. Evelina, entretanto, había estado deambulando por la estancia para ver dónde colocaba el reloj. En la pared, al lado de la joven y devota dama en paños menores, había una estantería de palisandro con un calado ornamental, y, después de mucho sopesar las opciones, las hermanas decidieron destronar un jarrón de porcelana roto, que albergaba unos tallos secos y que llevaba mucho tiempo ocupando el estante superior, y situar allí el reloj; el jarrón, después de posteriores deliberaciones, fue relegado a una mesita cubierta por un tapete de encaje, de color azul y blanco, en la que se hallaban una Biblia, un devocionario y un ejemplar ilustrado de los poemas de Longfellow, que su padre les había regalado por sus méritos escolares. Una vez efectuado el cambio, y estudiado el efecto desde todos los ángulos de la estancia, Evelina colocó lánguidamente la máquina de calar en la mesa y comenzó la monótona tarea de perforar un montón de volantes de seda negra. Las cintas de tela fueron cayendo lentamente al suelo, a sus pies, y el reloj, desde su altura insuperable, marcaba el tiempo al compás del chasquido desalentador del instrumento que ella manejaba.
La compra del reloj de Evelina había constituido un acontecimiento más importante en la vida de Ann Eliza Bunner de lo que la hermana menor podía suponer. En primer lugar, Ann Eliza se había encontrado con la tentadora satisfacción de verse poseedora de una cantidad de dinero que no estaba obligada a compartir, sino que podía gastar como quisiera, sin consultar a Evelina; también estaba la emoción de sus sigilosos paseos por la calle, emprendidos en las escasas ocasiones en que podía inventar una excusa para salir de la tienda, dado que, por lo general, era Evelina quien llevaba las cosas al tintorero y quien repartía las compras de aquellas clientas cuya posición social desaconsejaba que fueran vistas volviendo a casa con un sombrero o con un fardo de tela calada, de modo que, si no hubiera contado con la excusa de ir a ver al bebé de la señora Hawkins, al que le estaban saliendo los dientes, Ann Eliza no habría sabido qué motivo alegar para abandonar su lugar habitual detrás del mostrador.
Lo infrecuente de esos paseos los convertía en acontecimientos destacados en su vida. El simple acto de salir de la quietud monástica de la tienda y acceder a la algarabía de las calles la llenaba de una leve emoción que acababa adquiriendo demasiada intensidad para poder ser disfrutada al verse inmersa en el fragor arrollador de Broadway o de la Tercera Avenida, cuando empezaba a entablar una tímida batalla con aquellas corrientes incesantes y enfrentadas de seres humanos. Después de echar algún vistazo a los enormes escaparates se dejaba arrastrar otra vez al refugio de alguna calle adyacente, y finalmente regresaba a su casa en un estado de jadeante estupefacción y de fatiga; sin embargo, a medida que la tranquilidad familiar de la tiendecita y el chasquido de la máquina de calar de Evelina le iban tranquilizando los nervios, ciertos sonidos e imágenes se separaban del torrente que la había arrastrado, y dedicaba el resto del día a llevar a cabo una reconstrucción mental de los diferentes episodios del paseo hasta que este terminaba por adquirir la forma, en su cabeza, de una experiencia coherente y llena de colorido, de la cual, en las semanas sucesivas, ella sacaba algún recuerdo fragmentado durante el transcurso de las largas conversaciones con su hermana.