Las hermanas Bunner (7 page)

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Authors: Edith Wharton

BOOK: Las hermanas Bunner
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La señora Hochmüller soltó otra carcajada:

—Vaya, vaya —continuó—, ¡menuda verrgüenza! ¡Haberrse puesto enfermo sin decírmelo, después de que yo lo cuidarra cuando le entrraron esas fiebres terribles!

—Es verdad, qué vergüenza —proclamó Evelina, lanzando una intensa mirada a Ramy; pero este se hallaba contemplando las salchichas que Linda acababa de dejar en la mesa.

Cuando la comida concluyó, la señora Hochmüller instó a sus invitadas a que franquearan la puerta de la cocina; pasaron a un recinto verde, a medias jardín y a medias huerto. Unas gallinas grises seguidas por unos polluelos dorados cloqueaban bajo las torcidas ramas de los manzanos, un gato dormitaba en la boca de un viejo pozo, y de un árbol a otro se extendía una trama de cuerdas para tender la ropa que delataba el oficio de la anfitriona. Detrás de los manzanos se alzaba un cenador amarillo adornado con listones de color carmesí, y detrás de este, al otro lado de una tosca valla, el terreno describía una pendiente y en la vaguada crecían algunos árboles. Todo resultaba extrañamente placentero y tranquilo en esa calurosa tarde de domingo, y, mientras pisaba la hierba de debajo de las ramas de los manzanos, Ann Eliza se acordó de otras tardes tranquilas en la iglesia, de los himnos que su madre le había cantado cuando era muy pequeña.

Evelina se mostraba más inquieta. Deambulaba del pozo al cenador y de nuevo al pozo; echaba migas a los polluelos y molestaba al gato con caricias traviesas; al cabo de un rato expresó su deseo de ir al bosque.

—Entonces lo mejor será que coja usted el camino —le aconsejó la señora Hochmüller—. Mi Linda entrra por un agujero de la cerca, perro supongo que usted se rasgarría el vestido si lo intentase.

—Yo la ayudaré —se ofreció el señor Ramy.

Guiada por Linda, la pareja caminó junto a la empalizada hasta llegar a una estrecha abertura entre los tablones. Por ella desaparecieron, observados con curiosidad mientras bajaban por una risueña Linda; la señora Hochmüller y Ann Eliza se habían quedado solas en el cenador.

La señora miró a la invitada con una sonrisa de complicidad:

—Supongo que tarrdarán un rato en volver —observó, señalando la abertura de la empalizada con la papada—. Las perrsonas en su situación pierden la noción del tiempo. —Una vez dicho eso, sacó la labor de punto.

A Ann Eliza no se le ocurrió qué responder.

—Su herrmana lo tiene en muy alta estima, ¿verrdad? —prosiguió la anfitriona.

Ann Eliza sintió que las mejillas le ardían:

—¿Aquí nunca se siente usted un poco sola? —inquirió—. Me sorprende que no tenga miedo por la noche, con su hija por toda compañía.

—Oh, no, en absoluto —repuso la señora Hochmüller—. Yo soy lavandera, ¿sabe usted? Ese es mi oficio, y resulta mucho más barrato desempeñarlo aquí que en la ciudad: ¿dónde iba a conseguir un secadero como este en Hoboken? Además, aquí Linda corre menos peligros; así no anda por las calles.

—Ah —dijo una apocada Ann Eliza.

Esa señora empezó a inspirarle una auténtica aversión; apartó la vista con una irritación involuntaria y se fijó en la figura de Linda, de espalda cuadrada, que seguía inquisitivamente encaramada a la cerca. Tuvo la sensación de que Evelina y su acompañante no regresarían jamás del bosque, pero al fin volvieron, el señor Ramy con la frente perlada de sudor, Evelina sonrosada y tímida, con un lacio ramo de helechos en la mano; y resultaba evidente que, al menos para ella, esos momentos habían pasado volando.

—¿Creéis que revivirán? —preguntó, sosteniendo los helechos.

Pero Ann Eliza, que se había puesto en pie al verla llegar, repuso con sequedad:

—Creo que nos deberíamos ir marchando, Evelina.

—¡Por amor de Dios! ¿No van a tomar el café antes? —protestó la señora Hochmüller.

Ann Eliza descubrió con gran consternación que debía desarrollarse otra larga ceremonia gastronómica antes de que la cortesía les permitiera marcharse. Al cabo de un rato, sin embargo, volvían a encontrarse en el transbordador. El agua y el cielo estaban grises, con la franja divisoria del ocaso formando unas brillantes olas opalinas en la estela de la embarcación. El viento transmitía un frío hálito alquitranado, como si hubiera viajado una larga distancia a bordo de un barco, y el silbido del viento en torno a las palas resultaba tan delicioso que parecía refrescarles los rostros cansados.

Ann Eliza se sentó a cierta distancia, apartada de los demás. Había concluido que el señor Ramy le había propuesto matrimonio a Evelina en el bosque, y se preparaba en silencio para recibir la confesión de su hermana esa noche.

Pero Evelina no dio muestras de querer hacer confidencias. Cuando llegaron a casa puso en agua los helechos mustios, y después de la cena, cuando ya se había quitado el vestido de seda negra y el sombrero con los nomeolvides, se quedó sentada en la mecedora, en silencio, cerca de la ventana abierta. Ann Eliza llevaba mucho tiempo sin verla con una actitud tan retraída.

El sábado siguiente la hermana mayor se hallaba sola en la tienda cuando la puerta se abrió y entró el señor Ramy. Este nunca había aparecido a esa hora; ella se preguntó algo angustiada cuál sería el motivo de la visita.

—¿Ha sucedido algo? —inquirió, apartando la cesta de botones que estaba ordenando.

—Que yo sepa, no —respondió él con mucha calma—. Pero, en esta época, los sábados siempre cierro la tienda a las dos, y se me ha ocurrido hacerles una visita.

—Ah, es todo un placer, desde luego —dijo ella—, pero Evelina ha salido.

—Lo sé —repuso él—. Me he cruzado con ella en la esquina. Me ha dicho que tenía que ir a ese tintorrero nuevo de la calle Cuarenta y Ocho. Seguramente tarrdará un par de horas, ¿verdad?

Ann Eliza lo contempló con perplejidad creciente.

—Seguramente —confirmó; su hospitalidad instintiva la impulsó a añadir—: Pero siéntese, en cualquier caso.

Él tomó asiento en el taburete que se hallaba al lado del mostrador, y ella volvió a colocarse detrás.

—No puedo dejar la tienda sola —explicó.

—Aquí también estamos muy bien.

Ann Eliza advirtió repentinamente que el señor Ramy la miraba con una intensidad inusual. Sin darse cuenta, se pasó la mano por los finos mechones de cabello de las sienes, y de ahí la bajó para colocarse el broche del pecho.

—Hoy tiene usted un aspecto espléndido, señorita Bunner —la piropeó el señor Ramy, que seguía sus ademanes con una sonrisa.

—Oh —repuso ella con nerviosismo—. Mi salud siempre es buena —añadió.

—Supongo que goza usted de mejor salud que su herrmana, aunque sea más menuda.

—No, no creo. Evelina a veces se muestra un poco nerviosa, pero no es nada enfermiza.

—Come con más apetito que usted, pero eso no quierre decir nada —apuntó él.

Ella se quedó callada. No sabia qué rumiaba el otro, y no quería revelar más asuntos relativos a Evelina hasta descubrir si el señor Ramy consideraba que el nerviosismo era un atributo interesante, o todo lo contrario.

Pero él le ahorró mayores incertidumbres:

—Veamos, señorita Bunner... —comenzó a decir, acercando el taburete al mostrador—. Crreo que deberría decirle al fin para qué he venido hoy. Quierro casarme.

Ann Eliza, durante muchos rezos a medianoche, había intentado armarse de valor para cuando escuchara esa declaración, pero ahora que esta se producía se sintió lamentablemente asustada y poco preparada. El señor Ramy se apoyó con ambos codos en el mostrador; ella advirtió que tenía las uñas limpias y que se había cepillado el sombrero: ¡ni siquiera esas señales le habían puesto sobre aviso!

Al fin se escuchó decir, con una garganta seca en la que le palpitaba el corazón:

—¡Válgame el cielo, señor Ramy!

—Quierro casarme —repitió él—. Estoy muy solo. No es bueno que un hombrre viva tan solo, que coma fiambrre todos los días.

—No —confirmó quedamente Ann Eliza.

—Y tanto polvo ya me resulta excesivo.

—Sí, el polvo... ¡Es verdad!

El señor Ramy la señaló con uno de sus dedos de yemas cuadradas:

—Le ruego que me acepte.

Ella seguía sin comprender. Se levantó titubeante y apartó la cesta de botones que se interponía entre ellos; entonces se dio cuenta de que él intentaba cogerle la mano; cuando los dedos de ambos se tocaron, notó que un torrente de alegría se apoderaba de ella. Con posterioridad, aunque las demás palabras de ese encuentro se le habían quedado tan grabadas en la memoria que le resultaría imposible olvidarlas, sería incapaz de recordar lo que él le había dicho mientras sus manos se tocaban; solo supo que le parecía estar flotando en un mar estival, y que todas las olas rompían en sus oídos.

—¿Yo? ¿Yo? —preguntó jadeante.

—Eso parece —repuso plácidamente su pretendiente—. Usted me viene como anillo al dedo, señorita Bunner. Esa es la verrdad.

Una mujer que pasaba por la calle se detuvo para contemplar el escaparate; Ann Eliza deseó a medias que entrase, pero, tras una desganada inspección, pasó de largo.

—¿Acaso no le gusto? —inquirió él, desconcertado por el silencio.

Ella estuvo a punto de pronunciar una palabra de confirmación, pero sus labios se resistieron. Debía hallar otro modo de decírselo.

—No, no es eso.

—Es que yo siemprre he pensado que estábamos hechos el uno para el otro —prosiguió el señor Ramy, una vez resuelta esa duda momentánea—. Siemprre me han atraído las mujeres calladas, las que no montan jaleo ni se dan aires, a las que no les da miedo el trrabajo. —Habló como si catalogara fríamente sus encantos.

Ella sintió que debía zanjar la cuestión:

—Pero, señor Ramy, no me entiende. Yo nunca he tenido intención de casarme.

Él la miró atónito:

—¿Por qué no?

—Pues no lo sé... —Se humedeció los labios temblorosos—. Lo cierto es que no soy tan activa como parezco. Es posible que no aguante las responsabilidades. No soy tan vivaracha como Evelina, ni tan joven —añadió, con un último y gran esfuerzo.

—Pero si usted se ocupa de casi todo el trabajo de la tienda... —adujo el pretendiente, incrédulo.

—Oh, porque Evelina está atareada haciendo cosas en la calle; y donde viven dos mujeres el trabajo no es mucho. Además, yo soy la mayor, tengo que supervisarlo todo —añadió a toda prisa, algo apenada porque su sencillo ardid lo engañase con tanta facilidad.

—Yo creo que usted es lo bastante activa para mí —insistió.

Esa tranquila determinación empezó a asustarla; se echó a temblar, temiendo que la suya fuera menos férrea.

—No, no —repitió mientras notaba unas lágrimas en las pestañas—. No puedo, señor Ramy. No puedo casarme. Estoy perpleja. Siempre pensé que le interesaba Evelina, siempre. Yo y todos. Es muy espabilada y muy guapa... Parecía lo más natural.

—Pues se equivocaba usted —repuso él tercamente.

—Lo lamento de veras.

Él se puso en pie y echó la silla hacia atrás:

—Quizá quiera pensárselo —dijo, con el tono generoso de un hombre que cree que puede permitirse esperar.

—Oh, no, no. Sería inútil, señor Ramy. No tengo intención de casarme jamás. Me canso con facilidad; me amedrenta tanto trabajo. Y padezco unos dolores de cabeza terribles. —Hizo una pausa y se devanó los sesos para aducir otras afecciones convincentes.

—¿Dolores de cabeza, dice usted? —inquirió el señor Ramy, dándose la vuelta.

—Sí, y tanto: unos tremendos dolores que me impiden hacer cualquier cosa. Evelina tiene que encargarse de todo cuando me da uno. Tiene que prepararme el té por la mañana.

—Pues lamento escuchar eso —dijo él.

—Se lo agradezco mucho, en cualquier caso —farfulló ella—. Y, por favor, no..., no... —Se calló de pronto y lo miró con los ojos anegados en lágrimas.

—No se preocupe —la tranquilizó él—. No se inquiete, señorita Bunner. En boca cerrada no entran moscas.

A ella le pareció que el tono de él denotaba mayor resignación desde que ella había mencionado esos dolores.

Él se quedó contemplándola durante unos instantes con mirada dubitativa, como si no supiese muy bien cómo terminar la conversación; finalmente, ella se armó de valor y le dijo (utilizando las palabras de una novela que había leído):

—No quiero que esto cambie en absoluto nuestra relación.

—No, desde luego que no —respondió el señor Ramy mientras cogía el sombrero con gesto distraído.

—Entonces, ¿vendrá a visitarnos, como siempre? —prosiguió ella, obligándose a realizar un esfuerzo—. Lo echaremos mucho de menos si no viene. Evelina... —Calló, dividida entre su deseo de que él se fijase en su hermana y el temor de desvelar demasiado pronto el secreto de esta.

—¿Y la señorita Evelina padece dolores de cabeza? —inquirió de pronto el señor Ramy.

—No, por Dios, nunca. Nada digno de ese nombre, en cualquier caso. Lleva muchísimo tiempo sin tener uno, pero, cuando se pone enferma, ella sí que sigue en pie —aseguró Ann Eliza tras realizar unas apresuradas negociaciones con su conciencia.

—Ah, eso me sorprende —repuso él.

—Será que no nos conoce tan bien como creía.

—Es posible que así sea. Que tenga usted un buen día, señorita Bunner. —El señor Ramy se dirigió a la puerta.

—Usted también, señor Ramy.

Se sintió inconmensurablemente aliviada al quedarse sola. Sabía que el momento crucial de su vida había pasado, y se alegraba de haber estado a la altura de sus ideales. Había sido una experiencia maravillosa y, pese a las lágrimas que le corrían por las mejillas, no se arrepentía de haberla vivido. Dos hechos, sin embargo, le restaban perfección: que hubiera sucedido en la tienda y que ella no hubiera lucido el vestido de seda negra.

Pasó la siguiente hora sumida en un estado de ensoñación y éxtasis. En su vida había ocurrido algo que ningún empobrecimiento posterior podría hurtarle: se encontraba henchida de orgullo, con la misma intensa sensación de ser dueña de algo que en una ocasión, de niña, había sentido cuando su madre le había regalado un medallón de oro y ella se había incorporado en la cama, en la oscuridad, para sacarlo de donde se lo había escondido, debajo del camisón.

Pero entonces el temor al regreso de Evelina empezó a mezclarse con esas cavilaciones. ¿Cómo iba a mirar a su hermana menor a los ojos sin revelar lo que había sucedido? Le parecía que su sensación de triunfo debía de resultar visible, y se alegró de que ya hubiera anochecido cuando Evelina entró. No obstante, sus miedos eran infundados. Evelina, siempre taciturna, últimamente había dejado de interesarse por los sencillos aconteceres de la tienda, y Ann Eliza, con una combinación de alivio y de vergüenza, notó que no corría peligro alguno de que su hermana le preguntase por los acontecimientos de la tarde. Eso la alegró, aunque notó una cierta humillación al darse cuenta de que el portentoso secreto que albergaba en su interior no despedía un resplandor visible. Le pareció decepcionante, incluso un poco absurdo, que Evelina no supiera al fin que eran iguales.

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